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Los toros que leían a Marcuse

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Cada vez que arranca la Feria de San Isidro de Madrid, que ahora discurre menguante y con la sordina que la civilización liberal considera de buen y civilizado gusto, me acuerdo de Joaquín Vidal (Santander, 1935  ̶  Madrid, 2002) y de sus deliciosas críticas taurinas. Críticas en un ancho sentido baudelairiano, pues completaban el acontecimiento, y honestas a quemarropa, pues el periodista santanderino siempre se mantenía en un elegante margen del meollo taurino, ese que tanto despreciaba: lejos de los hoteles de toreros, pagando sus abonos y preocupándose en los viajes de comer bien más que de los paliques venales con los que manejaban el cotarro. Él divulgó esa dicotomía entre el aficionado y el taurino, siendo éste el responsable de la adulteración de la Fiesta.

No sólo en los toros deslumbró su pluma, pues también abordó temas culturales (ahí queda su comiquísima crónica de una conferencia de Eduardo Arroyo), políticos y de sociedad (no se pierdan sus narraciones de los sorteos de la lotería de Navidad). Pero fue en los toros donde su talento regaló algunas de las mejores páginas de la literatura española del siglo XX. Criado periodísticamente en ‘La Codorniz’, se incorporó a ‘El País’ desde su fundación para ocuparse de la sección taurina, cuando el medio progresista decidió que su inspiración orteguiana bien merecía que la Fiesta Nacional tuviera cabida en sus páginas, para disgusto de cierto sector de la suave intelligentsia de izquierda.

Desde esa tribuna consiguió que hostiles antitaurinos leyeran con deleite sus críticas, que mucha gente comprara el periódico sólo por leerle a él. Partidario siempre del toro, sin el cual no hay Fiesta posible, contribuyó a defender la pureza de un rito cada vez más devaluado por sus propios protagonistas: figuras, empresarios y ganaderos. Hasta el punto de que los taurinos llegaron a considerarle un enemigo de los toros. Ahí queda su última columna para el diario, Temporada, publicada  el 19 de marzo de 2002 (cuando un cáncer ya roía su humanidad amplia), teñida de sombríos augurios, donde lamenta la aparición de un animal doméstico y feble en detrimento del toro bravo: “Hoy la Fiesta de los toros es empuñada por las derechas como lo haría un simio primordial con un hueso de mamut, terminado así de afearla para la otra media España” “… sabe un servidor que le llamarán derrotista y enemigo de la fiesta por decirlo. En esta cuestión (y en otras, no se crea) tiene amplia experiencia. También dirán, por lo mismo, que no sabe escribir de toros. Sin embargo, tampoco conviene ser tan radical. Algunas veces sí sabe (más o menos). Dicho sea sin ánimo de ofender y mejorando lo presente.”

Hoy la Fiesta de los toros es empuñada por las derechas como lo haría un simio primordial con un hueso de mamut, terminado así de afearla para la otra media España, pretendiendo hacer de ella un acontecimiento que vagamente vertebra una identidad nacional o de tribu, cuando precisamente la mundialización del dinero que defienden conlleva también la aculturación que extinguirá la tauromaquia. Hoy la Fiesta es un pretexto para que las élites más cochambrosas se arrimen a la barrera a exhibir habanos y perlas.

Pero queda un poso en ciertos tendidos beligerantes (el del 7), y el aire sencillo de las andanadas, que remiten al origen popular de la Fiesta. Esa democracia de antaño perfuma la prosa de Joaquín Vidal, que cultivó un periodismo insobornable. Aficionado a los Ducados, al café solo frío de las redacciones heroicas, a las mujeres y al Atleti, se describió siempre como un “elemento extraño”: “Cuando hacía novillos, en vez de irme al Retiro a ligar me iba a la biblioteca a leer el Cossío. Hace falta ser gilipollas.”

Su escritura ya no volverá. Quizá regrese –permítannos ponerlo en duda– el toro a devolver hondura a la Fiesta y quizá también nosotros interrumpamos algún día la mansedumbre que nos refrena a diario. El toro íntegro, como aquellos del conde de la Maza de los que Vidal presumía que “eran intelectuales. Habían leído a Marcuse. Como estamos en democracia, el señor conde promociona a sus pupilos y además de echarles el pienso, rico, abundante y bien de vitaminas, les pone a leer a Marcuse, para que desarrollen su personalidad. Salían los toros bien alimentados, preciosos en aquella estampa admirable, seria y avasalladora, capa negra, pechos robustos, sombrero a juego, y decían, que yo lo oí: ‘¿A mí esta represión de la crianza selectiva, que pretende privarme del instinto ancestral, del placer de enganchar a un tío de estos por la ingle y pincharle? Arreglados estáis, y para muestra, ahí va ese derrote. Si te pillo la taleguilla, moreno, te la dejo hecha un faldellín de hawaiana’.” Mientras tanto nos queda la añoranza.

Fotografías: Aitor Lara y Claudio Álvarez