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Tener o no tener

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Ando revisando mi relación con las cosas. Con los objetos con que he vivido. Con los enseres a los que, por un raro malentendido, otorgué en su día el poder dialógico de representarme: de ser yo. Es como un síndrome de Diógenes al revés: me deshago de todo. Reduzco por donde sea. La recobrada lisura de un estante o una mesilla adquieren la categoría de territorio reconquistado. Discrimino con ritmo y tenacidad. Luego tiro, regalo, dono o vendo. Muchos elementos se resisten a abandonar el piso y piden una segunda oportunidad. Pero van cayendo cosas durante el proceso. Solo ganar un palmo ya me compensa. Y no se trata de poner otras cosas en su lugar. El objetivo es el vacío.

El factor tecnológico pone a prueba la obsolescencia de buena parte del hogar de un urbanita occidental, trabajador autónomo, en régimen de alquiler en un apartamento con salón y un dormitorio. Los CDs, que en su día reduje, sin cajas, a archivadores Caselogic, resultaron incómodos depósitos de polvo. Adiós. Con los DVDs, más jóvenes, pasa algo parecido. Gracias por los servicios prestados en la era pre-streaming. Y adiós. La biblioteca aguanta incólume, absurda y magnífica, digna como un cementerio africano. Con todo, detecto tantos libros que ya he leído y muchos otros que han tenido diez años de oportunidades. Adiós a estos. Caen por el camino revistas, cuadros, fotos, figuras, pequeños objetos encontrados en viajes y depositados en baldas, rincones y oquedades de la vivienda. Mi siglo XX.

El vacío va abriendo hueco a los artículos indultados. Buena parte de ellos son pequeños y se enchufan. Pienso en el signo de los tiempos y admito la victoria de esa vieja idea del futuro que avisaba de una vida en cubículos, con pantallas. Brillan victoriosos los discos duros: contenedores de carpetas y subcarpetas que encierran —en este caso sí— un auténtico Diógenes de ceros y unos. Poco importa que casi todo ese material esté disponible en la nube (es decir, en el ordenador de otro): poseer esos archivos replicados es tranquilizador, promesa de una jubilación ociosa en el caso de un apocalipsis offline. Ante esa hipótesis (también tranquilizadora) cobraría todo su sentido haber guardado ese pandemonio de mp3, wavs, jpgs, docs, ePubs y más materiales bajados de internet durante la primera década y media del milenio. Solo una larga convalecencia hospitalaria o una temporada en prisión me permitirían poner en orden ese patrimonio intangible, cuya clasificación requeriría una estrategia para la que, creo, ya no me queda tiempo. Si me pasa algo, enterradme con esos discos duros.

Pienso en esos reportajes fotográficos en los que un ser humano o una familia entera —de Noruega o el Níger, de donde sea— posan rodeados de sus enseres, con todos ellos sin excepción: la cama junto al cepillo de dientes, un paquete de tabaco al lado de un armario. Nótese que el formato está relativamente en boga; será por algo. Por contraposición me viene a la mente la figura de Nicolas Bergruenn, conocido como el “billonario sin techo” porque, pese a contar con una fortuna de 2.300 millones de dólares, este hombre de negocios germano-estadounidense solo posee un iPhone, dos o tres trajes, un par de zapatos y un avión privado que le lleva de ciudad en ciudad, de hotel (de lujo) en hotel (de lujo).

Me marco un objetivo razonable: llenar una bolsa (de las de comunidad) al día. Trato de no dejarla en el cubo frente a mi casa para evitar el efecto, violentamente pornográfico, de ver lo que hasta hace nada era mi cotidianidad tiraao por el suelo. Algunas cosas sí quedan fuera, yme  desconcierta ver cómo las personas que andan por el barrio dan cuenta de los objetos desdeñados a la misma velocidad a la que las hormigas descuartizan un grillo muerto en plena selva. Yo mismo lo he hecho con no pocas cosas que ahora vuelven al lugar de donde las cogí.

Me armo de valor y arraso con mis cosas. Venzo el miedo. Por ridículo que parezca pienso que sin cosas voy a desaparecer. Educado en el tener cosas, me deshago de ellas y siento una especie de muerte liberadora. Trato de justificarme con lemas dignos de un power point de autoayuda: media vida para acumular, media para desprender. Y cedo a ese instinto suicida convencido de que tener, tener según qué cosas y en según qué cantidad, encierra algo antinatural. En mi desprecio actual por el coleccionismo (luego se me pasa), me enfado particularmente con Bruce Chatwin, aventurero de las botas al hombro que dejó al mundo un estudio espléndido como La alternativa nómada y terminó obsesionado por sus cacharritos de porcelana cediendo a esa singular disposofobia o pulsión de acumulación deseante que se le atribuye al oficio de escritor. Y simpatizo con Paul B. Preciado, que escribe en esta web: “2015 fue el año en el que perdí todo lo que tenía. O más bien en el que comprendí que nada se posee, que la propiedad, no el objeto, sino el afecto que reduce la relación a objeto, es la modalidad más persistente de la ideología capitalista”.

Padezco la carga psicológica de los objetos, por eso celebro como si fueran pruebas iniciáticas cada desprendimiento de objetos heredados de una relación sentimental pasada. Ocurren más cosas: festejo la accidental rotura de un plato favorito que ha cumplido su ciclo. Me reencuentro afectivamente —porque tirar revaloriza lo que conservas— con una prenda que era irrelevante pero que ahora me importa mucho porque quien me la regaló ya no está. Me permito lujos hoy (guardo una piedra, una caracola, unos posavasos) sabiendo que mañana haré otra revisión inclemente. Me monto psicodramas verdaderamente ridículos: “queridas plantas, estaréis mejor con el vecino”. Cedo al pragmatismo: “quédatelo joder, ¡necesitas un puñetero colador de pasta!”.

Y al fin descubro qué hago: ensayo mi mudanza. Es solo eso: un simulacro. Y como tal, encierra un extraño deseo de que el evento se produzca en realidad. La experiencia podría completarse saliendo a la casa a buscar cajas —por su tamaño intermedio recomiendo las de la panificadora Ruipan— y llamando a una empresa de mudanzas que recogería todo y haría la entrega… en este mismo lugar. Mientras tanto descubriría en mi casa —donde, como en el título de una novela de Bohumil Hrabal, ya no quiero o puedo vivir—sonidos que no conocía, ecos nuevos.

Pienso en los tiempos en que Georges Perec escribió Las cosas (1965), novela en la que las aspiraciones de una pareja pobretona proyecta sus aspiraciones bohemio-burguesas —ellos son los primeros bo-bos— en un mundo de objetos que ocupan metros cuadrados (y el metro cuadrado vale tanto). Quizás hoy es más fácil entender la inesperada relación entre minimalismo y éxito; la precariedad y la libertad son los parámetros; qué es lo básico es la pregunta. Veo todos los días en televisión las columnas de refugiados y sé la respuesta.

 

Foto de portada: Sannah Qvist.
[1] Foto: Huang Qingjun.
[2] Foto: Roozbeh Roozbehani.