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La bandera para quien la trabaja
Con motivo del triunfo de la selección española en el Mundial de 2010, algunos intelectuales políticamente correctos hasta el punto de convertirse en aguafiestas chupacirios subrayaron la prostitución ideológica que conllevaba colgar de tu balcón una tela roja y amarilla después de tantas décadas jugando a ser apátridas, como si necesitase mucha semiótica entender que bajo ese signo los hunos mataron a los hotros en una guerra lejana. El contexto global también cambia: cuando España obtuvo su primera Eurocopa ante la URSS, después de haberse cancelado la final de la edición anterior (1960) por cosas de la Guerra Fría, los periódicos franquistas titularon sobre el triunfo de la división azul atlética (los jugadores vistieron la segunda equipación, color marino oscuro); en Sudáfrica, sin embargo, muchos celebraron el Holanda 0 – España 1 como una suerte de justicia poética, la Spaanse Furie que acuñaron los flamencos para designar el saqueo de los tercios en Malinas y Amberes, caída sobre una potencia colonial especialmente despiadada con los nativos del continente.
La sensación de restitutio ad integrorum sigue siendo válida hoy, que España vuelve a jugar contra Holanda, por mucho que señalemos la diplomacia manirrota que tenemos con los Tirano Banderas de Guinea Ecuatorial o el Sahara Occidental. Cuando la verdadera injusticia, los marginados de la burbuja urbanística y la inflación que comporta todo Mundial, acampan a pocos metros de los estadios, hablar de ajustes de cuentas entre imperios europeos quizá suene a frivolidad simplemente porque lo es.
Pero el deporte es cuestión de presencia. Como si un franquista sociológico no pudiera disfrutar sin culpa con las victorias del Real Madrid porque érase una vez que fue republicano y ¿sabíais que lo fundaron unos catalanes? La historia importa un comino en términos futbolísticos. Estos aguafiestas chupacirios son los mismos que exigirán la tricolor cuando hayamos ganado el referéndum republicano (#lol) y nos recordarán que el púrpura simboliza a los comuneros, ignorando que Padilla, Bravo y Maldonado eran unos legitimistas que estuvieron tanteando como reina a Juana I de Castilla (Juana la loca, aclaremos: el equivalente de los defensores actuales de Froilán) y que los estandartes son propiedad —como dice el Roto— de quien quiera agitarlos.
Y de quien pueda ante todo fabricarlos.
El principal fabricante de banderitas rojigualdas españolas se llama José Luis Díaz Sosas, un inmigrante uruguayo que vino sin papeles y se aventuró en el sector textil hace ahora treinta años. El reportaje que nos dio a conocer a semejante personaje, propietario de una colección personal de 150 corbatas amarillas y rojas, no explica cómo consiguió hacerse de la noche a la mañana proveedor exclusivo de la Exposición Universal de Sevilla y de los Juegos Olímpicos de Barcelona, así como reparador del cacho de textil que ondea en la plaza de Colón; cabe sospechar lo peor. El caso es que este working class hero, esta versión patria de Carlos Slim, denuncia la competencia desleal de los chinos, que venden peor producto a menor precio, como si los asiáticos recién llegados debieran rendirle lealtad o pleitesía a quien sin riesgo se hace rico, monopolio mediante, gracias a las bobadas del Estado nación.
Ahora más que nunca: ¡exprópiese!
Los filósofos de la extrema izquierda suelen atribuir mucha importancia al antagonismo y nunca demasiada a la gestión de lo común. Cuando se habla de fútbol y política quizás pensamos de inmediato en la retransmisión televisiva de una final de la Copa del Rey donde se silencia el abucheo de las hinchadas del Atletic y del Barça para poner a todo volumen un playback de la Marcha Real. Pero no pasa de anécdota grotesca. Política es también la fusión de los Ministerios de Cultura, Educación y Deportes, viva imagen del concepto de formación que maneja nuestro gobierno.
Entiéndame. Nada que objetar a la preeminencia de los deportistas sobre —pongamos— los poetas; Jaime Siles tiene mucho que aprender de Rafa Nadal en materia de esfuerzo y modestia. Aunque esa es otra: ¿en qué momento se convirtió el deporte en fuente de excelencia moral? No solo exigimos que Àlex Fàbregas gane sus partidos de jockey sobre hierba, sino que sienta los colores y disfrute con nosotros; Andrés Iniesta es ejemplar no tanto por sus pases cuanto por las pintas que tiene de no haber roto un plato. Por eso me gusta el ciclismo, porque suspender los detectores normativos y disfrutar de ascensos imposibles es siempre grato en medio de tanta hipocresía no reconocida.
Pero ya puestos a unificar ministerios, ¿por qué no el de Asuntos Exteriores? A fin de cuentas, este Reino carece de exterior, no tiene relaciones internacionales salvando los chanchulleos del campechano con los golfos del petróleo. La sola idea del pan y el circo empieza a sonar bien cuando la alternativa son exposiciones de artistas actuales: de la Primera Bienal Hispanoamericana (1954) a The Real Royal Trip (2003), de Franco a Aznar, los gobiernos de derechas se han legitimado cara a la galería atlántica mostrando su complicidad con la trasgresión ingenuamente vanguardista. Demos gracias a la Selección y a Mariano, cuyo paladar aldeano nos ahorra diariamente el esperpento de la revolución artística subvencionada.
¿Y el de Interior? Todavía recuerdo cuando desalojaron a los indignados de plaza Catalunya alegando que buscaban adecentar el terreno para los fastos del deporte patrio. Manuel Vázquez Montalbán exageraba cuando sostenía que el Barça era el ejército desarmado de Cataluña. Manifestación desmedida donde las haya de su mala conciencia charnega. Recuerden que a los trabajadores andaluces emigrados a la periferia de Barcelona algunos los llamaban batallones de ocupación permanente. La jerga militar causaba estragos. Pero el caso es que La Liga tiene mucho de guerra civil a varias bandas. Y la selección de unidad de destino en lo triunfal. Porque cuando pierde, como hacía antes, muchos cantan con los Chikos del Maiz: “no quiero ser español, español / quiero ser egipcio”.
Moraleja: sigan comprando banderitas en los chinos.
Imagen: la selección española campeona de la Eurocopa de 1964
La bandera para quien la trabaja
Con motivo del triunfo de la selección española en el Mundial de 2010, algunos intelectuales políticamente correctos hasta el punto de convertirse en aguafiestas chupacirios subrayaron la prostitución ideológica que conllevaba colgar de tu balcón una tela roja y amarilla después de tantas décadas jugando a ser apátridas, como si necesitase mucha semiótica entender que bajo ese signo los hunos mataron a los hotros en una guerra lejana. El contexto global también cambia: cuando España obtuvo su primera Eurocopa ante la URSS, después de haberse cancelado la final de la edición anterior (1960) por cosas de la Guerra Fría, los periódicos franquistas titularon sobre el triunfo de la división azul atlética (los jugadores vistieron la segunda equipación, color marino oscuro); en Sudáfrica, sin embargo, muchos celebraron el Holanda 0 – España 1 como una suerte de justicia poética, la Spaanse Furie que acuñaron los flamencos para designar el saqueo de los tercios en Malinas y Amberes, caída sobre una potencia colonial especialmente despiadada con los nativos del continente.
La sensación de restitutio ad integrorum sigue siendo válida hoy, que España vuelve a jugar contra Holanda, por mucho que señalemos la diplomacia manirrota que tenemos con los Tirano Banderas de Guinea Ecuatorial o el Sahara Occidental. Cuando la verdadera injusticia, los marginados de la burbuja urbanística y la inflación que comporta todo Mundial, acampan a pocos metros de los estadios, hablar de ajustes de cuentas entre imperios europeos quizá suene a frivolidad simplemente porque lo es.
Pero el deporte es cuestión de presencia. Como si un franquista sociológico no pudiera disfrutar sin culpa con las victorias del Real Madrid porque érase una vez que fue republicano y ¿sabíais que lo fundaron unos catalanes? La historia importa un comino en términos futbolísticos. Estos aguafiestas chupacirios son los mismos que exigirán la tricolor cuando hayamos ganado el referéndum republicano (#lol) y nos recordarán que el púrpura simboliza a los comuneros, ignorando que Padilla, Bravo y Maldonado eran unos legitimistas que estuvieron tanteando como reina a Juana I de Castilla (Juana la loca, aclaremos: el equivalente de los defensores actuales de Froilán) y que los estandartes son propiedad —como dice el Roto— de quien quiera agitarlos.
Y de quien pueda ante todo fabricarlos.
El principal fabricante de banderitas rojigualdas españolas se llama José Luis Díaz Sosas, un inmigrante uruguayo que vino sin papeles y se aventuró en el sector textil hace ahora treinta años. El reportaje que nos dio a conocer a semejante personaje, propietario de una colección personal de 150 corbatas amarillas y rojas, no explica cómo consiguió hacerse de la noche a la mañana proveedor exclusivo de la Exposición Universal de Sevilla y de los Juegos Olímpicos de Barcelona, así como reparador del cacho de textil que ondea en la plaza de Colón; cabe sospechar lo peor. El caso es que este working class hero, esta versión patria de Carlos Slim, denuncia la competencia desleal de los chinos, que venden peor producto a menor precio, como si los asiáticos recién llegados debieran rendirle lealtad o pleitesía a quien sin riesgo se hace rico, monopolio mediante, gracias a las bobadas del Estado nación.
Ahora más que nunca: ¡exprópiese!
Los filósofos de la extrema izquierda suelen atribuir mucha importancia al antagonismo y nunca demasiada a la gestión de lo común. Cuando se habla de fútbol y política quizás pensamos de inmediato en la retransmisión televisiva de una final de la Copa del Rey donde se silencia el abucheo de las hinchadas del Atletic y del Barça para poner a todo volumen un playback de la Marcha Real. Pero no pasa de anécdota grotesca. Política es también la fusión de los Ministerios de Cultura, Educación y Deportes, viva imagen del concepto de formación que maneja nuestro gobierno.
Entiéndame. Nada que objetar a la preeminencia de los deportistas sobre —pongamos— los poetas; Jaime Siles tiene mucho que aprender de Rafa Nadal en materia de esfuerzo y modestia. Aunque esa es otra: ¿en qué momento se convirtió el deporte en fuente de excelencia moral? No solo exigimos que Àlex Fàbregas gane sus partidos de jockey sobre hierba, sino que sienta los colores y disfrute con nosotros; Andrés Iniesta es ejemplar no tanto por sus pases cuanto por las pintas que tiene de no haber roto un plato. Por eso me gusta el ciclismo, porque suspender los detectores normativos y disfrutar de ascensos imposibles es siempre grato en medio de tanta hipocresía no reconocida.
Pero ya puestos a unificar ministerios, ¿por qué no el de Asuntos Exteriores? A fin de cuentas, este Reino carece de exterior, no tiene relaciones internacionales salvando los chanchulleos del campechano con los golfos del petróleo. La sola idea del pan y el circo empieza a sonar bien cuando la alternativa son exposiciones de artistas actuales: de la Primera Bienal Hispanoamericana (1954) a The Real Royal Trip (2003), de Franco a Aznar, los gobiernos de derechas se han legitimado cara a la galería atlántica mostrando su complicidad con la trasgresión ingenuamente vanguardista. Demos gracias a la Selección y a Mariano, cuyo paladar aldeano nos ahorra diariamente el esperpento de la revolución artística subvencionada.
¿Y el de Interior? Todavía recuerdo cuando desalojaron a los indignados de plaza Catalunya alegando que buscaban adecentar el terreno para los fastos del deporte patrio. Manuel Vázquez Montalbán exageraba cuando sostenía que el Barça era el ejército desarmado de Cataluña. Manifestación desmedida donde las haya de su mala conciencia charnega. Recuerden que a los trabajadores andaluces emigrados a la periferia de Barcelona algunos los llamaban batallones de ocupación permanente. La jerga militar causaba estragos. Pero el caso es que La Liga tiene mucho de guerra civil a varias bandas. Y la selección de unidad de destino en lo triunfal. Porque cuando pierde, como hacía antes, muchos cantan con los Chikos del Maiz: “no quiero ser español, español / quiero ser egipcio”.
Moraleja: sigan comprando banderitas en los chinos.
Imagen: la selección española campeona de la Eurocopa de 1964