Contenido
La vida es un libro móvil y antiguo
‘Antes del pop-up’: exposición temporal en la Biblioteca Nacional y alrededores
Abres un libro y pasan cosas. Un joven poeta se enamora de una adolescente idiota, una familia se resquebraja en el transcurso de una gran guerra, una muchacha encantadora llega a una gran ciudad y se instala en una residencia para señoritas de escasos medios. Así que lees un libro y pasan cosas, dentro del libro y dentro de tu cabeza. Lo vuelves a leer al año siguiente y pasan cosas distintas o pasan las mismas cosas, pero esas cosas pasan de una manera diferente o tienen un significado nuevo, porque el libro ha cambiado (se supone que tú también has cambiado porque se supone que la gente cambia, pero esto no deja de ser una idea fija). El joven poeta aún no ha escrito un solo verso —sólo es un poeta en potencia— y la adolescente no es tan idiota. La familia no se resquebraja porque ya estaba hecha pedazos antes de la Gran Guerra. La muchacha sigue siendo encantadora, pero la residencia se ha complejizado: ¿Y si resulta que la residencia es mucho más que una simple residencia? ¿Y si resulta que es el trasunto de un país en el atolladero? Todo eso está bien: los libros bla, bla, bla. El caso es que hay libros que cambian en cuestión de segundos. Abres un libro y pasan cosas, pero no en un sentido figurado, ni mágico o medio mágico. Tiras de una pestaña y se despliega una constelación. Abres una página y se levanta ante tus ojos una torre Eiffel. Estos son los libros que se mueven y en el sector (sobre todo en el sector de los libros que se mueven) se les llama pop-up. Antes no había un nombre fijo para ellos, pero esos libros ya existían, y en la Biblioteca Nacional han organizado una exposición temporal sobre el asunto y se han decidido por el nombre de libros móviles y, más concretamente, libros móviles antiguos. Es un nombre temporal, móvil y proteico, y es también el nombre definitivo para una exposición temporal (sobre libros pop-up anteriores a la denominación pop-up). La exposición es muy pequeña, se sustancia en unos pocos paneles. Estás en la exposición y de repente —¡pop-up!— ya estás fuera de la exposición. En un suplemento cultural dirían —maldita sea, ¡resulta que ya lo han dicho!—: “El pop-up antes del pop-up”.
La gente, el público, pega las narices a las vitrinas y dice: “Qué bonito, qué chulo”. La gente comprende o cree comprender, pero eso no es suficiente. Eso no sirve. Así que han puesto, en un panel de esta exposición temporal, un letrero donde se puede leer:
“Objetos librarios con muy diferentes usos que incluyen dispositivos mecánicos o paratextuales que requieren o demandan la atención del lector… para dotar a la representación icónico-textual de efectos visuales bidimensionales o tridimensionales cinéticos, de disolución, etc. La interactividad se logra principalmente con el movimiento por parte del lector de algunos elementos del soporte”.
Aparecen y desaparecen cosas. Las exposiciones también aparecen y desaparecen. De un tiempo a esta parte ha aparecido esta exposición temporal sobre libros móviles antiguos. Pero sería absurdo pensar que lo temporal es temporal, y que lo permanente permanece. Las exposiciones permanentes también desaparecen, por ejemplo, cuando la persona que las mira desaparece —cuando se larga— o cuando simplemente cierra los ojos. Las exposiciones temporales de la Biblioteca Nacional son afluentes del gran río de la vida trascendente de la calle Recoletos. Las exposiciones permanentes también son afluentes de ese gran río de la vida —esto resulta un poco difícil de entender, pero hay que entenderlo para seguir adelante— y son, además, ríos inconstantes e intermitentes. Unas veces se ven y otras veces no se ven, unas veces discurren por el subtexto de la tierra y otras veces saltan por encima de nuestras cabezas. Si no los miras no los ves, pero se supone que están ahí. Si vas a la Biblioteca Nacional y ves la exposición sobre libros móviles antiguos, verás también que unos carpinteros están desmontando la exposición temporal, pero grave, solemne, dedicada al cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Cervantes esto y Cervantes lo otro, pero, sobre todo —esto también resulta algo difícil de entender, pero hay que entenderlo para comprender lo que viene después—, Cervantes lo de más allá. Y si vas al día siguiente a ver la misma exposición sobre libros móviles antiguos, verás que esos mismos carpinteros ya están montando una exposición temporal por el centenario del nacimiento de Camilo José Cela. Eso sí: si vas a finales de septiembre a la Biblioteca Nacional podrás visitar la exposición sobre Camilo José Cela, pero ya no llegarás a tiempo para visitar la exposición sobre libros móviles antiguos. Los carpinteros la habrán desmontado un par de semanas antes. Pues bien: dentro de esta misma Biblioteca Nacional, dentro del antes llamado Museo del Libro, hay una serie de exposiciones permanentes —no temporales, en principio— y hay la posibilidad de conocerlas por medio de una visita guiada y hay, hoy, un voluntario llamado Fernando que guía grupos de aquí para allá: aporta fechas, esparce anécdotas, aclara dudas. Aunque Fernando se encarga de la parte permanente del museo, también le recuerda a la gente que hay una exposición temporal sobre libros móviles antiguos:
—Ahora creo que los llaman pop-up. Antes se decía desplegables: libros desplegables.
¡Pasen y vean! Un tratado de anatomía, un libro sobre el ojo humano. Una ilustración del mismísimo Lothar Meggendorfer. El Gran Circo Internacional de 1887. Un calendario móvil de la liga de fútbol de 1953, cortesía de Transportes San José (Oviedo, Valladolid y Jaén estaban en primera división). Discos giratorios del Doctor Cuervo Araujo, de Gijón, para la lectura directa de la cifra tonométrica de Schiotz. El proyecto de fachada de una iglesia de Ventura Rodríguez. Calendarios, relojes y astrolabios, calculadoras astronómicas. Cuadrantes y brújulas.
Al fondo, en una sala contigua, la letanía permanente, intemporal, del guía Fernando: “la biblioteca se fundó el año… pero su actual ubicación… antes había una serie de pasadizos…”. ¿Un pasadizo?, ¿dónde? Todos los guías del mundo lo saben: la palabra pasadizo funciona, la palabra pasadizo sirve para galvanizar a una audiencia adormecida. Todos estiramos las orejas cuando escuchamos la palabra pasadizo y nos frotamos las manos ante la promesa de una fuga antigua, el temblor de una vela y el cloqueo de unos cascos de caballo contra el suelo adoquinado. Después, sigue la visita. El pop-up desaparece y la parte permanente (la parte de Fernando) se desvanece. Silencio. Los especialistas suben y bajan las escalinatas de la Biblioteca Nacional, se abisman en la sala de consulta seducidos por la idea de escribir el artículo definitivo, el colofón concluyente a su tesis infinita. Afuera, en la calle Recoletos, los pájaros chillan suspendidos en la rama del sicómoro y reina un calor sofocante y temporal y nuevo y antiguo a la vez. Se constata que lo permanente y lo temporal —dentro y fuera de la Biblioteca Nacional, a uno y otro lado de la calle Recoletos— no son conceptos antagónicos sino complementarios. Por ejemplo: al otro lado de la calle Recoletos y en la acera de los impares, en la parte de Génova, está el Museo de Cera. ¿Es el Museo de Cera lo contrario de la Biblioteca Nacional, o es parte necesaria de una misma y gran cosa o río trascendente? En el Museo de Cera no hay exposiciones temporales y se supone que todo es permanente, pero no es verdad. Nada está garantizado. Hay figuras que vienen y van. Se les arranca la cabeza. El cuerpo, que está hecho de escayola, se destruye, y la cabeza se almacena en un almacén de cabezas de cera, en las afueras de Madrid.
De modo que, en realidad, todo cambia y todo permanece, porque todo lo que permanece, permanece cambiado, y al otro lado del Museo de Cera y entre los árboles, más allá de la Biblioteca Nacional, en la calle Hermosilla, en las tiendas de moda infantil, los apresurados padres cambian los peleles menguantes y los trajecitos diminutos de sus hijos por otros peleles y por otros trajecitos más crecederos, que resultan ser los mismos.
—Quería descambiar esto.
La palabra exacta y valiente —no todo el mundo se atreve— es descambiar. Se cambia la talla, pero la ropa permanece. Es otra y la misma a la vez. La ropa de las tiendas de moda infantil de la calle Hermosilla es la misma desde los tiempos de Cuchifritín —el hermano de Celia— pero en un sentido estricto no es la misma, es otra. En realidad, son otras prendas, aunque es la misma ropa, nueva y antigua, temporal y permanente. Y entonces la mañana se expande y el tiempo se dilata y las calles se retuercen y se confunden y, finalmente, el rumor se hace carne: la vida es un libro móvil y antiguo.
La foto de portada y la siguiente son del catálogo de la exposición Antes del pop-up: libros móviles antiguos en la BNE, que se podrá visitar en la Biblioteca Nacional de España hasta el 4 de septiembre:
1. Lámina del Catoptrum microcosmicum (Espejo microcósmico), de Johann Remmelin, 1613.
2. Ejemplar de Le Grand Cirque International, de Lothar Meggendofer, 1887.
Las tres fotografías siguienes son de Fernando San Basilio.
La vida es un libro móvil y antiguo
Abres un libro y pasan cosas. Un joven poeta se enamora de una adolescente idiota, una familia se resquebraja en el transcurso de una gran guerra, una muchacha encantadora llega a una gran ciudad y se instala en una residencia para señoritas de escasos medios. Así que lees un libro y pasan cosas, dentro del libro y dentro de tu cabeza. Lo vuelves a leer al año siguiente y pasan cosas distintas o pasan las mismas cosas, pero esas cosas pasan de una manera diferente o tienen un significado nuevo, porque el libro ha cambiado (se supone que tú también has cambiado porque se supone que la gente cambia, pero esto no deja de ser una idea fija). El joven poeta aún no ha escrito un solo verso —sólo es un poeta en potencia— y la adolescente no es tan idiota. La familia no se resquebraja porque ya estaba hecha pedazos antes de la Gran Guerra. La muchacha sigue siendo encantadora, pero la residencia se ha complejizado: ¿Y si resulta que la residencia es mucho más que una simple residencia? ¿Y si resulta que es el trasunto de un país en el atolladero? Todo eso está bien: los libros bla, bla, bla. El caso es que hay libros que cambian en cuestión de segundos. Abres un libro y pasan cosas, pero no en un sentido figurado, ni mágico o medio mágico. Tiras de una pestaña y se despliega una constelación. Abres una página y se levanta ante tus ojos una torre Eiffel. Estos son los libros que se mueven y en el sector (sobre todo en el sector de los libros que se mueven) se les llama pop-up. Antes no había un nombre fijo para ellos, pero esos libros ya existían, y en la Biblioteca Nacional han organizado una exposición temporal sobre el asunto y se han decidido por el nombre de libros móviles y, más concretamente, libros móviles antiguos. Es un nombre temporal, móvil y proteico, y es también el nombre definitivo para una exposición temporal (sobre libros pop-up anteriores a la denominación pop-up). La exposición es muy pequeña, se sustancia en unos pocos paneles. Estás en la exposición y de repente —¡pop-up!— ya estás fuera de la exposición. En un suplemento cultural dirían —maldita sea, ¡resulta que ya lo han dicho!—: “El pop-up antes del pop-up”.
La gente, el público, pega las narices a las vitrinas y dice: “Qué bonito, qué chulo”. La gente comprende o cree comprender, pero eso no es suficiente. Eso no sirve. Así que han puesto, en un panel de esta exposición temporal, un letrero donde se puede leer:
“Objetos librarios con muy diferentes usos que incluyen dispositivos mecánicos o paratextuales que requieren o demandan la atención del lector… para dotar a la representación icónico-textual de efectos visuales bidimensionales o tridimensionales cinéticos, de disolución, etc. La interactividad se logra principalmente con el movimiento por parte del lector de algunos elementos del soporte”.
Aparecen y desaparecen cosas. Las exposiciones también aparecen y desaparecen. De un tiempo a esta parte ha aparecido esta exposición temporal sobre libros móviles antiguos. Pero sería absurdo pensar que lo temporal es temporal, y que lo permanente permanece. Las exposiciones permanentes también desaparecen, por ejemplo, cuando la persona que las mira desaparece —cuando se larga— o cuando simplemente cierra los ojos. Las exposiciones temporales de la Biblioteca Nacional son afluentes del gran río de la vida trascendente de la calle Recoletos. Las exposiciones permanentes también son afluentes de ese gran río de la vida —esto resulta un poco difícil de entender, pero hay que entenderlo para seguir adelante— y son, además, ríos inconstantes e intermitentes. Unas veces se ven y otras veces no se ven, unas veces discurren por el subtexto de la tierra y otras veces saltan por encima de nuestras cabezas. Si no los miras no los ves, pero se supone que están ahí. Si vas a la Biblioteca Nacional y ves la exposición sobre libros móviles antiguos, verás también que unos carpinteros están desmontando la exposición temporal, pero grave, solemne, dedicada al cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Cervantes esto y Cervantes lo otro, pero, sobre todo —esto también resulta algo difícil de entender, pero hay que entenderlo para comprender lo que viene después—, Cervantes lo de más allá. Y si vas al día siguiente a ver la misma exposición sobre libros móviles antiguos, verás que esos mismos carpinteros ya están montando una exposición temporal por el centenario del nacimiento de Camilo José Cela. Eso sí: si vas a finales de septiembre a la Biblioteca Nacional podrás visitar la exposición sobre Camilo José Cela, pero ya no llegarás a tiempo para visitar la exposición sobre libros móviles antiguos. Los carpinteros la habrán desmontado un par de semanas antes. Pues bien: dentro de esta misma Biblioteca Nacional, dentro del antes llamado Museo del Libro, hay una serie de exposiciones permanentes —no temporales, en principio— y hay la posibilidad de conocerlas por medio de una visita guiada y hay, hoy, un voluntario llamado Fernando que guía grupos de aquí para allá: aporta fechas, esparce anécdotas, aclara dudas. Aunque Fernando se encarga de la parte permanente del museo, también le recuerda a la gente que hay una exposición temporal sobre libros móviles antiguos:
—Ahora creo que los llaman pop-up. Antes se decía desplegables: libros desplegables.
¡Pasen y vean! Un tratado de anatomía, un libro sobre el ojo humano. Una ilustración del mismísimo Lothar Meggendorfer. El Gran Circo Internacional de 1887. Un calendario móvil de la liga de fútbol de 1953, cortesía de Transportes San José (Oviedo, Valladolid y Jaén estaban en primera división). Discos giratorios del Doctor Cuervo Araujo, de Gijón, para la lectura directa de la cifra tonométrica de Schiotz. El proyecto de fachada de una iglesia de Ventura Rodríguez. Calendarios, relojes y astrolabios, calculadoras astronómicas. Cuadrantes y brújulas.
Al fondo, en una sala contigua, la letanía permanente, intemporal, del guía Fernando: “la biblioteca se fundó el año… pero su actual ubicación… antes había una serie de pasadizos…”. ¿Un pasadizo?, ¿dónde? Todos los guías del mundo lo saben: la palabra pasadizo funciona, la palabra pasadizo sirve para galvanizar a una audiencia adormecida. Todos estiramos las orejas cuando escuchamos la palabra pasadizo y nos frotamos las manos ante la promesa de una fuga antigua, el temblor de una vela y el cloqueo de unos cascos de caballo contra el suelo adoquinado. Después, sigue la visita. El pop-up desaparece y la parte permanente (la parte de Fernando) se desvanece. Silencio. Los especialistas suben y bajan las escalinatas de la Biblioteca Nacional, se abisman en la sala de consulta seducidos por la idea de escribir el artículo definitivo, el colofón concluyente a su tesis infinita. Afuera, en la calle Recoletos, los pájaros chillan suspendidos en la rama del sicómoro y reina un calor sofocante y temporal y nuevo y antiguo a la vez. Se constata que lo permanente y lo temporal —dentro y fuera de la Biblioteca Nacional, a uno y otro lado de la calle Recoletos— no son conceptos antagónicos sino complementarios. Por ejemplo: al otro lado de la calle Recoletos y en la acera de los impares, en la parte de Génova, está el Museo de Cera. ¿Es el Museo de Cera lo contrario de la Biblioteca Nacional, o es parte necesaria de una misma y gran cosa o río trascendente? En el Museo de Cera no hay exposiciones temporales y se supone que todo es permanente, pero no es verdad. Nada está garantizado. Hay figuras que vienen y van. Se les arranca la cabeza. El cuerpo, que está hecho de escayola, se destruye, y la cabeza se almacena en un almacén de cabezas de cera, en las afueras de Madrid.
De modo que, en realidad, todo cambia y todo permanece, porque todo lo que permanece, permanece cambiado, y al otro lado del Museo de Cera y entre los árboles, más allá de la Biblioteca Nacional, en la calle Hermosilla, en las tiendas de moda infantil, los apresurados padres cambian los peleles menguantes y los trajecitos diminutos de sus hijos por otros peleles y por otros trajecitos más crecederos, que resultan ser los mismos.
—Quería descambiar esto.
La palabra exacta y valiente —no todo el mundo se atreve— es descambiar. Se cambia la talla, pero la ropa permanece. Es otra y la misma a la vez. La ropa de las tiendas de moda infantil de la calle Hermosilla es la misma desde los tiempos de Cuchifritín —el hermano de Celia— pero en un sentido estricto no es la misma, es otra. En realidad, son otras prendas, aunque es la misma ropa, nueva y antigua, temporal y permanente. Y entonces la mañana se expande y el tiempo se dilata y las calles se retuercen y se confunden y, finalmente, el rumor se hace carne: la vida es un libro móvil y antiguo.
La foto de portada y la siguiente son del catálogo de la exposición Antes del pop-up: libros móviles antiguos en la BNE, que se podrá visitar en la Biblioteca Nacional de España hasta el 4 de septiembre:
1. Lámina del Catoptrum microcosmicum (Espejo microcósmico), de Johann Remmelin, 1613.
2. Ejemplar de Le Grand Cirque International, de Lothar Meggendofer, 1887.
Las tres fotografías siguienes son de Fernando San Basilio.