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Hinojales, Gramsci y Enrique Iglesias

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Vinimos al pueblo buscando tranquilidad. A Hinojales es difícil llegar accidentalmente pues no está de camino a ninguna parte. La vida aquí no tiene mayores sobresaltos para los 293 habitantes censados que los propios de la edad, pues dos terceras partes de ellos son pensionistas. El colegio tiene 36 alumnos y las fuerzas del orden se reducen a un guardia  municipal que sólo se viste de uniforme los días de jarana. En verano hay algo más de gente, un centenar de personas más a lo sumo. La casa está en la última calle si vienes por la carretera de Cumbres Mayores o en la primera si llegas por Aracena; las ventanas miran a las huertas y, un poco más allá, monte arriba, la ermita de la Tórtola brilla blanca entre alcornoques y encinas centenarias. Según se cuenta la sierra de Huelva era una selva tupida que devino en rala dehesa por la tala indiscriminada que se llevó a cabo para armar la flota de la Grande y Felicísima Armada que Felipe II mandó construir para luchar contra la pérfida Albión. Barcos de noble madera de encina que al poco se hundieron en las tempestuosas aguas del Canal de la Mancha y del mar del Norte, dejando de regalo en las costas patatas náufragas de las que los irlandeses sacaron buen provecho a la par que nuestro prestigio imperial se derrumbaba. Así somos los españoles, generosos hasta en la derrota. La Armada Invencible, la llamó sin compasión el enemigo con esa secular flema inglesa sin duda más poderosa que la mala leche hispánica.

Aparte de esta cuestión paisajística, la Historia parece que no ha pasado por este pueblo. Ni siquiera la Guerra Civil perturbó su silencio. Se dice que el día del levantamiento militar, o el día que llegó la noticia, el alcalde reunió a los vecinos y juntos acordaron quedarse al margen de la refriega, lo de pelearse era cosa de los de fuera, en Hinojales se trataba de seguir tranquilos.

El silencio aquí es de una densidad tal que ayer por la mañana, desde el patio ajardinado, creí escuchar un avión en vuelo rasante y era apenas un coche pasando por la carretera más próxima. El silencio del campo está lleno de ruidos pero estos llegan sondeando un espacio infinito: el rebuzno de un borrico, el cacareo de los corrales vecinos, el crotorar de las cigüeñas, las campanas de la iglesia o el chillo de las golondrinas se sostienen en el aire jugando con la amplitud de su eco antes de desaparecer y, en lugar de arrinconarte como el ruido urbano, despliegan dimensiones liberadoras, al menos para los que no padecen agorafobia.

Vinimos a Hinojales buscando tranquilidad y silencio, pero nos equivocamos de fecha. Llegamos el lunes 4  de agosto y la noche del terror que habían preparado en el ayuntamiento como comienzo de las fiestas patronales avisaba tímidamente de lo que vendría después. De paseo con mi hijo me acerqué al consistorio remozado para la ocasión con telas negras y telarañas, con bombillas con déficit de vatios y antorchas, un escenario tomado por una chavalería disfrazada de personajes terroríficos –la niña y el cura del exorcista, Freddy Krueger y demás engendros televisivos– que, al amparo de una música llena de disonancias, trataban con éxito de asustar al personal.

El martes discurrió sin estridencia alguna, salimos a dar una vuelta por un sendero que conduce a Cañaveral de León y desde lo lejos el pueblo parecía un dinosaurio blanco dormido sobre una loma.

El miércoles empezó el jolgorio y la fiesta se instaló junto a nuestra casa, en la plaza de la fuente vieja, sitiada por las tapias de los huertos. Montaron una barra, hincharon dos castillos elásticos para que los niños saltaran y pusieron música a un volumen atronador: Shakira, Enrique Iglesias y otros héroes del pop latino manufacturado en Miami, sobre todo, aunque ya más avanzada la noche reconocí con sorpresa un viejo tema de Barón Rojo, ese que empieza con “La Biblia cuenta una historia...”. Cuando ya pensamos que la cosa se acabaría, a eso de las dos de la madrugada, empezó el karaoke, que más bien parecía un concurso con premio al que peor lo haga. Mi novia y yo, sobrecogidos entre las cuatro paredes de nuestro dormitorio que retumbaban como finas membranas al impacto de aquel derroche de decibelios, no fuimos capaces de identificar ni una sola de las canciones interpretadas, tal era el grado de desafine y griterío de los crápulas cantores. Contra los relativistas que opinan que todo es cuestión de grados, este era un ilustrativo ejemplo de cómo a partir de cierto grado las cosas cambian de naturaleza.

La música se convirtió en un ruido atronador que duró hasta las cinco de la madrugada y nos dejó la cabeza llena de eso que Oliver Sacks llama gusanos cerebrales, fragmentos pegajosos que contra nuestra voluntad nos colonizan y nos torturan obsesivamente con su ritornello implacable. Yo quiero estar contigo, vivir contigo, bailar contigo, tener contigo una noche loca, ay, besar tu boca, cantaba sin parar en mi cerebro con su grasienta voz, blanda como aquella verruga que le adornaba el rostro cuando tomó el testigo de su padre contándonos sus experiencias religiosas, el íncubo de Enrique Iglesias.

Al día siguiente, en realidad a las pocas horas, un martillo neumático nos despertó abriendo los huecos en el firme para encastrar las vallas y compuertas para la suelta de las vacas por el pueblo y la posterior novillada dominical. Ese jueves la plaza de la fuente fue ocupada por la tarde con la fiesta de la espuma: una espuma blanca –y de horrible sabor según mi hijo– disparada por un cañón-ventilador. La música que sonaba era la misma que en el día anterior salvo que ya no estaba Barón Rojo. A mi amigo Enrique, el gusanero boqueante, tuvieron la deferencia de ponerlo en tres ocasiones, lo que me permitió que otra parte de la letra irrumpiera en mi cerebro para quedarse, una estrofa sin desperdicio en la que añade, bien regada por bebidas espiritosas, una tercera dimensión, la anatomía, a lo que dijo en su día don Severo Ochoa del amor, aquello de que no era más que física y química: “Con tu física y tu química, también tu anatomía, la cerveza y el tequila y tu boca con la mía, ya no puedo más…”. Esa noche se saldó con un campeonato de futbito en el polideportivo que está en la otra punta del pueblo y nuestro sueño no se vio alterado.

El viernes –8 de agosto, por cierto, y aunque nadie se acuerde ya, día de la derrota de la Armada Invencible– también pudimos descansar pues el trío de música contratado actuaba en la plaza central del pueblo, a la que llaman “el paseo” aplicando la misma lógica por la que a los naturales de Hinojales se les conoce con el gentilicio de panzones. Hasta el patio llegaban estribillos con la base rítmica secuenciada del mismo pienso sonoro que habían servido enlatado en la plaza de la fuente más una batería de rumbas, de eso que se conoce, por lo infumables que son algunos de sus hits, como flamenquito apaleao.

El sábado fue la apoteosis. El encargado de tañir las campanas de la iglesia con seguridad no habría pasado un control de estupefacientes. Si los días anteriores a las doce de la mañana y a las ocho de la tarde ya habíamos notado que se le iba la mano con el repiqueteo, lo del sábado fue de infarto por aquello de anunciar a los cuatro vientos el traslado en procesión de la virgen de la Tórtola desde la iglesia a la ermita. Una orquesta municipal de un pueblo vecino y un tamborilero con su tambor y su gaita rociera acompañaron el paso y, frente a la ermita, un coro de danzantes con faldoncillo y castañuelas le bailaron ritualmente a la virgen, una pequeña talla de madera bajo cuyo manto se escondían una pila de botellas de agua para los acalorados costaleros y los saltarines danzantes. Este fue el episodio más folclórico de las fiestas, unos rituales dignos de eso que los urbanitas pensamos que es la tradición y lo popular cuando nos da por pensar en abstracto sobre el pueblo.

Pero el sábado no quedó ahí, en la plaza de la fuente, vecina a nuestra casa, habían montado un escenario para la actuación de Pedrá, un grupo de tributo a Extremoduro, que tras dos horas de prueba de sonido comenzó a tocar, pasadas las 12 de la noche. ¿Por qué tanto volumen? La noche es joven pero nosotros somos viejos, nos decíamos mi novia y yo. Mi novia y mi hijo se durmieron hacia las dos de la madrugada. Yo me quedé despierto intentando en vano leer. El cantante que tenía la sana costumbre de dirigirse al público llamándolos hijosdeputas, entre canción y canción soltaba perlas como esta: "Viva la farlopa, farlopa pa la tropa", "Porros para todos, echarme el humo", "Darme whisky, aunque sea a palo seco". Hacia las tres terminó la actuación y llegó la hora del pinchadiscos que estuvo poniendo temas de garrafón hasta las seis de la mañana, el trillado Bob Marley y los pegajosos latinos habituales, con nuestro resbaloso Enrique queriendo vivir contigo una aventura loca, bailando, bailando, subiendo y bajando, y queriendo comerte la boca.

Una noche en vela da para mucho y a mí me dio por pensar en Gramsci –ahora tan citado por los que andan redefiniendo la política y la cultura, sean de Podemos o de Ganemos–, en aquello que decía, allá por el año 50 del siglo pasado, de las canciones populares “aquellas escritas por el pueblo y para el pueblo” ¿Era Enrique Iglesias, hijo de Julio e Isabel, parte del pueblo? ¿Podía ser “Bailando”, esa canción conocidísima, coreada y bailada por los panzones y panzonas, considerada popular? Según Gramsci no, porque “lo que distingue el canto popular, en el contexto de una nación y su cultura, no es el hecho artístico ni el origen histórico, sino su modo de concebir el mundo y la vida, en contraste con la sociedad oficial”. Así que “Bailando” en la era de masificación de los comportamientos individualistas –y el amor en pareja no es más que el 2 en 1 que perfecciona al individuo como recordaba García Calvo– y en el contexto de incitación constante al folleteo de la sociedad de consumo contemporánea no puede ser gramscianamente hablando una canción popular. A punto estuve de contarle a mi novia estas divagaciones conceptuales, sin embargo, me dio no sé qué despertarla a las cinco de la madrugada para hablar del difícil encaje de esta idea de cultura popular en una sociedad de masas donde todo es pop y en un pueblo en fiestas donde la luna se confunde con los farolillos. Mi novia es más práctica y por las noches prefiere dormir.

El domingo comenzó pronto con una excavadora que estuvo repartiendo albero por la plaza de la fuente para que los morlacos no resbalaran y se pudiera llevar a cabo la faena de la tarde. Cada vez que la excavadora daba marcha atrás sonaba un molesto pitido de alerta que me recordaba las sempiternas obras madrileñas. Si no puedes con tu enemigo únete a él, me dije al llegar la tarde. Agarré al niño y me fui a ver la capea. Nos pusimos junto a la fanfarria y con el fondo sonoro de nuestros inmortales pasodobles vimos pasar tres vacas detrás de valerosos panzones. Luego nos fuimos a la plaza de la fuente y allí nos sentamos en las gradas que hay en un lateral para ver la corrida en la que un torero de Cañaveral ejercía de matador metafórico, y digo bien, pues por imperativo sanitario a la hora de entrar a matar tiraba la espada y con la mano extendida salía al encuentro del morlaco hasta tocarle el morrillo. La verdad es que los novillos aunque eran de los desechados –los otros salen muy caros– daban bastante miedo pues añadían a su estampa imponente la distorsión de la tara. El más atemorizante tenía uno de los cuernos caídos lo cual por imprevisible era bastante perturbador.

La noche terminó con el trío Stereo tocando por Camela éxitos de ayer y de hoy, entre otros, lo han adivinado, el “Bailando” del ubicuo Enrique. Y la semana de fiestas concluyó al día siguiente con una cena popular en el paseo y la actuación de un trío acústico de rumbitas.

Ya podíamos descansar, aún nos quedaban tres días de vacaciones antes de tener que volver a Madrid.

 

Imágenes de Hinojales de José Ramón Moreno y de Fidel Moreno