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Madres
En respuesta al artículo ‘Hijos’, de Purificació Mascarell
Tú tienes 30 años y yo 42. Entre ambas hay un abismo y no lo crea la década que nos separa sino el que yo sea madre y tú no. Entre tus conclusiones sobre la maternidad hay una que me ha dejado perpleja: “La gente que tiene hijos se atonta y se amuerma, se vuelve prosaica y gris, envilece su mente y estanca su intelecto”. Me abstendré de valorar cómo alguien puede barrer de un plumazo la capacidad intelectual de más de media humanidad simplemente porque traemos hijos al mundo. Cuando yo tenía treinta años también miraba a los padres como a extraterrestres y a sus hijos como a alienígenas, pero era más humilde: cuando no comprendía algo evitaba los juicios absolutistas. Mi vida también estaba llena de emociones fuertes, de comida basura, de gente superinteresante y de viajes al fin del mundo. Ahora también, aunque confieso que cocino más y me emborracho menos.
Sí me parece más acertada tu conclusión sobre los que no sois padres puesto que yo miro hacia atrás y me veo a mí misma exactamente así: psicótica, ególatra y llena de manías que con los años, ya verás, resultan cada vez más difícil quitarse. Es lo que tiene poder dedicarse tiempo a sí mismo: muchos caemos en el bucle del yo. Y más en esta sociedad donde el yo y su bienestar son la nueva diana del consumismo. Por eso ese señor al que antes veías hacer deporte con entusiasmo, quizás pensando en lo bien que lucirían sus abdominales en la playa, ahora lo ves aburrido empujando un columpio. Sí, efectivamente, empujar columpios todas las tardes puede ser un muermo pero eso no significa que la vida de ese señor ahora sea “prosaica y gris”, al menos no más que cuando podía invertir dos horas diarias en aburrirse esculpiendo músculo.
Sin duda la maternidad ayuda a sacudirse de encima un poquito de egolatría: el centro de tu universo dejas de ser tú y pasa a ser un bebé que llora, mea, caga, come, vomita y duerme. ¿Suena a tortura? Efectivamente, para casi todas las madres, sobre todo al principio, es como un electroshock. Te enfrentas de golpe a algo intelectualmente mucho más sencillo que un doctorado pero emocionalmente mucho más denso que una tesis sobre Kant. La vida de un completo desconocido depende exclusivamente de ti, y el coctel de fragilidad y responsabilidad es emocionalmente demoledor. Por no hablar de las hormonas, agazapadas y crueles, siempre dispuestas a arrancarte unas lágrimas a deshoras. Si a eso le añades las complicaciones propias de la lactancia y que tus ocho horas de sueño diarias se reducen de golpe a dos, la sensación al cabo de un mes es la de ser un trozo de asfalto debajo de una apisonadora que nunca se va a parar. En esas circunstancias físicas resulta no sólo mentalmente imposible sino más bien ridículo imaginar que las madres con bebés piensen en leer a Bécquer o a Machado, o digan cosas como “ayer se despertó de la siesta y me miró a los ojos y parecía que entendía mi tristeza”. Cuando acabas de parir y te ves sepultada bajo una avalancha de cacas y llantos, comprender el prospecto de una aspirina es todo un hito. Aunque seguro que las madres coincidirán conmigo en que mirando a los ojos a tu bebé en medio de esa revolución llegas a pensar cosas tan cursis como ésa o más. Pero no las comentarás jamás con otra madre o con una amiga, y no por pudor, sino porque cuando consigas ducharte, preparar todo el armamento infantil y salir de casa pueden haber pasado ya tres días y se te habrá olvidado. La maternidad hoy, entre otras cosas, es un ejercicio de soledad, como explica magníficamente Carolina del Olmo en su libro ¿Dónde está mi tribu?
Limitar tu conversación a hablar de pañales o del precio de las guarderías no es una enfermedad crónica que dure toda la vida. Se cura. Y en muchos casos se cura muy rápido: la baja por maternidad es breve y la de paternidad dura entre quince días y un mes, que es como decir nada. Eso si es que la tienes. La sociedad no te deja tiempo para disfrutar del bajón intelectual que genera el agotamiento por maternidad. Cuando tu hijo por fin duerme no tienes ganas de leerte a Aristóteles, ni de irte a un congreso de intelectuales sesudos. Quieres descansar. No nos volvemos idiotas de golpe, simplemente estamos agotados. Y pese a ello, intentamos mantener nuestro cerebro en activo. Las madres somos bastante parecidas a Supermán, o a la tuya: capaces de sacar adelante una familia y hacer malabarismos para que la vida profesional no se vaya a la mierda porque, efectivamente, la conciliación familiar sigue siendo una quimera. Soñamos con el día en que podremos volver a leer un libro (cualquier libro) sin quedarnos dormidos, y llega, te lo aseguro. Es más, hay quien hasta los escribe y gana premios Nobel con tres hijos a cuestas (Alice Munro).
La generación de tu madre quizás sea irrepetible pero a la nuestra no le falta mérito: nos educaron para que tuviéramos ambición profesional y retrasáramos al máximo la maternidad. Y resulta que cuando decidimos ser madres nuestra vida profesional sufrió un terremoto. Y eso sin contar que cuando el reloj biológico hizo tic-tac (sí, existe, el cuerpo te pide tener hijos, es tan simple como eso, y da gracias porque esos niños pagarán no sólo mi pensión sino también la tuya) resulta que para muchas ya era tarde y no podían concebir, así que ahí están un montón de españolas invirtiendo sus ahorros en intentarlo artificialmente. No hay nada “irreflexivo” en esa decisión.
Escribes: “La gente tiene hijos porque la vida pasa a ser bastante aburrida y hay que llenarla con algo que te absorba y no deje sentir la velocidad del tiempo que corre hacia la muerte”. Te equivocas. Nada te acerca más a la muerte que el tener un hijo. Ahí es cuando realmente el tiempo empieza a correr y tomas consciencia de tu propia mortalidad. Y da mucho vértigo, porque es una inyección de vida para la que nadie te ha preparado. La sobredosis de amor, de asombro y valentía que te da un hijo (y sí, también de dolor) no se puede comparar con ningún otro viaje vital. Hay mujeres que sí lo entienden, aunque no sean madres. Ya que te gusta leer te recomiendo otro libro: Carta a un niño que nunca nació, de Oriana Fallaci. Se hacía las mismas preguntas que tú pero toda mujer podría identificarse con sus respuestas. Con las tuyas no. Crees que eres una romántica y nosotras unas “realistas que trituran fruta con eficiencia” pero eres miope: el último acto de romanticismo que hoy queda en un mundo que venera el yo, el aquí y el ahora es decidir ser madre.
Este artículo es una respuesta a Hijos, de Purificació Mascarell [leer aquí].
Tras la publicación de este artículo, Sergio del Molino aportó una visión masculina en Padres [leer aquí]
Madres
Tú tienes 30 años y yo 42. Entre ambas hay un abismo y no lo crea la década que nos separa sino el que yo sea madre y tú no. Entre tus conclusiones sobre la maternidad hay una que me ha dejado perpleja: “La gente que tiene hijos se atonta y se amuerma, se vuelve prosaica y gris, envilece su mente y estanca su intelecto”. Me abstendré de valorar cómo alguien puede barrer de un plumazo la capacidad intelectual de más de media humanidad simplemente porque traemos hijos al mundo. Cuando yo tenía treinta años también miraba a los padres como a extraterrestres y a sus hijos como a alienígenas, pero era más humilde: cuando no comprendía algo evitaba los juicios absolutistas. Mi vida también estaba llena de emociones fuertes, de comida basura, de gente superinteresante y de viajes al fin del mundo. Ahora también, aunque confieso que cocino más y me emborracho menos.
Sí me parece más acertada tu conclusión sobre los que no sois padres puesto que yo miro hacia atrás y me veo a mí misma exactamente así: psicótica, ególatra y llena de manías que con los años, ya verás, resultan cada vez más difícil quitarse. Es lo que tiene poder dedicarse tiempo a sí mismo: muchos caemos en el bucle del yo. Y más en esta sociedad donde el yo y su bienestar son la nueva diana del consumismo. Por eso ese señor al que antes veías hacer deporte con entusiasmo, quizás pensando en lo bien que lucirían sus abdominales en la playa, ahora lo ves aburrido empujando un columpio. Sí, efectivamente, empujar columpios todas las tardes puede ser un muermo pero eso no significa que la vida de ese señor ahora sea “prosaica y gris”, al menos no más que cuando podía invertir dos horas diarias en aburrirse esculpiendo músculo.
Sin duda la maternidad ayuda a sacudirse de encima un poquito de egolatría: el centro de tu universo dejas de ser tú y pasa a ser un bebé que llora, mea, caga, come, vomita y duerme. ¿Suena a tortura? Efectivamente, para casi todas las madres, sobre todo al principio, es como un electroshock. Te enfrentas de golpe a algo intelectualmente mucho más sencillo que un doctorado pero emocionalmente mucho más denso que una tesis sobre Kant. La vida de un completo desconocido depende exclusivamente de ti, y el coctel de fragilidad y responsabilidad es emocionalmente demoledor. Por no hablar de las hormonas, agazapadas y crueles, siempre dispuestas a arrancarte unas lágrimas a deshoras. Si a eso le añades las complicaciones propias de la lactancia y que tus ocho horas de sueño diarias se reducen de golpe a dos, la sensación al cabo de un mes es la de ser un trozo de asfalto debajo de una apisonadora que nunca se va a parar. En esas circunstancias físicas resulta no sólo mentalmente imposible sino más bien ridículo imaginar que las madres con bebés piensen en leer a Bécquer o a Machado, o digan cosas como “ayer se despertó de la siesta y me miró a los ojos y parecía que entendía mi tristeza”. Cuando acabas de parir y te ves sepultada bajo una avalancha de cacas y llantos, comprender el prospecto de una aspirina es todo un hito. Aunque seguro que las madres coincidirán conmigo en que mirando a los ojos a tu bebé en medio de esa revolución llegas a pensar cosas tan cursis como ésa o más. Pero no las comentarás jamás con otra madre o con una amiga, y no por pudor, sino porque cuando consigas ducharte, preparar todo el armamento infantil y salir de casa pueden haber pasado ya tres días y se te habrá olvidado. La maternidad hoy, entre otras cosas, es un ejercicio de soledad, como explica magníficamente Carolina del Olmo en su libro ¿Dónde está mi tribu?
Limitar tu conversación a hablar de pañales o del precio de las guarderías no es una enfermedad crónica que dure toda la vida. Se cura. Y en muchos casos se cura muy rápido: la baja por maternidad es breve y la de paternidad dura entre quince días y un mes, que es como decir nada. Eso si es que la tienes. La sociedad no te deja tiempo para disfrutar del bajón intelectual que genera el agotamiento por maternidad. Cuando tu hijo por fin duerme no tienes ganas de leerte a Aristóteles, ni de irte a un congreso de intelectuales sesudos. Quieres descansar. No nos volvemos idiotas de golpe, simplemente estamos agotados. Y pese a ello, intentamos mantener nuestro cerebro en activo. Las madres somos bastante parecidas a Supermán, o a la tuya: capaces de sacar adelante una familia y hacer malabarismos para que la vida profesional no se vaya a la mierda porque, efectivamente, la conciliación familiar sigue siendo una quimera. Soñamos con el día en que podremos volver a leer un libro (cualquier libro) sin quedarnos dormidos, y llega, te lo aseguro. Es más, hay quien hasta los escribe y gana premios Nobel con tres hijos a cuestas (Alice Munro).
La generación de tu madre quizás sea irrepetible pero a la nuestra no le falta mérito: nos educaron para que tuviéramos ambición profesional y retrasáramos al máximo la maternidad. Y resulta que cuando decidimos ser madres nuestra vida profesional sufrió un terremoto. Y eso sin contar que cuando el reloj biológico hizo tic-tac (sí, existe, el cuerpo te pide tener hijos, es tan simple como eso, y da gracias porque esos niños pagarán no sólo mi pensión sino también la tuya) resulta que para muchas ya era tarde y no podían concebir, así que ahí están un montón de españolas invirtiendo sus ahorros en intentarlo artificialmente. No hay nada “irreflexivo” en esa decisión.
Escribes: “La gente tiene hijos porque la vida pasa a ser bastante aburrida y hay que llenarla con algo que te absorba y no deje sentir la velocidad del tiempo que corre hacia la muerte”. Te equivocas. Nada te acerca más a la muerte que el tener un hijo. Ahí es cuando realmente el tiempo empieza a correr y tomas consciencia de tu propia mortalidad. Y da mucho vértigo, porque es una inyección de vida para la que nadie te ha preparado. La sobredosis de amor, de asombro y valentía que te da un hijo (y sí, también de dolor) no se puede comparar con ningún otro viaje vital. Hay mujeres que sí lo entienden, aunque no sean madres. Ya que te gusta leer te recomiendo otro libro: Carta a un niño que nunca nació, de Oriana Fallaci. Se hacía las mismas preguntas que tú pero toda mujer podría identificarse con sus respuestas. Con las tuyas no. Crees que eres una romántica y nosotras unas “realistas que trituran fruta con eficiencia” pero eres miope: el último acto de romanticismo que hoy queda en un mundo que venera el yo, el aquí y el ahora es decidir ser madre.
Este artículo es una respuesta a Hijos, de Purificació Mascarell [leer aquí].
Tras la publicación de este artículo, Sergio del Molino aportó una visión masculina en Padres [leer aquí]