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Los Reyes Magos o el encuentro de Zaratustra con Jesucristo

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Si usted vive en un país de influencia hispana, es muy probable que hoy se haya levantado colocando regalos o abriéndolos. Lo ha hecho todos los años y lo acepta sin rechistar, incluso con alegría. Otra cosa es que sepa quiénes eran verdaderamente los Reyes Magos o de dónde vienen todas esas tradiciones que mezclan la historia y el mito, que no es algo precisamente sencillo. La influencia que la iconografía y la tradición cristiana han ejercido durante siglos y lo confuso de las fuentes después de tantos siglos hacen difícil que quede algo real de estos astrónomos que iban siguiendo un cometa para adorar al Mesías anunciado por Zoroastro, o Zaratustra, para los lectores de Nietzsche, pero, al menos, vamos a intentar escarbar un poco.

Empecemos por la Biblia, el supuesto origen de toda esta confusión: en el Nuevo Testamento no hay referencia alguna a tres reyes de Oriente, sino a tres regalos entregados al niño Jesús el duodécimo día de su nacimiento –de ahí que en el mundo anglosajón se refieran a este día como “the twelfth day”- por unos sabios llegados de tierras persas y que se presentaron como “magos”, lo que nos remite a dos etimologías. Por un lado, los magos eran los habitantes del antiguo Imperio medo, uno de los tantos pueblos que vagaban en aquella época por el llamado “creciente fértil”, junto a hititas o asirios, que acabaron anexionados por el imperio de Ciro y Darío con el paso de los siglos. Por otro lado, “magu” era el término que los babilonios daban a los sabios, los sacerdotes iniciados en el culto a Zoroastro y cuyo principal área de conocimiento era precisamente la astronomía.

¿Por qué la Biblia refiere la presencia de estos medos o babilonios en Belén en pleno dominio del Imperio romano? Hay que pensar que se trata de un guiño a la tradición oral de adoración a los elementos de la naturaleza, en este caso a los cielos y sus enigmas, una manera de aunar esoterismo y religión monoteísta, con subordinación de lo primero a la segunda, por supuesto, de ahí que la estrella de Belén lleve a estos sabios paganos hasta el portal y acaben rindiendo pleitesía a Jesucristo. Ahora bien, ¿eran tres? ¿Se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar?

Aquí hay muchas dudas, porque todas estas construcciones son muy posteriores. Textualmente, hay que insistir, en la Biblia se habla de tres regalos: el oro, como reflejo de poder, dignidad, entrega de lo mejor que tienes; el incienso, como símbolo espiritual, al ser el elemento que, quemado, se utilizaba en las celebraciones místicas; y por último, la mirra, que tenía un valor puramente simbólico: se asociaba a la muerte y los ritos funerarios, con lo que su presencia en la lista parece ser un intento cristiano de anticipar el sufrimiento y muerte de Jesús, el dios que habría nacido para morir y así redimir a los hombres.

El número y la fisonomía son una elaboración de Orígenes, escritor del siglo IV. Ya en aquel tiempo, las tradiciones paganas romanas se habían mezclado con el cristianismo y curiosamente, se pensaba mayoritariamente que Cristo había nacido un 6 de enero y no un 25 de diciembre, fecha que en Roma se utilizaba para adorar al Sol Invicto. El citado Orígenes nos dice que los magos eran tres, pero en ningún momento utiliza la palabra “reyes”, porque ya hemos dicho que de reyes no tenían nada. ¿Por qué tres? Por los tres regalos, obviamente, aunque entre los primeros cristianos no había consenso: algunos decían que eran dos, otros que eran cuatro y hubo quien dijo que eran doce, como doce serían después los apóstoles.

En el siglo V se da el paso decisivo, con el Papa León I estableciendo oficialmente el número definitivo y aportando una supuesta muerte común por martirio en el año 70, cosa muy improbable. No se les atribuyó nombre alguno hasta el siglo IX, en concreto el año 845, cuando en el llamado “Liber Pontificalis” de Rávena se habla de Bithisarea, Melichior y Gathaspa y en los frescos de la época, donde los reyes eran los que dominaban el mundo en sus nuevos protoestados, se les empezó a representar con coronas, como si fueran ellos mismos reyes de algún reino perdido. Insisto: no lo eran. Y es más, Baltasar ni siquiera era negro.

En estas primeras configuraciones medievales del mito de los reyes magos, se dice que Melchor era un hombre anciano de pelo largo y cano con frondosa barba, también blanca; Gaspar sería un poco más joven, de la siguiente generación, de tez blanca y rosada, pero imberbe, mientras que de Baltasar se dice simplemente que era “de tez morena”, en ningún caso negro.

¿Por qué pasó este sabio a ser negro, entonces? Esto viene del siglo XIV, cuando el cristianismo llega a África y pretende establecerse de manera definitiva luchando contra la influencia islámica. Para representar a las tres razas que se conocían entonces en el mundo, según el parámetro de los tres hijos de Noé: Sem, Jafet y Cam, que representaban a los pueblos semitas, los arios y los negros, se decidió que Baltasar, el de la mirra, el agorero, fuera no “de tez morena” sino directamente negro.

Se dice que las reliquias de los Tres Reyes Magos, según la versión del martirio, están en la Catedral de Colonia. Habrían sido llevadas ahí por Federico Barbarroja en 1162 después de arrasar Milán, un tema que da mucho juego a escritores como Dan Brown pero que no tiene más rigor que la sábana santa de Turín o los restos del apóstol Santiago en una ermita de Compostela. Sea como fuere, en Alemania hay poca o ninguna tradición con respecto a los reyes: todos asociamos el 6 de enero con los regalos a los niños pero en realidad eso se hace prácticamente solo en España y en los países hispanoamericanos en los que la tradición ha sobrevivido, que ni siquiera son todos.

En el resto del mundo cristiano, el “duodécimo día”, “La Epifanía” o “La Noche de Reyes” marca simplemente el final de la Navidad. Para los más prácticos, el día en el que hay que empezar a recoger toda la decoración y coger fuerzas para intentar cumplir el sueño de empezar de cero un año más. Como niños recién nacidos.