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¿A quién le importa la realidad?
Vivimos una era en la que todos, sin excepción, nos dejamos engañar de forma voluntaria. O engañamos, aunque sean mentiras inocentes o medias verdades sin excesiva trascendencia. Contribuimos con entusiasmo a la construcción de realidades paralelas, un mundo de superficies sedosas, impolutas, pretenciosamente atractivas, donde celebramos nuestros éxitos y escondemos nuestros fracasos, donde jugamos continuamente a ser quienes no somos, ofreciendo versiones de nuestro yo que no encajan con la realidad, pero, ¿a quién le importa la realidad?
Llevamos más de una década existiendo más allá de nosotros mismos. Durante los primeros años del siglo XXI, España abrazó un tren de vida que encajaba a la perfección con ese universo de verdades mentirosas que hoy seguimos alimentando compulsivamente a través de nuestras personalidades virtuales. Bancos, gobiernos y medios de comunicación fueron culpables sin excepción de alimentar fantasías económicas inviables y cuyas catastróficas consecuencias persisten. La indigestión de realidad que trajo consigo la crisis aún provoca cólicos a escala nacional. Pero eso no interfiere en nuestras vidas online, donde podemos seguir existiendo en otras dimensiones más amables que las del día a día. La tecnología nos entregó las herramientas para reinventarnos en versiones aparentemente mejoradas de nuestra persona, y nosotros las celebramos. Me gusta. Clic en Facebook. Retuit. Menéalo. Tumblr. Instagram.
Un mundo tan concentrado en alimentar otras realidades, donde no hay tiempo para la pausa o la reflexión, donde la velocidad es virtud y donde sólo parece importar lo que está en la superficie, favorece la multiplicación de un cierto tipo de estrellas: los con-artist. La palabra viene de la contracción del inglés de dos palabras, confidence artists, artistas que juegan con la confianza, encantadores de serpientes, profesionales del engaño de cualquier género. Orson Welles hizo un retrato magistral en su película F for Fake de dos de los más célebres, el falsificador de obras de arte Elmyr de Hory y el escritor Clifford Irving. El primero vivió durante el franquismo en Ibiza falsificando picassos, matisses y modiglianis. No copiaba. Creaba originales que atribuía a esos artistas y después los vendía con ayuda de marchantes internacionales. Clifford Irving escribió la biografía de este falsificador y tras comprender lo fácil que era inventarse una vida —la que escribió sobre de Hory se acerca más a la ficción que a la realidad— decidió escribir la falsa autobiografía del magnate Howard Hughes, pensando que el propio interesado, apartado voluntariamente del ojo público, no se pronunciaría. Pero Irving se equivocó, Hughes regresó de sus propias tinieblas para desmentir el libro y el escritor acabó en la cárcel.
En plena década de los setenta, la película F for Fake constituyó un reto para el espectador que no fue muy aplaudido: el director no marcaba los límites entre realidad y ficción, jugaba a confundirlos, algo no apto para todos los públicos. Por algo la firmaba el mismo hombre que hizo creer a los estadounidenses que los extraterrestres estaban atacando la Tierra en 1938. La emisión por radio de La Guerra de los Mundos hizo temblar a miles de neoyorquinos, que después exigieron responsabilidades y obligaron a Orson Welles a disculparse. Algo muy parecido le ha ocurrido a Jordi Évole con la emisión de Operación Palace,, su falso documental sobre el 23F, aunque en su caso había una intención política clara: criticar que todos los documentos relativos al golpe permanezcan clasificados y obligar al espectador a pensar en lo que los medios a menudo nos hacen creer. “Espero que Operación Palace haya servido para que reflexionemos sobre la cantidad de información que recibimos”, dijo tras la emisión de su mockumentary. El problema es que para que su experimento mediático funcionara tanto Welles como Évole necesitaban contar con el espíritu crítico del espectador, quizás la mejor receta contra el engaño y la manipulación. Pero la capacidad de hacerse preguntas y cuestionar lo que nos dicen no abunda. Cineasta y periodista tropezaron con la indignación de millones de personas cabreadas ante lo que creyeron que era real y resultó ser falso. Porque pese a todas las críticas que reciben los medios de comunicación, la gente parece seguir creyendo en ellos de forma incondicional. Y cuando alguien se atreve a cuestionar esa credibilidad provoca un fuerte desasosiego social.
Los con-artist siempre han existido, no son exclusividad del siglo XXI. Pero en este nuevo siglo se han multiplicado. La idiosincrasia cultural dominante y la irresponsabilidad de los medios de comunicación han puesto en bandeja su proliferación. En su lamentable intento por adaptarse a la nueva velocidad de la información y en su búsqueda desesperada por construir un nuevo modelo económico basado en el clic, los medios tropiezan continuamente con fakes que son incapaces de identificar y, sin ningún escrúpulo, los disparan hacia el exterior sin control. Y la comunicación, habiéndose convertido en una rueda imparable que se retroalimenta, cae víctima de sí misma una y otra vez.
Es un mal que parece común a otros gremios. En años recientes hemos visto proliferar los escándalos relacionados con científicos fraudulentos. Hwang Woo Suk, una de las mayores eminencias en investigación sobre células madre, falseó buena parte de sus trabajos. Sorprendentemente, sigue al frente de un laboratorio en Corea del Sur, redimido definitivamente de aquel episodio. Diederik Stapel, psicólogo de éxito que llegó a decano de la Escuela de Ciencias Sociales y de Comportamiento de la Universidad de Tilburg (Holanda) falsificó más de cincuenta experimentos sobre comportamiento humano. Los de su gremio tardaron más de una década en descubrirlo. ¿Por qué lo hizo? “Buscaba la estética, la belleza, nunca la verdad. Y era ambicioso. [….] Me gustaba darle a la gente lo que más anhelaba: estructura, simplicidad, historias bellas. […] Se había convertido en una adicción”, declaraba al New York Times el 26 de abril de 2013.
Cuando la universidad investigó a fondo el ‘caso Stapel’ y presentó sus conclusiones, no sólo quedó demostrada su culpabilidad, sino que se reconoció la existencia de “una cultura general en la que prima el manejo descuidado y poco crítico de las investigaciones y los datos”. Él era el responsable último de su propio fraude, pero la culpa recaía, indirectamente, también en sus compañeros, en los editores de las revistas científicas que publicaban sus estudios y en sus superiores. En definitiva, en el sistema.
Es decir, al igual que en el caso de Bernie Madoff, el mayor estafador de la historia de Estados Unidos —dinamitó 50.000 millones de dólares él solito—, la responsabilidad de timar a miles de inversores a través de un esquema Ponzi sólo es suya. Pero, ¿qué propició que Madoff actuara sin control durante décadas? ¿Por qué esos inversores quisieron creer en él? Madoff les prometía porcentajes de ganancias disparatados que ninguna otra firma de inversión alcanzaba. Y sólo a unos pocos, los que retiraron su dinero a tiempo, aquellas cifras les chirriaron. Los demás querían creer y creyeron en él. Es cierto, son víctimas. Pero hubo señales de alarma y nadie quiso verlas. Las instituciones encargadas de supervisar sus acciones tampoco reaccionaron.
La multiplicación de fraudes de todo pelaje me parece una de las mejores metáforas con las que explicar la frágil frontera que actualmente separa el mundo real, en el que casi nada es posible, del mundo virtual, en el que tendemos a creer que todo es lo que parece. También es un símbolo de la cultura del pelotazo, que lejos de ser un producto directo de las épocas de bonanza, parece gozar de muy buena salud también en épocas de crisis, habiéndose instalado en el ADN de una sociedad cada vez más narcisista en la que lo que más se valora es el éxito inmediato, al margen de cómo se consiga. No sé si antes había más controles, menos posibilidades para falsear la realidad. Pero yo llevo tropezándome con el mundo fake desde hace ya más de una década. Y lo confieso, siento debilidad por su universo y sus personajes: buscavidas, caraduras, estafadores… Algunos, sofisticados y excepcionales, personajes sublimes que convierten el engaño en un arte casi admirable. Otros, con agendas políticas o económicas. Otros simplemente burdos, vulgares, incluso patéticos que, a pesar de ello, consiguen sobrevivir en su propia telaraña durante años. Pero en el fondo, todos tienen una dolencia que les equipara a todos nosotros: son débiles, y esa debilidad les hace profundamente humanos.
Me tropecé de forma directa con el primer fake de peso de mi vida en Nueva York, mientras trabajaba como corresponsal para varios medios. Fue poco después de la invasión de Irak. Hacía meses que el gobierno estadounidense defendía sin pruebas la existencia de armas de destrucción masiva en dicho país, mientras en la prensa estadounidense prácticamente nadie cuestionaba esa fantasía paralela que a fuerza de pronunciarse y repetirse se convirtió en algo real. Por aquel entonces Internet ya había convertido las corresponsalías internacionales en un páramo informativo dominado por el recortaje (reportajes construidos de retazos de otros reportajes escritos por otros): ya no importaba el criterio del corresponsal, lo importante era copiar y pegar a la mayor velocidad posible lo que publicaban cada mañana los medios estadounidenses. A menudo lo hacía el corresponsal y otras veces se hacía directamente desde la redacción central. Y así, buceando desde España en busca de las últimas noticias estadounidenses, dos periódicos españoles, el ABC y El Mundo, se dieron de bruces con este titular: “Un nuevo reality show de Fox decidirá quién gobernará Irak”. En las sedes de ambos diarios, quizás acostumbrados a lidiar con noticias poco creíbles sobre Irak, aquello les pareció tan posible que ni siquiera esperaron a consultarlo con sus corresponsales. Publicaron respectivamente una columna y una fotonoticia sin firma con una imagen esperpéntica y photoshopeada en la que aparecía una rubia descocada y tres árabes cabreados frente al título del reality Appointed by America. Al escribir sus recortajes, a nadie en aquellos diarios le extrañó que en un país recién invadido una televisión tomara las riendas y organizara un concurso para escoger presidente y que encima los electores fueran los espectadores estadounidenses. “El ganador de Appointed by America jurará su cargo como presidente de Irak durante una gala en directo desde Bagdad el 24 de junio”, decía el artículo original. Tampoco levantó sospechas la supuesta declaración que recogían de Paul Wolfowitz, uno de los halcones que orquestaron la invasión: “Le agradecemos mucho a Fox que asuma un rol tan vital en el Irak de post-guerra. Menos mal, porque no teníamos ni idea de lo que íbamos a hacer”.
Hubo otro diario español que estuvo a punto de cometer el mismo error, pero por suerte para su director, su corresponsal decidió bucear en Internet antes de publicar semejante disparate. En apenas cinco minutos descubrió que la noticia procedía de The Onion, un diario satírico bastante popular en Estados Unidos. Cualquier periodista que lo hubiera intentado lo habría descubierto a la misma velocidad. Fue aquel corresponsal quien me contó todo el episodio. Días después, otro reportero español publicó un reportaje sobre los límites entre realidad y ficción y entrevistó a la subdirectora de The Onion, que se declaró muy halagada al enterarse de que aquella noticia inventada por su redacción se dio por cierta en España. Días después El Mundo ofrecía una fe de errores en la que se culpaba a The Onion de la información “errónea” pero omitían que fuera una revista satírica. El momento más complicado llegó meses después, cuando tras relatar la anécdota ante un grupo de periodistas en Madrid, escuché una voz que se elevaba entre todos ellos: “Yo publiqué aquella noticia”. No le parecía grave. A su diario tampoco, porque seguía trabajando en él. El silencio se hizo ensordecedor.
El diario El País también vivió un episodio sonrojante: publicar en su portada una foto “en exclusiva” del presidente venezolano Hugo Chávez entubado que resultó ser falsa (era una captura de un vídeo de youtube de otro señor en una sala de operaciones). “Fue una decisión colectiva”, explicó su jefe de fotografía en el artículo “Relato de un error en El País”, con el que el diario explicó a sus lectores cómo aquella imagen llegó hasta su portada. “El error central de la historia es que creíamos tener verificada una fotografía que no habíamos verificado”, se disculpó su director, Javier Moreno. Curiosamente, el corresponsal en Caracas, Ewald Schanferberg, probablemente el más cualificado para valorar la imagen, no fue consultado por miedo a que hubiera filtraciones. (Tampoco lo fueron los corresponsales de El Mundo y ABC sobre el concurso para elegir presidente de Irak). “Me pareció increíble que algo que para cualquier venezolano era un timo fuera en la portada de El País”, relató Schanferberg en aquel artículo. Si hubo sanciones profesionales, no se han hecho públicas. “Es una cuestión interna del diario”, explica Pedro Zuazua, director de comunicación de Prisa Noticias.
Es indudable que leer los periódicos se ha convertido en un ejercicio arriesgado. Y escribirlos, cuando lo que prima es la velocidad y no la veracidad, también. “Obama y Beyoncé tienen una presunta relación y mañana lo leerán ustedes en The Washington Post”. Un paparazzi francés llamado Pascal Rostain lo dijo este año durante una entrevista en la radio y medio planeta mediático lo creyó. Cuando horas después decidió desmentirlo, periódicos como Le Figaro seguía dando la noticia entre sus titulares. “No había noticia ni nada. Era sólo un juego, una tontería, un n’importe quoi. Sólo quería demostrar que los periódicos serios publican en Internet cualquier cosa sin verificarla antes. Y parece que ha quedado claro que así es”, explicó Rostain al periodista Miguel Mora.
Fue una patada violenta a la credibilidad de la prensa, que lleva ya años en caída libre frente a sus lectores. Ya no se salva ni la BBC, paradigma de la seriedad informativa. En los últimos años a la cadena se le han colado varios fakes de peso. Entre los más sonados, el propiciado por el grupo de activistas Yes Men. Uno de ellos apareció en directo en 2004 haciéndose pasar por el portavoz de Dow Chemical y anunciando indemnizaciones millonarias para las víctimas de la explosión de una planta química en Bhopal (India) en 1984, una de las mayores catástrofes industriales de la historia, en la que murieron miles de personas y casi medio millón sufrieron secuelas. La empresa nunca asumió sus responsabilidades. Tras la aparición de los Yes Men en la BBC, la cotización en bolsa de Dow Chemical cayó en picado. En apenas una hora la empresa desmentía su intención de pagar a las víctimas. De inmediato su cotización volvía al punto de partida.
Aquel episodio propició que el fake que años más tarde protagonizó Alessio Rastani se atribuyera en un principio a los Yes Men. Pero no. El de Rastani fue bastante más grave porque no era un activista con una agenda política concreta, sino un caradura que, valiéndose de su parecido físico, y como él mismo confesó después, “sólo buscaba atención”. Su nombre dio la vuelta al mundo al aparecer en la BBC en plena crisis en 2011 diciendo: “Los gobiernos no gobiernan el mundo, quien mueve los hilos de todo es Goldman Sachs”. Teniendo en cuenta lo que se había descubierto sobre el comportamiento de banqueros y brokers desde que arrancó la crisis, al público le pareció que decir frases como “sueño cada noche con que haya una nueva recesión (para ganar dinero)” era perfectamente plausible. Es más, por los miles de comentarios que recibió aquel video se deduce que el público consideró que se trataba de un tipo despreciable pero al menos honesto, algo poco habitual entre los de su gremio. En realidad este supuesto broker, que habló en calidad de experto para la BBC, se limitaba a comprar y vender acciones para sí mismo, no era un profesional de la bolsa y sólo buscaba un pelotazo mediático para lanzar su carrera.
Quizás lo más absurdo de todo es que, pese a que él mismo reconoció no ser exactamente un experto, la BBC emitió a las pocas horas de su aparición un comunicado asegurando que Rastani era un “broker independiente” y que no había indicios de que sus declaraciones fueran falsas. Cuatro años más tarde Rastani se ha convertido en un personaje popular que aparece dando consejos en televisiones varias y organiza seminarios sobre inversiones financieras. Es decir, su estrategia del pelotazo mediático funcionó.
Su caso es similar, aunque a una escala muy diferente, al de Jordan Belfort, al que ahora el mundo entero conoce como El lobo de Wall Street, título de su autobiografía y de la película homónima dirigida por Martin Scorsese y protagonizada por Leonardo di Caprio. Belfort fue un corredor de bolsa que construyó un imperio de cimientos volátiles apuntalados en el fraude y la manipulación de los mercados durante la década de los noventa. Estafó más de cien millones de dólares en un timo bursátil que hizo historia. Tras ser descubierto perdió toda su fortuna y pasó una breve temporada en la cárcel. Hoy su nombre ha resucitado gracias a un filme en el que muchos han querido ver la glorificación de su persona. El propio Belfort ha dicho estar encantado con el retrato que han hecho de él. Es más, la película ha contribuido a popularizar sus charlas motivacionales, por las que cobra 500 dólares por persona y en las que enseña cómo vender humo y triunfar, exactamente lo que él hacía antes. No parece que a la gente le moleste su pasado criminal: en los últimos cuatro años ha cobrado más de dos millones de dólares como escritor y conferenciante. El espíritu crítico del ciudadano es, sin duda, selectivo.
Otro fake que merece ser recordado es el del intérprete para sordos del funeral de Nelson Mandela. ¿Se puede estar sobre un escenario junto a los políticos más poderosos del mundo y gesticular sin decir nada durante horas? Se puede. Es lo que hizo Thamsanqa Jantjie, un hombre que, según se descubrió más tarde, ni siquiera tenía licencia de intérprete. Para rizar aún más el rizo del surrealismo y darle un tinte trágico, Jantjie ha resultado ser no sólo un farsante sino un enfermo mental que dijo haber visto ángeles durante la ceremonia en la que supuestamente tenía que traducir para los sordos del planeta las palabras de Barack Obama y otros dignatarios. Tras aquel episodio, el falso intérprete ingresó en un manicomio diagnosticado de esquizofrenia. No era la primera vez que Jantjie realizaba traducciones libres y creativas durante eventos públicos: cientos de sordos sudafricanos se habían quejado de no entender nada de lo que decía en otras ocasiones pero sólo tras su paso por el funeral de Mandela consiguieron que el mundo, paradojas del lenguaje, les escuchara.
Pero su caso es excepcional, ya que se trataba de un hombre enfermo. ¿Qué ocurre cuando alguien de forma consciente miente o se hace pasar por quien no es en el seno de una gran institución? El de Jayson Blair fue uno de los casos más polémicos. Un joven reportero que escribía para el templo sagrado del periodismo, The New York Times, y que en 2003 admitió haberse inventado docenas de artículos y haber copiado muchos otros. Cuando se descubrió la escala de este fake, el director del diario, Howell Raines, fue obligado a dimitir. Pero la credibilidad del periódico quedó minada de muerte. Blair, en cambio, cobró más de 100.000 dólares de adelanto por sus memorias. Eso sí, el público no tragó y durante su primer mes en las librerías, de los 250.000 libros que se imprimieron, no se vendieron más de 2.000.
En España tenemos a Amy Martin. Es un caso completamente diferente al de Blair porque ella, aparentemente, nunca se inventó nada. Se limitó a cobrar cifras desmedidas por artículos que escribía bajo ese nombre para la Fundación Ideas del PSOE, que, casualmente, dirigía su marido, Carlos Mulas. El escándalo lo destapó el diario El Mundo y se cerró con la destitución fulminante de Mulas. Amy Martin devolvió los 60.000 euros que había cobrado por sus análisis políticos y artículos varios y reconoció que en realidad no era ninguna analista estadounidense sino Irene Zoe Alameda, escritora y cineasta. “Amy Martin era un experimento literario”, proclamó después en su defensa. Pero fue un experimento fallido, tanto que cuando Zoe Alameda presentó recientemente su última novela, Últimos días de Warla Akman, pidió a la prensa y a los lectores que se olvidaran de la autora… no fueran a confundirla con aquella caradura llamada Amy Martin, añado yo.
Como juego literario podría haber sido interesante, sobre todo para su autora, puesto que había nacido en su imaginación como protagonista de una novela y después trató de darle vida real y ver hasta donde podría prolongar su existencia. Pero el nepotismo entró en la ecuación, o al menos la sospecha: resulta difícil de creer que su marido (o exmarido, la relación no está clara) no supiera que Amy Martin era su esposa (o exesposa).
En Estados Unidos, en cambio, alguien se atrevió a ir más allá y le dio vida física a su pseudónimo. Funcionó durante casi seis años hasta que un periodista avispado destapó una realidad que tanto la escritora como su falso yo hubieran preferido mantener hasta el infinito. La historia de JT Leroy arranca en 1999, cuando bajo ese nombre se publica un libro titulado Sarah, una historia de ficción inspirada en la vida del propio autor, hijo de una prostituta que a su vez acabó prostituyéndose, fue adicto a la heroína y consiguió redimirse gracias a la literatura. Eso al menos decía la biografía del ‘escritor’, en la que no faltaba ser enfermo crónico de sida y transexual. Ese currículum, cargado de oscuras e inquietantes tragedias, facilitó el contacto entre J.T. LeRoy y otros escritores, con los que al principio contactó por email y por teléfono. Michael Chabon, Dennis Cooper y Mary Karr fueron algunos de sus ‘padrinos’. A partir de 2002 el huidizo escritor comenzó a dejarse ver en persona. Peluca rubia, gafas oscuras, sombreros y un fuerte aire andrógino caracterizaban a este personaje que acudía a todas sus citas acompañado por Speedie, la mujer que le ayudó a salir de las calles. Él hablaba poco, sonreía inseguro y era tímido. Speedie era su altavoz. Mientras su vida social se intensificaba, sus libros adquirían popularidad, las ventas internacionales se multiplicaban y las entrevistas y los viajes se sucedían. Incluso The New York Times caía rendido a sus encantos y le invitaba como pluma estrella a escribir sobre Eurodisney. En los círculos literarios corrían rumores sobre su verdadera identidad, se pensaba que era un escritor célebre escondido bajo ese pseudónimo pero a nadie parecía molestarle. Mientras, J.T. LeRoy continuaba ofreciendo entrevistas por teléfono: la excusa era siempre la misma, “es muy tímido”. Sin embargo no le importaba dejarse ver con Calvin Klein, Bianca Jagger o Courtney Love. La lista de celebridades que compartieron foto con el supuesto escritor no tiene fin pero la vida de J.T. LeRoy se truncó en 2006, cuando el periodista del New York Times Warren St John, alertado por un artículo publicado meses atrás por la revista New York Magazine, investigó a fondo hasta dar con la verdadera identidad de J.T. LeRoy. Los libros los escribía Laura Albert (Speedie) y el cuerpo lo ponía Savannah Knoop, cuñada de la escritora. Fue como si una bomba atómica cayera sobre el mundo editorial. El agente de J.T. LeRoy, Ira Silverberg, se sintió estafado porque, según me contó por teléfono, “jugar la carta del sida para llamar la atención es inaceptable. Hay varios niveles de fraude, pero éste es reprensible moralmente”.
Para Laura Albert, “J.T. LeRoy era mi bombona de oxígeno. Si me lo quitan me muero”, dijo tras destaparse el fraude. Al parecer la que había sufrido abusos durante su infancia era ella, su madre la había metido en un manicomio a los 14 años y el resto de su vida adulta también había sido complicada. En cierto modo, J.T. LeRoy era un alter ego que se aproximaba bastante a su realidad. Sus motivos para crear al personaje iban más allá de la necesidad psicológica: mientras fue Laura Albert nadie atendía a sus llamadas ni quería publicar sus libros. Cuando se inventó a su alter ego, el mundo editorial se volcó en ayudarla y catapultarla al estrellato. Una vez más, la ficción le ganaba la batalla a la realidad frente a un gremio especializado precisamente en construir mundos y personajes no reales.
Años después conocí a Savannah Knoop. Recordaba la experiencia con cierto dolor, prefería no hablar de ello. Había aceptado el trabajo primero como un juego, por ayudar a su cuñada, después por dinero y finalmente porque siendo J.T. LeRoy tenía la oportunidad de vivir una vida que no era la suya. Al parecer a Savannah, como al resto del mundo, le asustaba la realidad, su realidad. Pero soñar y jugar a ser quien no eres y conseguirlo tiene un precio que ella describió así en el libro Girl, Boy, Girl: “Toda la experiencia fue una mentira contagiosa que comenzó a complicarse y a obstruir lo que quería hacer con mi vida. […] Había puesto en lo alto de mis prioridades ser J.T. LeRoy. ¿Por qué? Porque significaba vivir el momento. Era una alternativa emocionante a mi vida real. Él tenía acceso a un mundo tan alejado del mío…Y todos sentían empatía hacia su dolor. Sus contradicciones eran mis contradicciones. Había comenzado a apoyarme en él para forzar los límites de mi propia persona. Y me había vuelto tan adicta que ya no sabía vivir sin él. Después de años quejándome de que J.T. LeRoy me distraía de mi propia vida ahora tendría que enfrentarme a mí misma, a mi miedo al fracaso y crear algo sólo mío. […] Mientras aprendo a vivir conmigo misma, le echaré de menos”.
El siglo XXI perdía así uno de sus primeros grandes fakes. En Brasil, la historia del falso J.T. LeRoy se transformó en un exitoso musical y en Japón en un célebre docudrama, pero en Estados Unidos no parecen haberla perdonado. Laura Albert nunca pidió disculpas. No cree que sea necesario, puesto que sus libros siempre se vendieron bajo la etiqueta de ficción. "No tenemos derecho a discutir con un artista sobre las condiciones que elige para presentar su trabajo", escribió Oscar Wilde. Albert nunca mintió respecto a su trabajo, sólo respecto a su persona. Al contrario que otros, como el escritor James Frey, quien vendió millones de libros de lo que supuestamente eran sus memorias (En mil pedazos) y un buen día se descubrió que eran ficticias.
Son sólo dos caras del poliédrico mundo del fake, pero ambos casos subrayan nuestra debilidad por las realidades paralelas. Al público y a los editores no les importó demasiado que Frey mintiera: sus libros siguen siendo un éxito. Sin embargo a J.T. LeRoy no se le ha perdonado no existir y como consecuencia, sus libros también sufren. Su personaje, aunque ficticio, gustaba más que la autora real. Cuando se puede escoger entre realidad y ficción parece que tendemos a escoger la opción más mentirosa, porque en el fondo, ¿a quién le importa la realidad?
Imágenes en orden de aparición:
1. Portada: encuentro del Club de Mickey Mouse hacia 1930
2. Orson Welles radiando La guerra de los mundos, 1938
3. Hwang Woo-Suk en su laboratorio de Seul cuando era un famoso y respetado científico
4. Dollar tuneado con Berni Madoff
5. Supuesto Hugo Chávez agonizante en la portada de El País
6. Alessio Rastani en la BBC
7. Thamsanqa Jantjie haciéndose pasar por intérprete para sordos en el funeral de Nelson Mandela
8. ¿Amy Martin o Irene Zoe Alameda?
9. Laura Albert y Savanah Knoop, alma y cuerpo de J. T. LeRoy
¿A quién le importa la realidad?
Vivimos una era en la que todos, sin excepción, nos dejamos engañar de forma voluntaria. O engañamos, aunque sean mentiras inocentes o medias verdades sin excesiva trascendencia. Contribuimos con entusiasmo a la construcción de realidades paralelas, un mundo de superficies sedosas, impolutas, pretenciosamente atractivas, donde celebramos nuestros éxitos y escondemos nuestros fracasos, donde jugamos continuamente a ser quienes no somos, ofreciendo versiones de nuestro yo que no encajan con la realidad, pero, ¿a quién le importa la realidad?
Llevamos más de una década existiendo más allá de nosotros mismos. Durante los primeros años del siglo XXI, España abrazó un tren de vida que encajaba a la perfección con ese universo de verdades mentirosas que hoy seguimos alimentando compulsivamente a través de nuestras personalidades virtuales. Bancos, gobiernos y medios de comunicación fueron culpables sin excepción de alimentar fantasías económicas inviables y cuyas catastróficas consecuencias persisten. La indigestión de realidad que trajo consigo la crisis aún provoca cólicos a escala nacional. Pero eso no interfiere en nuestras vidas online, donde podemos seguir existiendo en otras dimensiones más amables que las del día a día. La tecnología nos entregó las herramientas para reinventarnos en versiones aparentemente mejoradas de nuestra persona, y nosotros las celebramos. Me gusta. Clic en Facebook. Retuit. Menéalo. Tumblr. Instagram.
Un mundo tan concentrado en alimentar otras realidades, donde no hay tiempo para la pausa o la reflexión, donde la velocidad es virtud y donde sólo parece importar lo que está en la superficie, favorece la multiplicación de un cierto tipo de estrellas: los con-artist. La palabra viene de la contracción del inglés de dos palabras, confidence artists, artistas que juegan con la confianza, encantadores de serpientes, profesionales del engaño de cualquier género. Orson Welles hizo un retrato magistral en su película F for Fake de dos de los más célebres, el falsificador de obras de arte Elmyr de Hory y el escritor Clifford Irving. El primero vivió durante el franquismo en Ibiza falsificando picassos, matisses y modiglianis. No copiaba. Creaba originales que atribuía a esos artistas y después los vendía con ayuda de marchantes internacionales. Clifford Irving escribió la biografía de este falsificador y tras comprender lo fácil que era inventarse una vida —la que escribió sobre de Hory se acerca más a la ficción que a la realidad— decidió escribir la falsa autobiografía del magnate Howard Hughes, pensando que el propio interesado, apartado voluntariamente del ojo público, no se pronunciaría. Pero Irving se equivocó, Hughes regresó de sus propias tinieblas para desmentir el libro y el escritor acabó en la cárcel.
En plena década de los setenta, la película F for Fake constituyó un reto para el espectador que no fue muy aplaudido: el director no marcaba los límites entre realidad y ficción, jugaba a confundirlos, algo no apto para todos los públicos. Por algo la firmaba el mismo hombre que hizo creer a los estadounidenses que los extraterrestres estaban atacando la Tierra en 1938. La emisión por radio de La Guerra de los Mundos hizo temblar a miles de neoyorquinos, que después exigieron responsabilidades y obligaron a Orson Welles a disculparse. Algo muy parecido le ha ocurrido a Jordi Évole con la emisión de Operación Palace,, su falso documental sobre el 23F, aunque en su caso había una intención política clara: criticar que todos los documentos relativos al golpe permanezcan clasificados y obligar al espectador a pensar en lo que los medios a menudo nos hacen creer. “Espero que Operación Palace haya servido para que reflexionemos sobre la cantidad de información que recibimos”, dijo tras la emisión de su mockumentary. El problema es que para que su experimento mediático funcionara tanto Welles como Évole necesitaban contar con el espíritu crítico del espectador, quizás la mejor receta contra el engaño y la manipulación. Pero la capacidad de hacerse preguntas y cuestionar lo que nos dicen no abunda. Cineasta y periodista tropezaron con la indignación de millones de personas cabreadas ante lo que creyeron que era real y resultó ser falso. Porque pese a todas las críticas que reciben los medios de comunicación, la gente parece seguir creyendo en ellos de forma incondicional. Y cuando alguien se atreve a cuestionar esa credibilidad provoca un fuerte desasosiego social.
Los con-artist siempre han existido, no son exclusividad del siglo XXI. Pero en este nuevo siglo se han multiplicado. La idiosincrasia cultural dominante y la irresponsabilidad de los medios de comunicación han puesto en bandeja su proliferación. En su lamentable intento por adaptarse a la nueva velocidad de la información y en su búsqueda desesperada por construir un nuevo modelo económico basado en el clic, los medios tropiezan continuamente con fakes que son incapaces de identificar y, sin ningún escrúpulo, los disparan hacia el exterior sin control. Y la comunicación, habiéndose convertido en una rueda imparable que se retroalimenta, cae víctima de sí misma una y otra vez.
Es un mal que parece común a otros gremios. En años recientes hemos visto proliferar los escándalos relacionados con científicos fraudulentos. Hwang Woo Suk, una de las mayores eminencias en investigación sobre células madre, falseó buena parte de sus trabajos. Sorprendentemente, sigue al frente de un laboratorio en Corea del Sur, redimido definitivamente de aquel episodio. Diederik Stapel, psicólogo de éxito que llegó a decano de la Escuela de Ciencias Sociales y de Comportamiento de la Universidad de Tilburg (Holanda) falsificó más de cincuenta experimentos sobre comportamiento humano. Los de su gremio tardaron más de una década en descubrirlo. ¿Por qué lo hizo? “Buscaba la estética, la belleza, nunca la verdad. Y era ambicioso. [….] Me gustaba darle a la gente lo que más anhelaba: estructura, simplicidad, historias bellas. […] Se había convertido en una adicción”, declaraba al New York Times el 26 de abril de 2013.
Cuando la universidad investigó a fondo el ‘caso Stapel’ y presentó sus conclusiones, no sólo quedó demostrada su culpabilidad, sino que se reconoció la existencia de “una cultura general en la que prima el manejo descuidado y poco crítico de las investigaciones y los datos”. Él era el responsable último de su propio fraude, pero la culpa recaía, indirectamente, también en sus compañeros, en los editores de las revistas científicas que publicaban sus estudios y en sus superiores. En definitiva, en el sistema.
Es decir, al igual que en el caso de Bernie Madoff, el mayor estafador de la historia de Estados Unidos —dinamitó 50.000 millones de dólares él solito—, la responsabilidad de timar a miles de inversores a través de un esquema Ponzi sólo es suya. Pero, ¿qué propició que Madoff actuara sin control durante décadas? ¿Por qué esos inversores quisieron creer en él? Madoff les prometía porcentajes de ganancias disparatados que ninguna otra firma de inversión alcanzaba. Y sólo a unos pocos, los que retiraron su dinero a tiempo, aquellas cifras les chirriaron. Los demás querían creer y creyeron en él. Es cierto, son víctimas. Pero hubo señales de alarma y nadie quiso verlas. Las instituciones encargadas de supervisar sus acciones tampoco reaccionaron.
La multiplicación de fraudes de todo pelaje me parece una de las mejores metáforas con las que explicar la frágil frontera que actualmente separa el mundo real, en el que casi nada es posible, del mundo virtual, en el que tendemos a creer que todo es lo que parece. También es un símbolo de la cultura del pelotazo, que lejos de ser un producto directo de las épocas de bonanza, parece gozar de muy buena salud también en épocas de crisis, habiéndose instalado en el ADN de una sociedad cada vez más narcisista en la que lo que más se valora es el éxito inmediato, al margen de cómo se consiga. No sé si antes había más controles, menos posibilidades para falsear la realidad. Pero yo llevo tropezándome con el mundo fake desde hace ya más de una década. Y lo confieso, siento debilidad por su universo y sus personajes: buscavidas, caraduras, estafadores… Algunos, sofisticados y excepcionales, personajes sublimes que convierten el engaño en un arte casi admirable. Otros, con agendas políticas o económicas. Otros simplemente burdos, vulgares, incluso patéticos que, a pesar de ello, consiguen sobrevivir en su propia telaraña durante años. Pero en el fondo, todos tienen una dolencia que les equipara a todos nosotros: son débiles, y esa debilidad les hace profundamente humanos.
Me tropecé de forma directa con el primer fake de peso de mi vida en Nueva York, mientras trabajaba como corresponsal para varios medios. Fue poco después de la invasión de Irak. Hacía meses que el gobierno estadounidense defendía sin pruebas la existencia de armas de destrucción masiva en dicho país, mientras en la prensa estadounidense prácticamente nadie cuestionaba esa fantasía paralela que a fuerza de pronunciarse y repetirse se convirtió en algo real. Por aquel entonces Internet ya había convertido las corresponsalías internacionales en un páramo informativo dominado por el recortaje (reportajes construidos de retazos de otros reportajes escritos por otros): ya no importaba el criterio del corresponsal, lo importante era copiar y pegar a la mayor velocidad posible lo que publicaban cada mañana los medios estadounidenses. A menudo lo hacía el corresponsal y otras veces se hacía directamente desde la redacción central. Y así, buceando desde España en busca de las últimas noticias estadounidenses, dos periódicos españoles, el ABC y El Mundo, se dieron de bruces con este titular: “Un nuevo reality show de Fox decidirá quién gobernará Irak”. En las sedes de ambos diarios, quizás acostumbrados a lidiar con noticias poco creíbles sobre Irak, aquello les pareció tan posible que ni siquiera esperaron a consultarlo con sus corresponsales. Publicaron respectivamente una columna y una fotonoticia sin firma con una imagen esperpéntica y photoshopeada en la que aparecía una rubia descocada y tres árabes cabreados frente al título del reality Appointed by America. Al escribir sus recortajes, a nadie en aquellos diarios le extrañó que en un país recién invadido una televisión tomara las riendas y organizara un concurso para escoger presidente y que encima los electores fueran los espectadores estadounidenses. “El ganador de Appointed by America jurará su cargo como presidente de Irak durante una gala en directo desde Bagdad el 24 de junio”, decía el artículo original. Tampoco levantó sospechas la supuesta declaración que recogían de Paul Wolfowitz, uno de los halcones que orquestaron la invasión: “Le agradecemos mucho a Fox que asuma un rol tan vital en el Irak de post-guerra. Menos mal, porque no teníamos ni idea de lo que íbamos a hacer”.
Hubo otro diario español que estuvo a punto de cometer el mismo error, pero por suerte para su director, su corresponsal decidió bucear en Internet antes de publicar semejante disparate. En apenas cinco minutos descubrió que la noticia procedía de The Onion, un diario satírico bastante popular en Estados Unidos. Cualquier periodista que lo hubiera intentado lo habría descubierto a la misma velocidad. Fue aquel corresponsal quien me contó todo el episodio. Días después, otro reportero español publicó un reportaje sobre los límites entre realidad y ficción y entrevistó a la subdirectora de The Onion, que se declaró muy halagada al enterarse de que aquella noticia inventada por su redacción se dio por cierta en España. Días después El Mundo ofrecía una fe de errores en la que se culpaba a The Onion de la información “errónea” pero omitían que fuera una revista satírica. El momento más complicado llegó meses después, cuando tras relatar la anécdota ante un grupo de periodistas en Madrid, escuché una voz que se elevaba entre todos ellos: “Yo publiqué aquella noticia”. No le parecía grave. A su diario tampoco, porque seguía trabajando en él. El silencio se hizo ensordecedor.
El diario El País también vivió un episodio sonrojante: publicar en su portada una foto “en exclusiva” del presidente venezolano Hugo Chávez entubado que resultó ser falsa (era una captura de un vídeo de youtube de otro señor en una sala de operaciones). “Fue una decisión colectiva”, explicó su jefe de fotografía en el artículo “Relato de un error en El País”, con el que el diario explicó a sus lectores cómo aquella imagen llegó hasta su portada. “El error central de la historia es que creíamos tener verificada una fotografía que no habíamos verificado”, se disculpó su director, Javier Moreno. Curiosamente, el corresponsal en Caracas, Ewald Schanferberg, probablemente el más cualificado para valorar la imagen, no fue consultado por miedo a que hubiera filtraciones. (Tampoco lo fueron los corresponsales de El Mundo y ABC sobre el concurso para elegir presidente de Irak). “Me pareció increíble que algo que para cualquier venezolano era un timo fuera en la portada de El País”, relató Schanferberg en aquel artículo. Si hubo sanciones profesionales, no se han hecho públicas. “Es una cuestión interna del diario”, explica Pedro Zuazua, director de comunicación de Prisa Noticias.
Es indudable que leer los periódicos se ha convertido en un ejercicio arriesgado. Y escribirlos, cuando lo que prima es la velocidad y no la veracidad, también. “Obama y Beyoncé tienen una presunta relación y mañana lo leerán ustedes en The Washington Post”. Un paparazzi francés llamado Pascal Rostain lo dijo este año durante una entrevista en la radio y medio planeta mediático lo creyó. Cuando horas después decidió desmentirlo, periódicos como Le Figaro seguía dando la noticia entre sus titulares. “No había noticia ni nada. Era sólo un juego, una tontería, un n’importe quoi. Sólo quería demostrar que los periódicos serios publican en Internet cualquier cosa sin verificarla antes. Y parece que ha quedado claro que así es”, explicó Rostain al periodista Miguel Mora.
Fue una patada violenta a la credibilidad de la prensa, que lleva ya años en caída libre frente a sus lectores. Ya no se salva ni la BBC, paradigma de la seriedad informativa. En los últimos años a la cadena se le han colado varios fakes de peso. Entre los más sonados, el propiciado por el grupo de activistas Yes Men. Uno de ellos apareció en directo en 2004 haciéndose pasar por el portavoz de Dow Chemical y anunciando indemnizaciones millonarias para las víctimas de la explosión de una planta química en Bhopal (India) en 1984, una de las mayores catástrofes industriales de la historia, en la que murieron miles de personas y casi medio millón sufrieron secuelas. La empresa nunca asumió sus responsabilidades. Tras la aparición de los Yes Men en la BBC, la cotización en bolsa de Dow Chemical cayó en picado. En apenas una hora la empresa desmentía su intención de pagar a las víctimas. De inmediato su cotización volvía al punto de partida.
Aquel episodio propició que el fake que años más tarde protagonizó Alessio Rastani se atribuyera en un principio a los Yes Men. Pero no. El de Rastani fue bastante más grave porque no era un activista con una agenda política concreta, sino un caradura que, valiéndose de su parecido físico, y como él mismo confesó después, “sólo buscaba atención”. Su nombre dio la vuelta al mundo al aparecer en la BBC en plena crisis en 2011 diciendo: “Los gobiernos no gobiernan el mundo, quien mueve los hilos de todo es Goldman Sachs”. Teniendo en cuenta lo que se había descubierto sobre el comportamiento de banqueros y brokers desde que arrancó la crisis, al público le pareció que decir frases como “sueño cada noche con que haya una nueva recesión (para ganar dinero)” era perfectamente plausible. Es más, por los miles de comentarios que recibió aquel video se deduce que el público consideró que se trataba de un tipo despreciable pero al menos honesto, algo poco habitual entre los de su gremio. En realidad este supuesto broker, que habló en calidad de experto para la BBC, se limitaba a comprar y vender acciones para sí mismo, no era un profesional de la bolsa y sólo buscaba un pelotazo mediático para lanzar su carrera.
Quizás lo más absurdo de todo es que, pese a que él mismo reconoció no ser exactamente un experto, la BBC emitió a las pocas horas de su aparición un comunicado asegurando que Rastani era un “broker independiente” y que no había indicios de que sus declaraciones fueran falsas. Cuatro años más tarde Rastani se ha convertido en un personaje popular que aparece dando consejos en televisiones varias y organiza seminarios sobre inversiones financieras. Es decir, su estrategia del pelotazo mediático funcionó.
Su caso es similar, aunque a una escala muy diferente, al de Jordan Belfort, al que ahora el mundo entero conoce como El lobo de Wall Street, título de su autobiografía y de la película homónima dirigida por Martin Scorsese y protagonizada por Leonardo di Caprio. Belfort fue un corredor de bolsa que construyó un imperio de cimientos volátiles apuntalados en el fraude y la manipulación de los mercados durante la década de los noventa. Estafó más de cien millones de dólares en un timo bursátil que hizo historia. Tras ser descubierto perdió toda su fortuna y pasó una breve temporada en la cárcel. Hoy su nombre ha resucitado gracias a un filme en el que muchos han querido ver la glorificación de su persona. El propio Belfort ha dicho estar encantado con el retrato que han hecho de él. Es más, la película ha contribuido a popularizar sus charlas motivacionales, por las que cobra 500 dólares por persona y en las que enseña cómo vender humo y triunfar, exactamente lo que él hacía antes. No parece que a la gente le moleste su pasado criminal: en los últimos cuatro años ha cobrado más de dos millones de dólares como escritor y conferenciante. El espíritu crítico del ciudadano es, sin duda, selectivo.
Otro fake que merece ser recordado es el del intérprete para sordos del funeral de Nelson Mandela. ¿Se puede estar sobre un escenario junto a los políticos más poderosos del mundo y gesticular sin decir nada durante horas? Se puede. Es lo que hizo Thamsanqa Jantjie, un hombre que, según se descubrió más tarde, ni siquiera tenía licencia de intérprete. Para rizar aún más el rizo del surrealismo y darle un tinte trágico, Jantjie ha resultado ser no sólo un farsante sino un enfermo mental que dijo haber visto ángeles durante la ceremonia en la que supuestamente tenía que traducir para los sordos del planeta las palabras de Barack Obama y otros dignatarios. Tras aquel episodio, el falso intérprete ingresó en un manicomio diagnosticado de esquizofrenia. No era la primera vez que Jantjie realizaba traducciones libres y creativas durante eventos públicos: cientos de sordos sudafricanos se habían quejado de no entender nada de lo que decía en otras ocasiones pero sólo tras su paso por el funeral de Mandela consiguieron que el mundo, paradojas del lenguaje, les escuchara.
Pero su caso es excepcional, ya que se trataba de un hombre enfermo. ¿Qué ocurre cuando alguien de forma consciente miente o se hace pasar por quien no es en el seno de una gran institución? El de Jayson Blair fue uno de los casos más polémicos. Un joven reportero que escribía para el templo sagrado del periodismo, The New York Times, y que en 2003 admitió haberse inventado docenas de artículos y haber copiado muchos otros. Cuando se descubrió la escala de este fake, el director del diario, Howell Raines, fue obligado a dimitir. Pero la credibilidad del periódico quedó minada de muerte. Blair, en cambio, cobró más de 100.000 dólares de adelanto por sus memorias. Eso sí, el público no tragó y durante su primer mes en las librerías, de los 250.000 libros que se imprimieron, no se vendieron más de 2.000.
En España tenemos a Amy Martin. Es un caso completamente diferente al de Blair porque ella, aparentemente, nunca se inventó nada. Se limitó a cobrar cifras desmedidas por artículos que escribía bajo ese nombre para la Fundación Ideas del PSOE, que, casualmente, dirigía su marido, Carlos Mulas. El escándalo lo destapó el diario El Mundo y se cerró con la destitución fulminante de Mulas. Amy Martin devolvió los 60.000 euros que había cobrado por sus análisis políticos y artículos varios y reconoció que en realidad no era ninguna analista estadounidense sino Irene Zoe Alameda, escritora y cineasta. “Amy Martin era un experimento literario”, proclamó después en su defensa. Pero fue un experimento fallido, tanto que cuando Zoe Alameda presentó recientemente su última novela, Últimos días de Warla Akman, pidió a la prensa y a los lectores que se olvidaran de la autora… no fueran a confundirla con aquella caradura llamada Amy Martin, añado yo.
Como juego literario podría haber sido interesante, sobre todo para su autora, puesto que había nacido en su imaginación como protagonista de una novela y después trató de darle vida real y ver hasta donde podría prolongar su existencia. Pero el nepotismo entró en la ecuación, o al menos la sospecha: resulta difícil de creer que su marido (o exmarido, la relación no está clara) no supiera que Amy Martin era su esposa (o exesposa).
En Estados Unidos, en cambio, alguien se atrevió a ir más allá y le dio vida física a su pseudónimo. Funcionó durante casi seis años hasta que un periodista avispado destapó una realidad que tanto la escritora como su falso yo hubieran preferido mantener hasta el infinito. La historia de JT Leroy arranca en 1999, cuando bajo ese nombre se publica un libro titulado Sarah, una historia de ficción inspirada en la vida del propio autor, hijo de una prostituta que a su vez acabó prostituyéndose, fue adicto a la heroína y consiguió redimirse gracias a la literatura. Eso al menos decía la biografía del ‘escritor’, en la que no faltaba ser enfermo crónico de sida y transexual. Ese currículum, cargado de oscuras e inquietantes tragedias, facilitó el contacto entre J.T. LeRoy y otros escritores, con los que al principio contactó por email y por teléfono. Michael Chabon, Dennis Cooper y Mary Karr fueron algunos de sus ‘padrinos’. A partir de 2002 el huidizo escritor comenzó a dejarse ver en persona. Peluca rubia, gafas oscuras, sombreros y un fuerte aire andrógino caracterizaban a este personaje que acudía a todas sus citas acompañado por Speedie, la mujer que le ayudó a salir de las calles. Él hablaba poco, sonreía inseguro y era tímido. Speedie era su altavoz. Mientras su vida social se intensificaba, sus libros adquirían popularidad, las ventas internacionales se multiplicaban y las entrevistas y los viajes se sucedían. Incluso The New York Times caía rendido a sus encantos y le invitaba como pluma estrella a escribir sobre Eurodisney. En los círculos literarios corrían rumores sobre su verdadera identidad, se pensaba que era un escritor célebre escondido bajo ese pseudónimo pero a nadie parecía molestarle. Mientras, J.T. LeRoy continuaba ofreciendo entrevistas por teléfono: la excusa era siempre la misma, “es muy tímido”. Sin embargo no le importaba dejarse ver con Calvin Klein, Bianca Jagger o Courtney Love. La lista de celebridades que compartieron foto con el supuesto escritor no tiene fin pero la vida de J.T. LeRoy se truncó en 2006, cuando el periodista del New York Times Warren St John, alertado por un artículo publicado meses atrás por la revista New York Magazine, investigó a fondo hasta dar con la verdadera identidad de J.T. LeRoy. Los libros los escribía Laura Albert (Speedie) y el cuerpo lo ponía Savannah Knoop, cuñada de la escritora. Fue como si una bomba atómica cayera sobre el mundo editorial. El agente de J.T. LeRoy, Ira Silverberg, se sintió estafado porque, según me contó por teléfono, “jugar la carta del sida para llamar la atención es inaceptable. Hay varios niveles de fraude, pero éste es reprensible moralmente”.
Para Laura Albert, “J.T. LeRoy era mi bombona de oxígeno. Si me lo quitan me muero”, dijo tras destaparse el fraude. Al parecer la que había sufrido abusos durante su infancia era ella, su madre la había metido en un manicomio a los 14 años y el resto de su vida adulta también había sido complicada. En cierto modo, J.T. LeRoy era un alter ego que se aproximaba bastante a su realidad. Sus motivos para crear al personaje iban más allá de la necesidad psicológica: mientras fue Laura Albert nadie atendía a sus llamadas ni quería publicar sus libros. Cuando se inventó a su alter ego, el mundo editorial se volcó en ayudarla y catapultarla al estrellato. Una vez más, la ficción le ganaba la batalla a la realidad frente a un gremio especializado precisamente en construir mundos y personajes no reales.
Años después conocí a Savannah Knoop. Recordaba la experiencia con cierto dolor, prefería no hablar de ello. Había aceptado el trabajo primero como un juego, por ayudar a su cuñada, después por dinero y finalmente porque siendo J.T. LeRoy tenía la oportunidad de vivir una vida que no era la suya. Al parecer a Savannah, como al resto del mundo, le asustaba la realidad, su realidad. Pero soñar y jugar a ser quien no eres y conseguirlo tiene un precio que ella describió así en el libro Girl, Boy, Girl: “Toda la experiencia fue una mentira contagiosa que comenzó a complicarse y a obstruir lo que quería hacer con mi vida. […] Había puesto en lo alto de mis prioridades ser J.T. LeRoy. ¿Por qué? Porque significaba vivir el momento. Era una alternativa emocionante a mi vida real. Él tenía acceso a un mundo tan alejado del mío…Y todos sentían empatía hacia su dolor. Sus contradicciones eran mis contradicciones. Había comenzado a apoyarme en él para forzar los límites de mi propia persona. Y me había vuelto tan adicta que ya no sabía vivir sin él. Después de años quejándome de que J.T. LeRoy me distraía de mi propia vida ahora tendría que enfrentarme a mí misma, a mi miedo al fracaso y crear algo sólo mío. […] Mientras aprendo a vivir conmigo misma, le echaré de menos”.
El siglo XXI perdía así uno de sus primeros grandes fakes. En Brasil, la historia del falso J.T. LeRoy se transformó en un exitoso musical y en Japón en un célebre docudrama, pero en Estados Unidos no parecen haberla perdonado. Laura Albert nunca pidió disculpas. No cree que sea necesario, puesto que sus libros siempre se vendieron bajo la etiqueta de ficción. "No tenemos derecho a discutir con un artista sobre las condiciones que elige para presentar su trabajo", escribió Oscar Wilde. Albert nunca mintió respecto a su trabajo, sólo respecto a su persona. Al contrario que otros, como el escritor James Frey, quien vendió millones de libros de lo que supuestamente eran sus memorias (En mil pedazos) y un buen día se descubrió que eran ficticias.
Son sólo dos caras del poliédrico mundo del fake, pero ambos casos subrayan nuestra debilidad por las realidades paralelas. Al público y a los editores no les importó demasiado que Frey mintiera: sus libros siguen siendo un éxito. Sin embargo a J.T. LeRoy no se le ha perdonado no existir y como consecuencia, sus libros también sufren. Su personaje, aunque ficticio, gustaba más que la autora real. Cuando se puede escoger entre realidad y ficción parece que tendemos a escoger la opción más mentirosa, porque en el fondo, ¿a quién le importa la realidad?
Imágenes en orden de aparición:
1. Portada: encuentro del Club de Mickey Mouse hacia 1930
2. Orson Welles radiando La guerra de los mundos, 1938
3. Hwang Woo-Suk en su laboratorio de Seul cuando era un famoso y respetado científico
4. Dollar tuneado con Berni Madoff
5. Supuesto Hugo Chávez agonizante en la portada de El País
6. Alessio Rastani en la BBC
7. Thamsanqa Jantjie haciéndose pasar por intérprete para sordos en el funeral de Nelson Mandela
8. ¿Amy Martin o Irene Zoe Alameda?
9. Laura Albert y Savanah Knoop, alma y cuerpo de J. T. LeRoy