Contenido

Regios adioses

Modo lectura

La semana pasada nos dejó en la boca el sabor a monedas del adiós. Murió Emilio Botín, y en la misma tarde de su deceso, el consejo de administración ya andaba reuniéndose para dirimir a quién correspondía dirigir la nave. Al parecer los dineros, aun siendo tan abstractos como son y casi una conjetura, no pueden estar sin titularidad durante muchas horas. Es este un tipo de rauda eficiencia más propia del Señor Lobo, el liquidador endomingado y lacónico de Pulp Fiction, que del gandul burocratismo español dibujado por Larra: puede que estemos asomándonos a la modernidad salvando de un solo salto las radicales ausencias de Ilustración y Renacimiento, como hace Super Mario Bros, que brinca sobre el vacío para afianzarse en una nueva plataforma.

El sanedrín de banqueros se decantó por su hija, contribuyendo así a perfilar un aire de linaje, de corona de familia que se asigna por estricta lógica sanguínea. No en vano Pablo Iglesias nadó y guardó la ropa y “tuiteó” un educado pésame que no excluía el tirón de orejas por los desahucios: “La banca que representa Botín es buena parte de los problemas que tenemos en nuestro país. Es un ejemplo de lo que no se debe hacer en democracia”. ¡Como si existiera otro tipo distinto de banca, una ejemplar!

Dichos problemas, intuyo, se relacionan muy directamente con la burbuja inmobiliaria, que ha sembrado nuestra geografía de hitos avanzados de fantasmagorías urbanísticas. No en vano, en el Egipto de los faraones se levantaba en la ribera occidental del Nilo una ciudad réplica de la de los vivos, adonde irían los faraones cuando rindieran su último suspiro entre los vivos. Las necrópolis de El Pocero en Seseña, administradas por el Santander entre ofertas y descuentos, son ya un ejemplo de arquitectura fúnebre que honra a los faraones del Dinero, mortales después de todo. Esa réplica sin vida se yergue vacía o habitada por muertos financieros, zombies económicos atados al dogal de una deuda vitalicia, entre pecios de ladrillo. En Egipto tienen también, a falta de faraones, ya extinguidos, sus propias Ciudades de los Muertos: a raíz de los proyectos urbanísticos de los años 50 y de la crisis de la vivienda, millones de egipcios fueron instalándose allí, viviendo entre los muertos, usando las lápidas como mesas. Pero de allí nadie saca provecho económico. El tiempo dirá qué uso damos a nuestras ciudades fantasmas.

Se ha despedido también la alcaldesa Ana Botella, que renunciará a presentarse como candidata popular a la alcaldía de Madrid. Deja tras de sí su propia fantasmagoría, pues los sentidos se ven intoxicados por las montoneras de basura que salpican las calles. Hemos llegado precipitadamente al escombro, sin mediación olímpica, es decir, de forma mucho más rápida y económica. Los propios árboles dibujan una retícula lúgubre sobre nuestras cabezas, y se desploman a veces sobre éstas. Las aceras son las lindes del bosque de Sleepy Hollow, y un paseo es una temeridad tan castiza como la de arrimarse al toro. El legado de la Botella es la depresión civil, la bici eléctrica –cuyas pantallas fueron hackeadas en su debut con una polla bamboleante–, y el vacío cultural absoluto. Parte del vacío atañía al nomenclátor callejero, concretamente a la placita de un costado de Colón, donde arranca la patricia vía de Goya. Sin nombre hasta hoy, pasará a recibir el nombre de plaza de Margaret Thatcher, musa del carnal devocionario de la derechona.

Otros adioses más profanos han sido los de la selección española de baloncesto, que cayó ante Francia en el Mundial doméstico organizado a mayor gloria de lo que los plumillas deportivos llaman la “ÑBA”: esa camada de nativos talentudos que han aterrizado en la liga profesional estadounidense. El desastre se precipitó ante Francia, depositaria de uno de esos enconos que perduran en el edificio mental de la españolidad rancia.

Malas noticias para el dinero en fútbol: el Atlético aturdió al Madrid con ese descaro popular con que el Cholo perfuma a sus milicianos. Días antes proclamó que el suyo era el equipo del Pueblo. ¿Su modelo? El Nápoles de Maradona, que derrumbó el reinado del norte industrial en el calcio. Recibidos al grito de terrone, el peyorativo término con que se designa en Italia a los del Sur, los de Maradona pervirtieron el orden natural de las cosas a finales de los 80, arrebatando dos ligas a las poderosas escuadras burguesas del norte. Con semejante chute de arrabal en los pulmones, los colchoneros llevaron el seísmo al domicilio de su poderoso rival. El Madrid se muere entre lingotes, y este Atleti se parece al agua regia: una de las pocas mezclas capaces de disolver el oro.

Gerard Piqué se echó a las calles en la Diada con su hijo Milan a la espalda. Parece también que Cataluña dice adiós, en este caso a España. Pero eso es ya otra historia.

Para más inri, la semana se cerró con la muerte del tendero mayor del reino. El verdadero sastre de la genial y malherida marca España, don Isidoro Álvarez. Para más INRI.