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Playa de El Pinet

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Los romanos disponían de una clase de sacerdotes dedicados a la adivinación oficial: los augures. Eran un cuerpo de alto funcionariado, y los más cenicientos era capaces de propiciar la anulación de asambleas y elecciones. Nuestra democracia perfeccionada, en cambio, ha proscrito el malestar, o más exactamente el pesimismo, y los visionarios siempre tienden a ver el futuro con tonos rosas. Si los romanos concebían que todo puede empeorar, nosotros no contemplamos en cambio que nada pueda no estar bien, y fue con esta sustancia dopante con que se tergiversó la atmósfera española que alimentó las burbujas, la del ladrillo y la de nuestra autopercepción.

Me gustan por tanto las playas de Levante, humildes, populacheras, enemigas del quiero y no puedo

Dicen nuestros augures que la recuperación económica vendrá de la mano del turismo. Se ha convertido en un mantra colectivo tan machacón que ha terminado por ser oblea de comulgantes y una certeza a quemarropa. Los datos contribuyen a afianzar esa esperanza colectiva. Parece sobre todo que nuestros paisanos son los principales responsables del crecimiento de la actividad turística. La demanda extranjera decae, por diversas razones, y la verborrea de los expertos dibuja las metamorfosis necesarias que habrá de adoptar el sector para responder a los “retos” de la coyuntura presente. Yo creo que la mano invisible del mercado no hace su parte, a juzgar por las demandas que el sector turístico hace al Estado para que éste aporte un “valor añadido” con “planes estratégicos”. Desengáñense: el modelo turístico español ya no compite. Se ha instalado en la quietud agustiniana, por aquello de no hacer mudanza en tiempos de tribulación. Aquí somos el jackass del tinglado continental, el barato palenque del vicio de la basura blanca europea, la sede del “mamading” que tiene por meca Magaluf; o del “balconing”, con el que las camadas más cafres de las democracias boreales se desnucan en colonias de apartamentos con piscina y fachadas desportilladas, mordidas por el salitre como en un relato de J. G. Ballard. Dicen también que existe un turismo sanitario y que los viejos de la UE vienen aquí a recomponerse los huesos. Se trata por tanto de un turismo óseo, ya sea que vengan para rompérselos o arreglárselos.

A mí me gusta ese turismo cutre porque España da lo mejor de sí misma en esa viñeta. Desconfío de quienes yerguen el meñique aristocrático y se decantan por el turismo de día nublado, en playas de arena hostil o piedras, con aguas que muerden por congelación los tobillos. Hay en esos destinos familias patricias que llevan a la mucama para que se ocupe de los críos. Siempre me ha entristecido ver a mujeres, filipinas o de tez oscura, con bata y cofia, paseando perros a primerísima hora del día. También me compungen los limpiabotas, su postración y esa forzada adopción de los temas y estados mentales de sus clientes: la tauromaquia, el Realmadrí y la estampita de la Virgen del Carmen, patrona de nuestra Armada y por tanto musa catastrófica.

Me gustan por tanto las playas de Levante, humildes, populacheras, enemigas del quiero y no puedo. Las barrigas desbordadas sobre la cinturilla de los meyba, la sombrilla con patrones de estampados feístas, las señoras con cardados. La muesca, el estrago, la celulitis, y en general la oportunidad de ser nosotros mismos al final de la batalla laboral del año, de despojarnos de las ambiciones de los otros y de volver a un cierto primitivismo con pensión completa.

Una de esas playas humildes es la de El Pinet, en la pedanía ilicitana de La Marina. Es un tramo de costa abotonado por chalets a dos pasos del mar, con porche, que surgieron en febrero de 1948, cuando se autorizó la construcción de una hilera de casas en la Playa de El Pinet. Parece ser que hasta entonces la costumbre era que la gente hiciera allí la “plantá” de sus barracas temporales el día de San Juan. Se desplazaban allí en carros y retiraban después los trastos. La ausencia de normativas específicas sobre el litoral hizo posible la aparición de estas viviendas, que el Ayuntamiento incluyó en 1982 en catálogo de edificios protegibles “por su tipismo y características urbanísticas”. La permisividad en cuestiones de normativa costera desapareció más tarde y hoy hay un raro vacío legal que hace que estas casas estén amenazadas por un derribo inminente. Conservan, pues, ese airé de “plantá” efímera. A sus puertas hay cubos de plástico con agua para limpiarse la arena de los pies. Aquí también, como en el Islam, la suela de los zapatos (¡o de las chanclas!) simboliza la suciedad. Me gusta comer arroz en los restaurantes de los hostales “Galicia” o “Maruja”, tan en los antípodas del glamour que uno siente gratitud por ver en acción a sus camareros, quienes nos devuelven a los años 50 sin los trampantojos de la modernidad.

Me gustan también los niños de dichas playas, su ansiedad por el baño y su escaso respeto por el tiempo reglamentario de la digestión. El tiempo los hará más tontos, u obedientes, y se tragarán un día toda la cháchara médica y las prescripciones para alcanzar la juventud eterna. Aquí hacen flanes de arena sin quitarse los manguitos, ajenos al PIB y la recuperación económica española, que va por su tercer milagro, y ya se sabe que los milagros suelen responder a sugestiones o hipnosis, es decir, a un espejismo. He leído que Kim Kardashian ha contratado a un doble de su hija para que ésta pueda disfrutar de la privacidad. Un bebé réplica del suyo. Han desembolsado 500.000 dólares. Ignoro qué tipo de desdoblamiento les permitirá disfrutar en la intimidad de su hija mientras pasean a su doble, o si alternarán una y otra dirigiéndose en algún caso a los paparazzi alertándoles triunfadoramente de que en esa ocasión es todo de coña. No le veo la ventaja a este trajín con el doppelgänger infantil. En Ibiza lo más excitante que puede suceder es la quijada que Orlando Bloom le ha propinado a Justin Bieber a cuento de quítame allá una Miranda Kerr.

Vuelvo a Levante, donde el mar no es azul, sino de un indefinible color turbio, una sopa de algas y de plástico. El color es una conjetura, claro, y el turquesa caribeño no disfraza las miserias de sus bañistas internacionales. Estoy más cerca de los romanos, que veían el mar de color verde oscuro. También de sus augures negros. Claro que los griegos atribuían al mar el color del vino (el oinopos homérico). Sea como sea, la recuperación está lejos o no está. En algún momento nos dio por creer que las barracas podían cebar el PIB español y mira cómo acabamos.