Contenido
El tiempo y el tiempo
Tempo e espaço eu confundo,
E a linha de mundo é uma reta fechada.
Périplo, cíclo, jornada de luz consumida
E reencontrada.
Não sei de quem visse o começo
E sequer reconheço
O que é meio o que é fim
Prá viver no teu tempo é que eu faço
Viagens no espaço,
De dentro de mim.
Das conjunções improváveis
De órbitas instáveis
É que eu me mantenho
E venho arrimado nuns versos,
Tropeçando universos,
Prá achar-te no fim
Deste tempo cansado de dentro de mim.
Tempo e espaço, Paulo Vanzolini
A nivel piel (es decir, a nivel existencial) algunas de las cuestiones que más nos vienen llamando la atención desde que vivimos en São Paulo son las relativas al tiempo. Al tiempo y al tiempo: el cronológico y el meteorológico, que se guiñan un ojo inclemente como dos hermanas siamesas que traman algo.
Antes de nada, una breve introducción a esta cuestión de los tiempos. En un artículo firmado por Justin E. H. Smith y titulado “Being and Weather”[1] —es decir, ser y tiempo, pero este último en su acepción meteorológica y no cronológica como en la conocida obra de Heidegger— se especula sobre la separación de estos dos términos. El telón de fondo del citado artículo es uno de esos huracanes con nombre de mujer que cada cierto tiempo se aproxima a Nueva York sin prisa pero sin pausa, y que provoca que los neoyorquinos, incluso los más snobs, incluso los filósofos —dice este filosofo—, no hablen durante unos días de otra cosa sino justamente de eso, del tiempo. Curioso, dice el autor, que mientras un tiempo (time) se ha convertido en un tema casi demasiado elevado como para ser tema de conversación, el otro (weather) se haya convertido en un tema casi demasiado banal y despreciable como para ser tema de conversación. ¿Y por qué se ha convertido el tiempo (weather) en un asunto menor de conversación? ¿Es acaso una banalidad?
¿Y cómo, si en muchos idiomas aún tenemos una misma palabra para el tiempo y el tiempo, están estos tan alienados el uno del otro? Grosso modo, parece que la culpa fue de los sistemas de medición modernos, es decir, del reloj mecánico, que permitió crear una idea globalizada del tiempo al margen de la luz natural y del paso de las estaciones. El reloj permite saber qué hora es sin ni siquiera mirar por la ventana. Tan diferentes empezaron a parecer tiempo y tiempo que una estudió filosofía mientras que la otra se dedicó a las relaciones públicas. Sin embargo, cuando el huracán se acerca las manillas del reloj se vuelven inútiles; entonces todas las miradas se vuelven hacia el cielo o hacia el “hombre del tiempo”, su profeta contemporáneo. El Tiempo, el único e indivisible, se quita por fin la máscara y nos mira con su inquietante ojo de cíclope.
Cuando nos disponemos a salir de nuestra zona de confort nos percatamos de que tenemos que adaptarnos lo antes posible a dos cuestiones fundamentales para nuestra supervivencia: el clima y los husos horarios, por no mencionar los usos y costumbres relacionados a ambos, o, lo que es lo mismo, debemos presentar nuestros respetos y rendir homenaje al Tiempo.
PERDIENDO EL TIEMPO (BIS)
Dice el axioma popular: “Hablar del tiempo es la mejor forma de perderlo”. A ello nos disponemos. En este dicho (“Hablar del tiempo es la mejor forma de perderlo”) se conjugan con total naturalidad el tiempo y el tiempo. Hablar del tiempo meteorológico es la mejor forma de perder el tiempo cronológico, pero, ¿y a la inversa?, ¿hablar del tiempo cronológico es la mejor forma de perder —de vista— el tiempo meteorológico? La sabiduría popular muchas veces encierra sentidos y metáforas que a nosotros los contemporáneos se nos escapan por completo.
“Hablar del tiempo” puede llegar a resultar tan amplio, extenso e indeterminado como hablar, por ejemplo, de la vida misma. Porque el tiempo lo abarca todo, envolviendo así cada uno de nuestros actos, cada una de nuestras decisiones y sus consecuencias. “¿Por qué nuestros actos tienen que tener consecuencias?”, clamaba a los cielos Homer Simpson. La culpa la tiene el tiempo, o Satanás, pues recordemos que el pistoletazo de salida lo dieron Eva y la serpiente, en el Paraíso terrenal, donde antes del pecado original siempre era de día y siempre lucía el sol sobre las verdes praderas.
Comencemos por lo más obvio: para empezar, el tiempo es polisémico. El castellano ha heredado del latín una primera ambigüedad absolutamente fructífera para el pensamiento que va enlazando ideas a base de paradojas. Y es que la voz ‘tiempo’ hace referencia tanto al tiempo cronológico (time en inglés), como al meteorológico (weather). Por si esto no fuera suficiente, también nos sirve a los hispanohablantes para expresar el tiempo verbal (tense).
Esta supuesta arbitrariedad tiene, aunque no lo parezca, su razón de ser:
-El tiempo meteorológico es el que “hace”. Así, decimos “hoy hace un buen día”, “hoy hace sol”, etc.
-El tiempo cronológico es el que “es”. Así, “son las tres y media”, “¿qué hora es?”, etc.
-El tiempo verbal (presente, pasado, futuro…) es el resultado de una consideración de la lengua en sí, y, por lo tanto, de naturaleza metalingüística.
En castellano mezclamos los diferentes sentidos del tiempo. Esta ambigüedad procedente del latín que nos remite a una sola voz para expresar conceptos diferentes se ha conservado, llegando hasta nosotros, porque tiene un hondo sentido en un pueblo de origen campesino al que tanto le debía importar la sucesión cíclica que hace crecer las plantas, prosperar las cosechas y madurar adecuadamente los frutos. El profesor Eliseu Carbonell, en su estupendo libro Debates acerca de la antropología del tiempo (Universitat de Barcelona, 2004), hace mención a una anécdota muy reveladora recogida a su vez por el etnólogo Michael Herzfeld en The Poetics of Manhood (1985). Al parecer, en los cafés de los pueblos situados en el interior de Creta, las interminables partidas de cartas solo se ven interrumpidas cuando hace su aparición en la televisión el hombre del tiempo. Las manillas de reloj tienen bastante menos que aportar, en este contexto, que una buena predicción meteorológica.
Incluso en las sociedades urbanas que viven totalmente de espaldas a lo que pueda estar sucediendo en el ámbito rural, continúa siendo esencial esta confluencia del tiempo cronológico con el atmosférico. En los medios de comunicación resulta obligada la continua referencia al día y a la hora que es, y también al tiempo atmosférico que hace o que va a hacer en las próximas horas o días. Suele decirse que el “mapa del tiempo” (atmosférico, se entiende) es la sección más consultada de los periódicos junto con el horóscopo, que, de otra forma, también nos anticipa el futuro próximo sobre el que queremos creer que tenemos control.
CHAOS Y TIEMPO
Aquí en São Paulo no hay huracanes como aquel que motiva las agudas observaciones sobre las diferencias entre tiempo y tiempo con las que comenzamos este artículo, aunque cuando cae el “toró” (lluvia tropical) se inunda una calle que queda a dos manzanas de nuestra casa —un eje importante entre la estación de Barra Funda, Lapa y Vila Madalena—, por lo que invariablemente se produce un caos que, sin embargo, todos conocemos y aceptamos de antemano. La calle se corta, los buses no pasan, el tráfico se colapsa y no conviene pasar por allí no vaya a ser que te arrastre una pequeña pero peligrosa tromba de agua. Algunas rendijas del alcantarillado en las aceras son tan enormes que, literalmente, cabe un cuerpo: una pobre solución para dar salida a las aguas que en alguna ocasión ha acabado provocando una tragedia, aunque, por supuesto, esto no se ha traducido en ningún tipo de cambio en el planeamiento urbano. Una antropóloga brasileña nos dijo una vez que, aunque São Paulo pueda parecer una ciudad contemporánea de tipo europeo (creemos que un europeo, en general, discreparía, pero en fin), en realidad aquí se vive muy en la onda selvática de aceptar lo que el medio te impone. En São Paulo tú no le impones tu voluntad al medio, nunca. Aceptarlo es el primer paso para integrarse. El Chaos es tu Dios, y debes respetarlo.
Cada paulistano encuentra sus rituales de cara a la ciudad: el “día a la semana sin transporte público” (día Sagrado para muchos), el “Mandamiento” que impide coger más de tres buses seguidos, o la superstición sobradamente fundada que obliga a llevar paraguas en días de sol (sino ya servirá de sombrilla). Por no mencionar los atuendos litúrgicos del paulistano, que pueden mezclar elementos tan disonantes como chanclas y bufanda. Aunque todo esto solo vale para los amateurs, que miramos a los paulistanos genuinos con una mezcla de admiración, horror y desprecio cuando desafían todos estos mandatos y muchos más, empapados bajo la lluvia mientras toman cerveza helada, aparentemente indiferentes al frío y al calor, impertérritos como cuando esperan el autobús o hacen colas inhumanas. Situaciones, en fin, en las que el español medio puede fácilmente perder el oremus y/o cogerse una gripe. En principio, parecería que los brasileños, naturalmente, estarían menos preparados para tolerar el frío que los españoles, y, sin embargo, es alarmante la asombrosa ausencia de termostato de la que el paulista hace gala cuando pone el aire condicionado a toda pastilla en un día que a nosotros nos obliga a abrigarnos, o se enfunda en unas botas de cuero mientras nosotros sudamos la gota gorda.
En la típica noticia sobre el tiempo, con motivo de una ola de frío “polar” en São Paulo en la que se llegó a los 3° grados (temperatura a la que se llega, nos gustaría especificar, dentro de tu casa, puesto que las casas aquí no están preparadas para el frío), un reportero preguntaba a una señora por la calle por la temperatura que ella creía que hacía en ese momento. Contestó: “pues debe hacer unos 28°”, cuando en realidad hacia 12°, como si, en cierta forma, hubiera decidido ignorar el frío, negar su existencia. En otra ocasión, estando en Bahía, percibimos cómo un camarero se inventaba los tiempos aleatoriamente; no minimizaba, no mentía, simplemente, entendiendo que nosotros le estábamos demandando un número (de minutos hasta que por fin pudiésemos comer) nos daba eso mismo, una cifra al azar, y sin ni siquiera redondear: doce, o veintitrés, u ocho… por ejemplo. De la misma manera, los minutos pierden su importancia cuando esperas un autobús en São Paulo: cuando llegué, llegará. Pero aquí no todo va más despacio, ni mucho menos; en más de una ocasión nos hemos visto sorprendidos por lo rápido que algunos amigos brasileños cambian de rumbo en la vida, o toman decisiones importantes como mudarse de casa o de ciudad, o tener hijos. Un día te lo comentan, y cuando vuelves a hablar con ellos al cabo de unas semanas ya están instalados en otro sitio, o han cambiado de trabajo, e incluso de profesión.
Por otra parte, las marcas del tiempo cíclico y anual aquí no son las estaciones, sino el año nuevo y el carnaval, que, no siendo tan representativos para nosotros, acaban por no cumplir la función psíquica que en Madrid ocupan las estaciones: el regreso de las terrazas, el agosto abrasador, la astenia otoñal, la Navidad, los Reyes, la Semana Santa…, el regreso de las terrazas de nuevo. De esta manera el tiempo pasa inexorable y rodando rodando —en realidad, sin rodar en absoluto, como si todo fuese un gran fluir sin ciclo—. La ausencia de coordenadas, o por lo menos de nuestras coordenadas tiempo-temporales —los grados, los minutos, los periodos que nosotros consideramos “adecuados” a diferentes procesos vitales— es total.
Además, pensando en São Paulo como urbe atroz y templo palpitante del Chaos (aunque las hay más atroces y caóticas), viviendo aquí a veces se siente eso que, en su trabajo sobre la intimidad, José Luis Pardo llamaba “tiempo vacío”. La ciudad, dice Pardo en relación a la idea de cotidianeidad, “inventa una clase especial de tiempo —el que habitualmente llamamos ‘lineal’— compuesto por fragmentos vacíos e idénticos engarzados en una secuencia infinita”[2]. O como cantaba Paulo Vanzolini: “Tiempo y espacio confundo, / y la línea del mundo es una recta cerrada. / Periplo, ciclo, jornada de luz consumida…”.
En la cosmogonía griega, Chaos es, más o menos, la divinidad que preexiste al resto de dioses. La nada o huevo compacto que precede al big-bang, el “equivalente” del Dios cristiano que existe antes que nada. Pero el Chaos solo es confuso porque carece de coordenadas: se trata de un vacío o de una realidad indefinida. Una masa cruda, informe. Aunque sabemos que hay diversas teorías al respecto, el vox populi dice que del Chaos surgen otras deidades, en concreto Gea (la tierra), Tártaro (el mundo inferior) y Eros (el amor). Los siguientes descendientes directos son Nix (la noche), Erebo (la oscuridad) y, cómo no, Hémera (el día), y Éter (la luz), que en realidad surgen de la unión incestuosa de Nix y Érebos. El Chaos ha sido descrito como un espacio que se abre, aunque también como una llaga o hendidura, y se le ha relacionado con aquello que queda entre la tierra y el cielo, o entre la luz y la oscuridad. Un horizonte que se abre, quizás, pero también el origen del tiempo o por lo menos de sus unidades fundamentales: noche/oscuridad (primero), y día/luz (después). Porque, no en vano, Cronos es descendiente de Chaos, hijo de Gea, la tierra, y de Urano, el cielo. Pero antes de todo esto estaba el Chaos, abriéndose, desplegándose, sin límites. Masa informe, como aquella representación maestra de Lorenzo Lotto y Giovani Francesco Capoferri que se encuentra en Bergamo en la Basílica de Santa Maria la Maggiore, y que tanto nos recuerda a la obra de Tarsila de Amaral “Abaporu”. Ojos que son soles o soles que son ojos, u ojos solares, y un ser central carnoso e informe que es todo brazos y piernas.
La clave de este ojo que se abre como si fuese un sol nos la da, una vez más, María Zambrano en sus inspirados textos sobre el tema del exilio; el Tiempo, nos dice la filósofa malagueña, ese dios sin máscara.
“¿Alguien ha reflexionado sobre el extraño modo de divinidad del Tiempo que aun en la figura de Cronos, hijo de Urano y de Gea, no tiene figura ni máscara? Dionisos, máscara solitaria entre los viñedos, se multiplica y se diversifica en máscaras de teatro, el dios que no tiene figura propia para darla. El Tiempo ni la tiene ni la ofrece, ¿qué ofrece pues?, ¿en virtud de qué actúa?, ¿cuál es su mira? Dios de la visión: esto se verá con el tiempo, se me verá, se verá mi razón con el tiempo, dice entre sí y a veces balbucea el exiliado. Y mientras tanto, el tiempo le devora a él, que como el tiempo —¿a imagen y semejanza del tiempo?— no tiene figura, rostro ni máscara alguna[3].
Ergo el ojo. El Tiempo condiciona cómo ves el mundo, por eso es dios de la visión. Ese ojo que se abre como un espacio (¿desértico?, ¿horizontal?, ¿un horizonte que crece y nos engulle?...) y que es, parece insinuar aquí Zambrano, una clave importante para comprender la estrecha relación que existe entre tiempo y extranjería. El tiempo condiciona cómo ves el mundo, por eso es dios de la visión, pero también cabe deducir que la visión, para el extranjero, adquiere una importancia capital. El extranjero, como el tiempo, es un ojo que camina y manotea, que espera ser visto… pero sólo tiene visión que ofrecer, y pies para caminar, y unas manazas para ir “haciendo cosas” mientras tanto. Una especie de balbuceo andante”.
Tirando del hilo, resulta que la teoría del caos es muy, pero que muy importante, para la previsión meteorológica. Una teoría que, en contra de lo que pudiera parecer, es determinista, pero, al mismo tiempo, muy delicada porque depende de pequeñísimas variaciones que hacen que sólo puedan existir predicciones para un futuro cercano, nunca lejano. Y para el extranjero entregarse al futuro es, en palabras de Zambrano, un riesgo aún mayor que entregarse al tiempo: “dios desconocido, fondo o trasfondo del Tiempo”[4]. Quizá, dice Zambrano, el extranjero tiene sobre todo “lo que primero dejó de tener”: presente. ¿Cabría entonces entregarse al presente como forma de resistencia frente a este dios desconocido llamado futuro?
TIEMPO, HISTORIA, METÁFORA
Tiempo y cambio son dos conceptos que están íntimamente relacionados. No parece que se pueda dar el uno sin el otro. Cuando el sol al mediodía parece quedarse inmóvil en lo alto, nos asalta de nuevo aquella vieja flojera medieval, la acedia. Esta voluntad por que nada cambie, este deseo de “inmovilidad temporal”, por llamarlo de algún modo, es algo típico de la infancia, o al menos es algo que manifiestan algunos niños y niñas especialmente despiertos e inteligentes. Una de las últimas navidades que hemos tenido oportunidad de pasar en São Paulo, en una fiesta que celebramos en casa abrimos la botella para brindar por el nuevo año. El hijo pequeño de unos amigos, de unos seis o siete años de edad, nos miraba atentamente mientras cada uno de los allí presentes iba soltando su brindis de turno, más o menos original, con más o menos gracia, siempre deseando lo mejor para el futuro en el año que comenzaba. Pues bien, una vez terminada la rueda de brindis entre los adultos, le llegó el turno a este niño, que muy serio dijo: “¡Yo brindo por… que nada cambie!”. Y es que, por regla general, los adultos solemos estar entregados al futuro, mientras que los niños (mientras se lo puedan permitir) solo se entregan al presente.
Recientemente vimos unas imágenes del archivo de RTVE extraídas del mítico programa de entrevistas “A fondo”, presentado en los años 70’ por Joaquín Soler Serrano. En el programa dedicado a Camilo José Cela, el escritor, recordando su infancia en Galicia, decía: “Cuando yo era chiquillo, muy pequeño, y me preguntaban mis tías o alguien qué quería ser cuando fuese mayor, yo me echaba a llorar porque yo no quería ser nada…, ni mayor siquiera”. La infancia es ese tiempo en el que el tiempo es tan dilatado que tenemos la sensación de que nunca vamos a cambiar, o al menos ese es un deseo muy frecuente entre los niños y entre los adultos que sufren el llamado síndrome de Peter Pan.
Al igual que cuando viajas a otros países debes adaptarte al clima, al idioma, a las costumbres, etc., también es imprescindible para sobrevivir más o menos dignamente adaptarse a una cierta experiencia temporal. En este sentido, se trataría de un habitar el tiempo. Y el tiempo, ya lo sabemos, nunca es el que impones tú, sino que te viene impuesto desde fuera. En un momento como el actual, dominado a escala global por el síndrome de la prisa, nos convendría recuperar y reivindicar algunas figuras de la templanza, el sosiego y la quietud, virtudes propias de quien habita o tiene por lo menos un pie en el presente. En el nordeste de Brasil nos hemos encontrado con algunas situaciones que podríamos enmarcar de forma genérica dentro de la esfera conceptual del kairós griego (el tiempo oportuno de la templanza, de la mezcla propicia, del encuentro y el equilibrio productivo entre energías y potencias distintas), contrastándolas con la fenomenología de nuestro presente, existencia actual presidida —en palabras de Paul Virilio, Estética de la desaparición— por la “dromomanía”, el imperativo moderno de la velocidad: ¿no será éste el dios desconocido y terrible del que hablaba Zambrano, el dios del futuro?
En su ensayo Sobre la antropología de las experiencias del tiempo histórico, Reinhart Koselleck comienza haciendo una confesión en relación a su propio método de trabajo: “Mi tema —escribe Koselleck— lleva por título ‘estratos del tiempo’. He de advertir que, como historiador, no soy capaz de realizar afirmaciones fundamentadas física o biológicamente. Me muevo más bien en el ámbito de las metáforas […]”[5]. Ojalá muchos más historiadores o pensadores empezaran sus trabajos asumiendo de entrada esta verdad irrefutable. Y es que cuando la historia (o la antropología, o la sociología…, o cualquier otro campo de las humanidades en general) busca reivindicarse como una especie de “ciencia exacta” se convierte inmediatamente en un discurso muerto.
Porque, en efecto, solo podemos pensar por medio de metáforas. Esto no quiere decir que todos seamos poetas, sino que la lengua misma es, esencialmente, un instrumento poético es sí mismo. “Expresiones como perder el tiempo […] son reflejo de conceptos metafóricos sistemáticos que estructuran nuestras acciones y nuestros pensamientos. Están ‘vivos’ en el sentido más fundamental: son metáforas mediante las que vivimos”[6]. Y es que solo vivimos mediante metáforas, lo que en relación al tema del tiempo nos lleva a pensar que a lo mejor no nos queda otra alternativa más que reivindicarnos con sujetos anacrónicos en el sentido que le da Roland Barthes a este concepto:
“Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico, pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso”[7].
Como emigrantes, esta preocupación en torno al tema del tiempo tiene que ver con el hecho de sentirse un sujeto siempre mal ubicado (cuando uno siente la sensación de haber llegado demasiado pronto o demasiado tarde, nunca a tiempo en ningún caso). Vivir en el extranjero, por decirlo más claramente, supone en cierta forma una experiencia vital que está estrechamente relacionada con habitar ese “lugar nulo” al que hace referencia Barthes: “[…] y que me escribo como un sujeto actualmente mal ubicado, llegado demasiado tarde o demasiado temprano (este demasiado no designa una pena ni una falta ni una desgracia sino solamente convoca un lugar nulo): sujeto anacrónico, a la deriva”[8].
Ahora bien: ¿anacrónico y a la deriva? ¡Imposible! A la deriva, sin duda, pero en un mar o un desierto de tiempo y de tiempo. Tiempos, eso sí, caóticos e informes como el cuadro de Tarsila, como la representación del Chaos de Lotto y Capoferri. Metáforas temporales que se nos confunden e invierten, como en la bonita teoría de Levi-Strauss sobre el tiempo histórico que le sirve para diferenciar entre “sociedades frías” y “sociedades calientes”: una metáfora en la que las sociedades que simbólicamente podríamos asociar más fácilmente al frío son descritas como calientes, mientras que las sociedades que simbólicamente podríamos asociar más fácilmente al calor son descritas como frías o “indiferentes” ante el proceso histórico occidental.
Igual que el tiempo (cronológico) y el tiempo (meteorológico) están relacionados, también lo están en la dimensión histórica. En el ya citado Debates acerca de la antropología del tiempo, Eliseu Carbonell hace referencia a la apertura por parte de Claude Lévi-Strauss del curso en el Collège de France en enero de 1960. En su lección inaugural, el célebre antropólogo francés proponía reemplazar la “torpe distinción entre pueblos sin historia y pueblos históricos” por la de “sociedades frías y sociedades calientes”. Esta metáfora resulta perfecta a la hora de profundizar en este malentendido tan fértil para el pensamiento entre tiempo meteorológico (el clima) y el tiempo cronológico (la historia).
En contra de lo que se pudiera pensar en un primer momento, resulta que el concepto de “sociedades calientes” se aplicaría a las sociedades modernas occidentales, aquellas cuyo único y verdadero dios es el progreso y para las que la historia es una especie de acumulación de invenciones y logros. Mientras, las llamadas “sociedades frías” serían aquellas que no tienen esa predisposición, digámoslo así, “genética”, hacia la acumulación, sino que más bien disuelven sus hallazgos e invenciones en una especie de fluir ondulante. “De estas dos actitudes opuestas frente al flujo del tiempo surge, en un extremo, una historia acumulativa y, en el otro, una historia estacionaria”[9].
Dentro de las propias sociedades humanas, cada individuo ocupa también el paso del tiempo de manera diferente. Hay individuos acumulativos, frente a otros que fluyen en el tiempo, o se dejan llevar. Hay otros individuos que, como el poeta Paulo Vanzolini, son capaces de adaptarse al tiempo del otro, quizás sea esa una de las labores del poema-canción: “Ni siquiera reconozco / Lo que es medio y lo que es fin / Para vivir en tu tiempo es que yo hago / Viajes en el espacio, / De dentro de mí”.
¿Qué es, en definitiva, el tiempo? “Si nadie me lo pregunta lo sé, pero si se lo quiero explicar a alguien que me lo pregunte no lo sé”. Agustín de Hipona (354-430), considerado el primero de los grandes filósofos medievales, se planeaba de forma retórica esta contradicción fundamental para la epistemología occidental en el capítulo 14 de sus Confesiones. Resulta curioso; todos sin excepción hablamos del tiempo, lo experimentamos en nuestras propias carnes, lo medimos constantemente y nos parece una categoría “natural” que, de alguna forma, nos es dada sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Así, cuando hablamos del tiempo creemos saber perfectamente lo que es, al igual que nos parece saber o entender lo que es cuando oímos hablar sobre él a otra persona. Pero basta con vivir un tiempo en otro hemisferio del planeta para percibir el abismo, el problema de traducción que se palpa, inconmensurable, cuando conversamos con el tiempo de “los otros”.
[1] Disponible en http://opinionator.blogs.nytimes.com/2011/08/29/being-and-weather/?_r=1. Fecha de consulta: 30/07/2016.
[2] José Luis Pardo, La intimidad. Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 232.
[3] María Zambrano, Los bienaventurados. Madrid, Ediciones Siruela, 2004, p. 34.
[4] María Zambrano, Los bienaventurados. Madrid, Ediciones Siruela, 2004, p. 35.
[5] Reinhart Koselleck, Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia. Barcelona, Ediciones Paidós, 2013, p. 35.
[6] George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana. Madrid, Ediciones Cátedra, 2012, p. 95.
[7] Roland Barthes, El placer del texto. México, Siglo XXI Editores, 2004, p. 25.
[8] Roland Barthes, El placer del texto. México, Siglo XXI Editores, 2004, p. 102.
[9] Eliseu Carbonell, Debates acerca de la antropología del tiempo. Barcelona, Universitat de Barcelona, 2004, p. 52.
En portada, “De mañana ya ni me acuerdo”, São Paulo, 2016.
De arriba a abajo, Franz von Stuck (1863 - 1928), Perdido, 1891. Óleo/lienzo, 48 x 46 cm, Belvedere, Viena. (Esta imagen aparece en el libro de Dieter Richter, El Sur (Siruela, 2011). El pie de página dice: “Fauno del Sur extraviado en las regiones del norte”); Magna Chaos, alegoría de la creación del universo (1524-1531), con diseño de Lorenzo Lotto y ejecución de Giovan Franceso Capoferri , en la Basílica de Santa Maria la Mayor de Bérgamo (Italia); Abaporu, 1928, de Tarsila do Amaral.
El tiempo y el tiempo
Tempo e espaço eu confundo,
E a linha de mundo é uma reta fechada.
Périplo, cíclo, jornada de luz consumida
E reencontrada.
Não sei de quem visse o começo
E sequer reconheço
O que é meio o que é fim
Prá viver no teu tempo é que eu faço
Viagens no espaço,
De dentro de mim.
Das conjunções improváveis
De órbitas instáveis
É que eu me mantenho
E venho arrimado nuns versos,
Tropeçando universos,
Prá achar-te no fim
Deste tempo cansado de dentro de mim.
Tempo e espaço, Paulo Vanzolini
A nivel piel (es decir, a nivel existencial) algunas de las cuestiones que más nos vienen llamando la atención desde que vivimos en São Paulo son las relativas al tiempo. Al tiempo y al tiempo: el cronológico y el meteorológico, que se guiñan un ojo inclemente como dos hermanas siamesas que traman algo.
Antes de nada, una breve introducción a esta cuestión de los tiempos. En un artículo firmado por Justin E. H. Smith y titulado “Being and Weather”[1] —es decir, ser y tiempo, pero este último en su acepción meteorológica y no cronológica como en la conocida obra de Heidegger— se especula sobre la separación de estos dos términos. El telón de fondo del citado artículo es uno de esos huracanes con nombre de mujer que cada cierto tiempo se aproxima a Nueva York sin prisa pero sin pausa, y que provoca que los neoyorquinos, incluso los más snobs, incluso los filósofos —dice este filosofo—, no hablen durante unos días de otra cosa sino justamente de eso, del tiempo. Curioso, dice el autor, que mientras un tiempo (time) se ha convertido en un tema casi demasiado elevado como para ser tema de conversación, el otro (weather) se haya convertido en un tema casi demasiado banal y despreciable como para ser tema de conversación. ¿Y por qué se ha convertido el tiempo (weather) en un asunto menor de conversación? ¿Es acaso una banalidad?
¿Y cómo, si en muchos idiomas aún tenemos una misma palabra para el tiempo y el tiempo, están estos tan alienados el uno del otro? Grosso modo, parece que la culpa fue de los sistemas de medición modernos, es decir, del reloj mecánico, que permitió crear una idea globalizada del tiempo al margen de la luz natural y del paso de las estaciones. El reloj permite saber qué hora es sin ni siquiera mirar por la ventana. Tan diferentes empezaron a parecer tiempo y tiempo que una estudió filosofía mientras que la otra se dedicó a las relaciones públicas. Sin embargo, cuando el huracán se acerca las manillas del reloj se vuelven inútiles; entonces todas las miradas se vuelven hacia el cielo o hacia el “hombre del tiempo”, su profeta contemporáneo. El Tiempo, el único e indivisible, se quita por fin la máscara y nos mira con su inquietante ojo de cíclope.
Cuando nos disponemos a salir de nuestra zona de confort nos percatamos de que tenemos que adaptarnos lo antes posible a dos cuestiones fundamentales para nuestra supervivencia: el clima y los husos horarios, por no mencionar los usos y costumbres relacionados a ambos, o, lo que es lo mismo, debemos presentar nuestros respetos y rendir homenaje al Tiempo.
PERDIENDO EL TIEMPO (BIS)
Dice el axioma popular: “Hablar del tiempo es la mejor forma de perderlo”. A ello nos disponemos. En este dicho (“Hablar del tiempo es la mejor forma de perderlo”) se conjugan con total naturalidad el tiempo y el tiempo. Hablar del tiempo meteorológico es la mejor forma de perder el tiempo cronológico, pero, ¿y a la inversa?, ¿hablar del tiempo cronológico es la mejor forma de perder —de vista— el tiempo meteorológico? La sabiduría popular muchas veces encierra sentidos y metáforas que a nosotros los contemporáneos se nos escapan por completo.
“Hablar del tiempo” puede llegar a resultar tan amplio, extenso e indeterminado como hablar, por ejemplo, de la vida misma. Porque el tiempo lo abarca todo, envolviendo así cada uno de nuestros actos, cada una de nuestras decisiones y sus consecuencias. “¿Por qué nuestros actos tienen que tener consecuencias?”, clamaba a los cielos Homer Simpson. La culpa la tiene el tiempo, o Satanás, pues recordemos que el pistoletazo de salida lo dieron Eva y la serpiente, en el Paraíso terrenal, donde antes del pecado original siempre era de día y siempre lucía el sol sobre las verdes praderas.
Comencemos por lo más obvio: para empezar, el tiempo es polisémico. El castellano ha heredado del latín una primera ambigüedad absolutamente fructífera para el pensamiento que va enlazando ideas a base de paradojas. Y es que la voz ‘tiempo’ hace referencia tanto al tiempo cronológico (time en inglés), como al meteorológico (weather). Por si esto no fuera suficiente, también nos sirve a los hispanohablantes para expresar el tiempo verbal (tense).
Esta supuesta arbitrariedad tiene, aunque no lo parezca, su razón de ser:
-El tiempo meteorológico es el que “hace”. Así, decimos “hoy hace un buen día”, “hoy hace sol”, etc.
-El tiempo cronológico es el que “es”. Así, “son las tres y media”, “¿qué hora es?”, etc.
-El tiempo verbal (presente, pasado, futuro…) es el resultado de una consideración de la lengua en sí, y, por lo tanto, de naturaleza metalingüística.
En castellano mezclamos los diferentes sentidos del tiempo. Esta ambigüedad procedente del latín que nos remite a una sola voz para expresar conceptos diferentes se ha conservado, llegando hasta nosotros, porque tiene un hondo sentido en un pueblo de origen campesino al que tanto le debía importar la sucesión cíclica que hace crecer las plantas, prosperar las cosechas y madurar adecuadamente los frutos. El profesor Eliseu Carbonell, en su estupendo libro Debates acerca de la antropología del tiempo (Universitat de Barcelona, 2004), hace mención a una anécdota muy reveladora recogida a su vez por el etnólogo Michael Herzfeld en The Poetics of Manhood (1985). Al parecer, en los cafés de los pueblos situados en el interior de Creta, las interminables partidas de cartas solo se ven interrumpidas cuando hace su aparición en la televisión el hombre del tiempo. Las manillas de reloj tienen bastante menos que aportar, en este contexto, que una buena predicción meteorológica.
Incluso en las sociedades urbanas que viven totalmente de espaldas a lo que pueda estar sucediendo en el ámbito rural, continúa siendo esencial esta confluencia del tiempo cronológico con el atmosférico. En los medios de comunicación resulta obligada la continua referencia al día y a la hora que es, y también al tiempo atmosférico que hace o que va a hacer en las próximas horas o días. Suele decirse que el “mapa del tiempo” (atmosférico, se entiende) es la sección más consultada de los periódicos junto con el horóscopo, que, de otra forma, también nos anticipa el futuro próximo sobre el que queremos creer que tenemos control.
CHAOS Y TIEMPO
Aquí en São Paulo no hay huracanes como aquel que motiva las agudas observaciones sobre las diferencias entre tiempo y tiempo con las que comenzamos este artículo, aunque cuando cae el “toró” (lluvia tropical) se inunda una calle que queda a dos manzanas de nuestra casa —un eje importante entre la estación de Barra Funda, Lapa y Vila Madalena—, por lo que invariablemente se produce un caos que, sin embargo, todos conocemos y aceptamos de antemano. La calle se corta, los buses no pasan, el tráfico se colapsa y no conviene pasar por allí no vaya a ser que te arrastre una pequeña pero peligrosa tromba de agua. Algunas rendijas del alcantarillado en las aceras son tan enormes que, literalmente, cabe un cuerpo: una pobre solución para dar salida a las aguas que en alguna ocasión ha acabado provocando una tragedia, aunque, por supuesto, esto no se ha traducido en ningún tipo de cambio en el planeamiento urbano. Una antropóloga brasileña nos dijo una vez que, aunque São Paulo pueda parecer una ciudad contemporánea de tipo europeo (creemos que un europeo, en general, discreparía, pero en fin), en realidad aquí se vive muy en la onda selvática de aceptar lo que el medio te impone. En São Paulo tú no le impones tu voluntad al medio, nunca. Aceptarlo es el primer paso para integrarse. El Chaos es tu Dios, y debes respetarlo.
Cada paulistano encuentra sus rituales de cara a la ciudad: el “día a la semana sin transporte público” (día Sagrado para muchos), el “Mandamiento” que impide coger más de tres buses seguidos, o la superstición sobradamente fundada que obliga a llevar paraguas en días de sol (sino ya servirá de sombrilla). Por no mencionar los atuendos litúrgicos del paulistano, que pueden mezclar elementos tan disonantes como chanclas y bufanda. Aunque todo esto solo vale para los amateurs, que miramos a los paulistanos genuinos con una mezcla de admiración, horror y desprecio cuando desafían todos estos mandatos y muchos más, empapados bajo la lluvia mientras toman cerveza helada, aparentemente indiferentes al frío y al calor, impertérritos como cuando esperan el autobús o hacen colas inhumanas. Situaciones, en fin, en las que el español medio puede fácilmente perder el oremus y/o cogerse una gripe. En principio, parecería que los brasileños, naturalmente, estarían menos preparados para tolerar el frío que los españoles, y, sin embargo, es alarmante la asombrosa ausencia de termostato de la que el paulista hace gala cuando pone el aire condicionado a toda pastilla en un día que a nosotros nos obliga a abrigarnos, o se enfunda en unas botas de cuero mientras nosotros sudamos la gota gorda.
En la típica noticia sobre el tiempo, con motivo de una ola de frío “polar” en São Paulo en la que se llegó a los 3° grados (temperatura a la que se llega, nos gustaría especificar, dentro de tu casa, puesto que las casas aquí no están preparadas para el frío), un reportero preguntaba a una señora por la calle por la temperatura que ella creía que hacía en ese momento. Contestó: “pues debe hacer unos 28°”, cuando en realidad hacia 12°, como si, en cierta forma, hubiera decidido ignorar el frío, negar su existencia. En otra ocasión, estando en Bahía, percibimos cómo un camarero se inventaba los tiempos aleatoriamente; no minimizaba, no mentía, simplemente, entendiendo que nosotros le estábamos demandando un número (de minutos hasta que por fin pudiésemos comer) nos daba eso mismo, una cifra al azar, y sin ni siquiera redondear: doce, o veintitrés, u ocho… por ejemplo. De la misma manera, los minutos pierden su importancia cuando esperas un autobús en São Paulo: cuando llegué, llegará. Pero aquí no todo va más despacio, ni mucho menos; en más de una ocasión nos hemos visto sorprendidos por lo rápido que algunos amigos brasileños cambian de rumbo en la vida, o toman decisiones importantes como mudarse de casa o de ciudad, o tener hijos. Un día te lo comentan, y cuando vuelves a hablar con ellos al cabo de unas semanas ya están instalados en otro sitio, o han cambiado de trabajo, e incluso de profesión.
Por otra parte, las marcas del tiempo cíclico y anual aquí no son las estaciones, sino el año nuevo y el carnaval, que, no siendo tan representativos para nosotros, acaban por no cumplir la función psíquica que en Madrid ocupan las estaciones: el regreso de las terrazas, el agosto abrasador, la astenia otoñal, la Navidad, los Reyes, la Semana Santa…, el regreso de las terrazas de nuevo. De esta manera el tiempo pasa inexorable y rodando rodando —en realidad, sin rodar en absoluto, como si todo fuese un gran fluir sin ciclo—. La ausencia de coordenadas, o por lo menos de nuestras coordenadas tiempo-temporales —los grados, los minutos, los periodos que nosotros consideramos “adecuados” a diferentes procesos vitales— es total.
Además, pensando en São Paulo como urbe atroz y templo palpitante del Chaos (aunque las hay más atroces y caóticas), viviendo aquí a veces se siente eso que, en su trabajo sobre la intimidad, José Luis Pardo llamaba “tiempo vacío”. La ciudad, dice Pardo en relación a la idea de cotidianeidad, “inventa una clase especial de tiempo —el que habitualmente llamamos ‘lineal’— compuesto por fragmentos vacíos e idénticos engarzados en una secuencia infinita”[2]. O como cantaba Paulo Vanzolini: “Tiempo y espacio confundo, / y la línea del mundo es una recta cerrada. / Periplo, ciclo, jornada de luz consumida…”.
En la cosmogonía griega, Chaos es, más o menos, la divinidad que preexiste al resto de dioses. La nada o huevo compacto que precede al big-bang, el “equivalente” del Dios cristiano que existe antes que nada. Pero el Chaos solo es confuso porque carece de coordenadas: se trata de un vacío o de una realidad indefinida. Una masa cruda, informe. Aunque sabemos que hay diversas teorías al respecto, el vox populi dice que del Chaos surgen otras deidades, en concreto Gea (la tierra), Tártaro (el mundo inferior) y Eros (el amor). Los siguientes descendientes directos son Nix (la noche), Erebo (la oscuridad) y, cómo no, Hémera (el día), y Éter (la luz), que en realidad surgen de la unión incestuosa de Nix y Érebos. El Chaos ha sido descrito como un espacio que se abre, aunque también como una llaga o hendidura, y se le ha relacionado con aquello que queda entre la tierra y el cielo, o entre la luz y la oscuridad. Un horizonte que se abre, quizás, pero también el origen del tiempo o por lo menos de sus unidades fundamentales: noche/oscuridad (primero), y día/luz (después). Porque, no en vano, Cronos es descendiente de Chaos, hijo de Gea, la tierra, y de Urano, el cielo. Pero antes de todo esto estaba el Chaos, abriéndose, desplegándose, sin límites. Masa informe, como aquella representación maestra de Lorenzo Lotto y Giovani Francesco Capoferri que se encuentra en Bergamo en la Basílica de Santa Maria la Maggiore, y que tanto nos recuerda a la obra de Tarsila de Amaral “Abaporu”. Ojos que son soles o soles que son ojos, u ojos solares, y un ser central carnoso e informe que es todo brazos y piernas.
La clave de este ojo que se abre como si fuese un sol nos la da, una vez más, María Zambrano en sus inspirados textos sobre el tema del exilio; el Tiempo, nos dice la filósofa malagueña, ese dios sin máscara.
“¿Alguien ha reflexionado sobre el extraño modo de divinidad del Tiempo que aun en la figura de Cronos, hijo de Urano y de Gea, no tiene figura ni máscara? Dionisos, máscara solitaria entre los viñedos, se multiplica y se diversifica en máscaras de teatro, el dios que no tiene figura propia para darla. El Tiempo ni la tiene ni la ofrece, ¿qué ofrece pues?, ¿en virtud de qué actúa?, ¿cuál es su mira? Dios de la visión: esto se verá con el tiempo, se me verá, se verá mi razón con el tiempo, dice entre sí y a veces balbucea el exiliado. Y mientras tanto, el tiempo le devora a él, que como el tiempo —¿a imagen y semejanza del tiempo?— no tiene figura, rostro ni máscara alguna[3].
Ergo el ojo. El Tiempo condiciona cómo ves el mundo, por eso es dios de la visión. Ese ojo que se abre como un espacio (¿desértico?, ¿horizontal?, ¿un horizonte que crece y nos engulle?...) y que es, parece insinuar aquí Zambrano, una clave importante para comprender la estrecha relación que existe entre tiempo y extranjería. El tiempo condiciona cómo ves el mundo, por eso es dios de la visión, pero también cabe deducir que la visión, para el extranjero, adquiere una importancia capital. El extranjero, como el tiempo, es un ojo que camina y manotea, que espera ser visto… pero sólo tiene visión que ofrecer, y pies para caminar, y unas manazas para ir “haciendo cosas” mientras tanto. Una especie de balbuceo andante”.
Tirando del hilo, resulta que la teoría del caos es muy, pero que muy importante, para la previsión meteorológica. Una teoría que, en contra de lo que pudiera parecer, es determinista, pero, al mismo tiempo, muy delicada porque depende de pequeñísimas variaciones que hacen que sólo puedan existir predicciones para un futuro cercano, nunca lejano. Y para el extranjero entregarse al futuro es, en palabras de Zambrano, un riesgo aún mayor que entregarse al tiempo: “dios desconocido, fondo o trasfondo del Tiempo”[4]. Quizá, dice Zambrano, el extranjero tiene sobre todo “lo que primero dejó de tener”: presente. ¿Cabría entonces entregarse al presente como forma de resistencia frente a este dios desconocido llamado futuro?
TIEMPO, HISTORIA, METÁFORA
Tiempo y cambio son dos conceptos que están íntimamente relacionados. No parece que se pueda dar el uno sin el otro. Cuando el sol al mediodía parece quedarse inmóvil en lo alto, nos asalta de nuevo aquella vieja flojera medieval, la acedia. Esta voluntad por que nada cambie, este deseo de “inmovilidad temporal”, por llamarlo de algún modo, es algo típico de la infancia, o al menos es algo que manifiestan algunos niños y niñas especialmente despiertos e inteligentes. Una de las últimas navidades que hemos tenido oportunidad de pasar en São Paulo, en una fiesta que celebramos en casa abrimos la botella para brindar por el nuevo año. El hijo pequeño de unos amigos, de unos seis o siete años de edad, nos miraba atentamente mientras cada uno de los allí presentes iba soltando su brindis de turno, más o menos original, con más o menos gracia, siempre deseando lo mejor para el futuro en el año que comenzaba. Pues bien, una vez terminada la rueda de brindis entre los adultos, le llegó el turno a este niño, que muy serio dijo: “¡Yo brindo por… que nada cambie!”. Y es que, por regla general, los adultos solemos estar entregados al futuro, mientras que los niños (mientras se lo puedan permitir) solo se entregan al presente.
Recientemente vimos unas imágenes del archivo de RTVE extraídas del mítico programa de entrevistas “A fondo”, presentado en los años 70’ por Joaquín Soler Serrano. En el programa dedicado a Camilo José Cela, el escritor, recordando su infancia en Galicia, decía: “Cuando yo era chiquillo, muy pequeño, y me preguntaban mis tías o alguien qué quería ser cuando fuese mayor, yo me echaba a llorar porque yo no quería ser nada…, ni mayor siquiera”. La infancia es ese tiempo en el que el tiempo es tan dilatado que tenemos la sensación de que nunca vamos a cambiar, o al menos ese es un deseo muy frecuente entre los niños y entre los adultos que sufren el llamado síndrome de Peter Pan.
Al igual que cuando viajas a otros países debes adaptarte al clima, al idioma, a las costumbres, etc., también es imprescindible para sobrevivir más o menos dignamente adaptarse a una cierta experiencia temporal. En este sentido, se trataría de un habitar el tiempo. Y el tiempo, ya lo sabemos, nunca es el que impones tú, sino que te viene impuesto desde fuera. En un momento como el actual, dominado a escala global por el síndrome de la prisa, nos convendría recuperar y reivindicar algunas figuras de la templanza, el sosiego y la quietud, virtudes propias de quien habita o tiene por lo menos un pie en el presente. En el nordeste de Brasil nos hemos encontrado con algunas situaciones que podríamos enmarcar de forma genérica dentro de la esfera conceptual del kairós griego (el tiempo oportuno de la templanza, de la mezcla propicia, del encuentro y el equilibrio productivo entre energías y potencias distintas), contrastándolas con la fenomenología de nuestro presente, existencia actual presidida —en palabras de Paul Virilio, Estética de la desaparición— por la “dromomanía”, el imperativo moderno de la velocidad: ¿no será éste el dios desconocido y terrible del que hablaba Zambrano, el dios del futuro?
En su ensayo Sobre la antropología de las experiencias del tiempo histórico, Reinhart Koselleck comienza haciendo una confesión en relación a su propio método de trabajo: “Mi tema —escribe Koselleck— lleva por título ‘estratos del tiempo’. He de advertir que, como historiador, no soy capaz de realizar afirmaciones fundamentadas física o biológicamente. Me muevo más bien en el ámbito de las metáforas […]”[5]. Ojalá muchos más historiadores o pensadores empezaran sus trabajos asumiendo de entrada esta verdad irrefutable. Y es que cuando la historia (o la antropología, o la sociología…, o cualquier otro campo de las humanidades en general) busca reivindicarse como una especie de “ciencia exacta” se convierte inmediatamente en un discurso muerto.
Porque, en efecto, solo podemos pensar por medio de metáforas. Esto no quiere decir que todos seamos poetas, sino que la lengua misma es, esencialmente, un instrumento poético es sí mismo. “Expresiones como perder el tiempo […] son reflejo de conceptos metafóricos sistemáticos que estructuran nuestras acciones y nuestros pensamientos. Están ‘vivos’ en el sentido más fundamental: son metáforas mediante las que vivimos”[6]. Y es que solo vivimos mediante metáforas, lo que en relación al tema del tiempo nos lleva a pensar que a lo mejor no nos queda otra alternativa más que reivindicarnos con sujetos anacrónicos en el sentido que le da Roland Barthes a este concepto:
“Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico, pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso”[7].
Como emigrantes, esta preocupación en torno al tema del tiempo tiene que ver con el hecho de sentirse un sujeto siempre mal ubicado (cuando uno siente la sensación de haber llegado demasiado pronto o demasiado tarde, nunca a tiempo en ningún caso). Vivir en el extranjero, por decirlo más claramente, supone en cierta forma una experiencia vital que está estrechamente relacionada con habitar ese “lugar nulo” al que hace referencia Barthes: “[…] y que me escribo como un sujeto actualmente mal ubicado, llegado demasiado tarde o demasiado temprano (este demasiado no designa una pena ni una falta ni una desgracia sino solamente convoca un lugar nulo): sujeto anacrónico, a la deriva”[8].
Ahora bien: ¿anacrónico y a la deriva? ¡Imposible! A la deriva, sin duda, pero en un mar o un desierto de tiempo y de tiempo. Tiempos, eso sí, caóticos e informes como el cuadro de Tarsila, como la representación del Chaos de Lotto y Capoferri. Metáforas temporales que se nos confunden e invierten, como en la bonita teoría de Levi-Strauss sobre el tiempo histórico que le sirve para diferenciar entre “sociedades frías” y “sociedades calientes”: una metáfora en la que las sociedades que simbólicamente podríamos asociar más fácilmente al frío son descritas como calientes, mientras que las sociedades que simbólicamente podríamos asociar más fácilmente al calor son descritas como frías o “indiferentes” ante el proceso histórico occidental.
Igual que el tiempo (cronológico) y el tiempo (meteorológico) están relacionados, también lo están en la dimensión histórica. En el ya citado Debates acerca de la antropología del tiempo, Eliseu Carbonell hace referencia a la apertura por parte de Claude Lévi-Strauss del curso en el Collège de France en enero de 1960. En su lección inaugural, el célebre antropólogo francés proponía reemplazar la “torpe distinción entre pueblos sin historia y pueblos históricos” por la de “sociedades frías y sociedades calientes”. Esta metáfora resulta perfecta a la hora de profundizar en este malentendido tan fértil para el pensamiento entre tiempo meteorológico (el clima) y el tiempo cronológico (la historia).
En contra de lo que se pudiera pensar en un primer momento, resulta que el concepto de “sociedades calientes” se aplicaría a las sociedades modernas occidentales, aquellas cuyo único y verdadero dios es el progreso y para las que la historia es una especie de acumulación de invenciones y logros. Mientras, las llamadas “sociedades frías” serían aquellas que no tienen esa predisposición, digámoslo así, “genética”, hacia la acumulación, sino que más bien disuelven sus hallazgos e invenciones en una especie de fluir ondulante. “De estas dos actitudes opuestas frente al flujo del tiempo surge, en un extremo, una historia acumulativa y, en el otro, una historia estacionaria”[9].
Dentro de las propias sociedades humanas, cada individuo ocupa también el paso del tiempo de manera diferente. Hay individuos acumulativos, frente a otros que fluyen en el tiempo, o se dejan llevar. Hay otros individuos que, como el poeta Paulo Vanzolini, son capaces de adaptarse al tiempo del otro, quizás sea esa una de las labores del poema-canción: “Ni siquiera reconozco / Lo que es medio y lo que es fin / Para vivir en tu tiempo es que yo hago / Viajes en el espacio, / De dentro de mí”.
¿Qué es, en definitiva, el tiempo? “Si nadie me lo pregunta lo sé, pero si se lo quiero explicar a alguien que me lo pregunte no lo sé”. Agustín de Hipona (354-430), considerado el primero de los grandes filósofos medievales, se planeaba de forma retórica esta contradicción fundamental para la epistemología occidental en el capítulo 14 de sus Confesiones. Resulta curioso; todos sin excepción hablamos del tiempo, lo experimentamos en nuestras propias carnes, lo medimos constantemente y nos parece una categoría “natural” que, de alguna forma, nos es dada sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Así, cuando hablamos del tiempo creemos saber perfectamente lo que es, al igual que nos parece saber o entender lo que es cuando oímos hablar sobre él a otra persona. Pero basta con vivir un tiempo en otro hemisferio del planeta para percibir el abismo, el problema de traducción que se palpa, inconmensurable, cuando conversamos con el tiempo de “los otros”.
[1] Disponible en http://opinionator.blogs.nytimes.com/2011/08/29/being-and-weather/?_r=1. Fecha de consulta: 30/07/2016.
[2] José Luis Pardo, La intimidad. Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 232.
[3] María Zambrano, Los bienaventurados. Madrid, Ediciones Siruela, 2004, p. 34.
[4] María Zambrano, Los bienaventurados. Madrid, Ediciones Siruela, 2004, p. 35.
[5] Reinhart Koselleck, Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia. Barcelona, Ediciones Paidós, 2013, p. 35.
[6] George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana. Madrid, Ediciones Cátedra, 2012, p. 95.
[7] Roland Barthes, El placer del texto. México, Siglo XXI Editores, 2004, p. 25.
[8] Roland Barthes, El placer del texto. México, Siglo XXI Editores, 2004, p. 102.
[9] Eliseu Carbonell, Debates acerca de la antropología del tiempo. Barcelona, Universitat de Barcelona, 2004, p. 52.
En portada, “De mañana ya ni me acuerdo”, São Paulo, 2016.
De arriba a abajo, Franz von Stuck (1863 - 1928), Perdido, 1891. Óleo/lienzo, 48 x 46 cm, Belvedere, Viena. (Esta imagen aparece en el libro de Dieter Richter, El Sur (Siruela, 2011). El pie de página dice: “Fauno del Sur extraviado en las regiones del norte”); Magna Chaos, alegoría de la creación del universo (1524-1531), con diseño de Lorenzo Lotto y ejecución de Giovan Franceso Capoferri , en la Basílica de Santa Maria la Mayor de Bérgamo (Italia); Abaporu, 1928, de Tarsila do Amaral.