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El ojo extranjero

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“El extranjero está en nosotros.”
Julia Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos

“He de insistir, sin ánimo de molestar a nadie, sobre el hecho de que sea precisamente lo nuestro aquello que se nos aparece como más misterioso e incomprensible.”
Antonio Machado, Juan de Mairena

En su texto sobre lo extranjero y la extranjería, Julia Kristeva señala que con el advenimiento de la noción freudiana del inconsciente se produce un reconocimiento de nuestro “extranjero interior”. Lo extranjero no es ni una raza ni una nación y, sin embargo, determina cómo nos relacionamos con otras culturas y otras formas de ver, en la medida en que somos capaces de relacionarnos también con ese extraño que habita en nuestro interior, reconocerle y convivir con él. Porque, “¿cómo podríamos tolerar a un extranjero si no nos supiésemos extranjeros para nosotros mismos?”, se pregunta Kristeva.

Freud, judío errante de clase alta, no habla de extranjería en su trabajo sobre lo siniestro (Das Unheimliche, 1919) y, sin embargo, dice Kristeva, esta condición es indispensable para comprender la célebre cuestión de aquello que siendo familiar se nos vuelve extraño: lo extranjero y lo sobrenatural. Pero vayamos por partes.

De fuera a dentro: es a partir del otro “que me reconcilio con mi propia alteridad, que juego y vivo con ella”, dice Kristeva. Relacionándome con lo extranjero acabo por aceptar a mi propio extranjero interior. Pero Freud nota que el ego arcaico, de naturaleza narcisista, proyecta para fuera lo que siente en sí mismo como amenazante, peligroso o desagradable. Cuando se ve incapaz de contener “al demonio” que lleva dentro, lo expulsa. Así es como tanto la muerte como lo femenino se convierten en pretextos perfectos de lo sobrenatural-demoníaco.

Por eso también hay un recorrido que se hace de dentro afuera: lo sobrenatural no es una circunstancia ajena que viene impuesta desde fuera. Lo sobrenatural, en fin, como algo que nace en el entorno familiar y desde allí es proyectado sobre el otro. La capacidad de relacionarnos con el misterio derivaría de nuestra habilidad para relacionarnos con nuestra propia sombra. Un poco a la manera de los odradeks, golems, bucarestis y otros tipos de criaturas que acompañan a los “shandys” de Vila-Matas en sus recorridos nómadas, como parte de lo que el autor denomina “tensa convivencia con el doble”[1].

Todo el texto de Kristeva es una invitación a descubrir, delineando una genealogía de lo extranjero en Occidente, al extranjero que hay en nosotros. El fallo, como dice Felix Guattari en el manifiesto micropolítico que escribió junto a Suely Rolnik (Micropolítica. Cartografias del deseo, 2005), es que la historia del psicoanálisis es también un movimiento hacia la normativización de este “extranjero”. Es decir, que lo que comienza siendo un continente fascinante a ser explorado (el inconsciente: lo extranjero que vive en nosotros) poco a poco va convirtiéndose en un terreno que debe ser conquistado e integrado dentro de un marco social específico. La terapia, por tanto, pasa de ser una aventura interpretativa de un mundo rico y altamente diferenciado (un universo lleno de sentido, de recorridos fantasmáticos) a una forma de controlar y doblegar, sin gusto, todos los elementos de “nonsense” con los que nos vemos obligados a lidiar a regañadientes. El “progreso”, entonces, implica el paso por una serie de fases biológicas (oral, anal, fálica…) que culmina en la integración social del individuo.

¿Qué tal trazar aquí un paralelismo entre esta historia de la colonización del inconsciente y la integración aplanadora, homogeneizante, de lo culturalmente ajeno? En fin, para que se entienda mejor: ¿de qué sirve aceptar lo extranjero si es a cambio de que su otredad sea anulada e integrada en un modelo social establecido? Dice Régis Debray, que “la cultura es un lugar natural de confrontación, pues es una forja de identidades y supone un mínimo de disensión”. Por lo tanto, “la civilización implica la coexistencia de culturas de la máxima diversidad y vive justamente de esa coexistencia”[2].

Es decir, que, como dice Belting, sólo la diversidad podría preservarnos de malentendidos. Para acoger extranjeros, también hay que acoger “lo extranjero”. Esto, para que quede claro, NO significa que todos tengamos que convertirnos en indios guaraníes de la noche a la mañana, una presunción absurda que además supone una falta de respeto: uno nunca puede convertirse en el otro y suplantarlo. Significa más bien descolonizar el conocimiento, lo que, en un mundo tan oculo-céntrico como el nuestro, bien podría comenzar por descolonizar la mirada, tanto la interior como la exterior, llegando incluso a hacerlas colapsar.

 

PERSPECTIVA INVERSA Y ANTROPOFAGIA ANVERSA: SOBRE LA DIFERENCIA ENTRE LO CÓNCAVO Y LO CONVEXO

“Prefiro ser essa metamorfose ambulante
Eu prefiro ser essa metamorfose ambulante
Do que ter aquela velha opinião formada sobre tudo.

Eu quero dizer agora o oposto do que eu disse antes
Eu prefiro ser essa metamorfose ambulante
Do que ter aquela velha opinião formada sobre tudo.”
Ney Matogrosso, Metamorfose Ambulante

La Antropofagia es el buque insignia de la cultura brasileña. Sin ánimo de ser reduccionista, pero aprovechando la visión totalmente sesgada que nos proporciona el hecho de estar viviendo aquí, y con el pretexto muy laxo de la antropología comparada, ahí va una hipótesis: a los españoles se nos viene indigestando “lo otro”, no sabemos bien desde cuándo. “Lo otro” en general, propio y ajeno. No siempre fue así, por supuesto, pero pongamos que a partir de nuestras majestades los RRCC se nos fue yendo al carajo el paladar y perdimos el gusto por la carne ajena, que sustituimos con mucho énfasis cristiano por la de cerdo.

Poniendo las cosas un poco en contexto, la Antropofagia cultural brasileña surge de un caldo de cultivo formado por unos pocos siglos de inmigrantes que, escarmentados de las circunstancias de las que huían en sus propios países, abrazaron una “brasileidad” recién inventada. ¿En qué se basaba esta nueva condición nacional? Tal vez en la migración de todas sus partes. Es decir, en un enorme popurrí salvaje o selvático. Aunque se pueda objetar que también hay lugares en España donde se producen todo tipo de combinaciones bizarras que desafían cualquier moral maniquea (¿los hay?), el caldero antropófago supone para nosotros algo nunca visto, acostumbrados como estamos a las enseñanzas de Procusto, personaje empeñado en que cualquier viajero que pasara por allí se ajustase al tamaño de la cama que él les ofrecía. Una hospitalidad o alianza envenenada como poco: quédate en mi casa, pero atente a las consecuencias, porque las piernas -las tuyas, las mías o las del de más allá- medirán en mi casa lo que yo te diga.

“La invención que llamamos perspectiva supuso una revolución en la historia de la mirada. (…) La imagen en perspectiva representaba por vez primera la mirada que un espectador echa al mundo, y transformó el mundo en una mirada al mundo[3]. La perspectiva lineal objetiva y unifica. Se nos ha vendido la moto de que la perspectiva fue un descubrimiento, dice Belting… aunque, en realidad, es una invención. Una invención que, además, reserva un lugar muy específico para la mirada. ¿“Usted está aquí”? Digamos mejor “Su mirada está aquí… y aquí va a seguir”. La imagen perspectiva reserva un lugar concreto para nosotros. Y aunque es cierto que, como el propio Belting reconoce, la perspectiva lineal renacentista perdió su base científica ya en el siglo XVII, sus prejuicios han sobrevivido a la teoría. En definitiva, ha sobrevivido la impresión engañosa de que se puede objetivar la mirada en un sistema visual y perceptivo legítimo y, por lo tanto, con autoridad moral sobre otros sistemas visuales y perceptivos menos “científicos”.

Ahora bien, hay vida fuera del cono de visión. Vida de todo tipo, que por supuesto nosotros desconocemos, desconociendo incluso la brasileña, en la que en teoría llevamos inmersos cinco años. Cinco años de los que, claro, hemos pasado, como ya lo hacíamos en Madrid, mucho tiempo frente a las pantallas de nuestros ordenadores. Y cinco años en los que a final de cuentas hemos estado básicamente en São Paulo, que sería “lo más parecido” a su hábitat que un europeo citadino podría encontrar aquí en Brasil.

No es que fuera del cono esté “el todo” o incluso “la nada”. No es que hayamos visto a través del velo de Maya, no es que viajar suponga una fórmula infalible para re-figurar la perspectiva de uno. Sin duda es cierto que el extranjero está en nosotros, y que, como dice Kristeva, es muy posible que el que se vuelve extranjero, “voluntariamente”, fuera de sus fronteras nacionales, ya lo fuese antes de nada dentro de las mismas. Quizás una buena figura perspectiva para hablar de la/nuestra extranjería sea la conocida como “perspectiva invertida”: una perspectiva sin pretensiones de profundidad que se define porque el punto de fuga (literalmente lo que ha sido Brasil para nosotros) queda entre el cono óptico y el objeto, es decir, que no se sitúa atrás del cuadro, sino adelante, en nosotros. Los objetos por tanto no se sitúan en relación a la distancia a la que se encuentran. Este sistema nos parece algo más sincero que la perspectiva lineal, que pretende dárselas de verdad-visión objetiva.

MITOLOGÍAS IDENTITARIAS Y OTROS VIAJES 

“De la ‘plegaria’ o de la ‘comunicación’ no queda sino su negatividad, el puro movimiento de abandonar un sistema de lugares por un ‘no sé qué’, el gesto solitario de salir.”
Michel de Certeau, La fábula mística

Todos hemos oído ese tópico repetido mil veces que dice: “El nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando”. En un primer momento, este axioma nos puede parecer acertado, sin embargo, no basta con viajar para quedar vacunado contra los nacionalismos, puesto que viajar se puede hacer de muchas maneras diferentes; las promesas del turismo idiota, por ejemplo, nos van a intentar vender una experiencia de transformación vital que siempre resulta esencialmente falsa. Señalan Deleuze y Guattari que Samuel Beckett niega que existan los viajes por puro placer. Ellos escriben: “Sobre todos los viajes pesa la frase inolvidable de Beckett: Que yo sepa, no viajamos por el placer de viajar; somos imbéciles, pero no hasta ese punto”. (Mil mesetas, Pre-textos, 1988).

La última obra de Beckett es un poema escrito originalmente en francés: Comment dire, (“Cómo decir”). Se trata de un Beckett ya octogenario en la pequeña habitación de un asilo, donde pasó sus últimos días hasta morir en 1989. La mirada del autor en este poema se vincula con una de las vertientes que se despliegan de la otredad, como un modo de acercamiento a lo extraño, o como una forma de cuestionar la familiaridad acrítica con la que nos movemos habitualmente y el concepto mismo de identidad. La escritura de Beckett redescubre el lenguaje y, en el proceso, lo rescata del ruido, la imposición y la charlatanería comunicacional. De ahí que en muchos casos, la literatura y el ensayo filosófico proyecten la experiencia de la extrañeza, ese “espacio de lo extraño”, que diría Maurice Blanchot, como un campo de fuerza, donde el ser aparece desapareciendo, donde el ser se afirma sustrayéndose. Presencia ausente, podríamos decir, en un diálogo infinito e inconcluso que no tiende a la unidad o a la apropiación, sino a la distancia como una constante expulsión de lo propio para regresar desde lo extraño y extranjero (de la misma forma que la perspectiva invertida le propone ese viaje a la mirada). Para habitar, en definitiva, en la extrañeza del sí mismo. En fin, una autentica experiencia dialéctica, diálogo inconcluso y balbuciente con el extranjero interior.

En el libro de Marcel Detienne Cómo ser autóctono en todas partes (México, Fondo de Cultura Económica, 2005) nos encontramos con una idea sugerente a la hora de guiarnos en cualquier viaje que no sea de placer: muy lejos de cualquier estrategia de evasión, se trata de la búsqueda de “cómo desnacionalizar las historias nacionales”, o, dicho de otro modo, se trata de cómo llegar a ser y a sentirse, orgullosamente, foráneo en todas partes. ¿Cómo habitar esta incomodidad?

A veces es preciso cambiar de terreno y de lengua para salir del epigonismo más o menos acomodado al que en muchas ocasiones nos vemos abocados: se hace necesario entonces cambiar de lugar, emigrar o exiliarse, traducir a otra lengua, hacer concesiones constantes a otra cultura, introducirse, en definitiva, en medio de la incomodidad existencial de una cultura dispersa y fracturada, vivir en constante tensión con la cultura extranjera: pasar a ser “el otro”, el elemento “exótico” en un ambiente que no es el tuyo. Esto no tiene nada que ver con la experiencia del viaje, sino que está relacionado más bien con la experiencia del exilio, un exilio que bien puede ser interior.

En cualquier caso, para poder desnacionalizar las historias nacionales, no hay más remedio que crear relatos alternativos, o mejor dicho, nuevas mitologías fundacionales. En Brasil, por ejemplo, la modernidad se edificó, paradójicamente, sobre temas oriundos extraídos de las manifestaciones culturales tradicionales, como el arte popular indígena, temáticas concebidas a partir de la estancia de artistas y escritores brasileños fuera de su país: “Si alguna cosa yo traje de mis viajes a Europa entre las dos guerras -declaró Oswald de Andrade, autor del Manifiesto Antropófago (1928)- fue el Brasil mismo”.

Se trata de un viejo tema: arte y exilio. Desde Leonardo a Duchamp, algunos de los más influyentes artistas de la modernidad se tuvieron que exiliar para poder seguir desarrollando su trabajo. ¿Eso quiere decir que tuvieran que ser necesariamente exiliados de sí mismos? Por paradójico que pueda parecernos, esta experiencia del exilio hizo que muchos de estos artistas acabaran forjando una identidad nacional, en ocasiones, a pesar de ellos mismos. Dentro del disco de Enrique Morente Pablo de Málaga (2008) escuchamos la voz del propio Picasso al comienzo del tema que lleva por título “Autorretrato”: “Yo -dice el pintor malagueño desde su exilio en Francia- nunca he olvidado España […] Ya verá usted que si usted se va al extranjero, cada vez se vuelve uno más español”. Cada uno a su modo, Oswald de Andrade y Picasso nos están hablando de lo mismo: sólo se puede forjar una nueva mitología identitaria a partir del extrañamiento respecto a tu propia tradición. Esa visión, esa, digámoslo así, “perspectiva invertida” sólo te la puede dar la experiencia del exilio: interior, exterior, o la yuxtaposición de ambos. La extrañeza frente a la cultura ajena, frente a otro idioma, nos enseña a extrañarnos de nuestro propio sustrato cultural. Se vuelve imposible la mera reducción a una lógica identitataria, identificadora, que nos resguardaría de la “contaminación” de lo Otro.

¿Cuándo se deja de ser inmigrante? Todos vinimos de fuera alguna vez (como dice la geógrafa Doreen Massey, “hasta las rocas migran”[4]), así que todos fuimos inmigrantes y dejamos de serlo quizás solo con el paso de los años o a partir del olvido (más o menos consciente) de nuestros propios orígenes. Sin lugar a dudas, una buena manera de entender el fenómeno de la inmigración actual es tener presente nuestra emigración histórica. Europa ha aportado al mundo, como ya señaló Husserl en 1935, la idea de una humanidad universal, la aspiración a sobrepasar lo propio en un horizonte compartido. Pero también, como si se tratara del reverso siniestro de este ideal propiamente ilustrado, Europa ha exportado al mundo el modelo de una identidad autista, plegada frente a lo considerado como diferente: la frontera, marca física de todo aquello que no se quiere asumir como propio. Cuando una frontera delimita, como lo pretenden hacer actualmente las llamadas fronteras calientes, un espacio que se quiere cerrado y separado de los otros exteriores, entonces, por fuerza, lo que queda en el exterior es sentido como amenaza. Esto es parte del legado de Europa al mundo, legado contradictorio que aún hoy podemos rastrear, más con dolor que con esperanza, por las geografías del planeta.

Este modelo de identidad autista adquiere en ocasiones tintes realmente cómicos cuando te encuentras a miles de kilómetros de tu tierra natal. No sólo es que cambies de punto de vista, sino que ya no hay punto de vista: los problemas identitarios que se esgrimen en el Estado español como arma arrojadiza política se vuelven muchas veces irrisorios.

Caminando hace unos meses por Buenos Aires nos encontramos por casualidad con un edificio realmente llamativo. Nos acercamos para verlo mejor y resultó ser el Casal de Catalunya en Buenos Aires, una especie de embajada cultural catalana en la capital argentina, de aspecto muy grandilocuente y señorial, a la “altura” del Ateneo de Madrid. A los pocos días, estuvimos con unos amigos argentinos en un bar llamado Duncan. Allí nos llamaron la atención dos fotografías de castellets puestas en la pared. Cuando le preguntamos al camarero por la procedencia de aquellas fotos nos dijo: “Sí, las trajo alguien que estuvo viajando por el País Vasco”. Desde fuera las cuestiones identitarias propias de una visión terruñesca del mundo, como decimos, adquieren tintes realmente tragicómicos.

VOLANDO VOY…

La figura del ojo volador surge durante el Renacimiento, más o menos de la mano de la perspectiva y del “descubrimiento” de las Américas. El ojo entonces comienza a sobrevolar el nuevo continente con pretensión, se entiende, de drone avant la lettre. Pero, ¿y si el ojo volaba para salirse del cono y se equivocó? Quería conocer, pero se equivocó el ojo, se equivocó…. Las consecuencias de instaurar este sistema de miradas incorpóreas, cónicas y procustianas a lo largo de la modernidad han sido variadas y lamentables. Pero quizás, queremos pensar, el ojo quería ver otras miradas, y al dejar a su cuerpo atrás se vio poseído por una cierta vocación de ave rapaz omnipresente. Pero teniendo (¿sabiendo que tenemos?) otras alternativas para desplazar nuestra mirada, quizás podríamos plantearnos un posible regreso del ojo al cuerpo y, a partir de ahí, la salida (en cuerpo y ojo) del cono óptico.


[1] VILA-MATAS, Enrique. Historia abreviada de la literatura portátil. Barcelona, Anagrama, 2011. p. 88.

[2] Citado en BELTING, Hans. Florencia y Bagdad. Una historia de la mirada entre Oriente y Occidente. Madrid, Ed. Akal, 2012. p. 11.

[3] Ibidem, p.17.

[4] MASSEY, Doreen. Pelo espaço. Véase el capítulo titulado “El carácter elusivo del lugar: rocas migrantes”. Rio de Janeiro, Bertrand, 2008.

 

 

En portada, diagrama del ojo, de finales del siglo XIV o principios del XV, extraído del documento Sloane 981 conservado en la Biblioteca Británica y contenido en el volumen Liber de oculis, qui vocatur Salaracer id est secreta secretorum.

De arriba abajo, detalle de retrato de Jacques Rigaut por Man Ray (1927); Magna Chaos, alegoría de la creación del universo (1524-1531), con diseño de Lorenzo Lotto  y ejecución de Giovan Franceso Capoferri , en la Basílica de Santa Maria la Mayor de Bérgamo (Italia); reverso del emblema de Leon Battista Alberti El ojo volador, obra de Matteo de' Pasti hacia 1446-1454; El globo-ojo, de Odilon Redon, 1878, conservado en el MoMA; Abaporu, 1928, de Tarsila do Amaral (esta pintura inspiró originalmente el Manifiesto Antropófago de Oswald de Andrade); Rafael Alberti, Los ojos de Picasso (libro escrito y dibujado durante el exilio de Alberti en Roma, 1966).