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Precio y valor

Una visita a The European Fine Art Fair (Tefaf)
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Un pensamiento con visos de guía vital me viene a la mente cuando recorro, a medianoche, la autopista de Bruselas a Maastricht. Para comprender algo, lo mejor es no conocer el código. Entiéndase <<comprender>> como permitir que actúe en nuestra persona, y <<el código>> como el conjunto de sobreentendidos con que nos manejamos para no tardar demasiado en pasar a la siguiente media hora de nuestra vida. Y creo que el misterioso consejo es un pensamiento de lo más apropiado, porque me dirijo a una de las ferias de arte más prestigiosas del mundo. La TEFAF. Arte y prestigio, comprensión y códigos. Y el mundo.

Uno de los orgullos de la TEFAF (The European Fine Art Fair) es el rigor; se precia de no dejar pasar una sola pieza dudosa. Dos días antes de su inauguración al público, un comité de 280 expertos recorre los stands examinando pieza por pieza (cada uno su especialidad; si se detuviesen los doscientos en cada stand, deberían abrir al público el espectáculo de ese fabuloso ejército de personajes de cuento de Karel Capek). Cuando la pieza está tan bien documentada como bien conservada, los curtidos ojos de los conservadores, directores de museo, investigadores, la dan por buena en apenas un minuto, antes de pasar a la siguiente. Hay casos en que tardan hora y media antes de decidir que el cuadro, la marioneta, el collar, la mesa, han soportado demasiadas restauraciones como para considerarlas originales, o bien en algún momento se ha perdido el rastro de sus sucesivos propietarios, o bien ni siquiera son auténticas, o ni siquiera son antiguas, o las dos cosas. Entonces la Feria requisa la pieza y la deja bajo llave y no se la devuelve al exhibidor hasta el ultimo día.

La Feria expone piezas de toda la historia y de toda clase. Apenas unos metros separan las pequeñas figurillas egipcias de terracota, metal o fayenza del siglo sexto antes de Cristo de los explosivos cuadros de poliéster con falsas gemas incrustadas de Yuina Wada, japonesa nacida en 1989, o de las esculturas colgantes que representan cajas de bombones a medio comer, obra del neerlandés Peter Anton y expuesto por la misma galería que Wada, Delaive. Hay también una zona, reducida, dedicada al diseño, y varios stands de joyas, donde junto a cada collar podemos leer la pequeña novela perequiana de los nombres de sus sucesivas propietarias (o custodias, pues según he aprendido en un anuncio de relojes, las joyas buenas no tienen dueño).

Como se trata de mi primera feria como corresponsal y estoy especialmente atenta, y como estoy en un país extranjero donde no es probable que me encuentre a nadie ni entiendo lo que dicen, y como no tengo intención de comprar nada luego no estoy en la onda fundamental del acontecimiento, creo que me puedo sumergir de manera totalmente acodificada en lo que constituye, para mí, la esencia estética de esta muestra: el batiburrillo. Esto es una cosa que me encanta, este delirio de archivero loco. También nosotros por dentro vivimos en un revoltijo.

 

Pero sí hay un orden: la planta de abajo alberga las secciones de Pintura, Antigüedades, Moderno, Diseño y Especiales. Arriba hay una sala dedicada a la obra en papel. La moqueta de los pasillos es tan mullida que nadie va completamente vertical; los bolsos de las mujeres parecen una plomada que sugiere la corrección del ángulo. El fenotipo de los visitantes es tan variado como un ciclo de cine europeo; hay franceses y uno piensa en Rohmer, alemanes y parece Wim Wenders, ingleses y parece una peli de Stephen Frears. El conjunto  es tan europeo que Woody Allen debería rodar su próxima película aquí. Como sorprende siempre a cualquiera que viaje fuera de su país, siempre que ese país sea España, aunque los pasillos estén a rebosar el nivel de ruido es similar al de la sala de espera de un médico. También hay vistantes orientales; según me explican, lo que más compran es arte oriental, a menudo antiguo, como en rescate de las obras que han ido saliendo de sus países a lo largo de los últimos siglos. Estas obras las venden galerías europeas (como Tanakaya, que aunque es de origen japonés está en el barrio parisino de Saint Germain, desde donde han viajado las preciosas láminas de Hiroshige u Hokusai que cuelgan de las paredes; o Rossi & Rossi, instalada en Londres y que ofrece un buda tibetano de cobre, del siglo XVI, por dos millones de euros). Los compradores americanos se han acercado con entusiasmo, pues la caída del euro les ha hecho un poco más ricos. A medida que avance la Feria, iré oyendo más conversaciones en castellano. Han venido coleccionistas españoles, y también hay eurofuncionarios y otros expatriados que llegan desde Bruselas.

Otros españoles: galerías y artistas. Elba Benítez participa con tres piezas de Cristina Iglesias en el programa especial Night Fishing, dedicado a la escultura contemporánea. Muchos visitantes se asoman a Pozo II para ver cómo sus retorcidas ramas se van llenando de agua y vaciándose mediante un motor interno. En esta misma zona hay otra escutura dinámica: un Todo Nada de Markus Raetz que yo preferí mirar como Nada -->Todo, y un Torso Rosa de Baselitz que se vendió el segundo día por un millón y medio de euros.

Otra galería española presente es la de Diego López de Aragón, especializada en mueble antiguo del sur de Europa y colonial previo al siglo XVII. La pieza de la que más se enorgullecen este año es un escudo de Fernando el Católico, esculpido en Nápoles en 1505, pero a mí me gustó más una mesa de piedra con brillantes papagayos incrustados, muy americana. Según López de Aragón, en España no se vende nada desde 2009, y los que más compran ahora son los rusos y los americanos. Así que las obras que salgan de España hacia colecciones extranjeras tendrán que rescatarlas los españoles de 2125, sean quienes sean, igual que los orientales están haciendo ahora con lo suyo. Por ejemplo, la galería Caylus, de Madrid, vende por medio millón de euros una miniatura a doble cara que perteneció a Justino de Neve, atribuida a Murillo desde 2012. La galería Artur Ramón Art, de Barcelona, expone obra del ámbito catalán, como Tàpies, Miró, Barceló, Picasso y Dalí, y algo que me llama muchísimo la atención cuando me acerco a las cartelas: varios bodegones hiperrealistas a lápiz de un artista apellidado Santilari, pero que a veces se llama Pere y a veces Josep. Pienso que estoy delante de un juego de ocultamientos, pero más tarde compruebo en un catálogo y más tarde aún en internet que se trata de dos gemelos que no sólo comparten estudio sino que dibujan igual, a menudo abordando los mismos motivos con unas diferencias mínimas. También hay un Mickey Mouse de Manolo Valdés de 2015 en la galería Malborough. En cuanto a los coleccionistas, en una galería en la que me detengo atraída por dos estatuillas chinas vestidas con unas bonitas batas bordadas, compruebo que pertenecían a una colección española, no sé cuál, hasta ahora que acaban de venderse.

Me gusta mucho de la Feria su variedad, que la hace como una selección de museos. Me parece que hay muchísima obra de artistas como Grosz, Van Dongen, Chagall, Schiele, Dubuffet, Kupka, Matisse, Macke, Nolde, Jawlensky, Kubin…: todas las galerías no especializadas tienen los suyos. Me miro en un espejo del siglo XVIII como acto mágico, para ser una más en la serie de personas que se han mirado en él. El paseo empieza a ser un poco enloquecedor, pues por mucho que quieras ir siguiendo el rastro de lo que te interesa, siempre hay, por el camino, una pieza interesantísima que te sale al encuentro, un esqueletito del tamaño de un dedo, unos insectos de Jan Van Kessel, un toro sardo. He dicho antes que no pensaba comprar nada, pero a pesar de lo mucho que se habla de los diez millones de la temprana acuarela de Van Gogh, hay también láminas japonesas del siglo XIX por 600 euros, o cabezas de terracota de 2.500 años a 1.700.

Los pasillos tienen nombres de grandes avenidas y plazas del mundo, de modo que puedes encontrarte en la esquina de Champs Elysées con Sunset Boulevard, lo cual es muy congruente con el hecho de que nada más ver un vídeo de Bill Viola saltes a unos bodegones barrocos o una hilera de joyas griegas. Hay aquí reservado un placer para cada uno, para los visitantes, para los coleccionistas, para los estudiosos: el placer de encontrar, el placer de poseer, el placer de atribuir. Es excesivo a veces. Me siento a descansar en un banco del pasillo. A mi espalda se detiene un carrito y el camarero ofrece selectos gintonics al grupito que tengo detrás. Se les escapa un valioso secreto: “El gintonic perfecto es como la esposa perfecta: tiene que tener un aspecto agradable, oler bien y saber bien (look good/ taste nice/smell well)”. No es mal truco, me digo, pero si de verdad quieren distinguirlo de la bullabesa perfecta, lo relamente infalible es fijarse en si ese gintonic se comporta como una señora en la calle, etcétera.

La zona dedicada al papel, que funciona desde la edición de 2010, me gusta muchísimo, es todo un álbum de grafitos y grabados pequeñitos de los que te inspiran ganas de ponerte a dibujar inmediatamente. Aquí otro truco secreto: “Se reconoce una obra de arte porque te da unas ganas irresistibles de ponerte a trabajar”, decía Alberto Savinio, de cuyo hermano, Giorgio de Chirico, he visto algunas joyas en una galería dedicada a la joyería hecha por artistas plásticos. Deambulo por la planta dedicada al papel, donde encuentro el stand de libros raros del londinense Daniel Crouch. Hay mapas que te hacen llorar, con unos colores como de viaje pisquedélico. En concreto no me extraña nada el nombre del libro que exponen de Simon Winchester sobre William Smith: Map that changed the world, (El mapa que cambió el mundo), porque esos rojos parecen salidos de una mente expandida.

En la galería Colnaghi hay un cuadro que me ha atraído mucho, al que he vuelto cada vez que quería cambiar de zona y que será el último que vaya a visitar antes de abandonar la Feria. Es una Vista de las cascadas de Tívoli, de Johann Jacob Frey (1813-1865). En principio y en general, me suele emocionar mucho más el arte de cualquier otra época, previa o posterior, pero mirando este mesmerizante paisaje, pintado desde el punto de vista del caminante que llega, bajo la última y más bella luz del atardecer de un día esplendoroso, a los alrededores de la ciudad en la que entrará ya de noche, comprendo algo sobre la función  y la posesión de las obras de arte. El dueño de esta pintura (o de cualquier otra), cada vez que quisiera, podía asomarse a esa visión extraordinaria, que pocas veces nos es concedida en el transcurso de la vida cotidiana. El momento fugaz estaba guardado para poder recuperarlo sólo con mirarlo. Pienso que la pintura, los libros de horas, eran para nuestros antepasados, mucho menos servidos en entretenimientos, como para nosotros la television; que de vez en cuando, como nosotros vemos una película, ellos se sentaban a mirar la escena que habían podido comprar. He visto cosas maravillosas y rarísimas en la Feria, pero por alguna razón no puedo dejar de mirar este cuadro que me parece absurdo fotografiar. ¿Lo habrá comprado alguien?

 

De arriba abajo, las fotografías muestran el cuadro The Visitor (2015), de Jan Worst; un estudio de insectos de Anthony Henstenburg, una cabeza de Derain, unos fragmentos griegos en forma de ojo, una pintura de Carl Dahl, un detalle de Beautiful Error 2, de Yuina Wada, una escultura vertical de Peter Anton, un grabado de Lorenz Stoer, una acuarela de Grosz, una marioneta indonesia, la escultura de Cristina Iglesias Pozo II, un Manolo Valdés en la galería Malborough, un cuadro de Félix Labisse, una escultura de Yi Hwan-Kwon, una fotografía de Marie Cecile Thijs y una caja japonesa.