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Pierre Boulez, el malo de la película

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El compositor y director de orquesta francés Pierre Boulez (1925-2016) aunaba méritos incontestables en su campo con un espíritu incendiario, dispuesto a arremeter contra todo lo que no se plegaba a su rígida ética de vanguardista acérrimo. Singularmente, esto no hacía de él una figura solitaria, al contrario: supo movilizar para su causa a no pocos colegas, sedujo a poderosos que destinaron considerables recursos (públicos y privados) a sus proyectos, y, pese a la exigencia de su arte, el público no le fue del todo hostil.

Tanto se ha destacado su faceta más virulenta y controvertida que pensé primero en escribir algo que invitara a escuchar la música de Boulez por sí misma (o a pesar de él mismo). Pero ¿quién puede resistirse a un gran malvado? Quizás desarrollar ese perfil hasta sus últimas consecuencias podría arrojar luz sobre la seducción que ejerce “el lado oscuro de las artes”.

Hace mucho tiempo…

¿Les suena la historia? Tenemos a un joven de facultades extraordinarias. Se ha criado en un lugar aburrido y no parece que vaya a sucederle nada apasionante. De pronto, algo se cruza en su vida y lo pone frente a una vocación irresistible. Ha de seguirla y aprender de los más grandes instructores para llegar a ser un consumado maestro. Los sabios se muestran admirados. Tal vez él sea “el elegido”…

Aquí la historia se tuerce: el chico prodigio lleva algo dentro de sí; no puede evitar que asome en él un aire de superioridad que juzga severamente las flaquezas ajenas. El sentimentalismo, la mística o la nostalgia por el pasado, han de ser abolidos. Los viejos maestros son reprendidos y condenados por incurrir en esos graves errores. Poco a poco un nuevo orden se asienta, dispuesto a imponer sus leyes de forma implacable. La tentación del poder es tan irresistible como la vocación inicial. De hecho, es su consecuencia natural.

El Imperio (de los sonidos)

El credo original de Boulez fue el serialismo, el método de composición inventado por Schönberg. Los doce sonidos de la escala cromática suenan primero sucesivamente, sin repeticiones. Esto es la serie. A partir de aquí, el discurso musical se plantea como variaciones de esa serie original, que se invierte, se parte y se combina de mil maneras.

Este sistema marcaba una neta ruptura respecto a la música del pasado, basada en modos y escalas que no empleaban las doce notas indiscriminadamente, sino de acuerdo a cierta idea de consonancia. Pese a que el personal se queje, el serialismo es lo contrario a un caos sonoro. Es música totalmente organizada, sólo que las relaciones entre los sonidos, sin las repeticiones, recurrencias y jerarquías del sistema tonal tradicional, son de una extraordinaria aridez al oído.

Boulez pensaba que Schönberg no había llegado lo suficientemente lejos, en ningún sentido. Él era partidario de una versión más hardcore, denominada serialismo integral, donde no sólo la altura de los sonidos, sino todos los parámetros que formaban parte de la composición estaban organizados en patrones de extraordinario rigor formal. Este punto de partida fue llevado por Boulez a insospechados confines de sofisticación y enrevesamiento.

Si en el imaginario popular, un compositor serial es casi un serial composer o un torturador de audiencias en serie, ¿qué pensar de quien ejerce ese oficio sin ninguna voluntad de atemperar el impacto abrasivo de su música? Y sin embargo, como suele suceder con otros grandes villanos, no se trataba de ejercer una maldad cruel y arbitraria, sino de servir a una causa superior. A Boulez le acompañaba la Fuerza. Más aún, tenía como aval hasta dos grandes fuerzas, objetivas e impersonales. De un lado, ya lo hemos dicho, el rigor extremo, matemáticamente fundado, impenetrable tal vez, pero inatacable y, de alguna manera, bello, de sus creaciones. No estar a su altura es problema nuestro.

La otra fuerza es una religión de su tiempo o, mejor dicho, una religión del tiempo: la idea de que la historia se desarrolla según una lógica férrea y que sólo determinadas manifestaciones (artísticas, en este caso) son adecuadas para expresar su momento. Boulez describía la historia de la música como su propio linaje, y quienes se apartaban de él eran juzgados como irrelevantes. Pero la fuente de la autoridad que él se arrogaba no era sino su propia sumisión a la Gran Idea, al Espíritu Absoluto que en cada época sólo podía conocer una forma perfecta de hacerse visible (o audible). El maestro era a su vez discípulo y, finalmente, servidor de aquel imperio.

A contrapelo (la vida moderna)

Boulez puso música a cinco poemas de Stéphane Mallarmé en una de sus obras más ambiciosas: Pli selon pli (“pliegue sobre pliegue”), de 1962. No es extraño: la ardua poética de Mallarmé, su conversión de lo real a una cifra absoluta, a un vértigo de imágenes y perífrasis solapadas y su propuesta de una lectura abierta, más allá del límite convencional del poema y el libro, tenían mucho que ver con su propia búsqueda.

En el radicalismo de sus ideas y en la rara elegancia sonora de sus obras, Boulez tenía toda una tradición poética en la que mirarse. Precisamente, aquella de Baudelaire y los simbolistas que, mientras ve pasar frente a sus ojos el cadáver del romanticismo, llega a vislumbrar ese arte raro, frío y objetivo que continuaría luego como vanguardia. A partir de ese momento, el artista epatante a la francesa adopta la pose de un meditado satanismo, que se rebela frente a las componendas de la sociedad burguesa y le arroja a la cara sus propios valores (verdad, claridad) templados por un fuego nuevo: más duros y más afilados. Se venera el artificio. Se abandona la naturaleza profusa, indiferenciada e indiferente, que embriagaba a los románticos por ese otro lugar cristalino, mineral, metálico (la ciudad moderna, también la máquina o el sistema), donde la geometría precisa de cada cosa lleva inscrita la huella del pensamiento y el trabajo. Y, sin embargo, también allí es posible el accidente revelador, el culto a nuevos y maravillosos fetiches, el encuentro con el misterio y la necesidad de romper violentamente con un tedio que sumerge al pensamiento en su propia astenia. Boulez recoge la herencia de una cultura a la contra, que enrarece la comunicación y consagra el hermetismo, que reconoce la regla para quebrantarla, que hace tabla rasa y propone quemar, siquiera simbólicamente, los palacios de la ópera.

Es sabido que, desde entonces, buena parte del público ha ido dejando de lado el arte de su tiempo. Y es divertido notar cómo, casi como una venganza, la cultura popular ha hecho de sus malvados (en el cine, en el cómic) trasuntos de estos estetas de vanguardia: duros e inflexibles como un manifiesto o un teorema, ocultando sus palabras en el secreto de un código indescifrable; pragmáticos o despiadados, pero siempre recogidos en cubículos perfectos, rodeados de muebles modernos y máquinas modernas, como en la famosa vivienda de Boulez en Baden Baden, o como en su laboratorio musical —IRCAM—, alojado en el sótano del centro Georges Pompidou (el edificio-máquina por excelencia), la guarida desde donde dirigía sus planes para reordenar el mundo de la música.

La Música de Hielo y la Estrella de la Muerte

En la Exposición Universal de París de 1889, un fascinado Debussy tuvo ocasión de escuchar por primera vez un grupo de gamelán javanés. La evocación de esta música, con su superposición de voces metálicas percutidas, es un cliché de la música contemporánea. De hecho, la percusión afinada es uno de los recursos tímbricos más característicos de Boulez, pero también de ilustres antagonistas suyos como John Cage (si Boulez es el Darth Vader de la música contemporánea, Cage es su Obi-Wan Kenobi) o Steve Reich.

La obra más célebre de Boulez, Le marteau sans maître (“el martillo sin amo”), de 1955, hacía un uso extensivo de la percusión sorda y afinada: gong, címbalos, triángulo, maracas, claves, bongóes y, muy especialmente, vibráfono y xilófono; pero su efecto iba más allá del exotismo de postal. Acerca de ella, Stravinsky comentó que sonaba como cubos de hielo quebrándose dentro de un vaso de cristal. No era una observación despectiva. Por el contrario, el viejo compositor pretendía encomiar la perfección glacial de la obra y cómo su audición llegaba a producir esa sensación física. Otra metáfora asociada a Boulez es la del iceberg. Se pretende describir con ella la enorme estructura musical sumergida por debajo del nivel de la escucha: todo sucede por algo, pero sólo un oído privilegiado y un esfuerzo consumado de análisis pueden percibirlo.

Podemos encontrar el reverso tenebroso de esta metáfora en esos escenarios de ciencia ficción, igualmente glaciales y perfectos, que imitan la apariencia de complejas instalaciones, llenas de partes ensambladas. Diseños vacíos y maquinales en los que nada funciona en realidad, sólo se imita el aspecto de las cosas que funcionan. Allí todo está hecho para la visión superficial y ninguna estructura verdadera queda sumergida.

Son dos ideas antitéticas de complejidad: la Música de Hielo, deambulando por los sótanos fabriles del Pompidou, en la que el fundamento pensante del sonido es tan sólo la sombra, siempre escondida, de lo que está sonando, y la Estrella de la Muerte, ese aparatoso súper-artilugio, donde no existe una causa eficiente para las cosas que nos parece estar viendo, sólo una piel sin profundidad.

No obstante, ambos fenómenos no se contraponen, sino que van en paralelo, al adoptar patrones cuyo desarrollo en el espacio (real o sonoro) fuerzan su percepción como entes completos, entre la máquina y el organismo vivo. Basta con ver un esquema gráfico. En la obra magna de Boulez, Repons, de 1984, un núcleo de instrumentistas se sitúa en el centro y dialoga con los otros colocados simétricamente en torno suyo. Mientras, un ordenador manipula los sonidos emitidos en tiempo real y emite una señal que circula entre los seis altavoces dispuestos en el escenario.

Masas y direcciones; lo cerrado y lo abierto; el diálogo y la confrontación: categorías que nos recuerdan que en la obra musical de vanguardia (una escritura que es sonido, dispositivo escénico e invitación a la polémica) y en el horror tecnológico imaginado por Lucas (una residencia autárquica que es un vehículo y un arma de destrucción masiva) conviven la necesidad de una coherencia interna que evite su dispersión en el éter y la voluntad de ir más allá o de asomarse fuera de sí, a veces para aniquilar (efectiva o simbólicamente) cuanto se aparte de sus implacables planteamientos. No por casualidad el crítico Malcolm Hayes describe Rituel, composición de Boulez de 1975, como la música que podría haber derribado las murallas de Jericó.

Y, sin embargo, en toda mega-estructura tiene que haber un punto flaco. El artefacto mejor armado queda siempre a expensas de una sensibilidad que lo sobrevuela, malinterpreta cuanto percibe y lo recompone a su gusto. Boulez juega con eso permanentemente. Intenta adelantarse y tenerlo previsto. Nos tienta mostrando fisuras, trincheras y discontinuidades en la materia sonora. Pero es el oyente quien tiene la última palabra.

Él es nuestro padre

Ni siquiera los más críticos con el Boulez polemista o el Boulez compositor tienen muchos argumentos frente al Boulez director. Era un intérprete privilegiado de Debussy, Ravel, Mahler, Stravinsky, Bartók, Varèse, Messiaen, de los Schönberg-Berg-Webern (la santísima trinidad del dodecafonismo inicial) y, desde luego, de sus contemporáneos: Maderna, Berio, Ligeti, Stockhausen… Para el oyente, iniciado o no, casi cualquiera de sus grabaciones es garantía de un rigor no carente de genio, de atención al detalle. Pese a las pullas que lanzaba a veces a los autores de la obras que dirigía, era aquí donde el villano se quitaba la máscara y mostraba el rostro de un insólito divulgador de la música, más valioso quizás porque nunca intentó hacerla más fácil.

 
Imágenes:
1. Pese a las apariencias, Pierre Boulez no solía utilizar batuta.
2. Izqda. Pierre Boulez, partitura de Pli selon pli. Dcha. Stéphane Mallarmé, Un coup de dés jamais n’abolira le hasard.
3. Izqda. Sede del IRCAM en París. Dcha. Hangar imperial, decorado de Star Wars.
4. Izqda. arriba: Pierre Boulez, esquema espacial para Dialogue de l’ombre double. Dcha. arriba e izqda. abajo: la Estrella de la Muerte. Dcha. abajo: Pierre Boulez, distribución espacial de instrumentos y altavoces para Repons.