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Cataluña alucinada

Yerba, caca, independencia y viajes interiores
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Ustedes se preguntarán qué me fumé y yo no podré negar que la yerba era exquisita. Barcelona, tierra prometida, capital del underground español y de las expañas por venir, allí me encontraba yo de paso, dispuesto a profesarle mi amor sin que la lluvia y los vientos huracanados hicieran mella en mi ánimo. Ni un rayo de sol, de acuerdo, pero la temperatura era, siendo principios de diciembre, casi tropical y que una gran ciudad tenga playa, al menos para los sevillanos afincados en Madrid, es un milagro incluso bajo el temporal. Desde el restaurante en el que aterricé podía ver el mar y, entre las rabiosas olas, una plaga de surferos embutidos en trajes de neopreno que parecían moverse al ritmo de la música electrónica que sonaba por el hilo musical. A mi derecha, ensimismada en el estudio, una joven ocupaba su mesa con un ordenador portátil y varios manuales abiertos, uno de ellos titulado La mujer en la era de acuario. El milagro, la coreografía universal y la nueva era… y eso que todavía no había fumado.

Fumar es cosa de jóvenes y de carrozas que desprecian la vida. Fumar en mi caso es un decir, porque yo, empujado por mi asma, lo que hago en ocasiones especiales es inhalar vapor en un aparato con forma de vibrador que me costó 140 euros. 140 euros, como lo oyen, y si alguien me afea el gasto le respondo siempre lo mismo, que soy pobre pero me respeto. Y que no sólo de pan vive el hombre.

Después de comer a lo grande, pillo un taxi para ir hasta la plaza de la Mercé donde he quedado con Demian, un viejo amigo. El taxista es un joven catalán de padres gallegos que ha votado Sí-No en la consulta del 9N: Sí a que Cataluña sea un Estado y No a que sea un Estado independiente. Me dice que él no es tan cerrado como algunos que hay por ahí, por los pueblos, y que se sorprendió de que la participación en la consulta no hubiera sido aplastante. Le pregunto si no ha llegado ya el desencanto, si no habrá empezado a perder fuerza el movimiento. Él, sin decirme que sí, me cuenta que ahora la cosa está más tranquila y que cuando salió la mierda de Pujol la gente no sabía dónde meterse. Antes de bajarme, no sé por qué ni en qué sentido, le deseo suerte.

Junto a la fuente de la plaza de la Mercé creo distinguir la silueta de mi amigo. Es él, sí, con su pipa humeante de olorosa mariguana en la mano. Nos damos un abrazo –hace más de diez años que no nos vemos–, un abrazo de esos que duran más de lo normal, y, entonces –tanto tiempo sin vernos se merece una celebración–, desenfundo mi Vaporite y lo cargo de una yerba toledana que he traído desde Madrid. Demian, echando humo por la boca, me dice señalando mi sofisticado artefacto: “Vapor de flores”, y yo me siento muy bien, porque tan verdad es que los porreros vamos a nuestra bola, como que celebramos las carambolas por todo lo alto; “por los altos andamios de las flores”, que diría el poeta.

-A las siete –me dice– en el museo del cáñamo se presenta el último número de la revista Ulises.

-Imperdonable sería no asistir.

El museo del cáñamo

El Hash Marihuana Cáñamo & Hemp Museum de Barcelona es el hermano menor del de Ámsterdam, y alberga 2.000 de los 8.000 objetos de la colección particular de Ben Dronkers, el magnate ¡y filántropo! holandés dueño del emporio mariguanero Sensi Seeds, literalmente semillas sin semilla, es decir semillas genéticamente modificadas para garantizar plantas hembras que impidan que en el cultivo del aficionado aparezcan machos que las fertilicen, porque si hablamos de cannabis lo que vale es la flor, no el fruto. Para su segundo museo, Dronkers compró el Palau Mornau, en pie desde el siglo XV y lugar emblemático de la historia antiimperialista catalana pues, según recuerda una placa a la entrada, fue aquí donde se tramó en 1809 una conspiración, rápidamente frustrada con mortales consecuencias, contra la ocupación francesa. El aspecto actual es una remodelación respetuosa con el estilo  modernista que adoptó a comienzos del siglo XX, con algunos añadidos: junto a las antiguas vidrieras emplomadas que se pudieron restaurar relucen ahora hojas de mariguana grabadas al ácido. El pastiche da el pego, al fin y al cabo el modernismo es el estilo más psicodélico de los anteriores a la psicodelia, por no hablar de la tradición barcelonesa con figuras tan señeras como ese Gaudí amante de los psilocibes y las amanitas muscarias, o ese estilita de Colón, gran embajador del cáñamo, como se ha sabido recientemente al descubrir en el fuste de su columna hojas de mariguana. Mucho se dice del tomate, la patata y el tabaco que le debemos al nuevo mundo, pero no se subraya lo suficiente el regalo que a sus jardines psicotrópicos aportamos. En lo que al fumar se refiere el viejo mundo salió sin duda perdiendo, pues contaminó la pureza de nuestras pipas de la risa con triste picadura, mientras allende los mares la yerba que les llevamos no consienten en mezclarla, manteniendo sabiamente separados el ritual extraordinario del colocón del hábito adictivo e inútil del tabaco.

¡Qué museo! Allí se muestra la historia del cáñamo a todo color, desde sus aplicaciones industriales a sus virtudes recreativas pasando por cuestiones botánicas, medicinales y legales, como por las distintas formas de elaboración del hachís y los innumerables métodos de consumirlo. Sólo una pega: entre los bongs, las pipas, los narguiles y las sebsis, faltaba mi Vaporite, último eslabón, sin duda, de la larga cadena milenaria que une en el tiempo a los sibaritas del fumeque. En este museo, el atento visitante descubrirá al chamán del Gobi, enterrado con un kilo de yerba hace 2700 años; al dios Shiva, denominado a menudo como el Señor del Bhang (cannabis en hindú); a la jamaicana iglesia copta etíope de Zión que, siendo cristiana, utiliza en la eucaristía la hierba de la sabiduría en lugar del vino;  a Ma Gu, literalmente doncella del cáñamo, diosa taoísta y guardiana de las mujeres; al mismísimo William Shakespeare, alrededor de cuya casa en Stratford se han descubierto enterradas pipas con restos de yerba; a Walter Benjamin y su ensayo Haschisch con el relato de sus experimentos psiconáuticos; y, por no aburrirles –la lista es larga–, al mismísimo Popeye, cuyas espinacas no eran otra cosa que mariguana, llamada así, espinaca, en el argot de los años treinta, cuando los grupos de presión antiyerba en EEUU afirmaban que el cannabis te hacía sobrenaturalmente fuerte.

Ulises, revista de viajes interiores

Ensimismado frente a las vitrinas dedicadas a la contracultura estoy cuando Demian me avisa de que va a empezar la presentación de la revista. Unas sesenta personas llenan una sala presidida por un busto de Shakespeare con pipa. Entre el variopinto público una mujer da el pecho a una niña que por lo menos tiene tres años. Para mi sorpresa mi amigo se sienta junto a Fernando Pardo y Felipe Borrallo en la improvisada mesa desde la que empiezan a relatar la divertida historia de Ulises, “revista de viajes interiores”. Fernando Pardo cuenta que esta es una revista rara que va ya por su número 16, lo cual es un logro que hay que poner en relación con sus 16 años de vida. Una revista absurda pagada desinteresadamente por la editorial La Liebre de Marzo a la que en cada número hay que perseguir para que incluya una página promocional. Una revista extraña en la que nadie cobra y donde se mezclan artículos de desconocidos con primeras figuras internacionales como Alexander Shulgin –el que sintetizó el MDMA, entre otros descubrimientos psicoactivos– o Stanislav Grof –uno de los fundadores de la psicología transpersonal y pionero en el uso terapéutico de los estados alterados de conciencia–. Una revista, continúa Pardo, sin publicidad y con una distribución pésima, que sale sólo en papel y que se niegan a digitalizar, aunque recientemente han hecho una versión en 3D, es decir, una fiesta en La Floresta que reunió físicamente a colaboradores y allegados y en la que según algunos vecinos se consumieron drogas ilegales.

Con mirar el sumario se pueden hacer una idea de por dónde va Ulises: “Timothy Leary en Barcelona”, “Psicodélicos y respiración holotrópica”, “Hacia el final de la fiscalización de las drogas”, “Sobre la vía de la ebriedad sagrada”, “Psiquiatras y psicoterapeutas, trileros del alma”, “Ayahuasca, Ibiza y psiconautas reunidos”, y cuatro o cinco artículos más por el estilo.

“Quisiera terminar mi historia –concluye Pardo– con un cuento sufí” y se pone a  narrar la aventura de un aprendiz que llega tras largas vicisitudes a un monasterio perdido donde se aloja en espera de recibir la iluminación siguiendo las enseñanzas de un gran maestro. Cada mañana el aprendiz despierta y sale a un jardín a desperezarse. Una mañana descubre en una rama de uno de los árboles a un gusano comiéndose una hoja. Al día siguiente el gusano se está comiendo otra hoja de la misma rama. Al cabo de los días el aprendiz ve con preocupación que el gusano está terminando con todas las hojas de la rama y que no podrá acceder a ninguna otra rama y que morirá de inanición. Pero, he aquí la iluminación, cuando el gusano empieza a zamparse la última hoja el aprendiz descubre que en el otro extremo de la rama las hojas están volviendo a brotar. “¿Qué tiene que ver, dirán ustedes, esta historia con la revista Ulises?” pregunta Fernando Pardo a la audiencia que lo sigue con un silencio cómplice, “pues  nada, pero, ¿a que mola?”. Y la gente se ríe, viviendo una pequeña iluminación profana en la que sin saber por qué, todo encaja.

Toma la palabra entonces Felipe Borrallo, que algunos lo recordarán como uno de los guionistas del primer Makoki. Fernando Pardo lo acaba de presentar como “El catedrático”, “el maestro de muchos”, recordándolo en su librería Makoki explicándole a cuatro yonquis el papel de la conciencia universal. Makoki primero fue una historieta de Gallardo, Borrallo y Mediavilla, luego fue una revista de tebeos bizarros españoles y en el 92 –cuando a las editoriales les salía mucho más barato publicar manga japonés y superhéroes americanos que historietas patrias o europeas–, pasó a ser una librería especializada en cómic. Entremedias a Borrallo y a sus amigos se les ocurrió una idea, “Oye, ¿y por qué no montamos una cooperativa de consumidores de drogas ilegales?”, y de esta forma nació, en el mismo edificio en cuyos bajos estaba la librería, la ARSEC, la primera asociación de fumadores de cannabis, un hito en la lucha por la normalización y contra la estúpida e inútil guerra contra la droga. Hoy en España hay centenares de asociaciones y clubes de fumetas, pero entonces, a principios de los noventa la batalla no fue nada fácil. Uno de aquellos días, cuenta Borrallo, cansado de que ninguno de los cinco mil socios que pasaban por la ARSEC a por mandanga gastara en tebeos, empezó a fijarse en los libros que llevaban bajo el brazo. Así fue como los cómic cedieron espacio en la librería Makoki a títulos sobres viajes interiores y conciencia universal. Borrallo pone las cosas en su sitio, y aclara que lo que mueve al hombre no es la conquista del pan sino la búsqueda de esa energía inmanente, suprema y lúcida, principio y fin de nuestra existencia y presente en todos los grandes pasos evolutivos de nuestro ser: "La primera especie domesticada fue la cebada, para poder obtener la levadura de la cerveza: el hombre se hizo agricultor para beber cerveza.” Y prosigue con la misma seguridad zumbona adentrándose alegremente en la extinción de la especie, pues “la evolución hará que el homo sapiens desaparezca, fundiéndose con la conciencia suprema que nos mantiene vivos, como le ocurrió al Doctor Manhattan, el superhéroe creado por Alan Moore en la historieta Watchmen, ese ser todopoderoso y clarividente capaz de teletransportarse y manipular la materia”. “Pero es infeliz –apunta mi amigo Demian– el Doctor Manhattan es todopoderoso pero es infeliz”, y por un momento el globo que Borrallo ha hinchado pacientemente parece pincharse, pero no importa. No importa porque el respetable ya ha hecho suya la lógica paradójica que mueve el universo y en breves momentos un grupo de música atmosférica y relajantes letanías se adueña del espacio.

Mecido por la música me dejo flotar hasta aterrizar en un fotomatón que hay a la puerta de la sala donde con diversos fondos vegetales el visitante puede tomarse fotos como esta que, con algo de pudor, les muestro:

Oficio de caca, bolsillo de plata

Salimos a la calle, al Carrer Ample, y emprendemos la marcha hacia la plaza de la Mercé, mi amigo fumando y yo vaporizando como dos locomotoras. Al pasar delante de un oscuro callejón sin salida, Demian, que en determinados momentos de su azarosa vida ha sido guía turístico, me comenta que quizás fuera ese el emplazamiento de l’antic Carrer de Cagar-hi, comentario que da lugar a una digresión acerca de la cultura escatológica del catalán:

“Yo creía que la obsesión por la mierda era parte del arraigo del catalán, de ese sentido pragmático del primer chakra que nos hace progresar con los pies en la tierra, siempre desde la base. Los catalanes a diferencia de nuestros vecinos los franceses, no somos amantes de la grandeza sino del pequeño formato, de lo laborioso, del poco a poco, del piedra a piedra hasta levantar la masía, de los unos sobre los otros hasta montar un castellet, o como dice el refrán: De mica en mica s'omple la pica i de gota en gota s'omple la bóta... Yo pensaba que la fijación con la caca venía de ese anclaje en lo más terrenal y de su consecuente gusto por la desmitificación, porque por mucho que te la des de superior la mierda como la muerte nos iguala. Esto explica la tradición del caganer, un tío cagando al otro lado del muro donde ha nacido el niño Jesús, y también que al caganer se le ponga la cara del rey o del político de turno. La mierda nos iguala y esto el catalán lo celebra mucho aunque también se diga que en ‘Cada cul, un món’, en cada culo, un mundo. Al parecer, y esto lo supe hace poco leyendo un libro de historias de la ciudad de Dani Cortijo, la obsesión tiene también un origen histórico: desde la Edad Media hasta casi finales del siglo XIX la mierda de los barceloneses iba a parar a pozos ciegos; el alcantarillado de la ciudad romana se había perdido y a la vez que crecía en altura, obligada por la prohibición de no construir fuera de las murallas defensivas, crecía hacia abajo agujereada por cientos de fosas sépticas. El caso es que toda aquella mierda servía como abono para las huertas vecinas y los poceros pagaban por ella, un pingüe negocio el de este oro negro que alumbró una nueva figura profesional: el catamierdas, encargado de dar cuenta de la calidad del material por su olor, su color y también por su sabor. ‘Ofici de caca, butxaca de plata’, oficio de caca, bolsillo de plata. O como se dice en otras partes de España: el catalán de la mierda hace pan”.

Yo habría pensado, guiado por mis prejuicios y por haber leído malamente a Freud, que la obsesión por los excrementos de los catalanes estaría en relación a su obsesión por el dinero. Esa actitud propia del infante en la fase anal que impelido a controlar sus esfínteres –entre otras cosas, siempre según Freud, por el placer que le proporciona la excreción de caca dura– se vuelve codicioso de su propia mierda y trata de acumularla como si de un tesoro se tratase; una conducta que sobrevive en los adultos que no superaron aquella fase del desarrollo con un interés excesivo por el dinero y su acumulación, así como con el gusto por lo escatológico. Para los amantes de las explicaciones aparentemente lógicas el psicoanálisis ofrece aquí una lectura interesante acerca del afán independentista catalán –ese querer gestionar su propia mierda– o, al menos, de una de sus reivindicaciones seculares: la de una fiscalidad que les permita controlar sus dineros. Pero no se contenten con una explicación lógica, no hemos llegado hasta aquí para eso.

Sí-No, Sí-Sí

A vueltas con la caca aterrizamos en una terraza con algunos de los asistentes a la presentación de Ulises. Me siento en frente de Ricard, al que acabo de conocer, y comienzo la conversación con una pregunta inocente: “Por curiosidad, ¿aquí se habla más de independencia o de Podemos?”. “Desde la consulta del 9N se habla más de Podemos”. Animado por la pronta y animosa contestación de Ricard sigo disparando: “Ya sé que aquí se ha vendido como un triunfo pero, ¿no es un poco decepcionante que después de todo lo que se ha armado solo un treinta por ciento del censo electoral haya participado en la consulta?”. Demian contesta que él no votó porque estaba liado ese día, pero que de haber sido vinculante habría votado. Ricard me dice que él sí votó y que poco a poco –de mica en mica– el movimiento va a más. Con cuidado digo que eso del derecho a decidir suena un poco tonto, que cuando un hijo o una esposa o un marido se quieren ir de casa se van, no montan un numerito para tener el derecho a decidir si se van o no se van.  Ricard, con paciencia, me explica que participó en la consulta en línea con la corrección que lanzó Guanyem: si el lema era “Derecho a decidir”, los municipalistas añadieron el todo, “Derecho a decidirlo todo”, una forma de desbordar los cauces establecidos por Convergencia y situar la consulta en la lucha por una democracia real, donde los ciudadanos puedan decidirlo todo, desde si seguir en España hasta en qué gastar el presupuesto municipal. No puedo no darles la razón. Hablamos de España y me hablan de Madrid, aunque rápidamente se retractan ante mis protestas, y sitúan el mal en el gobierno del PP. Hablamos de corrupción, tan de allí como de aquí, y Ricard me cuenta que cuando salió la mierda de los Pujol, él lo celebró, ¡por fin, se hacía público lo que  ya se sabía! “Para que sepas por donde voy –me aclara– yo en las municipales votaré a Guanyem, en las autonómicas a las CUP y en las generales a Podemos”.

Hablamos del pasado libertario de Cataluña, del 15M en Barcelona donde no se vio una sola bandera y de cómo, a mi parecer, la inclusividad de la toma de las plazas se desvió rápidamente en el reductor y excluyente cauce nacionalista. Ricard me pilla entonces desprevenido y me pide que distinga entre nacionalismo e independentismo, que se puede ser independentista sin ser nacionalista, a la espera de una organización estatal más democrática que no tendría cabida en la actual España. Ya sin argumentos le propongo que porque no nos vamos de España juntos, todos los españoles, y me responde que en realidad él es partidario de una confederación, de otro modelo de país dentro de las fronteras que ahora existen o quizás incluyendo a Portugal. Antes de despedirme le pregunto si entonces votó en consecuencia Si-No, y me dice con guasa que si hubiera sido vinculante habría votado Sí-No, pero como no lo era, votó Sí-Sí, por un Estado propio e independiente. Ante mi perplejidad por tanto quiebro, termina recordando la historia del aprendiz y el gusano y la revista Ulises; como hace un rato, la relación de los elementos puestos en juego no tiene una lógica clara, pero… “¿a que mola?”.

Última iluminación

Ya de recogida pasamos por la plaza George Orwell, popularmente conocida, según me descubre Demian, por la plaza del tripi. Ahí vivo la segunda o la tercera iluminación de esta noche, la definitiva: de repente la confusión se evapora y todo encaja; comprendo entonces que la mierda de realidad que estamos viviendo no se presta al juego y que no basta con explicarla en términos políticos, ni siquiera escatológicos o esotéricos; la realidad y el aluvión de excrementos que nos ahoga sólo pueden ser trascendidos en términos psicotrópicos, allí donde lo que vale es la belleza de la flor y no la parquedad de unos frutos que, tal y como está el patio, inevitablemente nacerán hueros.

Abrazo a mi amigo, feliz, porque el círculo por fin se cuadra: pienso en el Palau Mornau, templo histórico contra el invasor, reconvertido en museo del cáñamo; pienso en George Orwell, el socialista honrado que creía en la verdad y en la decencia común, entripado en esta plaza que piso; pienso en el temporal y la felicidad de los surferos; en la caca y en la plata, en el humo y en el vapor de flores, y en lo que se puede aprender, no de la Cataluña independiente, sino de una Cataluña alucinada llena de señales paradójicas que empujan al extravío. El mundo se ha vuelto loco, de acuerdo, pero la solución no está ya en la cordura sino en otra cosa. Si tuviera que resumirlo en una frase diría que no se trata de cambiarse de gafas, que el cambio consiste en abrir los ojos.

Dos días después de mi epifanía vuelvo a Madrid más catalán que nadie, recordando, a quien me pregunta, las hermosas palabras del Bhagavad Gita: “Aquello que buscamos no puede ser hallado mediante la búsqueda, pero sólo los buscadores lo encuentran”.