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Barato y diminuto imperio de los sentidos

Una visita al Salón Erótico de Barcelona
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Dicen los poetas que el sexo es como la muerte. En el caso del Salón Erótico de Barcelona también podrían decirlo los médicos. Tras aceptar el encargo de El Estado Mental, este cronista se desplazó hasta allí escoltado por una pantalla de vergüenza pero acicateado por la curiosidad. Afortunadamente, uno de los (pudorosos) privilegios de contar con un pase de prensa es poder distinguirse del perverso promedio que asiste a la cita con su entrada de a pie. Habrá otro, que agradecí de veras, y que relataré más adelante.

Nada más atravesar las puertas del Pabellón Olímpico de la Vall d'Hebrón, me saludan un stand abarrotado de películas X y un anémico perchero con “prendas sexys”, es decir, ropa de gamas cromáticas epilépticas con leyendas chabacanas. Hay también un puesto unipersonal donde una autora mohína vende su libro y que no parece despertar precisamente las pasiones del público. A continuación, una mesa con dildos, aceites, geles lubricantes con base de silicona y coquetos plugs anales de forma abstracta (según los asistentes, todos los artefactos se venden a precios muy asequibles en el Salón). Una especie de paje con camisa de chorreras reparte flyers que me abstengo de aceptar. El recinto me sorprende de forma negativa por sus pequeñas dimensiones, y la música tecno del tipo martilleo industrial, que no nos abandonará nunca, contribuye decisivamente a la sensación de agobio. Es una banda sonora ideal, como de válvulas y pistones, para aliñar el espectáculo visual que me aguarda.

Abajo, en uno de los escenarios, y recién abiertas las puertas en la tercera jornada, un tal Capitano Eric se entretiene en unos guarrísimos preliminares con una estoica partenaire que responde por el nombre de Luna Dark. Eric carece totalmente de pelo en todo su cuerpo, de manera que evoca a los reflectantes aliens de Cocoon, y al parecer está dotado de su mismo vitalismo indesmayable y artificial: su erección, con un pene arqueado en una curva inverosímil, tiene la pinta de estar auxiliada de manera hidráulica y no me cabe duda de que han mediado irrigaciones industriales de prostaglandina, más abundantes suplementos de tadalafil, mosca española, ampollas de zinc, anclajes y amarres de vudú. Frente a ese descomunal miembro rizado, la actriz se limita a soportar, con una mirada tan vacía como la de su compañero, las embestidas carentes de gracia y a variar de posición con aire de fastidiada rutina.

Tras este primer shock descubro que la jornada va a consistir precisamente en esto: varios escenarios albergarán decenas y decenas de coitos mecánicos a la vista de los asistentes. Que donde quiera que uno ponga la vista se desarrolla una escueta pugna romántica consistente en sumarias instrucciones con el dedo (“ponte así”), tras las cuales la chica adopta la posición solicitada antes de albergar en alguna de sus cavidades el pene, químicamente insuflado de vigor, de su compañero. Y ya. Una vez tras otra. En el escenario “Zorrilandia” vemos las bamboleantes nalgas de un muchacho deespaldas al público mientras acomete a una chica despatarrada con zapatillas de runner.

En el escenario “D-terminant”, una chica culebrea a solas alrededor de una barra de lap dance. Introduce en su vagina bolas chinas hasta hacerlas desaparecer. Me sorprenden su motivación y la entrega casi introvertida e inconsciente que pone en su tarea. Sobre un taburete con respaldo alto se sienta y extiende sus piernas ofreciendo a los feligreses un primer y supersincero plano de su vulva, antes de meterse un dildo rosa y practicar un metesaca mecánico. Después, se yergue y se dirige a los espectadores: “¿alguien quiere subir a metérmelo?”. Por increíble que parezca, nadie se ofrece como voluntario, mientras intento sopesar el impacto que sobre la consciencia de cualquiera de nosotros tendría el hecho de estar en su lugar y ser los que invitáramos a un desconocido a insertar un cacharro de plástico en nuestro sexo y recibir una respuesta tan poco colaboradora. Todas estas divagaciones se disipan inmediatamente cuando la chica abre lo que distingo perfectamente como una lata de bebida energética de marca ‘Hacendado’ (!) y le da un sorbo y deja a continuación derramar el líquido sobre su piel (como cuando uno tiene la boca anestesiada tras una visita al dentista, sin que sea posible evitar proyectar cierto aire entre el abandono y la imbecilidad). Ungida por el refresco, toma a continuación una botella de agua y advierte al público de que puede dañar sus cámaras. Se descubre a continuación el motivo de su advertencia: tras introducir el contenido de la botella en su vagina, expulsa a chorretones el agua, aunque con bastante pericia, ignoro si voluntaria, como para que la curva del chorro haga que el líquido impacte sobre ella misma. Llevo aquí un rato y ya quiero irme.

Una de las cosas más turbadoras del Salón consiste en ver la rara familiaridad con que se tratan los profesionales entre ellos. Me refiero a los actores. Una camaradería que no excluye de ningún modo el contacto físico, y me imagino el impacto que tendría la ampliación de estas rutinas al mundo laboral razonable de afuera y si podría llegar a ser admisible algún día que alguien propinara una confianzuda nalgada a una compañera de Recursos Humanos junto a la fotocopiadora. Me inclino por pensar que hay algo de deliberado refugio sentimental, o confraternización, ante la presumible marginación de un mundo concomitante con tantos tabúes sociales. Una manera muy física de darse ánimos o reconocerse o quizá tomarse unas libertades groseras llevadas más allá que excluyen el respeto. No lo sé. También es cierto que los propios actores alimentan un aire inverosímil con las prendas con que comparecen: la pornstar húngara Amirah Adara aparece por allí embutida en unas mallas de cuerpo entero que serían inadmisibles sin provocar un altercado público fuera de este recinto (aunque de hecho ha venido de esta guisa hasta aquí, y por tanto ha paseado así en algún mojigato escenario de la vida civil). Si sé en cambio que el staff de restauración lleva unas camisetas amarillas con las palabras: “Follo en la primera cita”. Dudo de si están a la degradante altura de esa otra divisa que una gran y archifamosa cadena de hamburgueserías bordaba en los polos de sus sobreexplotados empleados: “I’m loving it”.

Más allá se desarrollan los amores de Anita Ribeiro y Eric Manly, auspiciados por la productora Exoticum, cuyos expeditivos preliminares (una felación poderosa, como de friegas con los húmedos escobones de un túnel lavado), desembocan en un lance “más íntimo” que se nos invita a presenciar desembolsando cuatro euros. Hay quien los paga, pese a que el Salón no escatima precisamente en coitos públicos, y algunos asistentes ingresan con sus cámaras fotográficas profesionales en una salita privada. No lejos de allí, se ofrecen los masajes de una pornstar (!). Más lejos, sobre otro escenario, un grueso sumiso espera a cuatro patas junto a un bol de comida de perro. Hay también un número de BDSM al que nadie absolutamente mira en el que un delgado e inescrutable tipo (con una desnudez del tipo “ecce homo”) sirve de lienzo humano para una serie de putaditas ejecutadas por una dómina. Hay tanta apatía que el mal rollo ha hecho que cunda un área disuasoria a su alrededor. 

Me asomo al “aula de sexo” (sin duda la zona más desangelada) y repaso el programa. Show de tupper-sex. Sex-capacitados: rompiendo tabúes y estereotipos sobre el sexo con personas con diversidad funcional. Sexualidades alternativas. La nueva cultura en el porno. Squirt class: “encuentra tu punto G”. A unos metros, hay talleres de foot fetish (20 euros los chicos, 5 las chicas). Y más allá, una populosa zona swinger donde sólo pueden ingresar las parejas y que por tanto me resulta naturalmente vedada.

A estas alturas creo que probablemente estoy experimentando una variante autodiagnosticada del llamado “síndrome de París”. Privado de su mediación digital, el porno puede involucrar o inspirar una ansiedad semejante a la que padecen los turistas afectados por dicho síndrome, el cual consiste en un trastorno psicológico, no duradero, experimentado por aquellos, generalmente japoneses que visitan París, y que puede conllevar ansiedad, alucinaciones, aguda desilusión, sentimiento de persecución, mareos y taquicardia cuando constatan que la realidad se parece más a la de algunos suburbios de Dakar que a los enclaves idealizados que se divulgan en los media con pâtisseries, mujeres vestidas con ropas de alta costura y muchachos con boina y camiseta de rayas (una docena de nipones suelen ser repatriados de urgencia cada año como resultado de dichas crisis). Caída su máscara de mediación idealizadora, el avistamiento in situ de la dinámica taladradora de miembros y genitales parece empujarme a lo que en psicología se conoce como desrealización: una “alteración de la percepción o de la experiencia del mundo exterior del individuo de forma que aquel se presenta como extraño o irreal (…) Entre otros síntomas se incluyen las sensaciones de que el entorno del sujeto carece de espontaneidad, de profundidad o de matices emocionales”. Todo empieza a parecerme surrealista, emocionalmente gélido. Necesito comer algo.

Tras poner un pie en la “Gastrozona”, un espacio aledaño al aire libre, descarto inmediatamente comer allí. Si en la semipenumbra del pabellón la irrealidad tiene un sentido, a la luz del día el espectáculo es absurdo y se antoja embarazoso que alguien en cuya camiseta se lee “Follo en la primera cita” me sirva un wrap o una pizza o algún otro bocado que por lo demás no resultan muy apetitosos. Otro de los grandes privilegios para el poseedor de un pase de prensa (aquí está) es poder entrar y salir a voluntad, y aprovecho para cruzar enfrente hasta el hospital Vall d´Hebrón y refugiarme en su cafetería, donde por 8,95 euros se puede comer un menú razonable. Agradezco el aire apesadumbrado del lugar, y me reanima ver a gente preocupada esperando los resultados de una citología, o con cierta aprensión por la salud de algún familiar. Pero por encima de todo agradezco que no haya nadie allí con el pene de otra persona en su boca.

Rearmado moralmente y razonablemente alimentado, vuelvo al Salón con más fuerzas si cabe. El ímpetu dura poco, pues descubro que en el horario de tarde hay mucha más gente (la afluencia no hará sino ir en aumento a medida que pasan las horas). Hay un olor indisimulable a sudor, a hormonas, a clase de gimnasio adolescente. Veo un escupefuegos. Más allá, una actriz se sienta a horcajadas sobre la cara de un chico, que se las arregla para extraer con la boca un kilométrico collar de cuentas alojado en su vagina. Después, ella le quita un calcetín, lo restriega por su sexo y se lo da a oler. El muchacho esgrime un enorme consolador en forma de mano. En otro escenario, una mujer de edad mucho más interesada en el porno de lo que este nunca lo estuvo por ella, es penetrada por una compañera. Hay que decir que el escenario de esta productora es probablemente el más desalentador y deprimente que hay en el Salón. Es entonces cuando un espectador, en primera fila, decide ¡masturbarse! A sus espaldas, la no tan extasiable muchedumbre prorrumpe en aplausos cuando uno de los actores eyacula sobre la vapuleada actriz. A lo lejos veo cómo en el escenario de “Enclave Gay” un centurión romano futurista escupe en el ano de una especie de mercenario cartaginés y enarbola un descomunal ariete de carne. Todo el Salón ha iniciado un crescendo en todas las especialidades del género. Hay una procesión de sumisos y una dómina inflige penalidades muy detallistas a un masoquista con el rostro enjaulado, deteniéndose morosamente en sus tetillas con lo que desde lejos parece instrumental quirúrgico. En las gradas, diviso a un señor dormido. Hay que irse de aquí cuanto antes.

El patrocinio del Salón corre a cargo de una “marca de puterío honesta, transparente y cachonda”, según sus propias palabras, que abandera la “prostitución ética, voluntaria y legal”. Parte del foco ampliado que se ha detenido sobre el salón se ha debido a una campaña de publicidad cuyo spot (llamado “Patria”: irreligioso, antitaurino e izquierdista) esgrimía un relato altamente podemizado, ante el cual el mismísimo Pablo Iglesias dijo ponerse “rodilla en tierra”, y que denunciaba la hipocresía de nuestra sociedad.

Bien, es difícil soslayar que dicha hipocresía merodea también en las tripas de un sector, el del porno, bajo sospecha por varias razones. No parece que los hombres sufran menos que las mujeres durante las escenas, pese a su papel dominante y la manera en que humillan a las mujeres, al menos si nos atenemos a los padecimientos físicos (inyecciones, estrujamientos, moreduras y tareas fatigosas): las caras eran del mismo tipo vacío e inerte en los dos casos. Pero sí es cierto que el porno puede instaurar una visión desfigurada de las relaciones íntimas y que puedan tener un impacto negativo en la vida psíquica y/o sexual de los tíos y por tanto de sus parejas. Frente a él, se yergue el porno feminista, que a juzgar por la modesta encuesta que realicé entre mis amistades femeninas, o bien es desconocido (“¿qué es eso?”), o preterido directamente, o causa malestar, o “no pone en absoluto”. Escuché también visiones más conscientes o politizadas sobre el fenómeno  que advierten de que es un ardid legitimador del género (algo así como un “eh, oye, que existe también un porno feminista”), que enfrenta aquí también a las libfem y a las radfem, y de que es una herramienta de propaganda para contrarrestar el otro porno, masivo y muy machista, porque en el campo del relato y la cultura y la representación es donde se está decidiendo todo. En resumidas cuentas: a las mujeres no parece gustarles el porno feminista. Y si no tiene más éxito, según las palabras de la pelirroja portavoz del Salón, la misma que ha afirmado que Torbe “es un gran empresario” (sic), se debe “a que los hombres no pagan por él”. Es decir, parece que a los hombres tampoco, o no demasiado. De nuevo las decisiones de consumo parecen moldear la nueva identidad, e intuyo que la Nueva Izquierda Moral profundizará en la necesidad de que haya un porno sostenible, así como menús veganos en las cantinas de los centros del trabajo, mientras dan a sus hijos una educación gender mainstreaming y consumen café ecológico de comercio justo, antagónico del que la basura blanca compra en el supermercado y obtenido en fincas cafetaleras como producto de trabajos forzados a punta —literalmente— de pistola. Parece que todo va a consistir en una decisión de mercado. Si de algo se ha jactado el Salón en su balance final ha sido del gran número de asistentes y de la “gran diversidad”. El acto que debía poner fin al Salón Erótico en la noche del domingo, la entrega de los Premios Ninfa, fue suspendido por “claros indicios de fraude” e “irregularidades en el voto”.

He visto la enraizada incuria con que la imagen de la mujer es vapuleada en un evento de estas características bajo netos paradigmas de dominación, de tipo ultramachista, donde sólo es presentada como un trozo de carne. Y a) mi libido está severamente lesionada, b) mi aproximación al coito será seguramente cauta en el corto plazo y c) mis ganas de ver porno ahora mismo parecen erradicadas. Eso sí, mi única certeza es que nunca más me verán en otra.

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