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No parar de reír
Morán, el Planeta y la RAE
La cosa prometía, pero no. Todos estábamos pendientes de que lo peor se confirmara, de que el Premio Planeta cayese en manos de algún miembro de la RAE –Carme Riera, se decía; el maléfico Juan Luis Cebrián, se rumoreaba–. La antesala planetaria de la presentación del nuevo diccionario confirmaría el poder reconcentrado de la élite del tocomocho, dos días para salivar bilis y con aliento sulfuroso llamar usurpadores sin mérito a la privilegiada casta que detenta el tinglado cultural de este país.
Supongo que estarán como yo al tanto de los antecedentes. Gregorio Morán –amado por virtuoso, por ser independiente de esta sociedad de socorros mutuos que controla el tinglado cultural y saltarse cuando le viene en gana, con un rigor no exento de gracia, los pactos tácitos de lo que se puede y lo que no se puede decir– iba a sacar, tras diez años de investigación, un ensayo sobre el poder cultural en España, desde comienzos de los sesenta hasta la caída del felipismo, protagonizado por un grupo de intelectuales que no tardaron en cambiar al calorcito del dinero su airado radicalismo por unos principios más confortables y laxos, más a la medida de los privilegios a los que no dudaron en entregarse a la primera oportunidad. El Cura y los mandarines. Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España, 1962-1996, que así se llama el libro, iba a salir con Crítica –sello del conglomerado editorial de Planeta– pero la valiente negativa de Morán a ceder a la presión de sus editores y prescindir de once de sus páginas –agrupadas con el explícito título de “¡Todos académicos!”– ha dado al traste con el asunto cuando ya estaba anunciada la fecha de salida y hasta se conocía su hermosa portada (como pueden ver en la imagen).
¿Qué se contaba ahí? Según su autor algunas peculiaridades de la Real Academia y sus miembros, con protagonismo destacado de Víctor García de la Concha, quien al parecer se halla detrás de la censura del libro de Morán, amenazando con quitarle a Planeta la jugosa prebenda de las ventas de los diccionarios de la Rae. Según publicaba El Mundo el domingo pasado, en esas páginas se habla, de las circunstancias que rodearon el nombramiento de los académicos Ansón, Cebrián, Muñoz Molina o Castilla del Pino, de los manejos de Cela buscando pelas, y, no sé en qué términos, de Benet, Pradera, Gil de Biedma o Castellet. Según su autor, estas once páginas constituyen la viga central de la obra al desvelar el sistema de recompensas institucionales de toda una época; en dos de ellas, Víctor García de la Concha sale retratado a las claras:
“Cuando yo llevaba pantalón corto –recuerda Morán al periodista de El Mundo– García de la Concha era ya un factótum de la catedral de Oviedo y representante del Frente de Juventudes, antes había sido un niño pobre que estudió en el seminario de Valdedios, junto a Villaviciosa, que en la guerra fue un campo de concentración en donde el ejército franquista cometió crímenes atroces. Aquel cura, ejerciendo de confesor, descubre el eterno femenino y se casa con un personaje rico, es una historia sórdida. Había sido un pésimo estudiante pero un gran trepa, un virtuoso del arte de hacer amigos y conseguir que te deban algo y cómo cobrarlo. Era un experto en el trueque y otras turbiedades"[…]"Intelectualmente su única aportación a la filología es un trabajillo simplón y deleznable sobre Santa Teresa en el que sostiene que sin la inspiración del Espíritu Santo Teresa de Ávila no sería nadie. En Salamanca conoce al gran preboste de la industria textil, –no de tejidos, sino de libros de texto– Lázaro Carreter, de su mano salta a Madrid, asalta la Academia y es nombrado secretario. Pronto tiene un inmenso poder, el de hacer millonario a cualquier editor porque decide quién publica el Diccionario de la Academia".
Ay, qué vidas ejemplares se esconden en la docta academia, que fija, limpia y da esplendor. Pues bien, en la misma noticia de El Mundo de donde he tomado el extracto anterior, se decía que Morán se maliciaba dos cosas, una la de que De la Concha estaba detrás de la censura de su libro y la otra que uno de esos otros inmortales de la RAE de los que hablaba en esas escuetas once páginas iba a ser el próximo ganador del Planeta.
Esta segunda intuición ha sido desmentida esta noche por los hechos, pero oye, qué expectación ha creado el asunto. ¿Se imaginan la que se habría armado si el autor de La Rusa, el maléfico Cebrián, hubiera sido el elegido? Eso sí que hubiera sido divertido y no darle el premio a Jorge Zepeda por una novela negra de mafias ukranianas saltando de México a Marbella. A los de Planeta su pasión por los números les está quitando imaginación y eso las lectoras no lo perdonamos. La historia del cuantioso Premio Planeta –que más que un premio es una millonaria campaña de promoción comercial acordada de antemano–, está cuajada de irregularidades y descaros, y tiene en su haber, en su jurado y en su palmarés bien retratados a muchos de nuestros más queridos escritores –que de algo tendrán que vivir los pobres en un país que apenas lee–, además de los políticos de turno que no han perdido la oportunidad de sumar el reconocimiento institucional a tan lucrativo negocio (salvo el ministro Wert, por cierto, que manda en su lugar a Lasalle), y, lo dicho, un prestigio así hay que cuidarlo. La historia del Planeta, esa sí que es un nutrido retablo de figurones de segunda vendidos al dinero; frente a eso, las once paginillas de Morán saben a poco.
En fin, que la noche prometía, pero al final, nada. Así que para seguir riéndonos –que para algo en este país la cultura es de risa– habrá que esperar a mañana viernes, a la presentación institucional de la vigesimotercera edición del Diccionario de la lengua española, en un acto solemne (jajajaja) presidido por los reyes, don Felipe y doña Letizia. Cómo nos vamos a reír de los malos recordando al bueno de Morán.
Imágenes: Los Monty Python, la portada del libro censurado, Víctor García de la Concha leyendo un libro de bolsillo y Gregorio Morán esperando a ver qué pasa
No parar de reír
La cosa prometía, pero no. Todos estábamos pendientes de que lo peor se confirmara, de que el Premio Planeta cayese en manos de algún miembro de la RAE –Carme Riera, se decía; el maléfico Juan Luis Cebrián, se rumoreaba–. La antesala planetaria de la presentación del nuevo diccionario confirmaría el poder reconcentrado de la élite del tocomocho, dos días para salivar bilis y con aliento sulfuroso llamar usurpadores sin mérito a la privilegiada casta que detenta el tinglado cultural de este país.
Supongo que estarán como yo al tanto de los antecedentes. Gregorio Morán –amado por virtuoso, por ser independiente de esta sociedad de socorros mutuos que controla el tinglado cultural y saltarse cuando le viene en gana, con un rigor no exento de gracia, los pactos tácitos de lo que se puede y lo que no se puede decir– iba a sacar, tras diez años de investigación, un ensayo sobre el poder cultural en España, desde comienzos de los sesenta hasta la caída del felipismo, protagonizado por un grupo de intelectuales que no tardaron en cambiar al calorcito del dinero su airado radicalismo por unos principios más confortables y laxos, más a la medida de los privilegios a los que no dudaron en entregarse a la primera oportunidad. El Cura y los mandarines. Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España, 1962-1996, que así se llama el libro, iba a salir con Crítica –sello del conglomerado editorial de Planeta– pero la valiente negativa de Morán a ceder a la presión de sus editores y prescindir de once de sus páginas –agrupadas con el explícito título de “¡Todos académicos!”– ha dado al traste con el asunto cuando ya estaba anunciada la fecha de salida y hasta se conocía su hermosa portada (como pueden ver en la imagen).
¿Qué se contaba ahí? Según su autor algunas peculiaridades de la Real Academia y sus miembros, con protagonismo destacado de Víctor García de la Concha, quien al parecer se halla detrás de la censura del libro de Morán, amenazando con quitarle a Planeta la jugosa prebenda de las ventas de los diccionarios de la Rae. Según publicaba El Mundo el domingo pasado, en esas páginas se habla, de las circunstancias que rodearon el nombramiento de los académicos Ansón, Cebrián, Muñoz Molina o Castilla del Pino, de los manejos de Cela buscando pelas, y, no sé en qué términos, de Benet, Pradera, Gil de Biedma o Castellet. Según su autor, estas once páginas constituyen la viga central de la obra al desvelar el sistema de recompensas institucionales de toda una época; en dos de ellas, Víctor García de la Concha sale retratado a las claras:
“Cuando yo llevaba pantalón corto –recuerda Morán al periodista de El Mundo– García de la Concha era ya un factótum de la catedral de Oviedo y representante del Frente de Juventudes, antes había sido un niño pobre que estudió en el seminario de Valdedios, junto a Villaviciosa, que en la guerra fue un campo de concentración en donde el ejército franquista cometió crímenes atroces. Aquel cura, ejerciendo de confesor, descubre el eterno femenino y se casa con un personaje rico, es una historia sórdida. Había sido un pésimo estudiante pero un gran trepa, un virtuoso del arte de hacer amigos y conseguir que te deban algo y cómo cobrarlo. Era un experto en el trueque y otras turbiedades"[…]"Intelectualmente su única aportación a la filología es un trabajillo simplón y deleznable sobre Santa Teresa en el que sostiene que sin la inspiración del Espíritu Santo Teresa de Ávila no sería nadie. En Salamanca conoce al gran preboste de la industria textil, –no de tejidos, sino de libros de texto– Lázaro Carreter, de su mano salta a Madrid, asalta la Academia y es nombrado secretario. Pronto tiene un inmenso poder, el de hacer millonario a cualquier editor porque decide quién publica el Diccionario de la Academia".
Ay, qué vidas ejemplares se esconden en la docta academia, que fija, limpia y da esplendor. Pues bien, en la misma noticia de El Mundo de donde he tomado el extracto anterior, se decía que Morán se maliciaba dos cosas, una la de que De la Concha estaba detrás de la censura de su libro y la otra que uno de esos otros inmortales de la RAE de los que hablaba en esas escuetas once páginas iba a ser el próximo ganador del Planeta.
Esta segunda intuición ha sido desmentida esta noche por los hechos, pero oye, qué expectación ha creado el asunto. ¿Se imaginan la que se habría armado si el autor de La Rusa, el maléfico Cebrián, hubiera sido el elegido? Eso sí que hubiera sido divertido y no darle el premio a Jorge Zepeda por una novela negra de mafias ukranianas saltando de México a Marbella. A los de Planeta su pasión por los números les está quitando imaginación y eso las lectoras no lo perdonamos. La historia del cuantioso Premio Planeta –que más que un premio es una millonaria campaña de promoción comercial acordada de antemano–, está cuajada de irregularidades y descaros, y tiene en su haber, en su jurado y en su palmarés bien retratados a muchos de nuestros más queridos escritores –que de algo tendrán que vivir los pobres en un país que apenas lee–, además de los políticos de turno que no han perdido la oportunidad de sumar el reconocimiento institucional a tan lucrativo negocio (salvo el ministro Wert, por cierto, que manda en su lugar a Lasalle), y, lo dicho, un prestigio así hay que cuidarlo. La historia del Planeta, esa sí que es un nutrido retablo de figurones de segunda vendidos al dinero; frente a eso, las once paginillas de Morán saben a poco.
En fin, que la noche prometía, pero al final, nada. Así que para seguir riéndonos –que para algo en este país la cultura es de risa– habrá que esperar a mañana viernes, a la presentación institucional de la vigesimotercera edición del Diccionario de la lengua española, en un acto solemne (jajajaja) presidido por los reyes, don Felipe y doña Letizia. Cómo nos vamos a reír de los malos recordando al bueno de Morán.
Imágenes: Los Monty Python, la portada del libro censurado, Víctor García de la Concha leyendo un libro de bolsillo y Gregorio Morán esperando a ver qué pasa