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Ocupando

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Desde que en este país estalló la burbuja inmobiliaria, que era en realidad un globo crediticio inflado por encima de sus posibilidades, no dejan de aparecer en nuestra ciudad casas frías, oscuras, silenciosas. Lóbregas. Espacios inutilizados por cerraduras, tapias, policías y enredos burocráticos que fueron abandonados, o que no llegaron nunca a habitarse, o que ni siquiera se acabaron de construir cuando todo se hundió. Son las casas sin gente, desde cuyas ventanas un fantasma podría haber contemplado el invierno.

Un ectoplasma de alguna ilusión truncada, la rabia latente que impregna los escenarios de la violencia, una presencia vengativa esperando en sus umbrales... Los fantasmas son siempre cuentas pendientes. Y estas ruinas son la imagen de un mundo que se desmorona, una simple imagen que veo fundirse en negro a través de esta ventana.

Los edificios vacíos son muy dados a embrujarse, pues los espectros fotofóbicos se refugian en ellos de las estridencias del progreso. Una anciana con bata camina con mucho cuidado entre los escombros y ofrece un café al agente inmobiliario y sus incrédulos acompañantes.

Mi nuevo vecino ya debe haber escuchado extraños ruidos en esta parte del edificio, a pesar de que procuro deslizarme de puntillas sin desplazar ningún mueble. Supongo que ya lo supone, no soy el primero en pasar por aquí. Alguien se ha amado en esta habitación, y hubo pelea aquí al lado. De todo ello quedan restos.

Durante unos cuantos días debo ser una sombra: no puedo limpiar el polvo que empieza ya a posarse sobre mi cuerpo inmóvil, ni tender el cable eléctrico, ni tirar de la cadena. Sólo puedo fumar a la luz de las velas un cigarrillo tras otro con las persianas bajadas, y mirar al exterior a través de las rendijas. De vez en cuando pelo una naranja y tiro la cáscara al montón de basura que me esperaba detrás de la puerta. Y todo cuanto hago en este sitio, mi propia presencia en él, es ilegal desde el principio.

No recuerdo cómo llegué hasta aquí; probablemente fue atravesando las paredes. Al fin y al cabo esto no es un manual de nada. El método es sobrevivir: en él se contienen todas las pericias y todos los medios posibles. En las peores circunstancias, cierras los ojos y ya estás al otro lado.

Hace décadas participábamos en procesos de okupación en vez de quedarnos bebiendo litronas en el parque. Eran actos colectivos de rebeldía contra un sistema que no permitía que hubiese vida fuera de los circuitos del consumo, una forma de escapar de la apatía y la resignación mucho más excitante y divertida que ver la tele o bailar a su ritmo. Los procesos de recuperación se iniciaban de inmediato y se hacían públicos mediante un panfleto o una nota de prensa. A veces nos desalojaban el mismo día, pero si todo iba bien se liberaba un espacio para albergar conciertos, talleres y asambleas. Todo ello muy folclórico, acuérdate. Pero a pesar de la mala prensa que acompañó a aquellos movimientos, y de su pésima estética, no dejaron de ser una revuelta de carácter cultural, un contexto en el que desarrollar nuestra identidad. La importancia de aquellas luchas desarrolladas a contracorriente sólo puede reconocerse ahora a la luz de los actuales problemas de vivienda y de gentrificación provocados por la especulación inmobiliaria que ellas ya denunciaban.

La ocupación por necesidad es más común en nuestros días, y se ha desplazado a la periferia. Hasta aquí hemos llegado. Sin que haya perdido necesariamente su perfil político, todo sucede ahora de forma distinta. No se trata ya de reivindicar una “k”, sino un derecho humano básico que afecta en la mayoría de los casos a familias con menores y enfermos, gente que se ve privada no sólo de su dignidad, sino de las condiciones mínimas de supervivencia. Cualquier puerta es entonces una salida. Y cuando uno la atraviesa se encuentra tan roto, le han sucedido tantas cosas antes, que prácticamente nada le importa porque nada puede perder. No es romántico. Pero es mejor que lanzarse al vacío o quemarse a lo bonzo.

Así que al principio no tienes miedo, porque entonces tendrías algo. El miedo llega con las horas vacías, tensas como una cuerda a punto de romperse, cuando despiertas de madrugada y sientes que te han enterrado vivo, que estás en medio de la nada, tan libre como una caída sin fondo, temiendo el amanecer y sin embargo deseando escapar del saco de dormir que te impide dar patadas. 

Según dictan las leyes, sólo habitas el edificio transcurridos tres días. Suena a resurrección, pero quién puede probar eso cuando has vivido con el sigilo de un muerto. En todo caso, cuando amanece el quinto día empiezas a materializarte, entras y sales como si fuese una costumbre, saludas a las vecinas con la indiferencia de quien siempre estuvo allí, tomas café en la esquina de enfrente y miras la prensa. Es el difícil tránsito de la clandestinidad a la rutina, otra forma de invisibilidad. Poco a poco entras a formar parte del hábitat, algunos te llaman ya por tu nombre y otros por tu condición de ocupa, pero te integras en el paisaje del barrio y según pasa el tiempo vas encontrando tu lugar en él y te haces inevitable.

Mi ánimo ha subido muchos puntos. Tengo cosas que hacer y procuro hacerlas a la luz del día y a la vista de todos: limpiar los escombros, tender la luz, acumular enseres pues la basura es a veces generosa. Como no tengo suministro de agua busco una llave inglesa y cierro los ojos. Los cierro también al encender por fin la primera bombilla y me siento como Prometeo. Ya no será un lugar frío. Mientras tanto el espacio se impregna de mi olor y de mi estilo. Es un espacio habitado. Necesitan una orden judicial para entrar en mi casa.

Es apenas el principio de una historia cuyo final sigue pendiente de un hilo tenso a punto de romperse, ya veremos por qué lado. Cada día transcurrido es tiempo arrebatado a la muerte, pero la posible orden de desalojo no tiene la fecha marcada. El horror de los desahucios se han convertido en una imagen cotidiana que no nos abre los ojos, y la violencia con que se llevan a cabo es también creciente, como la estupefacción ciudadana ante la impunidad con que actúan las fuerzas de seguridad por mandato del gobierno y de los bancos. Mientras se anuncia un cambio político, el cerco a la ciudadanía se estrecha hasta imponer la miseria como forma de vida normalizada. Nadie quiere despertar al tercer día en un barrio lleno de menesterosos y afanadores.

Son las siete de la mañana. En algún lugar de la ciudad un grupo de Stop Desahucios grita con todas sus fuerzas: “¡Vecina, despierta! ¡Desahucian en tu puerta!”. ¿Cómo podemos seguir dormidos?

 

(Continuará)