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El bar de Antonio

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La ciudad despierta en una aurora dickensiana. Las colmenas de pisos del desarrollismo alzan su mentón y saludan el invierno nuclear. Tejados y azoteas bostezan salpicados por una transparente lasaña de nieve y CO2. Un hombre espía este humilde skyline mugriento. Sus pupilas, lívidas, están encharcadas, hay garfios salinos al borde del derrame. Una voz interna maldice su destino. La mujer formula un mandato cívico, pone un poco de fairplay en la venenosa imaginación del sollozante. “A ver, Manuel, bajas, le das un abrazo y te vuelves a casa”. “Pero si es que para una vez que no compro”, replica Manolo. El latigazo del paro está arañando muy fuerte las paredes del salón, pero hay un colchón de ternura que amortigua la catástrofe. La destrucción moral del hombre es total, pero en los labios de la mujer no hay reproches. Entiende. Es la virgen madre Dolorosa, pero con bandana.

Manuel se encamina hacia el pesebre radiante. Atraviesa vías devastadas pero utópicas: ¡las bicicletas están aparcadas sin candado! La nieve es muy pura, sin cortar. Una bruma ciudadanista envuelve el barrio, incluso vemos que los pequeños comercios, en número abundante y con sus escaparates abstractos, resisten el embate de la crisis. Manuel avanza y atraviesa las puertas de Ishtar. Ingresa en el Bar Antonio. ¿Nieva dentro? Tal parece en uno de los planos, pero esta incongruencia no aminora la magia. Allí tiene lugar una celebración, corre el champán mientras suenan unos gemidos de hipster con un piano huérfano. En el bar ha caído el gordo. Sólo el leproso social se abstuvo de comprar el décimo, el mismo que ahora avanza vacilante hasta la barra para felicitar a Antonio, el mesonero. “A mí ponme un café”, dice Manuel. “Un euro del café y veinte euros de esto”. Las córneas  se inundan, el milagro de la navidad comparece. La cantina despide franjas de arcoiris, suenan relinchos de unicornios, un regimiento de oompa loompas te masajea la próstata. Antonio le ha guardado un décimo a Manolo. Porque el mayor premio es compartirlo.

Se trata del anuncio de la lotería de este año. Una pieza de comunicación notable, técnicamente perfecta y bien interpretada. Casi se diría que el décimo es un mero macguffin que empuja a los protagonistas de bruces contra el meollo del asunto: la inquebrantable amistad, la generosidad ancha. Sólo desde cierto ángulo del resentimiento se puede protestar, hay que ser muy Scrooge para dejar aflorar la bilis. El spot ha calado positivamente en el pueblo, un somero vistazo a los comentarios que suscita en YouTube lo demuestra: “Llega al corazón, es muy bueno”, “es un anuncio que provoca un nudo en la garganta y hasta una lágrima”, “increíble anuncio, transmite un valor muy importante: la amistad” o “Joderrrrrrrrrrrr que bonito ostiasssssss!!!”. La publicidad nunca es transgresora, pero nada aquí daría pie a la protesta de no ser el mensaje que subyace en este acabado ejercicio de branded content.

Otra vez la gente, anónima, de cuyo amontonamiento e interacción sólo nacen las buenas intenciones. España siegue siendo un país de sirvientes cabizbajos. Abandonados por el Estado providencia, cuya encarnación fue magra por estos lares, ya sólo queda aferrarse al decimito de lotería, a la caridad, al golpe de azar. Este nuevo siglo de oro nos ha pillado con mejores pícaros, pero peores poetas.

La lotería como fantasía de emancipación para el pobre, pues no es otra cosa que una ilusión estadísticamente remota cargada de impuestos requisatorios. Las cifras son reveladoras. En 2012 la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas del Estado (SELAE) aportó a las arcas del Estado 1.600 millones de euros y recaudó 9.252 millones de euros, casi el 1% del producto interior bruto (PIB). El entrañable sorteo de Navidad supone alrededor del 27% de los ingresos de Loterías y Apuestas del Estado en un año. La mordida de Hacienda es generosa: desde el año pasado, los premios por encima de los 2.500 euros tienen una retención del 20%. Y es que aquí los liberales dejan en suspenso su credo: el PP puso fin al proceso de privatización de las loterías iniciado por Zapatero. No hablemos ya de las máquinas tragaperras: debería hacernos reflexionar el hecho de que justo ahora, en medio de la catástrofe económica, Grecia haya levantado la prohibición que pesaba sobre ellas.

Pero por encima de todo, el Bar, un espacio al que la narrativa publicitaria ha otorgado un rango mítico. En un país arrasado por siglos de incuria, analfabetismo, púrpura de obispos, espadones y una clase empresarial que conserva todos los tics del caciquismo, sólo los bares atesoran la capacidad de alistarnos sin vulnerar la inocencia social. No hay ágoras o sindicatos, sólo el espacio transversal del bar, con sus barras desclasadas donde verter la frustración laboral o biográfica. Es, por supuesto, el espacio del buen rollo, del sol perpetuo, donde se desvanecen las contradicciones sociales, el contexto propicio para evacuar la ira que acuña la vida entre los hombres.

No es extraño que el Bar sea iluminado una y otra vez por los publicitarios: “Benditos bares”, dice Cocacola, y añade elegíacamente que fue en los bares donde “redactamos la Constitución”. Los españoles somos de barra o de mesa, pero “todos somos de bares: venimos así de fábrica”. Es una especie de peso genético el que nos imanta hacia los bares. Los de Campofrío nos invitaban a celebrar “nuestra manera de disfrutar la vida”. Aquellos que ficticiamente se hacían extranjeros eran adornados por muchos dones, pero una condena pesaba sobre ellos: les habían echado del bar. Veremos con qué nueva ganzúa audiovisual la compañía de embutidos descerraja nuestro corazón descreído. De momento, la fábrica de Campofrío en Burgos – inaugurada por Juan Carlos de Borbón en 1997– ardió ayer poniendo en peligro el futuro de mil familias. Hay que advertir que la compañía nació el mismo año en que desapareció la cartilla de racionamiento en España. Parece que el ciclo de la Transición se cierra a todos los niveles.

Entre los escombros de España permanece encendido el rótulo luminoso del bar. Uno quisiera que volvieran aquellos cenetistas, con subfusil naranjero al hombro, que lo primero que hacían al entrar en un pueblo era cerrar la cantina. Y es que el bar era la antesala del burdel, decían los carteles de la CNT. Pero me consta que esto es una retórica del pasado. Soy consciente de que ya no existen las clases sociales y de que nos movemos en “marcos laclausianos” que enfrentan a los de abajo con los de arriba. El consumo colaborativo, la sociedad de coste marginal cero y el capitalismo cool, ya saben. Siempre nos quedarán los bares.