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Manos a la obra
Por una marea gris
Este primero de mayo será para muchas personas un día tan vacío y anodino como los otros. En España, cinco millones y medio se encuentran en situación de desempleo, y bastantes más empleadas en un sector que no corresponde a su formación ni a sus deseos, con contratos temporales, parciales, por obra o trabajos basura. El oxímoron de la “fiesta del trabajo” ha dejado de ser para la cada vez más frágil clase trabajadora un momento de reivindicación festiva y de afirmación del poder de clase. No hay nada que celebrar. La clase se ha perdido.
Los parados no tienen identidad en la que reconocerse, tienen una condición. Aunque en las actuales circunstancias esta condición puede hacerse crónica en determinados sectores, normalmente la percibimos como una situación transitoria y vergonzosa. Estar parado es vivir en el túnel de la muerte, con la tortura incesante de una expectativa. Es pasarse la vida buscándola, perder el tiempo en perder el tiempo. Miseria material, y miseria moral de estar de sobra. Es bastante común y comprensible que el parado se pierda a sí mismo el respeto cuando no consigue ser útil ni apreciado.
Y sin embargo la condición de parado o de trabajador precario debe asumirse con algún tipo de conciencia. La de quien ha pasado alguna vez por una situación que le ha obligado a reflexionar no ya sobre sus circunstancias personales, sino sobre la trama del mercado de trabajo, sobre la organización de la producción, sobre la distribución de las riquezas: conciencia de la injusticia social, extensiva a quienes se encuentran en situación de parados potenciales. Esta conciencia tiene que batirse con cuestiones del tipo: ¿cómo sobrevivir en circunstancias de excepción, cuando no existe fuente alguna de ingresos y el estado no aporta ninguna garantía? ¿Cómo procurarse el alimento, la educación de los hijos, la estabilidad familiar, el refugio? ¿Qué puedes hacer con tus manos, tu tiempo, tu genio, tu formación, tu experiencia, tu imaginación y tus ganas de vivir cuando has sido desahuciado del sistema?
Tradicionalmente los trabajadores han podido afirmar su dignidad mediante el derecho de huelga, es decir mediante la denegación de su fuerza de trabajo y la paralización de la producción. Pero ¿cómo podría afirmar dicha dignidad alguien a quien se le ha hurtado esta misma fuerza, los medios de expresar su soberanía? Las formas tradicionales de lucha parecen actualmente haber entrado en crisis.
Hace cinco años, un día como hoy, un grupo de activistas irrumpió en los estudios de la televisión pública francesa mientras comparecía en directo el ministro de Cultura y Comunicación, Frédéric Mitterrand, para hacer visible esta situación y leer un manifiesto convocando una huelga de parados y precarios que comenzaría el día 3 de mayo. Ahora bien, ¿qué sería una huelga de parados?, ¿cómo podrían ejercer presión desde la nada a la que han sido relegados?
Parece que, por simple trasposición dialéctica, una huelga de parados solo podría consistir en ponerse en marcha, en forzar la afirmación y el desarrollo de las propias capacidades, pero ¿en qué ámbitos? Claro que hay que huir de la degradación personal y de la atrofia, pero lanzarse a una disputa desenfrenada por las cada vez más exiguas migajas que ofrece el mercado de trabajo no es desde luego una solución colectiva que pueda acabar con el problema. Por otro lado, entregarse a una actividad voluntaria con el único fin de participar en la comunidad supone aceptar el papel de esquirol. Si no sirves, no sirvas.
Hay que pasar de la actividad a la acción. Esto solo puede hacerse de forma colectiva, vinculando esfuerzos, reconociendo que formamos parte de una comunidad cada vez más amplia, cualificada y diversa, una sociedad dentro de la sociedad. Toda esta potencia que el sistema no es capaz de absorber sin poner en cuestión el principio de escasez bajo el que se sustenta no debe desaprovecharse.
Los parados constituyen ya una fuerza social considerable, un negocio en crecimiento y con enormes perspectivas. Cada día somos más. Estamos por todas partes, pero no se nos ve. ¿Por qué? Porque no nos hacemos visibles, porque nos ocultamos, porque no nos reunimos. Es preciso salir de este estado, reconocernos en aquellos que lo comparten. Un grupo genera un entorno, desarrolla una dinámica propia y un contexto relacional distinto. Un grupo produce realidad, y en el caso de un sector de la población que ha sido excluido no queda más remedio que buscar y realizar una realidad alternativa. En el grupo nos hacemos visibles, salimos de la triste caverna del fracaso personal a la luz violenta de la mirada que nos reconoce. Y en grupo nos hacemos también reconocer como fuerza social reprimida. Ya no somos objeto de desprecio, sino de respeto.
¿Cómo “emplear” esta fuerza? Algo que en primer término puede hacerse es aumentar nuestra visibilidad proyectándola de forma consciente. No se trata solo de acudir en masa a concentraciones donde los medios nos dirán cuál es nuestro papel en el drama social, sino de hacer proliferar pequeñas acciones que pongan de manifiesto nuestro propio drama. El absurdo está de nuestra parte. Podemos formar piquetes de parados armados de cepillos dispuestos a “barrer” las escaleras del Congreso, o brigadas de sintecho al asalto de los bancos, o colarnos en el metro e identificarnos exhibiendo nuestro carnet de parado, avalado por una página web y una amplia red social.
El parado no debe nada a la sociedad. Aunque no tenga dinero, tiene derechos que le corresponden como ser humano. El individuo que ha sido excluido del sistema productivo puede aplicar su tiempo, su talento y su entusiasmo a rehabilitación de edificios abandonados, procurándose de esa forma un techo y haciendo un bien a la comunidad, abriendo camino y convirtiendo su espacio en una plataforma para futuras rehabilitaciones. Por suerte, algún periodista en paro le echará una mano desde las redes alternativas, y algún abogado en paro le dará cobertura legal. En algún punto esta acción colectiva que nos ha permitido reconocernos y hacernos visibles puede hacernos también autónomos al desarrollar estructuras propias, redes asistenciales, dinámicas de intercambio.
La fuerza de trabajo orientada de un modo creativo puede cambiar la cara a una sociedad insolidaria y competitiva. Para ello es imprescindible la asociación de esfuerzos, la formación de pequeñas células de parados que den sentido a la acción y la convicción de que trabajamos juntos en una gran empresa de transformación de la realidad. Cuando todo se derrumba es precisamente cuando más falta hace construir, ensayar alternativas, y hay mucho por hacer. La gran empresa de reconstrucción del mundo necesita personal que cubra diversas plazas.
El parado es la imagen que busca su reverso, la prueba de que el viejo mundo se desploma y la posibilidad de gestionar un mundo distinto. Es la figura clave del nuevo paradigma.
Manos a la obra
Este primero de mayo será para muchas personas un día tan vacío y anodino como los otros. En España, cinco millones y medio se encuentran en situación de desempleo, y bastantes más empleadas en un sector que no corresponde a su formación ni a sus deseos, con contratos temporales, parciales, por obra o trabajos basura. El oxímoron de la “fiesta del trabajo” ha dejado de ser para la cada vez más frágil clase trabajadora un momento de reivindicación festiva y de afirmación del poder de clase. No hay nada que celebrar. La clase se ha perdido.
Los parados no tienen identidad en la que reconocerse, tienen una condición. Aunque en las actuales circunstancias esta condición puede hacerse crónica en determinados sectores, normalmente la percibimos como una situación transitoria y vergonzosa. Estar parado es vivir en el túnel de la muerte, con la tortura incesante de una expectativa. Es pasarse la vida buscándola, perder el tiempo en perder el tiempo. Miseria material, y miseria moral de estar de sobra. Es bastante común y comprensible que el parado se pierda a sí mismo el respeto cuando no consigue ser útil ni apreciado.
Y sin embargo la condición de parado o de trabajador precario debe asumirse con algún tipo de conciencia. La de quien ha pasado alguna vez por una situación que le ha obligado a reflexionar no ya sobre sus circunstancias personales, sino sobre la trama del mercado de trabajo, sobre la organización de la producción, sobre la distribución de las riquezas: conciencia de la injusticia social, extensiva a quienes se encuentran en situación de parados potenciales. Esta conciencia tiene que batirse con cuestiones del tipo: ¿cómo sobrevivir en circunstancias de excepción, cuando no existe fuente alguna de ingresos y el estado no aporta ninguna garantía? ¿Cómo procurarse el alimento, la educación de los hijos, la estabilidad familiar, el refugio? ¿Qué puedes hacer con tus manos, tu tiempo, tu genio, tu formación, tu experiencia, tu imaginación y tus ganas de vivir cuando has sido desahuciado del sistema?
Tradicionalmente los trabajadores han podido afirmar su dignidad mediante el derecho de huelga, es decir mediante la denegación de su fuerza de trabajo y la paralización de la producción. Pero ¿cómo podría afirmar dicha dignidad alguien a quien se le ha hurtado esta misma fuerza, los medios de expresar su soberanía? Las formas tradicionales de lucha parecen actualmente haber entrado en crisis.
Hace cinco años, un día como hoy, un grupo de activistas irrumpió en los estudios de la televisión pública francesa mientras comparecía en directo el ministro de Cultura y Comunicación, Frédéric Mitterrand, para hacer visible esta situación y leer un manifiesto convocando una huelga de parados y precarios que comenzaría el día 3 de mayo. Ahora bien, ¿qué sería una huelga de parados?, ¿cómo podrían ejercer presión desde la nada a la que han sido relegados?
Parece que, por simple trasposición dialéctica, una huelga de parados solo podría consistir en ponerse en marcha, en forzar la afirmación y el desarrollo de las propias capacidades, pero ¿en qué ámbitos? Claro que hay que huir de la degradación personal y de la atrofia, pero lanzarse a una disputa desenfrenada por las cada vez más exiguas migajas que ofrece el mercado de trabajo no es desde luego una solución colectiva que pueda acabar con el problema. Por otro lado, entregarse a una actividad voluntaria con el único fin de participar en la comunidad supone aceptar el papel de esquirol. Si no sirves, no sirvas.
Hay que pasar de la actividad a la acción. Esto solo puede hacerse de forma colectiva, vinculando esfuerzos, reconociendo que formamos parte de una comunidad cada vez más amplia, cualificada y diversa, una sociedad dentro de la sociedad. Toda esta potencia que el sistema no es capaz de absorber sin poner en cuestión el principio de escasez bajo el que se sustenta no debe desaprovecharse.
Los parados constituyen ya una fuerza social considerable, un negocio en crecimiento y con enormes perspectivas. Cada día somos más. Estamos por todas partes, pero no se nos ve. ¿Por qué? Porque no nos hacemos visibles, porque nos ocultamos, porque no nos reunimos. Es preciso salir de este estado, reconocernos en aquellos que lo comparten. Un grupo genera un entorno, desarrolla una dinámica propia y un contexto relacional distinto. Un grupo produce realidad, y en el caso de un sector de la población que ha sido excluido no queda más remedio que buscar y realizar una realidad alternativa. En el grupo nos hacemos visibles, salimos de la triste caverna del fracaso personal a la luz violenta de la mirada que nos reconoce. Y en grupo nos hacemos también reconocer como fuerza social reprimida. Ya no somos objeto de desprecio, sino de respeto.
¿Cómo “emplear” esta fuerza? Algo que en primer término puede hacerse es aumentar nuestra visibilidad proyectándola de forma consciente. No se trata solo de acudir en masa a concentraciones donde los medios nos dirán cuál es nuestro papel en el drama social, sino de hacer proliferar pequeñas acciones que pongan de manifiesto nuestro propio drama. El absurdo está de nuestra parte. Podemos formar piquetes de parados armados de cepillos dispuestos a “barrer” las escaleras del Congreso, o brigadas de sintecho al asalto de los bancos, o colarnos en el metro e identificarnos exhibiendo nuestro carnet de parado, avalado por una página web y una amplia red social.
El parado no debe nada a la sociedad. Aunque no tenga dinero, tiene derechos que le corresponden como ser humano. El individuo que ha sido excluido del sistema productivo puede aplicar su tiempo, su talento y su entusiasmo a rehabilitación de edificios abandonados, procurándose de esa forma un techo y haciendo un bien a la comunidad, abriendo camino y convirtiendo su espacio en una plataforma para futuras rehabilitaciones. Por suerte, algún periodista en paro le echará una mano desde las redes alternativas, y algún abogado en paro le dará cobertura legal. En algún punto esta acción colectiva que nos ha permitido reconocernos y hacernos visibles puede hacernos también autónomos al desarrollar estructuras propias, redes asistenciales, dinámicas de intercambio.
La fuerza de trabajo orientada de un modo creativo puede cambiar la cara a una sociedad insolidaria y competitiva. Para ello es imprescindible la asociación de esfuerzos, la formación de pequeñas células de parados que den sentido a la acción y la convicción de que trabajamos juntos en una gran empresa de transformación de la realidad. Cuando todo se derrumba es precisamente cuando más falta hace construir, ensayar alternativas, y hay mucho por hacer. La gran empresa de reconstrucción del mundo necesita personal que cubra diversas plazas.
El parado es la imagen que busca su reverso, la prueba de que el viejo mundo se desploma y la posibilidad de gestionar un mundo distinto. Es la figura clave del nuevo paradigma.