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¿Una imagen vale más que mil palabras?
Sobre libros, cuerpos y hogueras
«El calor se está yendo de las cosas.
Los objetos de uso cotidiano rechazan al hombre, suave pero tenazmente. Y al final éste se ve obligado a realizar día a día una labor descomunal para vencer las resistencias secretas —no sólo las manifiestas— que le oponen esos objetos, cuya frialdad tiene él que compensar con su propio calor para no helarse al tocarlos.»
Walter Benjamin
En junio del 2015 cerró definitivamente La Hune, una legendaria librería parisina, toda una leyenda en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, «colonizado» por el lujo cosmopolita y las tiendas de los más célebres modistos italianos. Tras un largo proceso de crisis, Gallimard, el primer editor de Francia y propietario de la librería desde 2012, decidió cerrar definitivamente un local que encarnó, durante más de medio siglo, una cierta imagen literaria y cultural de París, del Barrio Latino y de Saint-Germain. «La librería acumulaba demasiados hándicaps», argumentaba su responsable, Olivier Place, director de las Librerías Flammarion a las que pertenecía La Hune. Según sus propietarios, el volumen de negocio habría bajado un 35% desde 2009, lo que explicaría el triste y abrupto final.
Originalmente, La Hune fue fundada en 1944 por cuatro amigos, Bernard Gheerbrant, Pierre Roustang, Jacqueline Lemunier y Nora Mitrani, que comenzaron por instalarse en el número 12 de la calle Monsieur-le-Prince, a dos pasos del hotel donde vivieron una temporada los hermanos Manuel y Antonio Machado. Más tarde, La Hune se trasladó a la dirección donde se convertiría en todo un mito, en el número 170 del bulevar Saint-Germain, entre dos célebres cafés, el Flore y el Deux Magots, justo en frente del restaurante Lipp: Tres leyendas parisinas. La Hune convirtió esa dirección en un lugar de peregrinación durante varias décadas, frecuentada por personajes como André Breton, Sonia Delaunay, Marguerite Duras, Pablo Picasso, Alberto Giacometti, Antonin Artaud, Max Ernst... La Hune, abierta todos los días de la semana hasta la medianoche, permaneció allí hasta 2011, cuando fue desalojada por una sucursal de Louis Vuitton. Pasó entonces a ocupar un edificio de dos plantas situado a escasos metros, pegado a la iglesia de Saint-Germain, en la plaza Beauvoir-Sartre, llamada así en honor a dos de sus más insignes vecinos, que también fueron asiduos de La Hune.
La Hune apenas ha podido sobrevivir tres años en su última dirección. El telón se bajó por última vez el 14 de junio de 2015, entre aplausos y silbidos. En los escaparates, los libros daban la espalda al paseante en señal de protesta. Como en un velatorio, decenas de fieles lectores hicieron piña frente a la librería para presenciar cómo la persiana metálica caía por última vez. Los empleados habían colgado pequeños carteles en la fachada con las muestras de apoyo de algunos de sus clientes más célebres, como el filósofo Bernard-Henri Lévy, el periodista Adam Gopnik —ex-corresponsal en París de The New Yorker, en cuyas páginas dedicó un emotivo texto a La Hune— o el escritor Frédéric Beigbeder, que vive en la acera de enfrente: «Estoy de luto. Si incluso Gallimard cierra librerías, ¿quién las va a abrir?», decía su mensaje. En el interior, la artista Sophie Calle hacía cola para adquirir sus últimos volúmenes. Quiso ser la última clienta en pasar por caja. Con el certificado de defunción ya firmado, Miguel Dupont, librero de La Hune desde hace 25 años, salió a dar las gracias a los asistentes con lágrimas en los ojos.
Cuando la imagen (banal) sustituye a la letra impresa
El pasado mes de noviembre de 2015 reabría sus puertas La Hune convertida en galería de fotos y en la sede de la editorial teNues, especializada en fotografía. La exposición inaugural fue de Elliott Erwitt. Siendo una de las compañías líderes del mundo editorial en lo referente a fotografía, diseño y «estilo de vida sobre papel» (¿!), esta nueva tienda aprovecha la estela de uno de los lugares más simbólicos del mundo del arte de vanguardia.
El nuevo espacio se divide en dos plantas: la de pie de calle está dedicada a los libros de la editorial teNeues (conocida por sus grandes formatos, que le que han dado fama internacional a la editorial fundada por Heinz teNeues en Krefeld, Alemania), mientras que la primera planta alberga las exposiciones. Además, en la nueva La Hune podremos encontrar las fotografías de YellowKorner (empresa conocida por comercializar impresiones fotográficas de edición limitada). Los nuevos propietarios argumentan que la iniciativa implica una cierta continuidad con respecto al proyecto original, ya que su primer director, Bernard Gheerbrant, convirtió a La Hune en una de las primeras librerías que expuso fotografía.
Ahora bien, hay fotografía y fotografía, y para distinguirlas nos remitimos a las teorías del pensador checo-brasileño Vilém Flusser, y al brillante resumen que hace Claudia Kozak en su prólogo a la edición argentina de El universo de las imágenes técnicas[1], publicado recientemente en español por La Caja Negra (Buenos Aires). Flusser dedicó parte de su vida a vaticinar con una lucidez asombrosa los efectos del cambio de paradigma cultural en occidente, que, a grossísimo modo, pasaría de basarse en el texto a basarse en un nuevo tipo de imagen «cerodimensional». Estas imágenes se diferencian de las anteriores porque son producidas por aparatos codificadores y, por lo tanto, tienden a ser menos informativas (en el sentido que explicaremos a continuación), a pesar de que, paradójicamente, están compuestas íntegramente por información.
Flusser coge prestados conceptos de la termodinámica y la lingüística para explicar por qué las imágenes técnicas son cada vez menos informativas o, en otras palabras, cada vez más frías. En resumen, según Flusser, la información es organización, que es calor, es decir, vida. Para explicar esta idea, Flusser se refiere a la entropía: la tendencia del Universo hacia la muerte, es decir, hacia la distribución homogénea de sus partículas. Recordemos que, en lo que a las partículas se refiere, el calor es sinónimo de movimiento y viceversa. En el prólogo de Kozak se hace hincapié en que las situaciones improbables generan información. Los signos lingüísticos que se producen de forma inesperada son, por lo tanto, siempre más informativos. Por ejemplo, si comienzo un relato describiendo mis rutinas mañaneras, este se considerará aburrido y poco informativo, en la medida en que los rituales mañaneros son altamente predecibles. La entropía es lo contrario de la información, ya que tiende a homogeneizarlo todo y, en el proceso, lo enfría. La información es diferencia, y también la organización heterogénea de esa diferencia. El Universo tiende a la entropía, pero los seres humanos, dice Flusser, «resisten esta tendencia entrópica debido a su alto grado de organización, lo que les permite, precisamente, ser más informativos».
El calor, decía Benjamin en la célebre cita que encabeza este artículo, se está yendo de las cosas; y justo cuando podría parecer que estaban al rojo vivo o que eran más informativas que nunca. La paradoja, como hemos dicho, es que «si bien las imágenes técnicas podrían ser síntesis improbables del universo, y por ello informativas o creadoras, los aparatos productores y transmisores de esas imágenes improbables son altamente probables, ya que (…) están programados para crear sus productos (…) de manera altamente probable y por eso informan menos». Flusser plantea que la (única) solución es «jugar contra el aparato, actuar contra el programa», o «lo que es lo mismo, hacer arte: producir imágenes sintéticas poco probables». La idea de Flusser es que así (sólo así) podremos generar, juntos, una sociedad de jugadores/artistas en lugar de una sociedad cada vez más entrópica y desinformada, productora enajenada de imágenes probables e, insistimos, templadas o más bien tirando a frías.
Dicho esto, queda claro que la vieja La Hune no se parece a la nueva ni en el blanco del papel: no hay nada más probable que esos pesados, lujosos y espectaculares libros de mesa de café repletos de brillantes impresiones; no hay nada más probable que un «C-print» de gran tamaño y acabado impecable. Así, es evidente que el espíritu de vanguardia que caracterizaba a la vieja La Hune no ha sobrevivido en la nueva, y, claro está, su calor tampoco.
¿Pero, qué hay del texto? Es evidente que la temperatura de la La Hune original no la daban las fotos que en ella pudieran exponerse, sino todo un conjunto o ambiente informativo que giraba en torno a la palabra escrita o, mejor dicho, a una colección de discursos siempre en expansión.
Librerías: esos lugares calientes
Sophie Calle no quiso ser la última clienta de La Hune por puro sentimentalismo. Ya hace tiempo que los artistas se han dado cuenta de esta cualidad performática de las librerías y le han sacado partido. La artista brasileña Debora Bolsoni es un buen ejemplo, habiendo tomado de las estanterías y los libros sus estrategias para exponerse a sí mismos; para ser, al mismo tiempo, unidad y estructura, ladrillo y muro, peana y objet d’art. Esto es, la capacidad que los libros tienen de auto-performarse. El pasado febrero se presentó en el SESC Pompeia (São Paulo, Brasil) «Maquina de danzar», resultado de los esfuerzos conjuntos de Thereza Rocha y Maria Alice Poppe: una propuesta en la que los límites entre una exposición de arte contemporáneo, un espectáculo de danza y una performance desaparecen por completo y, no por casualidad, bajo el influjo de la palabra escrita, con instalaciones basadas en textos para sostener y escenificar la propuesta. Por supuesto, nada de esto es nuevo; los libros han sido utilizados en infinidad de ocasiones en diferentes contextos escenográficos.
Las librerías se relacionan con los cuerpos de forma muy evidente. Sus pasillos, estanterías e incluso los propios libros son intensamente antropomórficos. Pero creemos que hay algo más: hay calor. De alguna manera, tendemos a relacionar los lugares donde hay libros con el calor. Hasta el punto de que, en algunas ocasiones, las librerías o las bibliotecas se convierten en lugares ideales para fugaces encuentros eróticos. Una referencia inevitable: «el amante» de la película de Peter Greenaway «El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante» (1989), que es dueño de una librería en la que se suceden los encuentros amorosos con «la mujer» del título. Para ser justos, no solo la librería, sino que también el restaurante juega un papel fundamental en este mismo sentido; volveremos sobre este tema más adelante.
Uno de los primeros epígrafes del libro de Jorge Carrión Librerías (Anagrama, 2013) proviene de Los poderes del lector, de Carlos Pascual: «Una librería no es más que una idea en el tiempo». Parece que Carrión, a lo largo del su libro, intenta ser fiel a esta idea; habla con un cariz casi borgiano «sobre el mundo como librería y la librería como mundo», sobre la librería como un lugar en el que se reúnen imaginarios colectivos que sobrepasan las paredes de los edificios que las contienen y permean las sociedades más o menos letradas. Como dice el propio autor en una entrevista: «Lo que intento es analizar las mutaciones de la idea de librería en la historia». Siguiendo este hilo, cabe preguntarse: ¿Qué lugar ocupan las librerías en la cultura actual? La librería como imaginario se ha transformado en parte en un mito cultural, en un monumento urbanita completamente distinto —en especial por sus funciones y actores— a las bibliotecas o museos. Lugares que toman el pulso a expresiones casi intangibles como la memoria, el olvido o el ánimo de una población.
Por otro lado, es sumamente interesante la relevancia que Carrión otorga a la librería como espacio físico. Lugar en el que se reúnen las más variopintas «multitudes» —por lo menos a lo largo de los años— para acabar compartiendo, casi sin darse cuenta de ello, cierto sentido de comunidad que los anaqueles llenos de libros permiten. Algunos se acercarán hasta allí para buscar un regalo; otros en su particular cruzada en busca de un libro para una tesis; o siguiendo la recomendación de ese gran lector que todos los que aman los libros tienen por amigo. También los hay que van en busca de respuestas. Carrión señala que es en las librerías en donde la literatura se vuelve más física y, debido a ello, manipulable, palpable en las pastas y el papel que representan la encarnación de autores que nunca veremos y cuyas motivaciones más íntimas siempre nos serán veladas.
Las librerías son, sin duda, un lugar de encuentro de personas, ideas, tradiciones, cánones, pero sobre todo y por encima de cualquier cosa, libros y cuerpos. Carrión habla de las librerías como «el espacio donde, barrio a barrio, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, se decide a qué lecturas va a tener acceso la gente, cuáles se van a difundir y por tanto van a tener la posibilidad de ser absorbidas, desechadas, recicladas, copiadas, plagiadas, parodiadas, admiradas, adaptadas, traducidas. En ellas se decide gran parte de la posibilidad de que influyan». Y ése, seguramente, es el destino final de un libro, su influencia encarnada en un sinfín de posibilidades… y cuerpos. Si la librería, como anotábamos antes, puede bien ser una mera abstracción, es mucho más seguro que se trate de «una red inabarcable de objetos, de cuerpos, de materiales, de espacios».
Un sentido artículo firmado por Adam Gopnik y publicado en el New Yorker nos permite un análisis certero del fenómeno que contribuye al devenir de librerías en tiendas de moda y, después, como parte del mismo proceso, en centros neurálgicos de producción de imágenes «cerodimensionales». Sobre esta librería en concreto, y en relación con su cierre, dice Gopnik:
«La calidad que [La Hune] ofrecía, muy distinta de la de una librería inglesa o americana, tenía que ver con una gran seriedad de propósito, sin vistosidad pero aun así sorprendentemente bien dispuesta a recibir al lector amateur. La Hune demostraba la extrañamente severa y puritana naturaleza del universo editorial francés, con casi todos los títulos publicados solo en tapa blanda y, hasta hace poco, sin ilustraciones de portada, tan solo el título y el nombre del autor, el familiar color y marca de la casa editorial y, como mucho, una banda oscura alrededor del libro con un subtítulo críptico o una nota explicativa (…). Estos libros parecían inflexibles en su afirmación filosófica de la literalidad; como las grandes estrellas del cine francés del periodo de posguerra, parecían exhalar el humo de sus cigarrillos directamente en tu cara, por decirlo de algún modo, sin suplicar cuartel ni pedir favores (…). Tú estás aquí para seducirnos, entrar en nuestros pensamientos, los libros declaraban; no vamos a saltar a tu paso, agitando los brazos, o nuestras fotos de autor, mano bajo barbilla, en tu cara, para hacerte la corte».
El problema no reside en una supuesta o pretendida superioridad de la palabra sobre la imagen; no estamos insinuando —en la estela de la vertiente más puritana y aburrida del arte conceptual— que la palabra sea superior a la siempre sospechosa imagen. Lo cuestionable es, en resumidas cuentas, este burdo acto de suplantación: lo frío en sustitución de lo caliente. De los libros que arden en tus manos (o que podrían hacerlo al abrirlos), a las fotos impecables y frías como un témpano.
Pero aún hay más: según Gopnik, el cierre de una librería supone una pérdida de las libertades civiles, puesto que librerías, cafés y restaurantes operan con frecuencia como pequeños e improvisados foros ciudadanos que, sometidos a las normas de las sociedades de libre mercado, funcionan sin el beneplácito de las autoridades, sean estas las que sean. La Ilustración —señala Gopnik en la estela de Habermas— se generó en cafés antes de que se enraizase en las universidades. Así pues, el hilo trágico que une el cierre del mítico café Richmond de Buenos Aires (refugio de Borges, convertido hoy en tienda de ropa), o del Café Comercial, en Madrid, con el cierre de la librería La Hune, en París, es la pérdida del discurso: no del discurso oficial, sino exactamente de ese otro que se genera improvisadamente en torno al vino o al café, a un libro o una película. Para darle continuidad a la analogía termodinámica de Flusser, podríamos concluir que todo esto tiene que ver con la extinción de aquellas hogueras que incitaban a contar y escuchar historias. Es en torno a la hoguera donde surgieron los relatos y, por lo tanto, los mitos. Una sociedad es responsable de los mitos que le transmite a las nuevas generaciones, pero ¿qué mitos van a quedar si acabamos con esos espacios calientes?
No cabe duda de que la nueva «la hune» tiene poco o nada que ver con la estimulación del discurso o la producción de una pequeña ágora/hoguera ciudadana sin la cual «la cultura» deja de tener sentido. La cultura será, en todo caso, para currársela un poco (avivarla, soplarla, removerla, echarle más leña, mearse sobre ella…) o no será en absoluto.
Quizás por esto existe una tendencia a que las librerías contemporáneas desempeñen también las funciones del café de toda la vida, y a veces las funciones de restaurante, e incluso las de cine (y cineforum). Todavía hay esperanza, sí: en el barrio de Palermo, Buenos Aires, encontramos maravillosas librerías/cafés/foros como Eterna Cadencia o Libros del Pasaje, e incluso en España se abren locales independientes como El Dinosaurio (en Lavapiés), Casa Pachuco (también en Lavapiés) o Quereles (en Cáceres). No todos estos sitios son librerías, pero sí lugares a los que llevarse un libro, hablar, o mejor platicar a gusto, dejando el pensamiento fluir en torno al discurso, la mesa y el fuego… al hogar: Lugares en los que sentirse vagamente como en casa. El pensamiento no se genera bebiendo lejía de pie en medio de un cubo blanco helado iluminado con halógenos, rodeado por personas con cara de haber sido ensartadas con barras de acero en una galaxia muy lejana, sino sentado cómodamente con una copa de vino en un lugar cálido que sentimos como nuestra propia casa, con gente que podemos llegar a considerar, casi espontáneamente, interlocutores.
En cualquier caso son pocos lugares, escasos y raros, y no siempre los alimentamos, esperando que otros los protejan, que se vuelvan patrimonio, que «se conviertan» en un museo o mausoleo porque «ellos lo valen». Al margen de que se legisle para proteger estas instituciones, cuyo valor a veces transciende lo social para adentrarse en lo histórico, librerías, cafés, restaurantes… están sometidos a las imponderables leyes del consumo: nadie va a declararlas patrimonio de la humanidad. Así que desde São Paulo, la hostil ciudad en la que estos lugares calientes brillan por su ausencia, recomendamos lo mismo que los anuncios de bebidas alcohólicas: CONSUMIR CON RESPONSABILIDAD.
[1] Este libro de Flusser forma parte de una trilogía compuesta por: Hacia una filosofía de la fotografía (conocido como Filosofia da caixa preta), El universo de las imágenes técnicas (o Elogio de la superficialidad) y, finalmente, La escritura.
En la portada, un hombre accede a la terraza de la librería Atlantis de Oia (Santorini), en una foto de Robert Patton.
De arriba abajo, Nora Mitrani con Marcelino Vespeira y Alexandre O'Neill, fotografiados por Fernando Lemos; testigos del cierre de La Hune el 14 de junio de 2015 en París; interior de la librería Armchair de Edimburgo; interior de una librería en Calcuta, en una foto de Andrea Kirkby.
¿Una imagen vale más que mil palabras?
«El calor se está yendo de las cosas.
Los objetos de uso cotidiano rechazan al hombre, suave pero tenazmente. Y al final éste se ve obligado a realizar día a día una labor descomunal para vencer las resistencias secretas —no sólo las manifiestas— que le oponen esos objetos, cuya frialdad tiene él que compensar con su propio calor para no helarse al tocarlos.»
Walter Benjamin
En junio del 2015 cerró definitivamente La Hune, una legendaria librería parisina, toda una leyenda en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, «colonizado» por el lujo cosmopolita y las tiendas de los más célebres modistos italianos. Tras un largo proceso de crisis, Gallimard, el primer editor de Francia y propietario de la librería desde 2012, decidió cerrar definitivamente un local que encarnó, durante más de medio siglo, una cierta imagen literaria y cultural de París, del Barrio Latino y de Saint-Germain. «La librería acumulaba demasiados hándicaps», argumentaba su responsable, Olivier Place, director de las Librerías Flammarion a las que pertenecía La Hune. Según sus propietarios, el volumen de negocio habría bajado un 35% desde 2009, lo que explicaría el triste y abrupto final.
Originalmente, La Hune fue fundada en 1944 por cuatro amigos, Bernard Gheerbrant, Pierre Roustang, Jacqueline Lemunier y Nora Mitrani, que comenzaron por instalarse en el número 12 de la calle Monsieur-le-Prince, a dos pasos del hotel donde vivieron una temporada los hermanos Manuel y Antonio Machado. Más tarde, La Hune se trasladó a la dirección donde se convertiría en todo un mito, en el número 170 del bulevar Saint-Germain, entre dos célebres cafés, el Flore y el Deux Magots, justo en frente del restaurante Lipp: Tres leyendas parisinas. La Hune convirtió esa dirección en un lugar de peregrinación durante varias décadas, frecuentada por personajes como André Breton, Sonia Delaunay, Marguerite Duras, Pablo Picasso, Alberto Giacometti, Antonin Artaud, Max Ernst... La Hune, abierta todos los días de la semana hasta la medianoche, permaneció allí hasta 2011, cuando fue desalojada por una sucursal de Louis Vuitton. Pasó entonces a ocupar un edificio de dos plantas situado a escasos metros, pegado a la iglesia de Saint-Germain, en la plaza Beauvoir-Sartre, llamada así en honor a dos de sus más insignes vecinos, que también fueron asiduos de La Hune.
La Hune apenas ha podido sobrevivir tres años en su última dirección. El telón se bajó por última vez el 14 de junio de 2015, entre aplausos y silbidos. En los escaparates, los libros daban la espalda al paseante en señal de protesta. Como en un velatorio, decenas de fieles lectores hicieron piña frente a la librería para presenciar cómo la persiana metálica caía por última vez. Los empleados habían colgado pequeños carteles en la fachada con las muestras de apoyo de algunos de sus clientes más célebres, como el filósofo Bernard-Henri Lévy, el periodista Adam Gopnik —ex-corresponsal en París de The New Yorker, en cuyas páginas dedicó un emotivo texto a La Hune— o el escritor Frédéric Beigbeder, que vive en la acera de enfrente: «Estoy de luto. Si incluso Gallimard cierra librerías, ¿quién las va a abrir?», decía su mensaje. En el interior, la artista Sophie Calle hacía cola para adquirir sus últimos volúmenes. Quiso ser la última clienta en pasar por caja. Con el certificado de defunción ya firmado, Miguel Dupont, librero de La Hune desde hace 25 años, salió a dar las gracias a los asistentes con lágrimas en los ojos.
Cuando la imagen (banal) sustituye a la letra impresa
El pasado mes de noviembre de 2015 reabría sus puertas La Hune convertida en galería de fotos y en la sede de la editorial teNues, especializada en fotografía. La exposición inaugural fue de Elliott Erwitt. Siendo una de las compañías líderes del mundo editorial en lo referente a fotografía, diseño y «estilo de vida sobre papel» (¿!), esta nueva tienda aprovecha la estela de uno de los lugares más simbólicos del mundo del arte de vanguardia.
El nuevo espacio se divide en dos plantas: la de pie de calle está dedicada a los libros de la editorial teNeues (conocida por sus grandes formatos, que le que han dado fama internacional a la editorial fundada por Heinz teNeues en Krefeld, Alemania), mientras que la primera planta alberga las exposiciones. Además, en la nueva La Hune podremos encontrar las fotografías de YellowKorner (empresa conocida por comercializar impresiones fotográficas de edición limitada). Los nuevos propietarios argumentan que la iniciativa implica una cierta continuidad con respecto al proyecto original, ya que su primer director, Bernard Gheerbrant, convirtió a La Hune en una de las primeras librerías que expuso fotografía.
Ahora bien, hay fotografía y fotografía, y para distinguirlas nos remitimos a las teorías del pensador checo-brasileño Vilém Flusser, y al brillante resumen que hace Claudia Kozak en su prólogo a la edición argentina de El universo de las imágenes técnicas[1], publicado recientemente en español por La Caja Negra (Buenos Aires). Flusser dedicó parte de su vida a vaticinar con una lucidez asombrosa los efectos del cambio de paradigma cultural en occidente, que, a grossísimo modo, pasaría de basarse en el texto a basarse en un nuevo tipo de imagen «cerodimensional». Estas imágenes se diferencian de las anteriores porque son producidas por aparatos codificadores y, por lo tanto, tienden a ser menos informativas (en el sentido que explicaremos a continuación), a pesar de que, paradójicamente, están compuestas íntegramente por información.
Flusser coge prestados conceptos de la termodinámica y la lingüística para explicar por qué las imágenes técnicas son cada vez menos informativas o, en otras palabras, cada vez más frías. En resumen, según Flusser, la información es organización, que es calor, es decir, vida. Para explicar esta idea, Flusser se refiere a la entropía: la tendencia del Universo hacia la muerte, es decir, hacia la distribución homogénea de sus partículas. Recordemos que, en lo que a las partículas se refiere, el calor es sinónimo de movimiento y viceversa. En el prólogo de Kozak se hace hincapié en que las situaciones improbables generan información. Los signos lingüísticos que se producen de forma inesperada son, por lo tanto, siempre más informativos. Por ejemplo, si comienzo un relato describiendo mis rutinas mañaneras, este se considerará aburrido y poco informativo, en la medida en que los rituales mañaneros son altamente predecibles. La entropía es lo contrario de la información, ya que tiende a homogeneizarlo todo y, en el proceso, lo enfría. La información es diferencia, y también la organización heterogénea de esa diferencia. El Universo tiende a la entropía, pero los seres humanos, dice Flusser, «resisten esta tendencia entrópica debido a su alto grado de organización, lo que les permite, precisamente, ser más informativos».
El calor, decía Benjamin en la célebre cita que encabeza este artículo, se está yendo de las cosas; y justo cuando podría parecer que estaban al rojo vivo o que eran más informativas que nunca. La paradoja, como hemos dicho, es que «si bien las imágenes técnicas podrían ser síntesis improbables del universo, y por ello informativas o creadoras, los aparatos productores y transmisores de esas imágenes improbables son altamente probables, ya que (…) están programados para crear sus productos (…) de manera altamente probable y por eso informan menos». Flusser plantea que la (única) solución es «jugar contra el aparato, actuar contra el programa», o «lo que es lo mismo, hacer arte: producir imágenes sintéticas poco probables». La idea de Flusser es que así (sólo así) podremos generar, juntos, una sociedad de jugadores/artistas en lugar de una sociedad cada vez más entrópica y desinformada, productora enajenada de imágenes probables e, insistimos, templadas o más bien tirando a frías.
Dicho esto, queda claro que la vieja La Hune no se parece a la nueva ni en el blanco del papel: no hay nada más probable que esos pesados, lujosos y espectaculares libros de mesa de café repletos de brillantes impresiones; no hay nada más probable que un «C-print» de gran tamaño y acabado impecable. Así, es evidente que el espíritu de vanguardia que caracterizaba a la vieja La Hune no ha sobrevivido en la nueva, y, claro está, su calor tampoco.
¿Pero, qué hay del texto? Es evidente que la temperatura de la La Hune original no la daban las fotos que en ella pudieran exponerse, sino todo un conjunto o ambiente informativo que giraba en torno a la palabra escrita o, mejor dicho, a una colección de discursos siempre en expansión.
Librerías: esos lugares calientes
Sophie Calle no quiso ser la última clienta de La Hune por puro sentimentalismo. Ya hace tiempo que los artistas se han dado cuenta de esta cualidad performática de las librerías y le han sacado partido. La artista brasileña Debora Bolsoni es un buen ejemplo, habiendo tomado de las estanterías y los libros sus estrategias para exponerse a sí mismos; para ser, al mismo tiempo, unidad y estructura, ladrillo y muro, peana y objet d’art. Esto es, la capacidad que los libros tienen de auto-performarse. El pasado febrero se presentó en el SESC Pompeia (São Paulo, Brasil) «Maquina de danzar», resultado de los esfuerzos conjuntos de Thereza Rocha y Maria Alice Poppe: una propuesta en la que los límites entre una exposición de arte contemporáneo, un espectáculo de danza y una performance desaparecen por completo y, no por casualidad, bajo el influjo de la palabra escrita, con instalaciones basadas en textos para sostener y escenificar la propuesta. Por supuesto, nada de esto es nuevo; los libros han sido utilizados en infinidad de ocasiones en diferentes contextos escenográficos.
Las librerías se relacionan con los cuerpos de forma muy evidente. Sus pasillos, estanterías e incluso los propios libros son intensamente antropomórficos. Pero creemos que hay algo más: hay calor. De alguna manera, tendemos a relacionar los lugares donde hay libros con el calor. Hasta el punto de que, en algunas ocasiones, las librerías o las bibliotecas se convierten en lugares ideales para fugaces encuentros eróticos. Una referencia inevitable: «el amante» de la película de Peter Greenaway «El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante» (1989), que es dueño de una librería en la que se suceden los encuentros amorosos con «la mujer» del título. Para ser justos, no solo la librería, sino que también el restaurante juega un papel fundamental en este mismo sentido; volveremos sobre este tema más adelante.
Uno de los primeros epígrafes del libro de Jorge Carrión Librerías (Anagrama, 2013) proviene de Los poderes del lector, de Carlos Pascual: «Una librería no es más que una idea en el tiempo». Parece que Carrión, a lo largo del su libro, intenta ser fiel a esta idea; habla con un cariz casi borgiano «sobre el mundo como librería y la librería como mundo», sobre la librería como un lugar en el que se reúnen imaginarios colectivos que sobrepasan las paredes de los edificios que las contienen y permean las sociedades más o menos letradas. Como dice el propio autor en una entrevista: «Lo que intento es analizar las mutaciones de la idea de librería en la historia». Siguiendo este hilo, cabe preguntarse: ¿Qué lugar ocupan las librerías en la cultura actual? La librería como imaginario se ha transformado en parte en un mito cultural, en un monumento urbanita completamente distinto —en especial por sus funciones y actores— a las bibliotecas o museos. Lugares que toman el pulso a expresiones casi intangibles como la memoria, el olvido o el ánimo de una población.
Por otro lado, es sumamente interesante la relevancia que Carrión otorga a la librería como espacio físico. Lugar en el que se reúnen las más variopintas «multitudes» —por lo menos a lo largo de los años— para acabar compartiendo, casi sin darse cuenta de ello, cierto sentido de comunidad que los anaqueles llenos de libros permiten. Algunos se acercarán hasta allí para buscar un regalo; otros en su particular cruzada en busca de un libro para una tesis; o siguiendo la recomendación de ese gran lector que todos los que aman los libros tienen por amigo. También los hay que van en busca de respuestas. Carrión señala que es en las librerías en donde la literatura se vuelve más física y, debido a ello, manipulable, palpable en las pastas y el papel que representan la encarnación de autores que nunca veremos y cuyas motivaciones más íntimas siempre nos serán veladas.
Las librerías son, sin duda, un lugar de encuentro de personas, ideas, tradiciones, cánones, pero sobre todo y por encima de cualquier cosa, libros y cuerpos. Carrión habla de las librerías como «el espacio donde, barrio a barrio, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, se decide a qué lecturas va a tener acceso la gente, cuáles se van a difundir y por tanto van a tener la posibilidad de ser absorbidas, desechadas, recicladas, copiadas, plagiadas, parodiadas, admiradas, adaptadas, traducidas. En ellas se decide gran parte de la posibilidad de que influyan». Y ése, seguramente, es el destino final de un libro, su influencia encarnada en un sinfín de posibilidades… y cuerpos. Si la librería, como anotábamos antes, puede bien ser una mera abstracción, es mucho más seguro que se trate de «una red inabarcable de objetos, de cuerpos, de materiales, de espacios».
Un sentido artículo firmado por Adam Gopnik y publicado en el New Yorker nos permite un análisis certero del fenómeno que contribuye al devenir de librerías en tiendas de moda y, después, como parte del mismo proceso, en centros neurálgicos de producción de imágenes «cerodimensionales». Sobre esta librería en concreto, y en relación con su cierre, dice Gopnik:
«La calidad que [La Hune] ofrecía, muy distinta de la de una librería inglesa o americana, tenía que ver con una gran seriedad de propósito, sin vistosidad pero aun así sorprendentemente bien dispuesta a recibir al lector amateur. La Hune demostraba la extrañamente severa y puritana naturaleza del universo editorial francés, con casi todos los títulos publicados solo en tapa blanda y, hasta hace poco, sin ilustraciones de portada, tan solo el título y el nombre del autor, el familiar color y marca de la casa editorial y, como mucho, una banda oscura alrededor del libro con un subtítulo críptico o una nota explicativa (…). Estos libros parecían inflexibles en su afirmación filosófica de la literalidad; como las grandes estrellas del cine francés del periodo de posguerra, parecían exhalar el humo de sus cigarrillos directamente en tu cara, por decirlo de algún modo, sin suplicar cuartel ni pedir favores (…). Tú estás aquí para seducirnos, entrar en nuestros pensamientos, los libros declaraban; no vamos a saltar a tu paso, agitando los brazos, o nuestras fotos de autor, mano bajo barbilla, en tu cara, para hacerte la corte».
El problema no reside en una supuesta o pretendida superioridad de la palabra sobre la imagen; no estamos insinuando —en la estela de la vertiente más puritana y aburrida del arte conceptual— que la palabra sea superior a la siempre sospechosa imagen. Lo cuestionable es, en resumidas cuentas, este burdo acto de suplantación: lo frío en sustitución de lo caliente. De los libros que arden en tus manos (o que podrían hacerlo al abrirlos), a las fotos impecables y frías como un témpano.
Pero aún hay más: según Gopnik, el cierre de una librería supone una pérdida de las libertades civiles, puesto que librerías, cafés y restaurantes operan con frecuencia como pequeños e improvisados foros ciudadanos que, sometidos a las normas de las sociedades de libre mercado, funcionan sin el beneplácito de las autoridades, sean estas las que sean. La Ilustración —señala Gopnik en la estela de Habermas— se generó en cafés antes de que se enraizase en las universidades. Así pues, el hilo trágico que une el cierre del mítico café Richmond de Buenos Aires (refugio de Borges, convertido hoy en tienda de ropa), o del Café Comercial, en Madrid, con el cierre de la librería La Hune, en París, es la pérdida del discurso: no del discurso oficial, sino exactamente de ese otro que se genera improvisadamente en torno al vino o al café, a un libro o una película. Para darle continuidad a la analogía termodinámica de Flusser, podríamos concluir que todo esto tiene que ver con la extinción de aquellas hogueras que incitaban a contar y escuchar historias. Es en torno a la hoguera donde surgieron los relatos y, por lo tanto, los mitos. Una sociedad es responsable de los mitos que le transmite a las nuevas generaciones, pero ¿qué mitos van a quedar si acabamos con esos espacios calientes?
No cabe duda de que la nueva «la hune» tiene poco o nada que ver con la estimulación del discurso o la producción de una pequeña ágora/hoguera ciudadana sin la cual «la cultura» deja de tener sentido. La cultura será, en todo caso, para currársela un poco (avivarla, soplarla, removerla, echarle más leña, mearse sobre ella…) o no será en absoluto.
Quizás por esto existe una tendencia a que las librerías contemporáneas desempeñen también las funciones del café de toda la vida, y a veces las funciones de restaurante, e incluso las de cine (y cineforum). Todavía hay esperanza, sí: en el barrio de Palermo, Buenos Aires, encontramos maravillosas librerías/cafés/foros como Eterna Cadencia o Libros del Pasaje, e incluso en España se abren locales independientes como El Dinosaurio (en Lavapiés), Casa Pachuco (también en Lavapiés) o Quereles (en Cáceres). No todos estos sitios son librerías, pero sí lugares a los que llevarse un libro, hablar, o mejor platicar a gusto, dejando el pensamiento fluir en torno al discurso, la mesa y el fuego… al hogar: Lugares en los que sentirse vagamente como en casa. El pensamiento no se genera bebiendo lejía de pie en medio de un cubo blanco helado iluminado con halógenos, rodeado por personas con cara de haber sido ensartadas con barras de acero en una galaxia muy lejana, sino sentado cómodamente con una copa de vino en un lugar cálido que sentimos como nuestra propia casa, con gente que podemos llegar a considerar, casi espontáneamente, interlocutores.
En cualquier caso son pocos lugares, escasos y raros, y no siempre los alimentamos, esperando que otros los protejan, que se vuelvan patrimonio, que «se conviertan» en un museo o mausoleo porque «ellos lo valen». Al margen de que se legisle para proteger estas instituciones, cuyo valor a veces transciende lo social para adentrarse en lo histórico, librerías, cafés, restaurantes… están sometidos a las imponderables leyes del consumo: nadie va a declararlas patrimonio de la humanidad. Así que desde São Paulo, la hostil ciudad en la que estos lugares calientes brillan por su ausencia, recomendamos lo mismo que los anuncios de bebidas alcohólicas: CONSUMIR CON RESPONSABILIDAD.
[1] Este libro de Flusser forma parte de una trilogía compuesta por: Hacia una filosofía de la fotografía (conocido como Filosofia da caixa preta), El universo de las imágenes técnicas (o Elogio de la superficialidad) y, finalmente, La escritura.
En la portada, un hombre accede a la terraza de la librería Atlantis de Oia (Santorini), en una foto de Robert Patton.
De arriba abajo, Nora Mitrani con Marcelino Vespeira y Alexandre O'Neill, fotografiados por Fernando Lemos; testigos del cierre de La Hune el 14 de junio de 2015 en París; interior de la librería Armchair de Edimburgo; interior de una librería en Calcuta, en una foto de Andrea Kirkby.