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Todo fluye en la calle Claudio Coello

Tiendas pop up y otras manifestaciones de lo efímero en el barrio de Salamanca
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Todo fluye –de un tiempo a esta parte– en la calle Claudio Coello de Madrid. Nada permanece o al menos nada permanece con la misma apariencia que tenía diez minutos antes. Por ejemplo, en la tienda pop up de Chanel, en el número 30, las empleadas cambian de maquillaje cada semana y el caso es que esta es la semana del rock, maquillaje rock. Mejor dicho: era, porque el pop up es un abrir y cerrar de ojos. Al nacer mueren las flores, y al abrir cierran las tiendas. Ninguna tienda durará siempre. Todo cerrará. Una tienda pop up es una tienda que abre con vocación de cerrar más o menos pronto, con la confianza de que la fugacidad precipite las ventas: Danzad, danzad, malditos. Hay tiendas que abren y cierran en un mismo día y hay tiendas que se pasan un par de meses allí dentro, incluso medio año. Algunos dicen –algunos dicen muchas cosas– que eso no es pop up, sino un negocio de temporada, pero no hay un límite preciso para decidir si una tienda es pop up o no lo es –cada uno que piense lo que quiera–, y desde luego seguir por ese camino sería dedicarle demasiado tiempo al sexo de los ángeles cuando aún está por dirimir la existencia misma de los ángeles: ¿existe el tiempo realmente?, ¿tiene sentido medir el tiempo ahora que sabemos que todo-fluye-todo-el-tiempo-y-en-todas-partes, incluido el tiempo en la calle Claudio Coello? Así que lo efímero es lo que no permanece (suspendido en el tiempo) y tanto da si en el camino de no permanecer han pasado seis horas como si han pasado seis meses, o seis años.

Antes de ser una tienda pop up, esto era una galería de arte. Este detalle es importante para los empleados y para lo propia casa Chanel, que lo recuerda con insistencia en su comunicación corporativa. Consideran que es una manera de preservar el espíritu de la madre fundadora, artista y frecuentadora de artistas: Gabrielle Coco Chanel. A la menor ocasión, las empleadas remiten a las enseñanzas de Chanel igual que en un colegio de Fomento remiten a las enseñanzas de San José María: «Quien busca a Dios, ya lo ha encontrado».

Y esto es lo que decía Coco Chanel:

«La moda pasa, el estilo permanece».

Pues bien: la noticia (lo sustancial) es (era) que las empleadas de la tienda pop up de Chanel han cambiado de maquillaje, cosa que por lo demás –ya se ha dicho– pasa todas las semanas. Los maquillajes pasarán, las empleadas permanecerán en tanto permanezca la tienda efímera. Las empleadas de Chanel se maquillan una vez que llegan a la tienda, unas a otras o ellas mismas, y cada semana llevan un maquillaje distinto y esta semana es la semana rock y por tanto llevan sombras en los ojos y unos coloretes que resaltan los pómulos. Todo lo demás es normal, no hay ninguna estridencia: rock suave. Sólo que la casualidad no existe, todo encaja: sesenta años después de que el single Rock around the clock de Bill Halley se convirtiera en número uno en ventas en Estados Unidos (julio de 1955) y la gran fiesta del rock and roll empezara a rodar a efectos comerciales, la pequeña tienda pop up de la calle Claudio Coello decide que ha llegado el momento del maquillaje rock. Rock around the clock –rock alrededor del reloj: en la calle Claudio Coello todo son ahora alusiones más o menos veladas al paso del tiempo, angustia y fugacidad– se había grabado un año antes pero lo importante no es cuándo se digan las cosas sino cuándo se oyen (el mundo está lleno de cosas que alguien ha dicho pero que nadie ha oído ni oirá jamás) y lo importante, otra vez, no es cuándo se fabrica un producto sino cuándo se vende. En la tienda pop up se venden servicios –te enseñan a maquillarte, seas quién seas– y productos. Te maquillan por sesenta euros (sesenta años, sesenta euros: «¿Hasta cuándo, Casualidad, vas a seguir abusando de nuestra paciencia?») y eso les lleva una hora de reloj, ¡sesenta minutos!, así que la experiencia sale a euro por minuto. Pero son sesenta euros convertibles en productos.

–¿Convertibles en productos?: ¿en qué sentido?

–En el sentido de que, además de maquillarte, te llevas sesenta euros en productos.

Mientras tanto, en la acera de enfrente, unos operarios merodean alrededor de un camión de mudanzas de la empresa Las Naciones. Ni siquiera el vecindario permanece. Un poco más arriba, un ujier sin coleta entra y sale del Instituto Beatriz Galindo aunque las clases han terminado: «También el bachillerato pasará». Un repartidor de la fábrica de morcillas Hermanos González –lleva una camiseta conmemorativa de «la morcilla más larga del mundo»– se baja de la furgoneta y dobla por la calle Ayala y, cuando está a punto de entrar en el restaurante Jurucha para soltar el género, se para en seco y observa con lascivia una Harley Davidson –«¡Es tal el brillo de su cromado!»– y enseguida se saca un papel del bolsillo (sostiene el paquete de morcillas con una sola mano) y menea la cabeza. En realidad es difícil determinar qué ha sido primero, si la Harley o el papel, que tal vez sea un recibo o un albarán. El repartidor vuelve sobre sus pasos, dobla por Claudio Coello y luego regresa al restaurante Jurucha pero esta vez no hace ningún caso de la Harley: ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

En el escaparate madrileño de la sastrería londinense Hackett hay un letrero con la siguiente lección de vida: «You can`t control the wind but you can adjust your sails: Jeremy´s rol 15 for a better living». En la calle Claudio Coello, como en todas partes, hay un montón de cosas que se dan por sabidas, además de las lenguas extranjeras. A lo mejor hay alguien que no sabe quién es Jeremy –¿un sastre o un profeta?– y a lo mejor no hace falta saberlo realmente para captar la esencia del mensaje, la enseñanza gratuita de la sastrería Hackett.

Hay dos tiendas de alfombras, pared con pared. Una vende alfombras viejas y otra vende alfombras nuevas. La tienda de alfombras nuevas ofrece descuentos de hasta el setenta por ciento: son esas alfombras con diseños más o menos pop que han nacido viejas y que antes de ser desenrolladas en los salones de sus futuros dueños ya habrán dejado de ser enrolladas. En la tienda de alfombras viejas no hay el menor indicio de descuento y, para entrar, tienes que llamar a un telefonillo. En la zapatería Meermin han hecho un mural con hormas de madera (la verdaderas hormas son siempre de madera) y es un mural hipnótico y los clientes miran y tocan las hormas como si fueran los senos de una estatua de la calle, aunque no son más que protuberancias de madera. Y, sin embargo: el zapato pasa, la horma permanece.

En la galería Actual, número 24, dicen: «Compramos obra de Fernando Zóbel y otros artistas filipinos». Y en la acera de enfrente está la casa en la que murió Bécquer, «poeta del amor y del dolor».

Retazos de conversaciones espigadas, pero no sacadas de contexto puesto que el contexto es Claudio Coello:

–...con banderas republicanas...

–Let me tell you...

(Se trata de conversaciones distintas, obviamente)

Pero en la calle Claudio Coello hay o ha habido más tiendas pop up, y eso hace pensar que lo efímero está aquí para quedarse (Rock and roll is here to stay: Danny & The Juniors, 1958). En el número 40 estuvo Kelly –complementos, decoración, uso indiscriminado de la palabra vintage y una fiesta de inauguración con amigos de verdad–, pero cumplió su palabra y cerró en menos de dos meses. La zapatería Sixtyseven, en el número 58, también cumplirá con su compromiso de fugacidad. Dentro de un mes cerrará y se convertirá en Hannibal Laguna (alta costura, novias, grupo Mustang). ¿Qué pasará entonces con la dependienta, que se llama Blanca? Ah, maldita sea, se pone el sol, se extingue el día sobre el Barrio de Salamanca y todo es dolor y fin de ciclo en la calle Claudio Coello. Pero Blanca levanta los hombros y sonríe. Parece que tiene confianza en el futuro y eso tiene cierta lógica: «También el futuro pasará».