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Panic attack

De cómo “El grito” de Munch llegó a ser un cuaderno para colorear
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Durante un ataque de pánico tus glándulas suprarrenales liberan adrenalina. Se movilizan tus reservas de glucógeno hepático y la vasoconstricción incrementa tu tensión arterial. Aumenta la concentración de glucosa en la sangre y los músculos se tensan como cuerdas de arco. La inmediatez del desastre agudiza tus sentidos. Tu cuerpo trata de asimilar más oxígeno y tu respiración se acelera. Sientes que puedes morir en cualquier momento y tu pupila se dilata para tener una mejor visión. El ritmo cardíaco sube. Si nos acogemos a las explicaciones que el fisiólogo estadounidense Walter Bradford Cannon exponía en 1915 en Bodily Changes in Pain, Hunger, Fear and Rage (y Adidas, cien años después, en la campaña #PredatorInstinct, subtitulada “lucha o vuela”), esto es más o menos lo que le pasó al pintor noruego Edvard Munch cuando, circa 1890, se daba un paseo por aquí con unos amigos:

Qué distintas se ven las cosas 125 años después, a escasos metros de ahí, con una copa de champagne dulzón de la Alsacia y un carpaccio asiático de buey acompañado de ensalada de miso, cebollas glaseadas, crema fresca y anacardos. Es el entrante del “Munch-menú” que dispensa el restaurante Ekeberg, establecimiento sito en el bosque del mismo nombre, que se jacta de ofrecer una soberbia panorámica del fiordo de Oslo y que está a tiro de piedra del que (algo a ojo) se considera que fue el punto clave. El pintor gustaba de recorrer este monte (“la colina de los dioses” o “la llanura tras la colina”, en lengua vikinga) en la época en que sintió ese reptiliano “lucha o vuela” —y el tercer síntoma del panic attack: esa “congelación”—, así que lo aceptamos como restaurante oficial de “El grito”. Habrá más lugares oficiales y productos exclusivos a lo largo de la ruta Munch: como si de un suceso olímpico se tratase, este cuadro valorado en 91 millones de euros representa centenares de ítems comerciales, de la tabla de skateboard a las gafas, del sillín de bicicleta a los lápices de colores. No hay un suceso comercial igual en la historia de la pintura; Warhol lo vio claro cuando imprimió sus propias réplicas munchianas (ver “The Scream, After Munch”). El panic attack más rentable de la Historia del Arte da de comer a cientos de miles de personas y casi se basta para abarcar la política cultural de todo un país. Y como meme, el cuadro cumbre del expresionismo vale para un roto y un descosido.

En el bosque de Ekeberg se erige un espléndido complejo de arte al aire libre con esculturas de Dalí, Rodin, Richard Hudson, Botero, Hirst, Bourgeois, Jenny Holzer, Tony Oursler… El enclave, que no estaba exento de  referencias literarias —H. P. Lovecraft sitúa aquí la casa del marino Gustaf Johansen en La llamada de Cthulhu— bien podría haberse aprovechado para exhibir un museo permanente de panic art, si tal cosa existe (¿algún adefesio aeroportuario de Oswaldo Guayasamín, de su era “La edad de la ira”?). En su lugar llama la atención un marco metálico vacío, obra-homenaje de Marina Abramović. “Propongo al público que conecte con el sentimiento que Munch capturó en su cuadro a través de la experiencia propia”, dijo, se supone que en serio, la famosa artista serbia. “Los seres humanos nos dejamos llevar por emociones como la rabia, la envidia, la desesperanza y la tristeza, y el grito primario nos ayuda a liberarnos de ellos”. La liberación se consuma en el marco hueco del gritódromo: pones tu cara dentro, gritas a todo pulmón, te haces la foto. Estas cosas solo pasan con un cuadro como este:

Pescado de roca, brócoli, risotto de cebada, salsa de azafrán. El vino es un Domaine Grand Romain Gigondas. Son las 22:00, pero no termina de ponerse el sol al otro lado del fiordo. Los mediados de junio los atardeceres son larguísimos y la luz del horizonte se mezcla con las nubes originando esos rojos lisérgicos que se ven en el famoso cuadro. La tarde se eterniza con sentimiento placentero.

            Más, eso seguro, que en los duros tiempos que le tocaron a Edvard Munch. Él nació en el municipio cercano de Løten en 1863, cuando todo esto era una villa rural. Días de tuberculosis. A los cinco murió su madre, víctima de esa enfermedad. A los 14 murió su hermana Sophie por la misma causa. Una y otra tragedia contemplan una imagen patética en la que el padre de familia, protestante y conservador, lee la Biblia; la tuberculosis es toda una temática pictórica en la época, y en la obra del pintor (ver, por ejemplo, su cuadro “La niña enferma”). La biografía del artista corre paralela a sus viajes: a París —atraído por Gauguin y Toulouse-Lautrec—, a Berlín —una larga década, la del cambio de siglo—,  a Copenhague (donde fue recluido en un psiquiátrico para restablecerse, a golpe de terapia psicoeléctrica, del alcohol y una psique desordenada entre “la enfermedad, la locura y la muerte, los ángeles que rodearon mi cuna y me siguieron durante toda mi vida”). En su madurez vuelve a Oslo y se inclina por el color. Ese naturalismo nórdico de halo mesmérico, esa herencia mitológica —griega o vikinga— afectada por el virtualismo de su maestro Christian Krogh, esa crudeza telúrica lograda con gruesos trazos, le hacen triunfar en vida. Munch muere en 1944, solo pero famoso y homenajeado, en el magnífico barrio de Ekely. Lega a la ciudad —y a una sociedad conservadora que le ha criticado toda la vida pero a la que él mismo pertenece— el 100% de su producción: 40.000 piezas entre obra gráfica, dibujos, esculturas, fotos, una película, objetos, litografías y tubos de pintura reseca.


 

No tiró nada— dice Stein Olav Henrichsen, director Munch-Museet, frente a la mousse de fresa y sorbete de chocolate que cierra el “Munch-menú”. Y desgrana los argumentos de la popularidad del autor no solo del lienzo que ocupa este artículo, sino de series magistrales como “El beso”, “Mujer vampiro” o “Dos seres humanos”. “Munch es parte de nuestra vida cultural y cotidiana: cuando vas al colegio ya está en los libros de textos, cuando vas a la universidad sigue ahí, y también en los auditorios y teatros. Siempre ha estado y es una referencia. Y vuelve a crecer de nuevo”.

— ¿De nuevo?

— Sí, después de haberle dado por supuesto, de habernos acostumbrado a su presencia, hay un nuevo despertar-Munch. Una nueva curiosidad está creciendo sobre su figura: la gente quiere saber más. En el museo solíamos tener entre 15.000 y 20.000 visitantes locales al año. En 2015 hemos tenido el doble en dos meses. Luego están las exposiciones internacionales [como "Arquetipos", recién inaugurada en el Thyssen madrileño: 80 piezas venidas de Oslo, Londres o Nueva York, que sintetizan la larga carrera del artista]. En el Pompidou tuvo medio millón de espectadores, y yo digo que no vinieron más porque no cabían.

— ¿Se puede investigar algo nuevo?

— Sí. Munch buscaba constantemente nuevas posibilidades estéticas, técnicas, formales, nuevas temáticas… Hay infinitas posibilidades de presentar su obra. Fue incluso un innovador fotógrafo; investiga su “fotografía espiritual” con doble exposición. ¿Sabes que fue el primero en hacerse un selfie, en 1902?

— ¿Vd. qué piensa cuando ve “El grito”, una obra que expresa una enorme angustia vital, convertido en souvenir viral?

— Me parece maravilloso. El cuadro resiste, inspira y no pierde su calidad. Lo veo un valor: hace que se investigue más. No quedarse en el status iconográfico, verlo dos segundos, hacerte el selfie y tacharlo de la lista de cosas que ver antes de morir. Así debería funcionar el arte. Eso es la cultura pop.

 

Cuando estás en la Nasjonalgalleriet de Oslo el vigilante de la sala de Munch no te permite fotografiar “Skirk” (cualquier otro sí, ese no), pero es precisamente esa prohibición —y una aviesa mediterraneidad— la que despierta un deseo irrefrenable de poner el móvil en modo foto. Tienes que llevarte la foto de un cuadro que has visto hasta la saciedad y que ni siquiera sabes si te gusta, te convence la posibilidad de tener tu propia rodaja de lo mismo. Tal vez no deseas la foto, pero no puedes evitarla. Haces la prueba. Y sucede que, fiel a su exquisita educación, el custudio del museo deja que termines la foto antes de decirte que por favor, tengas consideración por la prohibición.

La anécdota —en realidad una recreación: una comprobación de que siempre ocurre lo mismo: una pequeña maldad— revela el carácter civilizado del funcionario de Noruega (ese país maravilloso donde el avión te espera si llamas al aeropuerto y explicas que estás en un atasco). Y también alimenta la leyenda de ese cuadro que en 1994 fue robado por un tipo llamado Pål Enger, quien, movido por un impulso de “reto y juego” lo mantuvo oculto durante meses entre los tableros de la mesa del comedor en la que sus tíos y su madre merendaban todas las tardes. A veces los cuadros se hacen famosos y no sabes por qué. A veces la inesperada ausencia del objeto robado genera una expectativa similar o mayor a la de la pieza presente: ocurrió cuando, en 1911, la gente acudió en masa al Louvre a ver el hueco que había dejado la Gioconda, robada durante unos meses por un tal Vicenzo Peruggia, italiano obsesionado por devolver la Mona Lisa a Italia.

También aquí quedará un hueco cuando esté terminado el nuevo Museo Munch, si es que este “Skirk” —uno de los cuatro originales existentes— abandona la Galería Nacional y se establece en esa nueva sede. Su construcción, por cierto, corre a cargo del arquitecto español Juan Herreros, quien trabaja contra reloj para inaugurar en 2019. El edificio tendrá 11 pisos —será el segundo más alto de la ciudad, después del ayuntamiento—, alojará el archivo íntegro del pintor (la colección más grande del mundo de un solo artista) y, visto desde el puerto, será un símbolo de la fiord city. “El visitante recorrerá este espacio y tendrá en cada uno de sus niveles una lectura diferente de la ciudad”, explica Herreros. “Se verán, de abajo arriba, los diferentes estratos de la ciudad: la vikinga, la medieval, la del XIX, la del XX y la del XXI, que encarna el contacto de la ciudad y la naturaleza, el agua y las montañas”. Munch es la figura ideal para representarlo todo, opina el arquitecto: “Sin querer hacer una recapitulación cronológica de la vida del pintor o de la historia de Oslo, lo cierto es que este nace en una ciudad que es una villa agrícola y muere en una ciudad industrializada y cosmopolita. Con él se puede entender casi todo lo que necesita aquí. Él lo cataliza”. Además, justifica Herreros, “En “El grito” se ve el solar del nuevo museo”. Buen cierre, pues, para la historia del legado luminoso y turbulento del pintor que dejó dicho esto: “Pintar la enfermedad y la desgracia supone un sano desahogo. Es una reacción saludable de la que se puede aprender y según la cual se puede vivir”.

 

Fotos del proyecto "The Scream from Nature" de Lise Wulff
"Arendalsuka" (foto S. Bredbenner)
"DMU" (foto Maria Kvaal)
"La vuelta a España, septiembre de 2013, Madrid"
"Nature cleaning, noviembre de 2014, Lago Inle, Myanmar"