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Ucrania, una parábola política en tierra de nadie
Es curioso estar escribiendo estas líneas en el mismo momento que Poroshenko entrega la ciudad de Debáltsevo a los prorrusos y Christine Lagarde anuncia desde el FMI un soplo de más de veinte mil millones de euros para sufragar la pésima situación en Ucrania. Los acuerdos de Minsk parecen no haber hecho efecto o haberlo hecho por entero, pues la imagen de los líderes en la capital de Bielorrusia es lo único que quedará para el recuerdo. Todavía no nos habremos dado cuenta de que la fotografía es esa forma implementada en la que hoy se ejerce el gobierno de las naciones. Mientras, aunque muchos no lo crean, desde una punta a la otra del mundo, demócratas, oligarcas, neoliberales y dictadores se ufanan en dar la razón a Hobbes, pero a pies juntillas, con espumarajos en la boca de tanto ensalivarse. Y es que basta con tirar del hilo de la memoria para convencerse de que a lo largo de la historia los seres humanos nos hemos matado entre nosotros y siempre hemos tenido motivos suficientes para justificar la sangre de nuestras manos, y si es para crear protectorados rusos, más aún. En que estaría pensando yo.
El caso es que las circunstancias han querido que esté en este país bebiéndome con los ojos toda cortina de azufre que pasa por mis narices, y el regusto tenebroso de lo invisible, lejos de parecer poesía, es algo incontrolable. Cualquiera podría perderse entre tanta información si tenemos en cuenta que los telediarios sólo se hacen eco de la catástrofe bélica o la injusticia política cuando desde los despachos de las multinacionales de la comunicación las cifras revientan, nunca antes. Lo que quiere decir que el índice de información sobre Ucrania, equiparable al de Siria, Israel o Nigeria, viene determinado por concurrencia global y no por violación de los derechos humanos, infracción de principios equitativos o bla bla bla.
En un marco poliédrico como el que vive Ucrania, pretender ofrecer una lectura unívoca de la realidad sería casi tan demente como querer levantar una muralla con un ladrillo. Por eso, sin ánimo de monopolizar o de sesgar este relato, me parece oportuno detenerme en Kiev. A pesar de ocupar el centro-norte de la península, alejada a priori de los convoyes militares que día tras días se dirigen al este del país, la capital sin embargo ha sido testigo de fuertes levantamientos y situaciones convulsas de primera magnitud. Cuando se visita la ciudad uno no es capaz de reconstruir las imágenes que han aparecido estos últimos meses en las secciones internacionales de los periódicos. Tampoco se respira una tensión social de riesgo cuando lo único que puede verse son automóviles de lujo y centros comerciales que serían la envidia de Occidente.
En su centro neurálgico se encuentra la Plaza de la Independencia, conocida hoy lacónicamente como el Maidán (plaza en ucraniano), cuyos adoquines fueron testigo, hoy hace un año, el mismo 20 de febrero, de cómo unas cien personas dejaban su vida en ese pavimento frío y grasiento por defender la libertad. En ese mismo emplazamiento, a pocos metros girando una esquina, existe un conocido multicomplejo de ocio en el que algunos turistas, y ucranianos también, matan su tiempo y su dinero. Está bien, me dije. Me camuflé para probar la experiencia y me puse en la piel de un kievita de bien, como si allí no pasara nada. Sujétense. En el local en cuestión había hasta un perro rosa alla maniera de Jeff Koons sobre el que rezaba: “Only looks like a Koons dog, but it is not”. Una obra de arte contemporáneo que es un disgusto para los amantes del arte contemporáneo. Parábolas tenebrosas las hay en todos lados, así que pedí un café para aliviar el desconcierto. No lo sabía, pero lo peor aún estaba por llegar. Fue justo en el momento en que la camarera puso la taza en mi mesa cuando tuve un pálpito angustioso. Si Proust rememoró inductivamente su vida con una magdalena, yo tuve una revelación abisal con un espresso.
Todo el dilema de Ucrania, o al menos un recodo de tal cantidad de fango y sangre, está motivado por un paradigma: la europeización. Ahora bien, no todo parece luz ni prosperidad en los mercados internacionales. Qué voy a decir yo sobre lo que aconteció ese jueves negro en aquella plaza. Pero la sensación esperanzadora de felicidad es sombría. Porque miro mi café y lo primero que veo es la marca: Illy. Eso sí, antes de probarlo me persuado de que verdaderamente les importa perder lo que conquistaron y que tal vez por ello quieren ser europeos, pero me invade la desolación cuando imagino que la entrada en el circuito del libre comercio, cuyo rechazo motivó las primeras manifestaciones en el Maidán en 2013, son la solución del problema. Eso son muertes y vacío y manipulación. Así que por más que intento convencerme con presagios de bonanza y el cese definitivo del derramamiento de sangre, con toda la escasez y precariedad que acarrea sobre la población civil una guerra de desgaste, yo sólo veo una nación que quiere convertirse al capitalismo y que además sería capaz de hacerlo a cualquier precio, sin importarle qué puede ofrecer al resto de mercados mientras se incorpora al pujante tren de las divisas occidentales.
Para cuando quise saborear el café que tenía en las manos, la desesperación más horrenda se apoderó de mí. No es que se tratara de uno de los cafés más famosos del mundo, ni que el plato o la cucharilla fueran perfectamente europeas, o que la servilleta tuviera un corte industrial de diseño sueco, es que incluso habían imitado a la perfección la temperatura del maravilloso mejunje que, como todos saben, en Italia jamás quema porque se bebe de una tirada. Fue entonces cuando vi la auténtica realidad de un país que desde 1991 se ha considerado autónomo pero que no lo ha sido nunca, empezando por los modelos urbanizados de vida que ha seguido y terminando en las nuevas costumbres, importadas de una vieja Europa, y a la vez nueva, con la que sueñan.
Precisamente esta plaza, ahora tan calma vista desde un local confortable, sigue mostrando el estremecimiento cuando uno repasa los tablones de fallecidos fruto de dos días gobernados por el horror. Niños, ancianos, adolescentes, militares y padres de familia. Todos caben en ese vórtice maldito que es la violencia. Recuerdo quedarme sin palabras revisando algunos libros con sus caras, como un catálogo de la desgracia, de la injusticia y del odio al que poco podemos añadir. Es posible que los actos programados para hoy embellezcan el Maidán, que dignifiquen y justifiquen la muerte de cien inocentes, y hasta es posible que algunos lo respeten si no lo hacían ya, pero dudo mucho que al final quede algo más que una fotografía.
Mirando esta plaza, a veces pienso que Hobbes llevaba razón.
Imágenes:
1: Plaza de Santa Sofía con San Miguel al fondo / © Mario S. Arsenal
2: Interior de The Cake / Foto @PimientaSnchz
3 y 4: Vista de la Plaza de la Independencia el 15 mayo 2014 / Foto @PimientaSnchz
Ucrania, una parábola política en tierra de nadie
Es curioso estar escribiendo estas líneas en el mismo momento que Poroshenko entrega la ciudad de Debáltsevo a los prorrusos y Christine Lagarde anuncia desde el FMI un soplo de más de veinte mil millones de euros para sufragar la pésima situación en Ucrania. Los acuerdos de Minsk parecen no haber hecho efecto o haberlo hecho por entero, pues la imagen de los líderes en la capital de Bielorrusia es lo único que quedará para el recuerdo. Todavía no nos habremos dado cuenta de que la fotografía es esa forma implementada en la que hoy se ejerce el gobierno de las naciones. Mientras, aunque muchos no lo crean, desde una punta a la otra del mundo, demócratas, oligarcas, neoliberales y dictadores se ufanan en dar la razón a Hobbes, pero a pies juntillas, con espumarajos en la boca de tanto ensalivarse. Y es que basta con tirar del hilo de la memoria para convencerse de que a lo largo de la historia los seres humanos nos hemos matado entre nosotros y siempre hemos tenido motivos suficientes para justificar la sangre de nuestras manos, y si es para crear protectorados rusos, más aún. En que estaría pensando yo.
El caso es que las circunstancias han querido que esté en este país bebiéndome con los ojos toda cortina de azufre que pasa por mis narices, y el regusto tenebroso de lo invisible, lejos de parecer poesía, es algo incontrolable. Cualquiera podría perderse entre tanta información si tenemos en cuenta que los telediarios sólo se hacen eco de la catástrofe bélica o la injusticia política cuando desde los despachos de las multinacionales de la comunicación las cifras revientan, nunca antes. Lo que quiere decir que el índice de información sobre Ucrania, equiparable al de Siria, Israel o Nigeria, viene determinado por concurrencia global y no por violación de los derechos humanos, infracción de principios equitativos o bla bla bla.
En un marco poliédrico como el que vive Ucrania, pretender ofrecer una lectura unívoca de la realidad sería casi tan demente como querer levantar una muralla con un ladrillo. Por eso, sin ánimo de monopolizar o de sesgar este relato, me parece oportuno detenerme en Kiev. A pesar de ocupar el centro-norte de la península, alejada a priori de los convoyes militares que día tras días se dirigen al este del país, la capital sin embargo ha sido testigo de fuertes levantamientos y situaciones convulsas de primera magnitud. Cuando se visita la ciudad uno no es capaz de reconstruir las imágenes que han aparecido estos últimos meses en las secciones internacionales de los periódicos. Tampoco se respira una tensión social de riesgo cuando lo único que puede verse son automóviles de lujo y centros comerciales que serían la envidia de Occidente.
En su centro neurálgico se encuentra la Plaza de la Independencia, conocida hoy lacónicamente como el Maidán (plaza en ucraniano), cuyos adoquines fueron testigo, hoy hace un año, el mismo 20 de febrero, de cómo unas cien personas dejaban su vida en ese pavimento frío y grasiento por defender la libertad. En ese mismo emplazamiento, a pocos metros girando una esquina, existe un conocido multicomplejo de ocio en el que algunos turistas, y ucranianos también, matan su tiempo y su dinero. Está bien, me dije. Me camuflé para probar la experiencia y me puse en la piel de un kievita de bien, como si allí no pasara nada. Sujétense. En el local en cuestión había hasta un perro rosa alla maniera de Jeff Koons sobre el que rezaba: “Only looks like a Koons dog, but it is not”. Una obra de arte contemporáneo que es un disgusto para los amantes del arte contemporáneo. Parábolas tenebrosas las hay en todos lados, así que pedí un café para aliviar el desconcierto. No lo sabía, pero lo peor aún estaba por llegar. Fue justo en el momento en que la camarera puso la taza en mi mesa cuando tuve un pálpito angustioso. Si Proust rememoró inductivamente su vida con una magdalena, yo tuve una revelación abisal con un espresso.
Todo el dilema de Ucrania, o al menos un recodo de tal cantidad de fango y sangre, está motivado por un paradigma: la europeización. Ahora bien, no todo parece luz ni prosperidad en los mercados internacionales. Qué voy a decir yo sobre lo que aconteció ese jueves negro en aquella plaza. Pero la sensación esperanzadora de felicidad es sombría. Porque miro mi café y lo primero que veo es la marca: Illy. Eso sí, antes de probarlo me persuado de que verdaderamente les importa perder lo que conquistaron y que tal vez por ello quieren ser europeos, pero me invade la desolación cuando imagino que la entrada en el circuito del libre comercio, cuyo rechazo motivó las primeras manifestaciones en el Maidán en 2013, son la solución del problema. Eso son muertes y vacío y manipulación. Así que por más que intento convencerme con presagios de bonanza y el cese definitivo del derramamiento de sangre, con toda la escasez y precariedad que acarrea sobre la población civil una guerra de desgaste, yo sólo veo una nación que quiere convertirse al capitalismo y que además sería capaz de hacerlo a cualquier precio, sin importarle qué puede ofrecer al resto de mercados mientras se incorpora al pujante tren de las divisas occidentales.
Para cuando quise saborear el café que tenía en las manos, la desesperación más horrenda se apoderó de mí. No es que se tratara de uno de los cafés más famosos del mundo, ni que el plato o la cucharilla fueran perfectamente europeas, o que la servilleta tuviera un corte industrial de diseño sueco, es que incluso habían imitado a la perfección la temperatura del maravilloso mejunje que, como todos saben, en Italia jamás quema porque se bebe de una tirada. Fue entonces cuando vi la auténtica realidad de un país que desde 1991 se ha considerado autónomo pero que no lo ha sido nunca, empezando por los modelos urbanizados de vida que ha seguido y terminando en las nuevas costumbres, importadas de una vieja Europa, y a la vez nueva, con la que sueñan.
Precisamente esta plaza, ahora tan calma vista desde un local confortable, sigue mostrando el estremecimiento cuando uno repasa los tablones de fallecidos fruto de dos días gobernados por el horror. Niños, ancianos, adolescentes, militares y padres de familia. Todos caben en ese vórtice maldito que es la violencia. Recuerdo quedarme sin palabras revisando algunos libros con sus caras, como un catálogo de la desgracia, de la injusticia y del odio al que poco podemos añadir. Es posible que los actos programados para hoy embellezcan el Maidán, que dignifiquen y justifiquen la muerte de cien inocentes, y hasta es posible que algunos lo respeten si no lo hacían ya, pero dudo mucho que al final quede algo más que una fotografía.
Mirando esta plaza, a veces pienso que Hobbes llevaba razón.
Imágenes:
1: Plaza de Santa Sofía con San Miguel al fondo / © Mario S. Arsenal
2: Interior de The Cake / Foto @PimientaSnchz
3 y 4: Vista de la Plaza de la Independencia el 15 mayo 2014 / Foto @PimientaSnchz