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Simone Weil (1909-1943)

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Simone Weil comienza a reflexionar allí donde se detiene Paul Valéry: ante la extrema pureza de la nada. Alumna suya en el Colegio de Francia —y discípula, a su vez, de Alain, amigo y lector de Valéry—, comparte con el filósofo del alba el fervor por las matemáticas, la física cuántica, la arquitectura, las lenguas clásicas, la luz de la aurora, el canto gregoriano, el vuelo de los pájaros, la convicción de que «El hombre es un animal encerrado en la parte exterior de su celda» (Valéry, 1941). Weil cita en sus Cuadernos, cuyas anotaciones recorren el filo de un conocimiento tensado al máximo entre la acción y la contemplación, algunos aforismos procedentes de los Cuadernos del propio Valéry. En una carta de 1937, el autor de El cementerio marino, a quien hizo depositario de algunos de sus poemas, elogia su «voluntad de composición» y su «esmero»: «Esmero no es la palabra exacta. Se trata de una cualidad mucho más sutil, la más excepcional que existe y que ha sido, en general, ignorada por los más grandes poetas».

Para designar su estilo reflexivo, Ferrater Mora se decanta por la expresión «mística clara». En sus lecciones del curso 1933-34, ella misma afirma: «Es posible reconducir todo el arte de vivir a un buen uso del lenguaje». Y en 1936, poco antes de alistarse en la Columna Durruti, exclama: «Que no se diga que hay algo en el mundo que nos sea más querido que el pueblo español». Albert Camus, quien en 1944 reconocía: «Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado», señala: «Desde Marx, el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada más penetrante y profético».

El grueso de su obra —en gran medida fragmentaria y póstuma, dos estigmas que suelen acompañar al escritor de cuadernos— cristaliza durante los tres últimos años de su vida, en el transcurso de un peregrinaje que la conduce desde París al exilio, vía Marsella, Casablanca, Nueva York y Londres. La mezcla de postulado matemático, sabiduría trágica y regla de santidad que a menudo revisten sus enunciados parece concebida para «encontrar y formular algunas de las leyes de la condición humana», como ella misma observaba en 1941. La recepción de esos textos —palancas de iluminación fabricadas con una parte de razón y otra de gracia— ha suscitado una galería de lecturas que resultaría inútil tratar de desplegar en su totalidad.

Alain (1935): «Su trabajo es de primera magnitud. Trabajos de este tipo son los únicos que dejan abierto el futuro próximo y la verdadera Revolución».

Gustave Thibon (1947): «Ningún grupo social o ideología tiene derecho a apoyarse en ella. Su amor por el pueblo y su odio contra cualquier opresión no son suficientes para invocar a un partido de izquierdas; ni tampoco su negación del progreso y su culto a la tradición autorizan a vincularla a la derecha».

Albert Camus (1951): «Ya en 1934, Simone Weil describió esta era de tecnócratas de una forma que puede considerarse completa. A las dos formas tradicionales de opresión que ha conocido la humanidad —por medio de las armas y por medio del dinero—, añade una tercera: la opresión mediante la función. "Se puede suprimir la oposición entre comprador y vendedordecía— sin suprimir la oposición entre quienes disponen de la máquina y aquellos de quienes dispone la máquina"».

T. S. Eliot (1952): «Podía ser injusta y desmesurada; seguramente cometió unos cuantos errores asombrosos, pero sus osadas aseveraciones, que someten a una dura prueba la paciencia del lector, no proceden de una debilidad de su inteligencia, sino de un exceso de temperamento. No olvidemos que, finalmente, Simone Weil murió con 34 años».

Emmanuel Levinas (1952): «La inteligencia de Simone Weil solo puede igualarse a la grandeza de su alma. ¿Cómo hablar de ella y, sobre todo, cómo hablar contra ella? Su pasión antibíblica ha podido herir y turbar a los israelíes. Hay dos tesis escandalosas en su doctrina. En primer lugar, impone una lectura tal de la Biblia que el Bien es siempre de origen ajeno al judaísmo, y el mal específicamente judío. Es la claridad platónica lo que obsesiona a Weil, mientras que el Antiguo Testamento se le presenta como la noche de los mitos y de los cuentos».

Ingeborg Bachmann (1955): «No es fácil juzgar las tesis de Simone Weil con imparcialidad, pues parten de la razón y desembocan en la confesión. La fuerza luminosa de su lenguaje responde a una pasión intelectual inusitada. A su manera, estaba afiliada al partido anónimo de los pobres, los débiles y los oprimidos. Poco atractiva, intransigente, terriblemente seria y libre de todo sentimentalismo, poseía una intensidad cerebral desorbitada. Sabe transmitir la hermosura de los textos antiguos de un modo nuevo y fascinante. Su camino es una vía negativa, una vía para ampliar la distancia entre ella y Dios. Esa distancia inmensa, a la cual es llevada a través de la infelicidad más extrema, tendría que hacer posible experimentar la gracia. Su extensa y compleja obra es quizás el único testimonio que poseemos de una mística pura desde la Edad Media. A su juicio, la creencia en la inmortalidad como prolongación de la vida impide la percepción adecuada de la muerte. Quiere evitar, sobre todo, crear otro nuevo Dios imaginario, un nuevo pez gordo que se asociaría con los otros peces gordos. Esta parte de su camino siempre estuvo reservada a unos pocos. Simone Weil era un jabato solitario».

Flannery O'Connor (1955): «La vida de Simone Weil es una mezcla casi perfecta de lo cómico y lo terrible, y ambas cosas pueden considerarse como las dos caras de una misma moneda».

Georges Bataille (1957): «Llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver, y a menudo tropezaba con las mesas. Sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados semejaban alas de cuervo a ambos lados de su cara. En medio de su piel lívida, tenía una nariz grande que sobresalía bajo unas gafas de acero. Producía desazón. Hablaba lentamente, con la serenidad de un espíritu ajeno a todo. Ejercía cierta fascinación, tanto por su lucidez como por su pensamiento alucinado».

Kenneth Rexroth (1957): «En 1934, tras una brillante carrera académica, dejó la enseñanza para trabajar en una fábrica de Renault. En 1936, fue a España y luchó —o, más bien, no luchó— en el ejército republicano. Su salud se debilitó, abandonó sus ideas revolucionarias e inició una especie de torturante merodeo a las puertas de la Iglesia Católica. Su pensamiento solo funcionaba con la paradoja. Esta mujer se mató buscando la salvación. Mientras se estaba muriendo en un sanatorio inglés, comía solo el equivalente a las raciones que se repartían en el París ocupado. Sus cartas tienen el estilo de las manifestaciones más afligidas de Juan de la Cruz en la noche oscura. Estaba constitucionalmente desconectada, a pesar de la fábrica de Renault, los republicanos españoles y el ejército de la Francia libre. Jamás dejó que se le acercara nadie que pudiese ayudarla. Repite una y otra vez que está segura de haber sentido el repentino descenso, la presencia envolvente de Dios».

Susan Sontag (1963): «Escritores reiterativos, obsesivos y maleducados, fanáticos e histéricos destructores del yo. Escritores como Kierkegaard, Nietzsche, Dostoievski, Kafka, Baudelaire y Simone Weil, tienen autoridad sobre nosotros precisamente por su carácter enfermizo. Algunas vidas son ejemplares, otras no. Pensemos en el fanático ascetismo de la vida de Simone Weil, su desprecio del placer y de la felicidad, sus nobles y ridículos gestos políticos, sus elaboradas repulsas del ego, su incansable cortejo de la aflicción. Nadie que ame la vida quisiera imitar su dedicación al martirio. Sin embargo, en el respeto que sentimos por esas vidas reconocemos la presencia del misterio en el mundo, y el misterio es precisamente lo que desmiente una segura posesión de la verdad».

Maurice Blanchot (1969): «Hay algo llamativo en el hecho de que esta joven intelectual, sin ataduras religiosas y naturalmente atea, sea el sujeto, casi de repente, hacia los 29 años, de una experiencia mística. Rechaza todas las diversiones de la fe: la idea de salvación, la creencia en la inmortalidad, la concepción del más allá. No existe pensamiento que haya procurado mantener más rigurosamente la lejanía de Dios, la necesidad de saber que no sabemos nada de él, y que solo hay verdad y certidumbre allí donde él está oculto. Pero de este Dios oculto, no deja de hablar abiertamente, con firmeza, con indiscreción, olvidándose de que esa indiscreción hace vanas casi todas sus palabras. Ciega ante el prójimo en su esfuerzo por dedicarse al prójimo, incluso en su lecho de muerte discute, asombra y agota al sacerdote que la visita».

Emile Cioran (1970): «Larga conversación con el poeta húngaro Pildusky sobre Simone Weil, a la que considera una santa. Le digo que yo también la admiro, pero que no era una santa, que había en ella demasiado de esa pasión e intolerancia que detestaba en el Antiguo Testamento. Lo que destaca en ella es la voluntad de imponer a toda costa la aceptación de su punto de vista, atropellando, incluso violentando al interlocutor».

George Steiner (1993): «Su observación, en el instante mismo en que las tropas alemanas ocupan París, de que era un gran día para Indochina —es decir, para todos los pueblos sometidos a dominio francés—, tiene la pureza axiomática y escalofriante de una máxima estoica. La teología y la metafísica modernas han desarrollado pocas proposiciones tan desafiantes como esta de Simone Weil: "Tenemos que creer en un Dios que sea como el verdadero Dios en todo, excepto en el hecho de que no existe". O su terrible dictum: "Debemos preferir el infierno real a un paraíso imaginario". La reverencia acrítica, por un lado, y la exasperación y la aversión, por otro, marcan el tono de los debates en torno a sus trabajos y sus días. No menos que Spinoza, amaba, en un sentido radicalmente judío, el lenguaje por encima de todo. Hay frases en los escritos de Simone Weil que detienen el pulso por la intensa aspereza de su visión filosófica o social. Hay momentos, y más que momentos, de suprema inteligencia moral en sus Cuadernos. De los grandes espíritus femeninos, es el de Weil el más claramente filosófico, el que mejor conoce la luz de la montaña, como diría Nietzsche. En ese aire frío, el incienso está fuera de lugar».

Roberto Esposito (2000): «Sabemos lo que fue —y todavía es— Simone Weil para Europa: una de las miradas más puras y penetrantes que ha conocido el siglo XX, y no solo el siglo XX. Como había enseñado Heráclito en los orígenes del pensamiento occidental, la presencia simultánea de los principios de Armonía y Contienda asume desde siempre los rasgos de una lucha destinada a autoalimentarse continuamente. El pensamiento weiliano es un pensamiento guerrero, incluso cuando combate por la paz. No puede decirse que sea la única pensadora trágica de Europa. De hecho, existen al menos dos precedentes. Se trata de Hölderlin y Nietzsche, intérpretes, también ellos, de esa línea heraclítea de la presencia simultánea de los contrarios como única forma de armonía posible, que Weil hace suya en sus Cuadernos».

Jiménez Lozano (2000): «La mística es uno de los dos caminos para escapar de la mentira religiosa; el segundo, es el ateísmo. Pero nadie más realista que un místico, que busca la Última Realidad. Simone Weil, una de las grandes inteligencias del siglo, es una mística post morten Dei. Está instalada, desde el punto de vista intelectual y sensible, en la modernidad total, en la que ya no hay clavos ardiendo. No me atrevo a tocar con comentario un solo texto suyo. Me quedo solamente con la boca abierta».

Czeslaw Milosz (2002): «Encontré en Simone Weil una sanción que me permitió aceptar las contradicciones interiores que me desgarraban».

Jiménez Lozano (2006): «Lo que me ocurre con Simone Weil —a quien leí en los últimos años de la década de 1950— es la misma sensación de fascinación, extrañeza e imprescindibilidad que tuve entonces ante el brillo y el filo de su prodigiosa inteligencia. Repulsiva para Bataille; inaguantable para Sartre y Beauvoir, que no podían seguirla; insoportable para Trotsky, quien tras una discusión con ella salió de la habitación dando un portazo y llamándola pequeña burguesa; extraña del todo para sus camaradas anarquistas durante la guerra civil española; insufrible para el general De Gaulle, quien la tachó de loca al oír su propuesta de saltar en paracaídas sobre la zona ocupada por los alemanes; incordiante para los médicos en su última enfermedad... Como Nietzsche, sabe que el cristianismo es la religión de los esclavos, y ella quiere ser una esclava. Al superhombre, ella opone la submujer. Las privaciones la llenan. Realmente, quedamos reducidos al silencio».

Simone Weil: «A los 14 años, pensé seriamente en morir a causa de la mediocridad de mis facultades naturales. Tras meses de tinieblas interiores tuve de repente y para siempre la certeza de que cualquier ser humano podía entrar en ese reino en el que habita la verdad, tan solo a condición de desearla y hacer un continuo esfuerzo de atención por alcanzarla. En la palabra verdad englobo también la belleza, la virtud y toda clase de bien. La aceptación de la voluntad de Dios, cualquiera que sea, se impuso a mi espíritu como el primero y más necesario de los deberes desde que lo encontré expuesto en Marco Aurelio bajo la forma de amor fati [amor al destino] de los estoicos. Yo sabía muy bien que mi concepción de la vida era cristiana, y por tal motivo jamás me vino a la mente la idea de entrar en el cristianismo. Tenía la impresión de haber nacido en su interior. Pero añadir el dogma a esta concepción de la vida me habría parecido falto de probidad. Poseo una noción en extremo rigurosa de la probidad intelectual. No obstante, tuve con el catolicismo tres contactos verdaderamente cruciales. En 1935, con el alma hecha pedazos y en unas condiciones físicas miserables, llegué a un pequeño pueblo portugués, igualmente miserable, sola, de noche, bajo la luna llena, el día de la fiesta patronal. Las mujeres de los pescadores portaban cirios y entonaban cánticos de una tristeza desgarradora. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos, y yo entre ellos. En 1937 pasé dos días en Asís. Allí, sola en la pequeña capilla del siglo XII donde tan a menudo rezó San Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por vez primera en mi vida, a ponerme de rodillas. En 1938, pasé diez días en el monasterio de Solesmes [el misma al que se había retirado doce años antes Reverdy]. Tenía intensos dolores de cabeza, y cada sonido me dañaba como si fuese un golpe; un extremo esfuerzo de atención me permitía salir de esta carne miserable y encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita belleza del canto. El pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre. El azar —pues prefiero decir azar y no providencia— hizo que un joven católico inglés me diera a conocer la existencia de los poetas metafísicos del siglo XVII. Leyéndolos, descubrí el poema "Amor" [de George Herbert]. Lo aprendí de memoria, y a menudo, en el momento culminante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me dedicaba a recitarlo. Fue en el curso de esas recitaciones cuando Cristo mismo descendió y me tomó. En mis razonamientos sobre la insolubilidad del problema de Dios, no había previsto la posibilidad de un contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios. Las historias de apariciones me desagradaban, lo mismo que los milagros en el evangelio. Nunca había leído a los místicos, pues nunca había sentido nada que me ordenase leerlos. También en las lecturas me he esforzado siempre por practicar la obediencia. No hay nada más favorable al progreso intelectual. Dios me había impedido leer a los místicos a fin de que me resultara evidente que yo no había fabricado ese contacto absolutamente inesperado. Después de decirme a mí misma durante tantos años: "Quizá todo eso no sea verdad", sentí que, sin dejar de decírmelo, debía añadir a esa fórmula su contraria: "Quizá todo eso sea verdad". Jamás he tenido la sensación de que Dios me quisiera en su Iglesia. Estoy siempre dispuesta a obedecer toda orden, cualquiera que sea. Obedecería con alegría la orden de ir al centro mismo del infierno y permanecer allí eternamente. No pretendo decir, claro está, que tenga preferencia por este tipo de órdenes. No tengo tal perversión. Pero el uso de dos palabras: anathema sit [sea condenado], me impide franquear el umbral de la Iglesia. Permanezco junto a todas las cosas que no pueden entrar en la Iglesia. Me parece positivo que algunas ovejas se queden fuera del redil. Para que la actitud de la Iglesia fuese verdaderamente eficaz y penetrara como una cuña en la existencia social, haría falta que manifestara abiertamente que ha cambiado o quiere cambiar. De otro modo, ¿quién podría tomarla en serio, recordando la Inquisición? La Iglesia fue la primera en establecer en Europa, en el siglo XIII, un esbozo de totalitarismo. Y el resorte de ese totalitarismo es el uso de esas dos palabras: anathema sit» (Marsella, 15 de mayo de 1942).

Cuadernos (1941-1943)

[editados póstumamente a partir de 1950]

Estrellas y árboles frutales en flor. La completa permanencia y la extrema fragilidad proporcionan por igual el sentimiento de lo eterno.

El prójimo. Ver a cada ser humano (imagen de uno mismo) como una prisión en la que habita un prisionero con todo el universo a su alrededor.

Cuando algo parece imposible de obtener, se hagan los esfuerzos que se hagan, significa que se ha llegado a un límite infranqueable en ese plano, e indica la necesidad de un cambio de plano, de una ruptura del techo. Esforzarse hasta el agotamiento en ese plano, degrada. Más vale aceptar el límite, contemplarlo y saborear toda su amargura.

Enfermedades que, curadas de una forma, reaparecen de otra (Hipócrates). Idea de gran calado. Que vale también para el alma. Y vale para los obstáculos de una doctrina o de una ciencia. Y para la sociedad. Y para el arte. Sustituimos una palabra, una imagen o un verso por otro, y se produce la misma imperfección. ¿Cómo lograr que no sea así, cómo conseguir un tránsito a mejor?

Virtud simbólica del agua: su tendencia natural al equilibrio.

Renuncia. Renunciar a los bienes materiales. ¿Pero no son estos acaso condición de algunos bienes espirituales? ¿Acaso se piensa igual cuando se padece hambre, o se está agotado físicamente o se siente uno humillado y sin consideración? Por tanto, hay que renunciar también a esos bienes espirituales. ¿Qué es lo que queda cuando se ha renunciado a todo lo que tiene una dependencia del exterior? ¿Tal vez nada? Esa es la verdadera renuncia a uno mismo. Yo soy nada. Yo soy todo.

El tiempo nos conduce —siempre— adonde no queremos ir. Amemos el tiempo.

El infierno como un paraíso ilusorio. No otra cosa es la voluptuosidad. La de «paraísos artificiales», es una expresión excelente. La voluptuosidad (pero no el placer puro) constituye una dicha ilusoria. En su lugar, el placer puro puede acompañar a la dicha, pero no encierra una ilusión. No parece infinito; tiene una apariencia de limitado. / Algunos buscan el reino de Dios como si se tratara de un paraíso artificial, aunque sea el mejor de los paraísos artificiales.

Llega un punto en la desgracia en el que ya no somos capaces de soportar ni que continúe ni que se nos libere de ella.

Pedagogía. Debería enseñársele a los niños de primaria la lista de las cosas que la ciencia no está en absoluto en condiciones de explicar.

El objeto de mi estudio no es lo sobrenatural, sino este mundo. Lo sobrenatural es la luz. Si nos atreviéramos a hacer de ello un objeto de estudio, lo menoscabaríamos.

Los únicos esfuerzos puros son los esfuerzos sin finalidad, pero son humanamente imposibles.

El sufrimiento y el goce como fuentes de saber. La serpiente ofreció el conocimiento a Adán y Eva. Las sirenas ofrecieron el conocimiento a Ulises. Estas historias ponen de manifiesto que el alma se pierde al poner el conocimiento en el placer. ¿Por qué? El placer es quizá inocente, siempre que no se busque en él el conocimiento. Este solo está permitido buscarlo en el sufrimiento.

Goza con el desapego. En cuanto a los bienes, la prueba del desapego es la alegría.

Sin el mal, este mundo sería irreconocible.

No es el hombre quien debe ir hacia Dios; es Dios quien va hacia el hombre. Este solo debe mirar y esperar.

Dios nos ha vestido con una personalidad —lo que somos— con objeto de que nos la quitemos.

Si mi salvación eterna se hallara en esta mesa bajo la forma de objeto, y no tuviera más que alargar la mano para cogerla, no lo haría sin haber recibido la orden.

El racionalismo: si el racionalismo consiste en pensar que la razón es el único instrumento, está bien; si consiste en pensar que puede ser un instrumento suficiente, es una tontería.

Maya, la ilusión. Es muy real (a su modo), pues cuesta mucho trabajo salir de ella. Pero su realidad consiste en ser ilusión.

La vida humana es imposible. Pero solo la desgracia logra que lo sintamos.

Nada poseemos en el mundo —porque el azar puede quitárnoslo todo—, salvo el poder de decir yo. Eso es lo que hay que entregar a Dios, o sea, destruir. No hay en absoluto ningún acto libre que nos esté permitido, salvo la destrucción del yo.

Dios solo puede estar presente en la creación en forma de ausencia.

Zen. Contemplar la Estrella Polar mirando al Sur.

No creer en la inmortalidad del alma, sino contemplar la vida entera como algo destinado a preparar el instante de la muerte; no creer en Dios, sino amar siempre el universo como a una patria, incluso desde la angustia del sufrimiento; ese es el camino de la fe por la vía del ateísmo. Esa fe es la misma que resplandece en las imágenes religiosas. Sin embargo, cuando se llega a ella por ese otro camino, las imágenes sobran.

Definir lo real. Nada hay tan importante como eso.

No hay cosa más opuesta a la unión de los contrarios que «el justo medio».

Dos encarcelados en celdas vecinas que se comunican dando golpes en la pared. La pared es lo que los separa, pero también lo que les permite comunicarse. Igual que nosotros y Dios. Toda separación es un vínculo.

El cuerpo humano es la balanza en la que lo sobrenatural y la naturaleza hacen de contrapeso.

Concebir la posibilidad de que los contrarios se unan es lo propio de la parte divina del alma.

Uno de los placeres más deliciosos del amor humano, servir al ser amado sin que lo sepa, no es posible en el amor a Dios más que por el ateísmo.

Axioma: todo lo que me pertenece carece de valor, pues, por esencia, hay incompatibilidad entre el valor verdadero y la propiedad.

Vivimos aquí abajo en una mezcla de tiempo y eternidad. La alegría corresponde a un crecimiento del factor eternidad; el dolor, a un predominio del factor tiempo. ¿Por qué, pues, el paso por el dolor hace más sensible a la belleza?

El fin de la vida humana es construir una arquitectura en el alma.

Si el cielo fuese como lo pintan, seríamos allí más desdichados que en la tierra; pues en la tierra se puede tener la esperanza de avanzar hacia cualquier grado de perfección, mientras que en el cielo, tal como lo describen, aunque unos valgan menos que otros, y en consecuencia todos menos de lo que es posible valer, no hay nunca ningún progreso. ¿Cuánto habrá envenenado el imperio romano al cristianismo para que describan el paraíso como la corte de un soberano?

Solo lo universal es verdadero, y el hombre no puede prestar atención más que a lo particular. Esta dificultad es el origen de la idolatría.

¿Por qué la reunión de dos o tres cristianos en el nombre de Cristo no cuenta como un sacramento?

En la Biblia, se dice siempre: Haréis huir a vuestros enemigos, los masacraréis, etcétera, para que se sepa quién es vuestro Dios. Jamás: mandaréis trigo allí donde hay hambre, etcétera, para que se sepa...

Si actualmente un hombre se vendiera como esclavo a otro, la convención sería jurídicamente nula, pues la libertad es inalienable por el hecho de ser sagrada. / Colocando la propiedad junto con la libertad entre las cosas sagradas, las gentes de 1789 —si las palabras tienen algún sentido— la declaraban inalienable y la sustraían al tráfico. Pero los hechos han mostrado que las palabras no tienen sentido.

La humildad es ante todo una cualidad de la atención.

Algo misterioso en este universo es cómplice de aquellos que no aman más que el bien.

* No te dejes encarcelar por ningún afecto. Preserva tu soledad. Si alguna vez ocurre que se te ofrezca un afecto verdadero, aquel día no hallarás oposición entre la soledad interior y la amistad, sino al contrario. Precisamente lo reconocerás por ese indicio infalible. Los demás afectos deben someterse a una disciplina severa.

* La pureza es nuestra capacidad para contemplar la mancha.

* El poder —y el dinero, esa llave maestra del poder— es el medio puro. Precisamente por eso, es también el fin supremo de todos aquellos que no han comprendido nada.

* Belleza: una fruta a la que se mira sin alargar la mano. Semejante a una desgracia a la que se mira sin retroceder.

 

* Fragmentos de SW acotados por Gustave Thibon, editor de La gravedad y la gracia (1947), antología de sus Cuadernos