Contenido
Punset y la banca cuántica
La semana pasada tuve la brillante idea de criticar a Punset en una reunión de amigos. El tema surgió porque alguien comentó que había visto un anuncio en el que aparecía el conocido divulgador científico. El anuncio, colocado en las polémicas marquesinas de las paradas de autobús instaladas durante los últimos meses por el Ayuntamiento de Madrid, es de FEDER (Federación Española de Enfermedades Raras) y en él aparece Punset acompañado por Anne Igartiburu, Iñaki Gabilondo y Sergi Arola. El lema de FEDER para la ocasión es “Hay un gesto que lo cambia todo”. Yo conocía el anuncio porque lo había visto cada vez que iba a la parada de autobús al lado de mi casa. Cuando alguien comentó que Punset participaba en la campaña, todos los que formaban el grupo de personas con las que yo compartía conversación se acordaron de Redes, el famoso programa de divulgación científica que la 2 emitió desde el 23 de marzo de 1996 hasta enero del 2014. No faltaron los halagos:
–¡Cómo molaba Redes!
–¡Yo era fan!
–¡Qué grande Punset!
El caso es que a mí Redes no me parecía mal programa del todo, pero yo no era tan entusiasta como mis compañeros de reunión y se me ocurrían algunas objeciones sobre la manera de presentarlo. Así que, en un momento de lucidez e incontinencia verbal, y para introducir un poco de debate sobre la cuestión, se me ocurrió decir que Punset utilizaba conscientemente su pinta de científico loco como elemento escénico de hipnosis con el público más profano en la materia. Hubo un silencio. Añadí que, además de lo de la pinta de científico loco, en su último período (cuando el espacio pasó a llamarse Redes 2.0), el programa parecía por momentos un power point, muy pintón pero vacío de contenidos, como los que usan los profesores vaguetes que van de modernos.
Los ojos acusadores de mis compañeros de reunión se me echaron encima:
–Ya te vale.
–Eres un envidioso.
–Le tienes envidia porque es conocido y vende muchos libros.
Me miraron como si yo estuviera a favor de que proliferasen las enfermedades raras y fuera partidario de que la sociedad le diera la espalda a la gente que sufre de ese tipo de patologías. Me parecía fantástico que hubiera una institución como FEDER que ayudara a las personas con patologías raras, pero al mismo tiempo yo consideraba que era muy sano analizar críticamente la labor de Punset y su puesta en escena en los programas. No tardaron en darme de lado y el grupo hizo caso omiso de mi línea de debate. En ese momento me di cuenta del estatus de intocable del que gozaba Punset.
A las pocas horas, cuando decidí abandonar la reunión, los que estaban allí ya discutían animadamente sobre física cuántica y cosmología. No habían bebido demasiado (si hubieran bebido más, eso podría haber explicado la cuestión), pero sus conversaciones derrapaban por las zonas más complejas de la física: las partículas atómicas, las supercuerdas, los bosones, todo dicho con mucha naturalidad, como el que pide una ración de gambas. Me sorprendió todo aquello porque ninguno de los que estaba allí conocía, aunque fuera de cuando hicieron Selectividad, el principio de incertidumbre de Heisenberg. Ninguno excepto X, un viejo amigo mío que sufre de lupus (enfermedad rara donde las haya). X estudió ingeniería industrial en la Universidad Politécnica de Madrid y se dedica a la informática. Alguien con una formación científico técnica por lo menos básica. Apuraba su vaso, apartado del grupo cuántico, y los miraba con un gesto de lástima:
–Estos no tienen ni puta idea, Antonio –me dijo X a modo de despedida señalando a los cuánticos cuando vio que me iba–. No saben lo que dicen, déjalos.
En mitad de los comentarios que escuché mientras me escurría hacía el pasillo para encontrar la puerta de salida, pude distinguir las frases de alguien que relacionaba su vida de pareja con el comportamiento de las partículas subatómicas. Era curiosa aquella deriva sentimental de la terminología física. Todo lo decían en tono muy serio, como cuando uno se sincera con alguien a quien conoce de toda la vida.
–Yo flipo –me dije a mí mismo muy bajito, cerrando la puerta del apartamento, justo antes de abandonar silenciosamente la reunión.
De camino a casa, le di vueltas al asunto. Utilizaban el término cuántico como el que habla de algo insondable y misterioso, casi esotérico. No sabían distinguir la incertidumbre de la ignorancia. Me desconcertaba su actitud y a la vez me sabía mal que pensaran que yo no sabía apreciar las virtudes de Redes: al programa habían acudido científicos de primer nivel, los temas eran de rigurosa actualidad científica, su labor había estimulado la curiosidad popular por la física, la biología, la cosmología... Y yo, insolente de mí, me había atrevido a criticar al gurú televisivo de la divulgación científica en nuestro país, la divulgación científica, esa cosa tan neutra, que no hace daño a nadie ni es indicador de nada, ni síntoma de nada, ni signo de nada. Yo atacando por las buenas a un neutrón. A lo mejor llevaban razón y yo era un envidioso, pero seguía intrigándome el modo en que alguien como Punset había conseguido unas opiniones sobre su labor tan impermeables a las críticas. ¿Por qué nadie estaba dispuesto a debatir sobre si Punset “hacía un poco de teatro” cuando presentaba sus programas? Mi desconfianza hacia lo que Punset significaba como indicador de los envases televisivos les debió de parecer también algo salido de la nada, un poco cuántico, por seguir en la línea de sus terminologías.
Los libros de Eduard Punset son pesados y eso no se debe a las fórmulas científicas que contienen. Lo sé porque estuve trabajando unos años en una librería a la que llegaban en cajas enormes que teníamos que trasladar, abrir y colocar convenientemente en las mesas de novedades. La divulgación científica era entonces una cuestión glandular para los que trabajábamos allí porque nos relacionábamos con Punset a través del sudor. A veces levantabas la solapa de uno de sus libros y tus dedos tropezaban con la cara de un profesor bacterio de pelo blanco y esponjoso como la miga del pan Bimbo. Una cabeza que te miraba con ojos penetrantes, como si su cráneo de jurista y economista contuviera un acelerador de partículas que te controlara gracias a su potencia cerebral. Las cajas de libros de Punset seguían llegando a la librería como un flujo constante de electrones locos y tú te preguntabas cómo se había colado con tanta fuerza en el mercado editorial ese neutrón televisivo. Consultabas la Wikipedia y te topabas con un efecto túnel en su biografía: del Partido Comunista en el franquismo a la lista de superventas de no ficción en el siglo XXI, pasando por cargos públicos, el congreso y el parlamento europeo. Y tú allí con sus libros de tapa dura en la mano: más de 20 eurazos el ejemplar. Se te quedaba cara de despistado, como de no saber cómo leer todo aquello. Como cuando llegaba su Viaje al optimismo y no sabías si colocar los ejemplares en la sección de divulgación científica o en la de autoayuda. Todos con la cubierta muy blanca, como de mobiliario moderno de consulta privada de dentista.
Mis amigos habían conseguido que mis pensamientos vacilaran. Al llegar a casa me eché en cara a mí mismo ser tan envidioso: tú sudas por cargar cajas de libros de tapa dura, me dije, y años después le echas en cara a un señor mayor que haya estado en los primeros puestos de las listas de no ficción. No hay derecho. Eres un envidioso. Deberías agradecerle a Punset su labor por conseguir que se ensanchen los márgenes léxicos y pragmáticos de palabras como “cuántico” o “supercuerda”. Semántica viral. Todo cambia. No seas envidioso, Antonio. Antes el gin tonic sólo llevaba ginebra y tónica y los platos combinados se servían en platos redondos. El atrezzo tiene su precio. Las cosas cambian. Unas especias con tónica y ginebra de importación en copa de balón: 10 euros suplementarios por cada copazo. Platos cuadrados: 30 euros, cosas de la geometría, otra ciencia neutra, como el neutrón de Punset. Gin tonics cuánticos, platos combinados cuánticos, todo se escapa a nuestro control. Mundo esotérico. Pelo blanco y dicción lenta: 20 euros en tapa dura. Intenté ponerle freno a mi envidia y para eso busqué unos vídeos de Redes en internet. Así a lo mejor podía reconciliarme con el programa. Uno de ellos empezaba con unas inquietantes frases: “¿Es una emoción con la que se nace o se puede aprender a ser feliz? Parece que sí. Parece que sí”. Paré el vídeo y busqué más cosas. Encontré una frase de Punset acerca de la relación del entretenimiento con otras facetas de la vida: “Conciliar ciencia y entretenimiento se ha convertido hoy en una ley que se aplica tanto a la vida de pareja, como el sistema educativo y a la vida corporativa”. Como vi que mi problema de envidia cuántica no se solucionaba y no conseguía corregir mi punto de vista hasta cumplir los estándares de las reuniones de mis amigos decidí apagar el ordenador y me eché a dormir.
A pesar de ser un envidioso, dormí a pierna suelta. Soñé con una película de serie B basada en el clásico de Robert Louis Stevenson El extraño caso del Dr Jekyll y Mr. Hyde y fabricada por mi propio sistema neuronal y toda la envidia de mis sinapsis: el Dr Jekyll era Felipe González, bebía un vaso de Colacao de color verde y se transformaba en Punset. El sueño duraba casi cuatro décadas y Punset empleaba todo ese tiempo en decir una sola palabra: célula.
Me levanté, me di una ducha y fui a la parada de autobús. En la marquesina volví a ver a Punset mirándome con cara de ¿pensabas que te ibas a librar de mí? Pero lo extraño no fue eso. Lo sorprendente fue que me fijé en su rostro y vi cómo en sus facciones llevaba tatuado el logotipo de la Caixa. Por un momento pensé que mis amigos cuánticos habían puesto algo en mi vaso la noche anterior. ¿Se puede confiar en alguien que sin haber estudiado física habla de las supercuerdas como si fueran raciones de gambas? El misterio duró décimas de segundo. La explicación del enigma estaba a unos pocos metros de distancia, al otro lado de la calle: enfrente de la parada había una sucursal de la Caixa y el cristal del anuncio reflejaba la fachada del banco encima de la cara de Punset. Era una foto de su obra social: un chaval con síndrome de Down se aplicaba en su puesto de trabajo bajo la atenta mirada de un adulto que supervisaba su tarea. La estrategia de la Caixa no era nada cuántica, simplemente echaban mano de escenografía para que les salieran las cuentas. ¿Cómo iba a criticar nadie a alguien que ayuda a un chaval con síndrome de Down?
No sé si cambiar de opinión o de amigos. Creo que sólo soy un envidioso patológico y todavía lo ignoro. Principio de incertidumbre. Lo que sí que voy a hacer es cambiar de banco. Pero no voy a optar por un banco ético, los bancos éticos ya son el pasado. Ahora el futuro son los bancos cuánticos. Gracias, Punset, has abierto nuevas vías a la mecánica cuántica: gambas, platos cuadrados, una dicción algo lenta pero muy rentable. Lo siento, amigos, pero me voy a abrir una cuenta.
Punset y la banca cuántica
La semana pasada tuve la brillante idea de criticar a Punset en una reunión de amigos. El tema surgió porque alguien comentó que había visto un anuncio en el que aparecía el conocido divulgador científico. El anuncio, colocado en las polémicas marquesinas de las paradas de autobús instaladas durante los últimos meses por el Ayuntamiento de Madrid, es de FEDER (Federación Española de Enfermedades Raras) y en él aparece Punset acompañado por Anne Igartiburu, Iñaki Gabilondo y Sergi Arola. El lema de FEDER para la ocasión es “Hay un gesto que lo cambia todo”. Yo conocía el anuncio porque lo había visto cada vez que iba a la parada de autobús al lado de mi casa. Cuando alguien comentó que Punset participaba en la campaña, todos los que formaban el grupo de personas con las que yo compartía conversación se acordaron de Redes, el famoso programa de divulgación científica que la 2 emitió desde el 23 de marzo de 1996 hasta enero del 2014. No faltaron los halagos:
–¡Cómo molaba Redes!
–¡Yo era fan!
–¡Qué grande Punset!
El caso es que a mí Redes no me parecía mal programa del todo, pero yo no era tan entusiasta como mis compañeros de reunión y se me ocurrían algunas objeciones sobre la manera de presentarlo. Así que, en un momento de lucidez e incontinencia verbal, y para introducir un poco de debate sobre la cuestión, se me ocurrió decir que Punset utilizaba conscientemente su pinta de científico loco como elemento escénico de hipnosis con el público más profano en la materia. Hubo un silencio. Añadí que, además de lo de la pinta de científico loco, en su último período (cuando el espacio pasó a llamarse Redes 2.0), el programa parecía por momentos un power point, muy pintón pero vacío de contenidos, como los que usan los profesores vaguetes que van de modernos.
Los ojos acusadores de mis compañeros de reunión se me echaron encima:
–Ya te vale.
–Eres un envidioso.
–Le tienes envidia porque es conocido y vende muchos libros.
Me miraron como si yo estuviera a favor de que proliferasen las enfermedades raras y fuera partidario de que la sociedad le diera la espalda a la gente que sufre de ese tipo de patologías. Me parecía fantástico que hubiera una institución como FEDER que ayudara a las personas con patologías raras, pero al mismo tiempo yo consideraba que era muy sano analizar críticamente la labor de Punset y su puesta en escena en los programas. No tardaron en darme de lado y el grupo hizo caso omiso de mi línea de debate. En ese momento me di cuenta del estatus de intocable del que gozaba Punset.
A las pocas horas, cuando decidí abandonar la reunión, los que estaban allí ya discutían animadamente sobre física cuántica y cosmología. No habían bebido demasiado (si hubieran bebido más, eso podría haber explicado la cuestión), pero sus conversaciones derrapaban por las zonas más complejas de la física: las partículas atómicas, las supercuerdas, los bosones, todo dicho con mucha naturalidad, como el que pide una ración de gambas. Me sorprendió todo aquello porque ninguno de los que estaba allí conocía, aunque fuera de cuando hicieron Selectividad, el principio de incertidumbre de Heisenberg. Ninguno excepto X, un viejo amigo mío que sufre de lupus (enfermedad rara donde las haya). X estudió ingeniería industrial en la Universidad Politécnica de Madrid y se dedica a la informática. Alguien con una formación científico técnica por lo menos básica. Apuraba su vaso, apartado del grupo cuántico, y los miraba con un gesto de lástima:
–Estos no tienen ni puta idea, Antonio –me dijo X a modo de despedida señalando a los cuánticos cuando vio que me iba–. No saben lo que dicen, déjalos.
En mitad de los comentarios que escuché mientras me escurría hacía el pasillo para encontrar la puerta de salida, pude distinguir las frases de alguien que relacionaba su vida de pareja con el comportamiento de las partículas subatómicas. Era curiosa aquella deriva sentimental de la terminología física. Todo lo decían en tono muy serio, como cuando uno se sincera con alguien a quien conoce de toda la vida.
–Yo flipo –me dije a mí mismo muy bajito, cerrando la puerta del apartamento, justo antes de abandonar silenciosamente la reunión.
De camino a casa, le di vueltas al asunto. Utilizaban el término cuántico como el que habla de algo insondable y misterioso, casi esotérico. No sabían distinguir la incertidumbre de la ignorancia. Me desconcertaba su actitud y a la vez me sabía mal que pensaran que yo no sabía apreciar las virtudes de Redes: al programa habían acudido científicos de primer nivel, los temas eran de rigurosa actualidad científica, su labor había estimulado la curiosidad popular por la física, la biología, la cosmología... Y yo, insolente de mí, me había atrevido a criticar al gurú televisivo de la divulgación científica en nuestro país, la divulgación científica, esa cosa tan neutra, que no hace daño a nadie ni es indicador de nada, ni síntoma de nada, ni signo de nada. Yo atacando por las buenas a un neutrón. A lo mejor llevaban razón y yo era un envidioso, pero seguía intrigándome el modo en que alguien como Punset había conseguido unas opiniones sobre su labor tan impermeables a las críticas. ¿Por qué nadie estaba dispuesto a debatir sobre si Punset “hacía un poco de teatro” cuando presentaba sus programas? Mi desconfianza hacia lo que Punset significaba como indicador de los envases televisivos les debió de parecer también algo salido de la nada, un poco cuántico, por seguir en la línea de sus terminologías.
Los libros de Eduard Punset son pesados y eso no se debe a las fórmulas científicas que contienen. Lo sé porque estuve trabajando unos años en una librería a la que llegaban en cajas enormes que teníamos que trasladar, abrir y colocar convenientemente en las mesas de novedades. La divulgación científica era entonces una cuestión glandular para los que trabajábamos allí porque nos relacionábamos con Punset a través del sudor. A veces levantabas la solapa de uno de sus libros y tus dedos tropezaban con la cara de un profesor bacterio de pelo blanco y esponjoso como la miga del pan Bimbo. Una cabeza que te miraba con ojos penetrantes, como si su cráneo de jurista y economista contuviera un acelerador de partículas que te controlara gracias a su potencia cerebral. Las cajas de libros de Punset seguían llegando a la librería como un flujo constante de electrones locos y tú te preguntabas cómo se había colado con tanta fuerza en el mercado editorial ese neutrón televisivo. Consultabas la Wikipedia y te topabas con un efecto túnel en su biografía: del Partido Comunista en el franquismo a la lista de superventas de no ficción en el siglo XXI, pasando por cargos públicos, el congreso y el parlamento europeo. Y tú allí con sus libros de tapa dura en la mano: más de 20 eurazos el ejemplar. Se te quedaba cara de despistado, como de no saber cómo leer todo aquello. Como cuando llegaba su Viaje al optimismo y no sabías si colocar los ejemplares en la sección de divulgación científica o en la de autoayuda. Todos con la cubierta muy blanca, como de mobiliario moderno de consulta privada de dentista.
Mis amigos habían conseguido que mis pensamientos vacilaran. Al llegar a casa me eché en cara a mí mismo ser tan envidioso: tú sudas por cargar cajas de libros de tapa dura, me dije, y años después le echas en cara a un señor mayor que haya estado en los primeros puestos de las listas de no ficción. No hay derecho. Eres un envidioso. Deberías agradecerle a Punset su labor por conseguir que se ensanchen los márgenes léxicos y pragmáticos de palabras como “cuántico” o “supercuerda”. Semántica viral. Todo cambia. No seas envidioso, Antonio. Antes el gin tonic sólo llevaba ginebra y tónica y los platos combinados se servían en platos redondos. El atrezzo tiene su precio. Las cosas cambian. Unas especias con tónica y ginebra de importación en copa de balón: 10 euros suplementarios por cada copazo. Platos cuadrados: 30 euros, cosas de la geometría, otra ciencia neutra, como el neutrón de Punset. Gin tonics cuánticos, platos combinados cuánticos, todo se escapa a nuestro control. Mundo esotérico. Pelo blanco y dicción lenta: 20 euros en tapa dura. Intenté ponerle freno a mi envidia y para eso busqué unos vídeos de Redes en internet. Así a lo mejor podía reconciliarme con el programa. Uno de ellos empezaba con unas inquietantes frases: “¿Es una emoción con la que se nace o se puede aprender a ser feliz? Parece que sí. Parece que sí”. Paré el vídeo y busqué más cosas. Encontré una frase de Punset acerca de la relación del entretenimiento con otras facetas de la vida: “Conciliar ciencia y entretenimiento se ha convertido hoy en una ley que se aplica tanto a la vida de pareja, como el sistema educativo y a la vida corporativa”. Como vi que mi problema de envidia cuántica no se solucionaba y no conseguía corregir mi punto de vista hasta cumplir los estándares de las reuniones de mis amigos decidí apagar el ordenador y me eché a dormir.
A pesar de ser un envidioso, dormí a pierna suelta. Soñé con una película de serie B basada en el clásico de Robert Louis Stevenson El extraño caso del Dr Jekyll y Mr. Hyde y fabricada por mi propio sistema neuronal y toda la envidia de mis sinapsis: el Dr Jekyll era Felipe González, bebía un vaso de Colacao de color verde y se transformaba en Punset. El sueño duraba casi cuatro décadas y Punset empleaba todo ese tiempo en decir una sola palabra: célula.
Me levanté, me di una ducha y fui a la parada de autobús. En la marquesina volví a ver a Punset mirándome con cara de ¿pensabas que te ibas a librar de mí? Pero lo extraño no fue eso. Lo sorprendente fue que me fijé en su rostro y vi cómo en sus facciones llevaba tatuado el logotipo de la Caixa. Por un momento pensé que mis amigos cuánticos habían puesto algo en mi vaso la noche anterior. ¿Se puede confiar en alguien que sin haber estudiado física habla de las supercuerdas como si fueran raciones de gambas? El misterio duró décimas de segundo. La explicación del enigma estaba a unos pocos metros de distancia, al otro lado de la calle: enfrente de la parada había una sucursal de la Caixa y el cristal del anuncio reflejaba la fachada del banco encima de la cara de Punset. Era una foto de su obra social: un chaval con síndrome de Down se aplicaba en su puesto de trabajo bajo la atenta mirada de un adulto que supervisaba su tarea. La estrategia de la Caixa no era nada cuántica, simplemente echaban mano de escenografía para que les salieran las cuentas. ¿Cómo iba a criticar nadie a alguien que ayuda a un chaval con síndrome de Down?
No sé si cambiar de opinión o de amigos. Creo que sólo soy un envidioso patológico y todavía lo ignoro. Principio de incertidumbre. Lo que sí que voy a hacer es cambiar de banco. Pero no voy a optar por un banco ético, los bancos éticos ya son el pasado. Ahora el futuro son los bancos cuánticos. Gracias, Punset, has abierto nuevas vías a la mecánica cuántica: gambas, platos cuadrados, una dicción algo lenta pero muy rentable. Lo siento, amigos, pero me voy a abrir una cuenta.