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Modernidad fiscalizada: la privacidad
¿Qué es la intimidad? ¿Intuyen el porqué de este interrogante? Con los nuevos modelos de control social la intimidad ha adquirido un valor añadido, y el verdadero lujo, por consiguiente, lejos del hipotético espectro numérico al que corresponde cada usuario, es el anonimato. Vivimos atravesados por las redes sociales, pero ¿lo hubiéramos afirmado hace veinte años? Quiero decir, ¿qué hubiera tenido que suceder en nuestros 90 para que intuyésemos que la intimidad determinaría hoy gran parte de la economía mundial? O una más difícil todavía: ¿cómo combatir la tiranía de las estadísticas, la conducta previsible, los algoritmos?
Estas semanas se presentó en Madrid el Foro Internacional Metabody (IMF 2015). Una serie de conferencias, óperas urbanas, dispositivos interactivos digitales, danza, performance, se unieron al debate y al cuerpo, entendido éste como resistencia, para desarrollar un proyecto a medio camino entre el transhumanismo, el activismo y la tecnología. Jaime del Val se define como artista transdisciplinar y es fundador de Reverso. Él es el encargado de coordinar la acción conjunta de más de 30 entidades para llevar a cabo, grosso modo, un hackeo del gran sistema global de gestión de datos: el Big Data. Una ambición que a priori, y dado el tallaje, acojona.
Partiendo de la base de que cualquier interfaz (un ratón, un monitor o un teclado, por ejemplo) es capaz de producir un segmento de realidad, y de que con ello reducimos ese gesto corporal a un resultado datificado, Metabody pretende luchar contra este sistema administrativo de la identidad a través de acciones inclasificables, inconmensurables, en definitiva incontables, articuladas únicamente por el movimiento.
Al otro lado del ring está la expansión nanotecnológica. La gente se exhibe veinticuatro horas en Facebook y/o Twitter, el selfie se ha convertido por soberanía popular en el mecanismo de control social más eficaz del mundo, y además global. Google contabiliza nuestra vida y en sus dominios rige una secuencia de patrones de consumo apenas perceptible. Todo el mundo sabe que la mercadotecnia se basa en generar deseos: no tanto en exprimir los ya adquiridos, sino en profundizar sobre los potenciales. El régimen que vivimos es una especie de capitalismo afectivo que se encarga de producir eso mismo, afectos. Y entonces me digo que no debe ser casual que la teoría matemática de la información acuñada por Shannon o la cibernética de Wiener —respuestas mecanizadas ante el pánico de una vida incipientemente incontrolable— coincidieran con Little Boy y el comienzo de la era atómica de los años 40. Por el contrario, la capitalización de lo público se define por una palpable ausencia de privacidad, pero contrarrestar esa acción mercantilizada de datos a través de la tecnología puede resultar, y creo que con razón, incoherente.
Oficial y gubernamentalmente la eficiencia del Big Data consiste en ejercer una vigilancia masiva en beneficio de nuestra seguridad. Recoger, procesar y almacenar son sus tres ejes fundamentales. Al menos hasta que Edward Snowden nos abrió los ojos. Por lo pronto se me antoja otro interrogante. ¿Qué o quién es el propietario de lo que generamos? ¿El emisor, el receptor, el almacén? La indefensión ciudadana ante la propiedad de datos se ha vuelto claustrofóbica. A nosotros, por el contrario, mientras sigamos teniendo acceso libre a portales donde escuchamos música, leemos prensa o vemos porno, eso no nos importa. Un momento. ¿Gratuitamente? Evidentemente, no. Todo pasa por el registro, nombre-apellidos-email, una ecuación identitaria global a la que sumamos, de manera voluntaria y siempre a cambio de un supuesto beneficio, nuestra individualidad: «Su registro ha sido completado». Así se obtienen los bancos de datos, un patronaje en el que todos entramos y todos perdemos. ¿Que por qué? Porque hemos decidido vender nuestra intimidad de la misma manera que se firma un crédito a fondo perdido: leyendo poco, mal y con los ojos cerrados.
Metabody, en este sentido, es una plataforma de metagaming que también desarrolla softwares y hardwares a los que incorpora sensores de movimiento. Con ellos lleva a cabo una metaópera que transgrede la homogeneización del perfil a través de gestos alterables sujetos a la voluntad del portador de dichos dispositivos. Aunque pueda parecer una superchería, Metatopia —así se llama la acción— trata de romper en pedazos la cuadrícula renacentista, el espacio acotado y la arquitectura normativizada para alentar la construcción de un espacio dinámico y expandido que es lo que convierte Metabody en un planteamiento fértil: alterar la percepción del cuerpo sobre sí mismo para modular otra realidad paralela que denuncia el establishment de las economías de control de datos. «Otra forma de moverse implica otra forma de pensar», decía Jaime de Val. Otra cosa es beligerar con tiburones.
El mayor problema radica en que el progreso no permite la regresión. Con más de 50 smart cities España se encuentra a la cabeza del desarrollo tecnológico. ¿Cómo plantarle cara al oligopolio industrial y administrativo de la información? El uso de smartphones o el despliegue biométrico desde que un runner enciende su pulsera hasta que un broker cierra una transacción económica con su Mac, son actos cotidianos sensorizados por y para el ser humano. El dilema, tal vez el único, radica en si es o no lícito el uso de la información para fiscalizar nuestra privacidad. Una intimidad que per se es privada y que por lícito capricho hacemos pública. Claro que Metabody plantea una guerra de guerrillas contra lo smart, pero sus aplicaciones siguen siendo difusas.
Una alternativa plausible es la criptografía recogida por Marta Peirano en El pequeño libro rojo del activista en la red. Plausible, no infalible. Al final todo puede reducirse al modo en que necesitamos las tecnologías digitales para sentirnos realizados o si éstas son capaces de tal cosa. Porque lo queramos o no, la tecnología marca el índice de desarrollo de un país; sin olvidar la distinción de que transparencia no es exhibicionismo. De ahí que esto parezca un debate bioético en lugar de un mero problema de gestión digital.
Respecto a Metabody me viene a la mente —a veces maldita— un artículo de Lucas Ospina que hablaba del riesgo que existe de que arte y política se sometan a un lenguaje monolítico que actúe negativamente sobre la producción. En efecto, el proyecto es innovador, rompe con la inercia establecida, no concluye ni tampoco plantea. Es pura acción. Pero simpatiza de algún modo con aquello en lo que ha puesto la mira de su teleobjetivo. Probablemente es inevitable. O no. Nadie lo sabe porque todos desconocemos la dimensión real de nuestra privacidad.
En una escena de la película Harvey Milk, Sean Penn pronuncia un discurso contra la intimidad de la vida privada de los homosexuales. Claro que para la comunidad gay esa privacidad era la muralla que se interponía entre ellos y sus derechos. De la San Francisco de los 70 al mundo globalizado de los 2000 han sucedido muchas cosas, pero las monedas son las mismas. La privacidad es un monstruo de siete cabezas que a veces, transgrediéndose, contribuye al bienestar común; y en otras, acatándola, a la alienación de la conducta. No me gusta tener que recurrir al materialismo marxista para explicar un problema de esta magnitud, pero qué vigente se hace cuando ni siquiera nosotros mismos somos propietarios de lo que producimos. Tal vez pensábamos que la era 2.0 nos traería la ansiada libertad de la que no gozamos en nuestra vida analógica, una vida que posiblemente sentimos mutilada cuando con desparpajo y sin tapujos (en ocasiones lo opuesto de la vida real) nos expresamos a través de las redes sociales; o —¡quién sabe!— que lo virtual acabaría de una vez por todas con la plusvalía, la alienación y el sometimiento. Si algo pone de manifiesto la existencia de Metabody es que bajo este ritmo devorador y consumista estamos levantando, sin premeditación pero con mucha alevosía, una sociedad esclava de sí misma que desconoce por completo el valor de lo que produce. La libertad, por consiguiente, ha dejado de ser un derecho de harapos para convertirse en un privilegio de jubones. Y los privilegios, permítanme que se los recuerde, son desde hace aproximadamente una década, políticos, sociales o culturales, el enemigo que nos oprime.
Modernidad fiscalizada: la privacidad
¿Qué es la intimidad? ¿Intuyen el porqué de este interrogante? Con los nuevos modelos de control social la intimidad ha adquirido un valor añadido, y el verdadero lujo, por consiguiente, lejos del hipotético espectro numérico al que corresponde cada usuario, es el anonimato. Vivimos atravesados por las redes sociales, pero ¿lo hubiéramos afirmado hace veinte años? Quiero decir, ¿qué hubiera tenido que suceder en nuestros 90 para que intuyésemos que la intimidad determinaría hoy gran parte de la economía mundial? O una más difícil todavía: ¿cómo combatir la tiranía de las estadísticas, la conducta previsible, los algoritmos?
Estas semanas se presentó en Madrid el Foro Internacional Metabody (IMF 2015). Una serie de conferencias, óperas urbanas, dispositivos interactivos digitales, danza, performance, se unieron al debate y al cuerpo, entendido éste como resistencia, para desarrollar un proyecto a medio camino entre el transhumanismo, el activismo y la tecnología. Jaime del Val se define como artista transdisciplinar y es fundador de Reverso. Él es el encargado de coordinar la acción conjunta de más de 30 entidades para llevar a cabo, grosso modo, un hackeo del gran sistema global de gestión de datos: el Big Data. Una ambición que a priori, y dado el tallaje, acojona.
Partiendo de la base de que cualquier interfaz (un ratón, un monitor o un teclado, por ejemplo) es capaz de producir un segmento de realidad, y de que con ello reducimos ese gesto corporal a un resultado datificado, Metabody pretende luchar contra este sistema administrativo de la identidad a través de acciones inclasificables, inconmensurables, en definitiva incontables, articuladas únicamente por el movimiento.
Al otro lado del ring está la expansión nanotecnológica. La gente se exhibe veinticuatro horas en Facebook y/o Twitter, el selfie se ha convertido por soberanía popular en el mecanismo de control social más eficaz del mundo, y además global. Google contabiliza nuestra vida y en sus dominios rige una secuencia de patrones de consumo apenas perceptible. Todo el mundo sabe que la mercadotecnia se basa en generar deseos: no tanto en exprimir los ya adquiridos, sino en profundizar sobre los potenciales. El régimen que vivimos es una especie de capitalismo afectivo que se encarga de producir eso mismo, afectos. Y entonces me digo que no debe ser casual que la teoría matemática de la información acuñada por Shannon o la cibernética de Wiener —respuestas mecanizadas ante el pánico de una vida incipientemente incontrolable— coincidieran con Little Boy y el comienzo de la era atómica de los años 40. Por el contrario, la capitalización de lo público se define por una palpable ausencia de privacidad, pero contrarrestar esa acción mercantilizada de datos a través de la tecnología puede resultar, y creo que con razón, incoherente.
Oficial y gubernamentalmente la eficiencia del Big Data consiste en ejercer una vigilancia masiva en beneficio de nuestra seguridad. Recoger, procesar y almacenar son sus tres ejes fundamentales. Al menos hasta que Edward Snowden nos abrió los ojos. Por lo pronto se me antoja otro interrogante. ¿Qué o quién es el propietario de lo que generamos? ¿El emisor, el receptor, el almacén? La indefensión ciudadana ante la propiedad de datos se ha vuelto claustrofóbica. A nosotros, por el contrario, mientras sigamos teniendo acceso libre a portales donde escuchamos música, leemos prensa o vemos porno, eso no nos importa. Un momento. ¿Gratuitamente? Evidentemente, no. Todo pasa por el registro, nombre-apellidos-email, una ecuación identitaria global a la que sumamos, de manera voluntaria y siempre a cambio de un supuesto beneficio, nuestra individualidad: «Su registro ha sido completado». Así se obtienen los bancos de datos, un patronaje en el que todos entramos y todos perdemos. ¿Que por qué? Porque hemos decidido vender nuestra intimidad de la misma manera que se firma un crédito a fondo perdido: leyendo poco, mal y con los ojos cerrados.
Metabody, en este sentido, es una plataforma de metagaming que también desarrolla softwares y hardwares a los que incorpora sensores de movimiento. Con ellos lleva a cabo una metaópera que transgrede la homogeneización del perfil a través de gestos alterables sujetos a la voluntad del portador de dichos dispositivos. Aunque pueda parecer una superchería, Metatopia —así se llama la acción— trata de romper en pedazos la cuadrícula renacentista, el espacio acotado y la arquitectura normativizada para alentar la construcción de un espacio dinámico y expandido que es lo que convierte Metabody en un planteamiento fértil: alterar la percepción del cuerpo sobre sí mismo para modular otra realidad paralela que denuncia el establishment de las economías de control de datos. «Otra forma de moverse implica otra forma de pensar», decía Jaime de Val. Otra cosa es beligerar con tiburones.
El mayor problema radica en que el progreso no permite la regresión. Con más de 50 smart cities España se encuentra a la cabeza del desarrollo tecnológico. ¿Cómo plantarle cara al oligopolio industrial y administrativo de la información? El uso de smartphones o el despliegue biométrico desde que un runner enciende su pulsera hasta que un broker cierra una transacción económica con su Mac, son actos cotidianos sensorizados por y para el ser humano. El dilema, tal vez el único, radica en si es o no lícito el uso de la información para fiscalizar nuestra privacidad. Una intimidad que per se es privada y que por lícito capricho hacemos pública. Claro que Metabody plantea una guerra de guerrillas contra lo smart, pero sus aplicaciones siguen siendo difusas.
Una alternativa plausible es la criptografía recogida por Marta Peirano en El pequeño libro rojo del activista en la red. Plausible, no infalible. Al final todo puede reducirse al modo en que necesitamos las tecnologías digitales para sentirnos realizados o si éstas son capaces de tal cosa. Porque lo queramos o no, la tecnología marca el índice de desarrollo de un país; sin olvidar la distinción de que transparencia no es exhibicionismo. De ahí que esto parezca un debate bioético en lugar de un mero problema de gestión digital.
Respecto a Metabody me viene a la mente —a veces maldita— un artículo de Lucas Ospina que hablaba del riesgo que existe de que arte y política se sometan a un lenguaje monolítico que actúe negativamente sobre la producción. En efecto, el proyecto es innovador, rompe con la inercia establecida, no concluye ni tampoco plantea. Es pura acción. Pero simpatiza de algún modo con aquello en lo que ha puesto la mira de su teleobjetivo. Probablemente es inevitable. O no. Nadie lo sabe porque todos desconocemos la dimensión real de nuestra privacidad.
En una escena de la película Harvey Milk, Sean Penn pronuncia un discurso contra la intimidad de la vida privada de los homosexuales. Claro que para la comunidad gay esa privacidad era la muralla que se interponía entre ellos y sus derechos. De la San Francisco de los 70 al mundo globalizado de los 2000 han sucedido muchas cosas, pero las monedas son las mismas. La privacidad es un monstruo de siete cabezas que a veces, transgrediéndose, contribuye al bienestar común; y en otras, acatándola, a la alienación de la conducta. No me gusta tener que recurrir al materialismo marxista para explicar un problema de esta magnitud, pero qué vigente se hace cuando ni siquiera nosotros mismos somos propietarios de lo que producimos. Tal vez pensábamos que la era 2.0 nos traería la ansiada libertad de la que no gozamos en nuestra vida analógica, una vida que posiblemente sentimos mutilada cuando con desparpajo y sin tapujos (en ocasiones lo opuesto de la vida real) nos expresamos a través de las redes sociales; o —¡quién sabe!— que lo virtual acabaría de una vez por todas con la plusvalía, la alienación y el sometimiento. Si algo pone de manifiesto la existencia de Metabody es que bajo este ritmo devorador y consumista estamos levantando, sin premeditación pero con mucha alevosía, una sociedad esclava de sí misma que desconoce por completo el valor de lo que produce. La libertad, por consiguiente, ha dejado de ser un derecho de harapos para convertirse en un privilegio de jubones. Y los privilegios, permítanme que se los recuerde, son desde hace aproximadamente una década, políticos, sociales o culturales, el enemigo que nos oprime.