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Gregorio Morán y los espectros
Los congregados a las puertas de la Asociación de la Prensa de Madrid el pasado martes por la tarde no podían dar crédito. ¡Cómo! ¿Van a presentar el libro de Gregorio Morán y lo venden a la entrada como si tal cosa? ¿Pero es que no se han dado cuenta de que se trata de un libro viperino y prohibidísimo? Parecía casi de mal gusto. Una afrenta a la leyenda. Quienes se acercaban al mostrador para comprarlo lo alzaban en sus manos con un temor reverencial. Había otros que lo examinaban con severidad de arqueólogo. Yo mismo me sentí como un joven Indiana Jones cuando lo introduje en mi mochila. Y es que aquello se parecía mucho a una de esas vasijas sagradas que se recuperan de entre las ruinas en una región selvática: era la artesanía de un maestro honrado transfigurada en símbolo por una combinación de azar y magias negras.
Para que un enredo como el que ha enfrentado a Morán con el Grupo Planeta se resuelva de la civilísima manera en que lo ha hecho es necesario que se dé, como diría Nabokov, una extraña conjunción de astros en el firmamento de la oportunidad. Hace falta un autor cuyo talento no haya mermado tanto su fama como para que no pueda denunciar públicamente el atropello del que se siente objeto. Se requiere una editorial con arrojo dispuesta a asumir la carga venenosa del volumen maldito. Y, sobre todo, es imprescindible la presencia de un gigante de la comunicación con los bolsillos más grandes que la honestidad. Si se dan estas circunstancias, el entuerto puede volverse provechoso. Sobre todo para los lectores, que disfrutarán de un texto que había sido condenado a ser espectro. Pero también para todos los demás intérpretes del sainete. El autor podrá bañar su obra en un inesperado pero merecido bálsamo promocional; el catálogo de Akal −el editor final− verá consolidada su bien ganada reputación como almacén de productos intelectuales tóxicos, y el Grupo Planeta podrá mostrar a sus pagadores hasta qué límites de ruindad está dispuesto a llegar para ahorrarles un sonrojo...
Gregorio Morán tiene la voz mucho más dulce que la mirada. En lo que calla su sonrisa se percibe más peligro que en lo que sus palabras revelan. No se sabe muy bien si sus ojos son los de alguien a quien el rigor le nació de la mala leche o al revés. Pero la mala leche −la legítima mala leche de quien sabe cuántos cadáveres hay escondidos en cada trastienda de nuestra democracia− es la materia con la que compone sus textos. En El cura y los mandarines la hay en dosis suficientes para atragantarse. Y no es para menos, dado su propósito: explicar cómo entre 1962 y 1996 se puso nuestra cultura en manos de un grupo de pillos grotescos que la convirtieron en el armario donde ocultar sus siniestros pasados. Sirvan tres ejemplos para ilustrar la justificada saña que inunda las páginas del libro. De nuestro más ventoso Nobel se dice: “Camilo (José Cela) es el abuelo golfo que cuenta chistes verdes en la mesa y pedorrea en los postres, y que mientras todos duermen busca los papeles para manipular las firmas y quedarse con todo lo que haya”. Sobre Juan Luis Cebrián, caballero andante de las libertades, se nos cuenta: “El chico que iba a dirigir el periódico de la Transición podría exhibir su familia como las raíces auténticas del fascismo de la primera hora y del franquismo de siempre y a lo que dispusieran”. Vicenç Navarro, el Darth Vader del keynesianismo, queda descrito bajo esta amarga luz: “Navarro plantea la pregunta (…) Dictadura del proletariado o democracia, ¿ese es el dilema? ¡Agudo profeta, pardiez! Lo primero que hubiera hecho cualquier dictadura del proletariado digna de tal nombre, es decir, brutal, era ponerle en la calle, a ganarse la vida de un modo digno; por ejemplo, la prostitución por horas y no por cursos lectivos como hasta entonces, a tanto travesti ilustrado”.
Últimamente se habla de “vieja izquierda” u “obrerismo trasnochado” con el mismo desprecio con el que se miran unas zapatillas Puma a las puertas del CCCB, o con el desdén con el que se señala una chapa de Los Planetas en solapa ajena. Parece como si toda una valiosa tradición política nos resultara molesta, precisamente ahora que afrontar críticamente los años claves de nuestra historia política se nos ha convertido en tendencia. Pero es a este izquierdismo presuntamente anticuado que Morán encarna a quien más atención deberíamos prestar. En primer lugar porque, cuando los demás nos atragantábamos con las sobras del banquete y jugábamos al escondite con la dignidad, fueron él y otros como él quienes intentaron alertarnos de lo que estaba pasando. Y, sobre todo, porque ahora que nos asfixiamos en nuestra charca política sólo ellos pueden ayudarnos a localizar las bolsas de oxígeno.
La del martes en Madrid fue una tarde de espectros. Todo tenía el aire de homenaje póstumo a unas formas de hacer y pensar a las que se está intentando dar sepultura con mucha prisa y muy poca elegancia. Tomarse, como lo ha hecho Gregorio Morán, diez años para componer un libro será dentro de muy poco un pasatiempo romántico sólo apto para aristócratas nostálgicos. Pero dedicar ese tiempo además a cartografiar las grietas que se han ido tragando la memoria tendrá una consideración patológica muy dañina. Al acabar la presentación subí Claudio Coello arriba. A la espalda llevaba un espectro de ochocientas páginas. Y desde las cornisas en las que seguía encaramado, el de Carrero Blanco me hizo un guiño.
Gregorio Morán y los espectros
Los congregados a las puertas de la Asociación de la Prensa de Madrid el pasado martes por la tarde no podían dar crédito. ¡Cómo! ¿Van a presentar el libro de Gregorio Morán y lo venden a la entrada como si tal cosa? ¿Pero es que no se han dado cuenta de que se trata de un libro viperino y prohibidísimo? Parecía casi de mal gusto. Una afrenta a la leyenda. Quienes se acercaban al mostrador para comprarlo lo alzaban en sus manos con un temor reverencial. Había otros que lo examinaban con severidad de arqueólogo. Yo mismo me sentí como un joven Indiana Jones cuando lo introduje en mi mochila. Y es que aquello se parecía mucho a una de esas vasijas sagradas que se recuperan de entre las ruinas en una región selvática: era la artesanía de un maestro honrado transfigurada en símbolo por una combinación de azar y magias negras.
Para que un enredo como el que ha enfrentado a Morán con el Grupo Planeta se resuelva de la civilísima manera en que lo ha hecho es necesario que se dé, como diría Nabokov, una extraña conjunción de astros en el firmamento de la oportunidad. Hace falta un autor cuyo talento no haya mermado tanto su fama como para que no pueda denunciar públicamente el atropello del que se siente objeto. Se requiere una editorial con arrojo dispuesta a asumir la carga venenosa del volumen maldito. Y, sobre todo, es imprescindible la presencia de un gigante de la comunicación con los bolsillos más grandes que la honestidad. Si se dan estas circunstancias, el entuerto puede volverse provechoso. Sobre todo para los lectores, que disfrutarán de un texto que había sido condenado a ser espectro. Pero también para todos los demás intérpretes del sainete. El autor podrá bañar su obra en un inesperado pero merecido bálsamo promocional; el catálogo de Akal −el editor final− verá consolidada su bien ganada reputación como almacén de productos intelectuales tóxicos, y el Grupo Planeta podrá mostrar a sus pagadores hasta qué límites de ruindad está dispuesto a llegar para ahorrarles un sonrojo...
Gregorio Morán tiene la voz mucho más dulce que la mirada. En lo que calla su sonrisa se percibe más peligro que en lo que sus palabras revelan. No se sabe muy bien si sus ojos son los de alguien a quien el rigor le nació de la mala leche o al revés. Pero la mala leche −la legítima mala leche de quien sabe cuántos cadáveres hay escondidos en cada trastienda de nuestra democracia− es la materia con la que compone sus textos. En El cura y los mandarines la hay en dosis suficientes para atragantarse. Y no es para menos, dado su propósito: explicar cómo entre 1962 y 1996 se puso nuestra cultura en manos de un grupo de pillos grotescos que la convirtieron en el armario donde ocultar sus siniestros pasados. Sirvan tres ejemplos para ilustrar la justificada saña que inunda las páginas del libro. De nuestro más ventoso Nobel se dice: “Camilo (José Cela) es el abuelo golfo que cuenta chistes verdes en la mesa y pedorrea en los postres, y que mientras todos duermen busca los papeles para manipular las firmas y quedarse con todo lo que haya”. Sobre Juan Luis Cebrián, caballero andante de las libertades, se nos cuenta: “El chico que iba a dirigir el periódico de la Transición podría exhibir su familia como las raíces auténticas del fascismo de la primera hora y del franquismo de siempre y a lo que dispusieran”. Vicenç Navarro, el Darth Vader del keynesianismo, queda descrito bajo esta amarga luz: “Navarro plantea la pregunta (…) Dictadura del proletariado o democracia, ¿ese es el dilema? ¡Agudo profeta, pardiez! Lo primero que hubiera hecho cualquier dictadura del proletariado digna de tal nombre, es decir, brutal, era ponerle en la calle, a ganarse la vida de un modo digno; por ejemplo, la prostitución por horas y no por cursos lectivos como hasta entonces, a tanto travesti ilustrado”.
Últimamente se habla de “vieja izquierda” u “obrerismo trasnochado” con el mismo desprecio con el que se miran unas zapatillas Puma a las puertas del CCCB, o con el desdén con el que se señala una chapa de Los Planetas en solapa ajena. Parece como si toda una valiosa tradición política nos resultara molesta, precisamente ahora que afrontar críticamente los años claves de nuestra historia política se nos ha convertido en tendencia. Pero es a este izquierdismo presuntamente anticuado que Morán encarna a quien más atención deberíamos prestar. En primer lugar porque, cuando los demás nos atragantábamos con las sobras del banquete y jugábamos al escondite con la dignidad, fueron él y otros como él quienes intentaron alertarnos de lo que estaba pasando. Y, sobre todo, porque ahora que nos asfixiamos en nuestra charca política sólo ellos pueden ayudarnos a localizar las bolsas de oxígeno.
La del martes en Madrid fue una tarde de espectros. Todo tenía el aire de homenaje póstumo a unas formas de hacer y pensar a las que se está intentando dar sepultura con mucha prisa y muy poca elegancia. Tomarse, como lo ha hecho Gregorio Morán, diez años para componer un libro será dentro de muy poco un pasatiempo romántico sólo apto para aristócratas nostálgicos. Pero dedicar ese tiempo además a cartografiar las grietas que se han ido tragando la memoria tendrá una consideración patológica muy dañina. Al acabar la presentación subí Claudio Coello arriba. A la espalda llevaba un espectro de ochocientas páginas. Y desde las cornisas en las que seguía encaramado, el de Carrero Blanco me hizo un guiño.