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¿Qué fue de Martin Amis?

Notas sobre la decadencia a propósito de ‘La invasión de los marcianitos’
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Los adolescentes de Indiana acuñaron a principios de siglo el vocablo blivit para expresar la idea, fundamental para la sociedad norteamericana, de “dos libras de mierda embutidas en una bolsa en la que sólo cabe una”. Kurt Vonnegut fue el primero en darse cuenta del enorme potencial que el término podía tener para resolver alguno de los innumerables retos teóricos que en los años ochenta planteaba el postmodernismo. De inmediato se puso a trabajar para encontrarle acomodo en los diccionarios de la crítica moderna. En el prólogo a Palm Sunday (1981) sugirió que se le diera el nombre de blivit a un nuevo género literario. Gracias a esta aportación podrían por fin quedar recogidas en una misma categoría las obras que mejor encarnan la sensibilidad contemporánea: aquéllas que se componen, sin especial preocupación por la coherencia o la lógica, con el abundante material de desecho que los escritores descubren haciendo limpieza en sus cajones (cartas, fragmentos de novelas abandonadas, esbozos poéticos, confesiones íntimas, dibujos con ceras de colores, recibos, informes médicos... Todo vale aquí). Si le preguntaran a este reseñador qué libro refleja mejor las virtudes del blivit, respondería sin dudar lo siguiente: ¡Perro callejero! O, mejor aún: todo lo que Martin Amis ha escrito desde Perro callejero.

Con la publicación de esta ¿novela? en el año 2003, su autor esperaba acallar los insistentes rumores −divulgados sin descanso por los tabloides británicos− según los cuales padecía un caso clínico de bloqueo creativo y estaba recluido en una finca uruguaya (acababa de casarse con una rica heredera de esa nacionalidad), acompañado por un ejército de logopedas y entrenadores, apenas capaz de balbucir unas pocas palabras sencillas como “dinero” “Nobel” o “Tony Blair”. El escritor confiaba también en poder recuperar parte del inmenso crédito literario que había amasado con sus obras maestras de los años ochenta: Dinero (1984) y Campos de Londres (1988.) Un crédito que, para sorpresa de sus incondicionales, había ido dilapidando durante la década siguiente con una serie de creaciones de inquietante mediocridad: La flecha del tiempo (1991), La información (1993) y Tren nocturno (1998). “Deseaba que el libro me gustara —dijo John Updike de esta última— pero el hecho de que haya terminado odiándolo equivale a un doloroso fracaso personal.”

Lo que Amis se encontró tras la aparición del libro fue, en cambio, una de las cacerías literarias más sanguinarias que se recuerdan en la historia de la literatura contemporánea. La cinta de aquel festival nacional de la ojeriza la cortó el también novelista Tibor Fischer (¿quién?, se preguntarán los lectores más curiosos. Debe ser terrible ver toda tu obra reducida a una sucinta nota al pie sobre tus fobias). En “Alguien tiene que hablar con Martin Amis”, una reseña especialmente siniestra publicada por el Telegraph, Fischer afirmaba que leer Perro callejero producía el mismo tipo de vergüenza que “ver a tu tío favorito masturbándose en el patio de una escuela”. Basta echar un vistazo a las cinco primeras páginas del libro para coincidir con él, a pesar de intuir que sus palabras son parte de una amarga vendetta editorial. A Perro callejero le siguió La casa de los encuentros (2006). Entre los desconcertados lectores se produjo un leve murmullo de alivio, tan leve que era casi inaudible. Pero después vinieron La viuda embarazada (2010) y Lionel Asbo (2012), dos novelas grotescas y carentes de todo valor, y los peores presagios se confirmaron: Amis estaba acabado. Su última obra, The Zone of Interest (2014) —aún sin traducir al castellano— constituye su inmolación definitiva.

Intentar averiguar las razones de la decadencia de Amis se ha convertido en uno de los entretenimientos más populares de los periodistas culturales ingleses. Es probable que de todas las teorías que han circulado la más extravagante sea la de Richard Bradford, su chismoso biógrafo. En ella se desliza la enloquecida idea de que la pérdida de talento del autor es en realidad un sacrificio por amor. Según Bradford, Martin y su padre (ese titán alcoholizado de la narrativa de posguerra llamado Kingsley Amis) forjaron un poderoso vínculo alrededor de su mutua obsesión con el estilo. El vínculo llegó a ser de tal intensidad que, cuando Kingsley murió, su hijo se sintió liberado de la onerosa carga de tener que escribir bien. Hacer el ridículo año tras año se convirtió en su retorcida forma de rendir un homenaje a la obra paterna. Una hipótesis brillante, ¿no les parece? En mi opinión las cosas son un poco más complicadas. Y también tienen un poco más de sentido.

Durante los años setenta y ochenta Amis logró una perfecta síntesis entre las dos corrientes estéticas que habían dominado la narrativa inglesa del siglo XX. Por un lado el modernismo, con sus dobles tirabuzones de elitismo y sus maratones de ilegibilidad. Por otro, la socarronería anti-intelectual de los Angry Young Men (la generación que surgió después de la Segunda Guerra Mundial como reacción a todo lo que significara vanguardismo o pretenciosidad). Entre finales de los ochenta y mediados de los noventa al escritor le sucedieron dos cosas que trastocaron ese equilibrio. La primera fue la paternidad. La segunda el descubrimiento de la tradición intelectual judía (¡gracias por todo, Saul Bellow!). Ambos acontecimientos le hicieron llegar a la conclusión de que no tenía suficiente con ser un escritor gracioso (probablemente el escritor británico más dotado para el humor en la segunda mitad del siglo XX). Lo que en realidad deseaba era convertirse en un intelectual serio: en la conciencia de una época torturada, en el azote de la barbarie totalitaria, en el portavoz de sus víctimas y, además, en un padre concernido. Este ataque de responsabilidad política hizo que la balanza de su talento se inclinara hacia lo grave, lo profundo, lo experimental: lo pesado. Comienza entonces a abrirse un terrible abismo entre su estilo −pensado para hacer cosquillas en la barriga− y una ambición filosófica con un fundamento muy precario y que aspira a propinar empellones, pellizcos y fuertes nalgadas. Como consecuencia de ello, el edificio de su poética se desmorona dando lugar a casi veinte años de bodrios “de aliento joyceano” llenos hasta los topes del más vergonzoso kitsch demo-liberal (véase al respecto la ridícula diatriba anti-estalinista Koba, el Terrible).

Por fortuna, la editorial Malpaso ha acudido recientemente en nuestro auxilio para ayudarnos a olvidar este gigantesco descalabro literario. Con la recuperación de La invasión de los marcianitos (1982) nos ha dado la oportunidad de volver a disfrutar del virtuoso del chiste que fue Amis en su época más gloriosa. Pero no sólo eso. También ha conseguido dar un violento manotazo en el tablero de las envidias nacionales. Nunca se nos ocurrió que podríamos ponernos por delante de los propios ingleses en lo que a la literatura inglesa se refiere pero, gracias a la coqueta edición castellana de esta obra (cantos ricamente coloreados en tonos alienígenas, sabroso olor a tinta fresca, páginas de goloso gramaje…), lo hemos logrado. Cualquier lector hispano puede hoy acudir a su librería más cercana y exigir con despreocupado orgullo que le envuelvan un ejemplar. La suerte de nuestros trémulos homólogos británicos es, desafortunadamente, mucho más sombría. Quienes se interesen por este título tendrán que pasarse un buen rato peinando los mercados secundarios del coleccionismo y la chaladura para encontrar alguna copia deslomada y llena de churretes. Si además quieren llevársela a su sótano de Kent o a su celda acolchada de Leeds para la habitual sesión de hardcore bibliófilo, habrán de rascarse convenientemente los bolsillos.

Por razones no del todo misteriosas, el creador de este jovial opúsculo lleva más de treinta años intentando esconderlo en la trastienda de su producción. Hay algo en él que le produce mucha vergüenza o mucha insatisfacción y, cuando se comete la imprudencia de recordarle su existencia, suele despachar el asunto entre tartamudeos y miradas furiosas. Como consecuencia de ello, el libro ha quedado envuelto en una bruma de respeto místico y en los circuitos más desatados de la especulación cultural su cotización puede muy bien alcanzar las doscientas libras. No conviene, sin embargo, que nos dejemos confundir por el murmullo de los connoisseurs o el fragor de las guerras de pujas. La invasión de los marcianitos responde muy precariamente a las expectativas que despierta (y debo confesar que las mías eran muchas y estaban todas ellas fuera de lugar). Se trata de una obra irregular que resulta atractiva precisamente por su carácter exploratorio y su naturaleza parcialmente fallida. Su valor no reside en lo que contiene —una crónica sobre el universo de los videojuegos y los anómicos colgados que se engancharon a ellos—, sino en su condición de testimonio de un genio prometedor hoy tristemente extinguido. Aunque las tres partes en las que está dividido el libro son de calidad muy desigual, en todas ellas se percibe con claridad (gracias a una traducción voluntariosa que se las ha tenido que ver con trampas lingüísticas endiabladas) el talento de un escritor que empieza a escalar la pendiente más escarpada de su talento.

En Vinieron del espacio: la guerra de las pantallas, Amis se interna en el inframundo de la videoadicción. Le vemos disfrutar como un enano en los salones recreativos de Londres, París o Nueva York. Asiste a tumultuosas reyertas; hace cola junto a duendecillos cubiertos de caspa y mocos, y se deja una pasta en maquinitas tan absurdas como magnéticas. Conocemos a sus compañeros de vicio, “los vagabundos cósmicos”, una espeluznante hermandad compuesta por rufianes, pederastas, chulos, camellos y demás artistas de las aceras. Se nos desvelan sus ritos −el primitivo ingenio a la hora de componer sus nombres de guerra−, sus punzantes dilemas −que se reducen básicamente a cómo conseguir una moneda para la siguiente partida− y la desesperación que habita en sus almas. También se dan algunas pinceladas acerca de la historia de esta novedosa rama del entretenimiento, y se nos presenta a alguno de sus geniecillos pioneros. En una de las múltiples y ricas imágenes que decoran el libro nos encontramos con Nolan Bushnell, fundador de Atari y creador del pimpón electrónico. Desde allí nos saluda con su sonrisa chiflada, perfecto ejemplar de la nueva raza de magnates de la tecnología inmaduros y desequilibrados que acababa de nacer. El cruel cinismo de Amis se emplea a fondo para describir la escala trófica de una industria planetaria construida en torno a la frustración, la soledad y la angustia. Uno llega a la página cincuenta y ocho del libro muy agradecido por el viaje. Las cosas, sin embargo, se tuercen un poco a partir de ahí.

La segunda parte —En defensa de la madre tierra: instrucciones para una escabechina— es, por desgracia, la más larga y prolija. Digo por desgracia porque lo que contiene —un catálogo de los videojuegos más pujantes de la época, así como abundantes consejos para ir pasando de pantalla en cada uno de ellos— carece del más mínimo interés. Salvo, quizá, para un grupo muy minoritario de nostálgicos recalcitrantes que alcanzan puntuaciones asombrosas en los tests de Asperger. Los conocimientos que demuestra tener Amis sobre cómo pilotar una nave del Galaxian o del Lunar Lander son de una erudición aterradora, pero también increíblemente tediosos. Un ejemplo: “Maniobra para tener los tres pods en pantalla”, nos sugiere a propósito de Defender, “y luego atízales con la bomba inteligente. Con un poco de suerte liquidarás a los tres (3000 puntos), pero también a los swarmers que contienen (18 x 150 = 2700). Es un momento maravilloso…” Y sigue así un buen rato. Lo que está claro es que el autor tuvo que pasarse un montón de horas encerrado en los recreativos para atesorar una sabiduría tan exhaustiva y tan gratuita. Uno no termina de explicarse cómo consiguió Amis compaginar semejante ludopatía con la escritura de decenas de reseñas, la redacción de varias novelas y una vida amorosa de proporciones olímpicas (si son ciertos los rumores, más o menos todas las primogénitas descarriadas de las mejores familias inglesas pasaron por su alcoba en aquellos años). Cualquier ser humano normal habría acabado loco, arruinado y cubierto de herpes en algún hospicio o casa de acogida. Con todo, los destellos del estilo amisiano refulgen incluso entre este montón de instrucciones insustanciales. También se deja ver el habitual repertorio de trucos y efectos especiales: las diatribas misóginas, los comentarios clasistas (oh, sí, Owen Jones estuvo por aquí reuniendo pruebas para su cruzada de rectitud), y una proverbial mala baba.

El libro concluye de manera un tanto apresurada con El frente doméstico: los alienígenas piensan quedarse. Se trata de una apostilla que, a pesar del abundante material de relleno que contiene, apenas alcanza las veinte páginas. Amis se asoma al futuro de los videojuegos y se pregunta qué será de ellos cuando abandonen la chisporroteante atmósfera social sobre la que han reinado. Lo que logra atisbar de ese futuro lo llena de desasosiego, y eso que en 1982 sólo nos encontrábamos al inicio de un largo proceso de cretinización cuyas dimensiones eran inimaginables por aquel entonces. Nada hacia presagiar que la incipiente industria movería 100.000 millones de dólares apenas treinta años después de su nacimiento, dejando al resto de sectores del entretenimiento convertidos en un ridículo anacronismo. Al autor le llena de tristeza ver cómo las pujantes máquinitas portátiles (“magníficos ornamentos para cualquier guardería del futuro”) empiezan a sustituir a las viejas estaciones espaciales, arruinando así el crepitante tejido colectivo de los salones recreativos. El narrador sabe que cuando los videojuegos ingresen en el anticlímax pequeñoburgués de los hogares se habrán terminado su magia y su épica. Es comprensible que Amis, el poeta de la roña suburbial, se sienta profundamente consternado por ello.

Los críticos más avispados no dejan de repetir que nos encontramos ante una obra menor. Y no se equivocan. Pero normalmente las obras que juegan en esta liga no suelen producir goces tan intensos. Es verdad que en este caso se trata de placeres compensatorios y llenos de amargura. Pero, ¿quién tiene el corazón tan endurecido por el cinismo como para no llorar de emoción al reencontrarse con el inmenso escritor que una vez fue Martin Amis?