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Culturetas
Es la noche de un día de semana, y en una esquina del bar hay un hombre y una mujer adultos conversando. Sus manos sostienen sendas copas. Hablan de cultura. Hablan de política.
—Ya, a mí también me da bajón, pero habrá que votarles.
—Qué dices. ¿Después de todo lo que han hecho? No les voté antes y no les voy a votar ahora.
—Pues ya me dirás qué opción nos queda. En cultura, lo de la izquierda es catastrófico. Y respecto a los nuevos, mira las cosas que están diciendo. De la derecha ni hablamos.
—Ya. Nos van a matar.
—Por eso: para nosotros, los culturetas, votar a los que había antes es lo menos malo.
—Joder, ¿“culturetas”? Lo que faltaba: que nos autodenominemos así.
—Ahí te equivocas. Espera.
Cuando está a punto de llegar la explicación pasa cerca el camarero, y ella se va detrás para reponer su copa. Él aprovecha para coger el móvil y hacer clic en cualquier cosa. Opta por darle una ojeada rápida a Twitter. Revisa la búsqueda que relaciona #cultura y #política; hay una veintena de menciones nuevas, buena parte de ellas fundamentalmente favorables a la idea de que la una no puede o no debe entenderse sin la otra. La cultura tiene que satisfacer una ideología. La ideología adecuada.
Él da un trago largo mientras desliza el dedo por la pantalla. Ya está pensando en lo que le va a decir a su interlocutora. Los dos han estado comentando que la cultura es el gran olvidado de Todo Esto. Lo que no quiere nadie. De lo que nadie habla. Ni los políticos hablan de cultura. Ni en los centros culturales españoles más jóvenes, erigidos con optimismo subvencionado a mediados de los dosmiles, deben estar hablando de cultura. Ni en La Sexta Noche, donde nos ponemos de acuerdo en lo mínimo, se habla de cultura. Se habla de cultura ahí donde puede caer una candidatura cultural, lo que no es tan bueno como que te caiga un parque temático, incluso un simple centro comercial, pero algo es algo, porque a quien venga a ver alguna exposición habrá que darle de comer, alojarle, hacerle andar en estrafalarios vehículos para turistas, venderle camisetas y tazas. Sólo en torno a un gran proyecto se vende Marca Ciudad. Y ahí está la pasta.
En el territorio cotidiano, en la incómoda Realidad, quedan las exiguas ventas de obras literarias, musicales, cinematográficas, teatrales, de entradas de cualquier espectáculo no deportivo. Vale, se comprende que la cultura no sea la prioridad en un país que ya registra malnutrición infantil y problemas significativos para pagarse la calefacción. Siempre se saldrá perdiendo cuando esté en juego la supervivencia básica. De ahí que la ruina colectiva no deje demasiadas opciones al margen de la piratería o al consumo límite. Pero convengamos que, en macrotérminos, nos importa un pito. Somos 46.000.000 habitantes y aquí nadie compra nada de eso. La cultura, eso sí y en todo caso, se reclama como instancia tranquilizadora. Ahí todo el mundo es fiscal.
Relee de un vistazo rápido los últimos artículos que relacionan #cultura y #política, y eso que ya los conoce. En su imaginación ya están llenos de anotaciones interjectivas. Él piensa que aquí la cultura siempre ha estado fuera de la sociedad; no cree que sea cosa de los últimos años. Él considera que la cultura en España nunca se ha percibido como instrumento de crecimiento personal o de transformación social; no cree que la culpa la haya tenido la CT. ¿Quién decidirá qué cultura es demasiado banal, demasiado críptica, demasiado autorreferencial? ¿Cuánto será demasiado? ¿Quién dirigirá esas capacidades de transformación o conservación? ¿Quién decidirá lo que está bien? ¿Un grupo de elegidos? ¿Un político? ¿Y quién decidirá el carácter social de las obras producidas? Dividir el arte en comprometido o no comprometido le parece una irresponsabilidad colosal. Que, además, el bueno sea por definición el primero sobre el segundo, le parece una idiotez sensacional.
Vuelve ella. No ha perdido el hilo.
—Pues sí: seamos culturetas. ¿Sabes cómo? Pues igual que las lesbianas decidieron llamarse bolleras. Como ciertos latinoamericanos se erigieron en sudacas. Como muchos negros aceptaron llamarse negros. Con orgullo. Con ironía. Como pintura de guerra.
Brindan por ello: por vivir el ciclo que les toca, porque las vacas sean flacas pero libres. Vale: que sus profesiones sigan siendo de rechazo social, pero no a cambio de la vigilancia de los centinelas de la nueva corrección. ¿Que la sociedad no se compromete con la cultura? Perfecto, pero que a la cultura no se le exija comprometerse con la sociedad; ya será profunda y agudamente política sin necesidad de quien trate de acotarla o someterla a moralidades. El relato se escribe solo. Y solo cuando es bueno, no correcto, genera leyenda.
Imágenes de la película La Chinoise de Jean_Luc Godard (1967)
Culturetas
Es la noche de un día de semana, y en una esquina del bar hay un hombre y una mujer adultos conversando. Sus manos sostienen sendas copas. Hablan de cultura. Hablan de política.
—Ya, a mí también me da bajón, pero habrá que votarles.
—Qué dices. ¿Después de todo lo que han hecho? No les voté antes y no les voy a votar ahora.
—Pues ya me dirás qué opción nos queda. En cultura, lo de la izquierda es catastrófico. Y respecto a los nuevos, mira las cosas que están diciendo. De la derecha ni hablamos.
—Ya. Nos van a matar.
—Por eso: para nosotros, los culturetas, votar a los que había antes es lo menos malo.
—Joder, ¿“culturetas”? Lo que faltaba: que nos autodenominemos así.
—Ahí te equivocas. Espera.
Cuando está a punto de llegar la explicación pasa cerca el camarero, y ella se va detrás para reponer su copa. Él aprovecha para coger el móvil y hacer clic en cualquier cosa. Opta por darle una ojeada rápida a Twitter. Revisa la búsqueda que relaciona #cultura y #política; hay una veintena de menciones nuevas, buena parte de ellas fundamentalmente favorables a la idea de que la una no puede o no debe entenderse sin la otra. La cultura tiene que satisfacer una ideología. La ideología adecuada.
Él da un trago largo mientras desliza el dedo por la pantalla. Ya está pensando en lo que le va a decir a su interlocutora. Los dos han estado comentando que la cultura es el gran olvidado de Todo Esto. Lo que no quiere nadie. De lo que nadie habla. Ni los políticos hablan de cultura. Ni en los centros culturales españoles más jóvenes, erigidos con optimismo subvencionado a mediados de los dosmiles, deben estar hablando de cultura. Ni en La Sexta Noche, donde nos ponemos de acuerdo en lo mínimo, se habla de cultura. Se habla de cultura ahí donde puede caer una candidatura cultural, lo que no es tan bueno como que te caiga un parque temático, incluso un simple centro comercial, pero algo es algo, porque a quien venga a ver alguna exposición habrá que darle de comer, alojarle, hacerle andar en estrafalarios vehículos para turistas, venderle camisetas y tazas. Sólo en torno a un gran proyecto se vende Marca Ciudad. Y ahí está la pasta.
En el territorio cotidiano, en la incómoda Realidad, quedan las exiguas ventas de obras literarias, musicales, cinematográficas, teatrales, de entradas de cualquier espectáculo no deportivo. Vale, se comprende que la cultura no sea la prioridad en un país que ya registra malnutrición infantil y problemas significativos para pagarse la calefacción. Siempre se saldrá perdiendo cuando esté en juego la supervivencia básica. De ahí que la ruina colectiva no deje demasiadas opciones al margen de la piratería o al consumo límite. Pero convengamos que, en macrotérminos, nos importa un pito. Somos 46.000.000 habitantes y aquí nadie compra nada de eso. La cultura, eso sí y en todo caso, se reclama como instancia tranquilizadora. Ahí todo el mundo es fiscal.
Relee de un vistazo rápido los últimos artículos que relacionan #cultura y #política, y eso que ya los conoce. En su imaginación ya están llenos de anotaciones interjectivas. Él piensa que aquí la cultura siempre ha estado fuera de la sociedad; no cree que sea cosa de los últimos años. Él considera que la cultura en España nunca se ha percibido como instrumento de crecimiento personal o de transformación social; no cree que la culpa la haya tenido la CT. ¿Quién decidirá qué cultura es demasiado banal, demasiado críptica, demasiado autorreferencial? ¿Cuánto será demasiado? ¿Quién dirigirá esas capacidades de transformación o conservación? ¿Quién decidirá lo que está bien? ¿Un grupo de elegidos? ¿Un político? ¿Y quién decidirá el carácter social de las obras producidas? Dividir el arte en comprometido o no comprometido le parece una irresponsabilidad colosal. Que, además, el bueno sea por definición el primero sobre el segundo, le parece una idiotez sensacional.
Vuelve ella. No ha perdido el hilo.
—Pues sí: seamos culturetas. ¿Sabes cómo? Pues igual que las lesbianas decidieron llamarse bolleras. Como ciertos latinoamericanos se erigieron en sudacas. Como muchos negros aceptaron llamarse negros. Con orgullo. Con ironía. Como pintura de guerra.
Brindan por ello: por vivir el ciclo que les toca, porque las vacas sean flacas pero libres. Vale: que sus profesiones sigan siendo de rechazo social, pero no a cambio de la vigilancia de los centinelas de la nueva corrección. ¿Que la sociedad no se compromete con la cultura? Perfecto, pero que a la cultura no se le exija comprometerse con la sociedad; ya será profunda y agudamente política sin necesidad de quien trate de acotarla o someterla a moralidades. El relato se escribe solo. Y solo cuando es bueno, no correcto, genera leyenda.
Imágenes de la película La Chinoise de Jean_Luc Godard (1967)