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Los amigos invisibles
¿Qué nos hace pensar que nuestra realidad sea tan opaca, tan cotidiana como aparenta? ¿Acaso pisamos suelo firme? Parece que hemos aceptado instalarnos en una lógica de supervivencia, en la ausencia anunciada de futuro, cuando por todas partes crecen los síntomas de descomposición que debieran augurar una guerra por el propio sentido de la vida. Quizás esa guerra se esté librando ya en alguna parte, en un lugar indetectable por las alarmas y los sensores de la policía y de los medios de producción de imágenes, sus colaboradores más eficaces.
Es la motivadora ficción que sostienen los miembros del Comité Invisible, probables autores de varios libros que han conquistado los corazones de potenciales revolucionarios gracias a su descripción radicalmente pesimista del mundo que envejece, sus lúcidos aportes en materia de perspectivas y, sobre todo, su elocuencia insurreccional, digna de la mejor tradición francesa. Estos chicos traviesos, que no se limitan a anunciar la revolución, sino que tratan de alimentarla a través de sus escritos y mediante una praxis que se pretende ejemplar, acaban de publicar la versión española de su producción más reciente: A nuestros amigos, editada por Pepitas de Calabaza.
Éste fue el pretexto para que dos de sus miembros se materializasen fugazmente en Madrid el pasado martes 26 de mayo, en la librería asociativa Traficantes de Sueños, en medio de una notable expectación. Ese era el pretexto, pero ¿la razón? Tejer redes, crear vínculos, conectar emocionalmente con quienes sueñan el cambio social y se comprometen en él aunque permanezcan desconocidos, a quienes ya no llaman camaradas, ni compañeros, sino “amigos”.
La expectación no está solo justificada por el considerable impacto de sus anteriores libros, especialmente La insurrección que viene, publicado en 2007. Poco tiempo después de que el libro se convirtiese en un bestseller traducido a varios idiomas, la policía irrumpía en una comuna situada en Tarnac, un pequeño enclave rural francés, deteniendo a nueve personas. Entre ellas se encontraba Julien Coupat, antiguo miembro fundador de la revista Tiqqun, donde se había elaborado la trama conceptual que inspiraría las prácticas del CI. Tras el cese de la actividad de la revista, Coupat y algunos otros colaboradores cercanos se habían establecido allí para desarrollar formas de vida alternativas y dar concreción a las propuestas teóricas de Tiqqun.
Se les acusaba de actividad terrorista al intentar sabotear las líneas del tren de alta velocidad francés, y se presentaba el propio libro, cuya autoría se atribuía a Coupat, como prueba de cargo. El asunto provocó un pequeño revuelo político, al estilo de las periódicas campañas que se llevan a cabo en nuestro país para conjurar la amenaza del “terrorismo anarquista”. El juez decretó la liberación de todas las detenidas, pero Coupat tuvo que pringar algunos meses más de prisión y todavía permanece en libertad bajo fianza, con la orden expresa de no contactar con el resto de los miembros del grupo. Recientemente, en medio del clima de pánico e inseguridad generado la masacre de Charlie Hebdo, el caso ha vuelto a reabrirse y se ha estrechado de nuevo la vigilancia sobre las actividades del Comité. En consecuencia no habrá declaraciones para ningún medio, ni se permitirá registro visual o sonoro alguno del acto. Si acaso, podremos proseguir el debate más tarde en las calles o en los bares.
La excusa judicial no deja de ser un recurso excedente para cualquiera que conozca la posición del CI con respecto a las tecnologías de comunicación, a las que consideran por encima de todo como instrumento de control y de refuerzo de la lógica capitalista; ni para quien entienda su peculiar forma de asumir la enunciación. El CI es un concepto difuso, no un sujeto localizado. No es siquiera un grupo definido, ni un autor colectivo: sobre todo no es un autor al que pueda atribuirse la responsabilidad de unos textos que, si prenden en las conciencias, es porque están por encima de la voluntad de estilo o de las neuras personales. Hacen referencia a un descontento generalizado con el estado de cosas y al potencial revolucionario que reside en cada cual. Son ideas “inapropiadas” en el doble sentido de que permanecen ocultas como un secreto a voces y de que se hallan distribuidas en todas las sensibilidades.
Es con estas sensibilidades afectas con las que miembros del Comité Invisible tratan de conectar, más como un “intercambiador de líneas de fuerza” que como un programa. Los vínculos y su trabajo con ellos constituye uno de sus ejes de reflexión, hasta el punto de fundamentar su idea de libertad: no soy libre sino en la medida en que permanezco vinculado y condicionado por los demás e inmerso en los procesos que desencadeno con los demás. Mientras tanto permanezco aislado, enclaustrado en la prisión del yo que encuadra mis deseos y permite explotar mi fuerza productiva. La falta de identidades fuertes y definidas, paradójicamente impuesta por el capitalismo para facilitar su expansión y su colonización de los cuerpos, es el mejor material conductor del deseo de transformación revolucionaria.
La hipótesis de la insurrección latente parecía demasiado optimista, descabellada incluso cuando fue enunciada. Y sin embargo el CI vuelve ahora para constatar que las insurrecciones finalmente llegaron y se extendieron desde Túnez y El Cairo a Madrid, desde México y Chile hasta Grecia y Turquía, llegando a afectar a las ciudades que concentran el poder financiero, como New York y Berlín. Ahora es preciso pasar a otro nivel vinculando estas luchas y abriendo un proceso verdaderamente revolucionario. La tarea del CI, y de cualquier pequeño comité, es “llevar gasolina allí donde prenda la llama de la insurrección”. El recurso constante a imágenes y metáforas épicas de la revuelta, más retórico que otra cosa, dibuja para algunos su perfil más irritante.
Una cualidad de la guerra social presente, que impide incluso reconocerla como tal guerra, es que es asimétrica. No funciona igual ni significa lo mismo desde la perspectiva de la dominación que desde la de quienes se oponen a ella. El poder no se afirma en los parlamentos, ni siquiera en la lógica económica que los pervierte: ambos no son sino ficciones convenientes para justificar la exclusión. El poder se afirma en el control de las estructuras, tanto materiales (vías de circulación, urbanismo, energía) como mentales (ideología, lenguaje, software). Quien aliente el deseo de transformación revolucionaria de la sociedad debe en primer lugar defectar de los modos de organización imperantes y empezar a trabajar con sus iguales en la creación de comunas.
La “comuna” no es una institución paralela capaz de enfrentar la organización capitalista al mismo nivel en que ésta actúa, sino una estructura mínima capaz de generar realidad, cuya mera existencia cuestiona los dispositivos que condicionan nuestra vida cotidiana. Puede ser un grupo de amigos que ocupan una vivienda, un huerto autogestionario o una huelga salvaje. Lo importante es que las comunas se comuniquen entre sí, que desarrollen redes de apoyo mutuo y debatan en común, pues en la comunidad local se reproducen y proyectan las problemáticas globales.
“El revolucionario, para ser efectivo y no convertirse en un estereotipo que alimente el sistema, debe saber combinar sin separarlas sus dimensiones intelectual, activística y organizativa, para no convertirse en un académico, en una vanguardia, en un cuadro.” Pese a todo, el encuentro discurre con cierto formalismo, sin exceder los cauces habituales de la presentación de un libro. Se echan de menos ejemplos concretos, experiencias vivas, afectos más directos que nos permitan conjurarnos esta misma noche. Resumir un libro en una hora no aporta nada a quienes lo han leído ni incita a tomarse la molestia.
Probablemente fallaba el formato del encuentro, la traducción simultánea que resta agudeza y frescura a la comunicación, la distancia quizá involuntaria en la que los ponentes se establecieron. Alguno se preguntó a qué amigos se dirigían, pues su crítica de las distintas expresiones de antagonismo más y menos tradicionales no dejaba nada en pie. Sobre la cuestión revolucionaria y sus límites se pronunciaron de forma evasiva, dando a entender que la “gente” no pinta nada en estos procesos que ellos, en cambio, sí saben leer e interpretar. También eludieron entrar a considerar el estado de la cuestión en España, donde todavía están calientes los resultados obtenidos por las candidaturas ciudadanas en las elecciones municipales.
“Sería una falta de respeto”, pretextaron, añadiendo que todo puede sumar, aunque la toma de las instituciones puede suponer poca cosa si partimos de la base de que el poder no reside en ellas, y que los márgenes de actuación políticos serán siempre muy estrechos. En el fondo, “votar no es bueno ni malo, es nada”. Es cierto que si hubiesen pretendido resultar provocadores no hubiesen dejado aquí de ser coherentes.
Los amigos invisibles
¿Qué nos hace pensar que nuestra realidad sea tan opaca, tan cotidiana como aparenta? ¿Acaso pisamos suelo firme? Parece que hemos aceptado instalarnos en una lógica de supervivencia, en la ausencia anunciada de futuro, cuando por todas partes crecen los síntomas de descomposición que debieran augurar una guerra por el propio sentido de la vida. Quizás esa guerra se esté librando ya en alguna parte, en un lugar indetectable por las alarmas y los sensores de la policía y de los medios de producción de imágenes, sus colaboradores más eficaces.
Es la motivadora ficción que sostienen los miembros del Comité Invisible, probables autores de varios libros que han conquistado los corazones de potenciales revolucionarios gracias a su descripción radicalmente pesimista del mundo que envejece, sus lúcidos aportes en materia de perspectivas y, sobre todo, su elocuencia insurreccional, digna de la mejor tradición francesa. Estos chicos traviesos, que no se limitan a anunciar la revolución, sino que tratan de alimentarla a través de sus escritos y mediante una praxis que se pretende ejemplar, acaban de publicar la versión española de su producción más reciente: A nuestros amigos, editada por Pepitas de Calabaza.
Éste fue el pretexto para que dos de sus miembros se materializasen fugazmente en Madrid el pasado martes 26 de mayo, en la librería asociativa Traficantes de Sueños, en medio de una notable expectación. Ese era el pretexto, pero ¿la razón? Tejer redes, crear vínculos, conectar emocionalmente con quienes sueñan el cambio social y se comprometen en él aunque permanezcan desconocidos, a quienes ya no llaman camaradas, ni compañeros, sino “amigos”.
La expectación no está solo justificada por el considerable impacto de sus anteriores libros, especialmente La insurrección que viene, publicado en 2007. Poco tiempo después de que el libro se convirtiese en un bestseller traducido a varios idiomas, la policía irrumpía en una comuna situada en Tarnac, un pequeño enclave rural francés, deteniendo a nueve personas. Entre ellas se encontraba Julien Coupat, antiguo miembro fundador de la revista Tiqqun, donde se había elaborado la trama conceptual que inspiraría las prácticas del CI. Tras el cese de la actividad de la revista, Coupat y algunos otros colaboradores cercanos se habían establecido allí para desarrollar formas de vida alternativas y dar concreción a las propuestas teóricas de Tiqqun.
Se les acusaba de actividad terrorista al intentar sabotear las líneas del tren de alta velocidad francés, y se presentaba el propio libro, cuya autoría se atribuía a Coupat, como prueba de cargo. El asunto provocó un pequeño revuelo político, al estilo de las periódicas campañas que se llevan a cabo en nuestro país para conjurar la amenaza del “terrorismo anarquista”. El juez decretó la liberación de todas las detenidas, pero Coupat tuvo que pringar algunos meses más de prisión y todavía permanece en libertad bajo fianza, con la orden expresa de no contactar con el resto de los miembros del grupo. Recientemente, en medio del clima de pánico e inseguridad generado la masacre de Charlie Hebdo, el caso ha vuelto a reabrirse y se ha estrechado de nuevo la vigilancia sobre las actividades del Comité. En consecuencia no habrá declaraciones para ningún medio, ni se permitirá registro visual o sonoro alguno del acto. Si acaso, podremos proseguir el debate más tarde en las calles o en los bares.
La excusa judicial no deja de ser un recurso excedente para cualquiera que conozca la posición del CI con respecto a las tecnologías de comunicación, a las que consideran por encima de todo como instrumento de control y de refuerzo de la lógica capitalista; ni para quien entienda su peculiar forma de asumir la enunciación. El CI es un concepto difuso, no un sujeto localizado. No es siquiera un grupo definido, ni un autor colectivo: sobre todo no es un autor al que pueda atribuirse la responsabilidad de unos textos que, si prenden en las conciencias, es porque están por encima de la voluntad de estilo o de las neuras personales. Hacen referencia a un descontento generalizado con el estado de cosas y al potencial revolucionario que reside en cada cual. Son ideas “inapropiadas” en el doble sentido de que permanecen ocultas como un secreto a voces y de que se hallan distribuidas en todas las sensibilidades.
Es con estas sensibilidades afectas con las que miembros del Comité Invisible tratan de conectar, más como un “intercambiador de líneas de fuerza” que como un programa. Los vínculos y su trabajo con ellos constituye uno de sus ejes de reflexión, hasta el punto de fundamentar su idea de libertad: no soy libre sino en la medida en que permanezco vinculado y condicionado por los demás e inmerso en los procesos que desencadeno con los demás. Mientras tanto permanezco aislado, enclaustrado en la prisión del yo que encuadra mis deseos y permite explotar mi fuerza productiva. La falta de identidades fuertes y definidas, paradójicamente impuesta por el capitalismo para facilitar su expansión y su colonización de los cuerpos, es el mejor material conductor del deseo de transformación revolucionaria.
La hipótesis de la insurrección latente parecía demasiado optimista, descabellada incluso cuando fue enunciada. Y sin embargo el CI vuelve ahora para constatar que las insurrecciones finalmente llegaron y se extendieron desde Túnez y El Cairo a Madrid, desde México y Chile hasta Grecia y Turquía, llegando a afectar a las ciudades que concentran el poder financiero, como New York y Berlín. Ahora es preciso pasar a otro nivel vinculando estas luchas y abriendo un proceso verdaderamente revolucionario. La tarea del CI, y de cualquier pequeño comité, es “llevar gasolina allí donde prenda la llama de la insurrección”. El recurso constante a imágenes y metáforas épicas de la revuelta, más retórico que otra cosa, dibuja para algunos su perfil más irritante.
Una cualidad de la guerra social presente, que impide incluso reconocerla como tal guerra, es que es asimétrica. No funciona igual ni significa lo mismo desde la perspectiva de la dominación que desde la de quienes se oponen a ella. El poder no se afirma en los parlamentos, ni siquiera en la lógica económica que los pervierte: ambos no son sino ficciones convenientes para justificar la exclusión. El poder se afirma en el control de las estructuras, tanto materiales (vías de circulación, urbanismo, energía) como mentales (ideología, lenguaje, software). Quien aliente el deseo de transformación revolucionaria de la sociedad debe en primer lugar defectar de los modos de organización imperantes y empezar a trabajar con sus iguales en la creación de comunas.
La “comuna” no es una institución paralela capaz de enfrentar la organización capitalista al mismo nivel en que ésta actúa, sino una estructura mínima capaz de generar realidad, cuya mera existencia cuestiona los dispositivos que condicionan nuestra vida cotidiana. Puede ser un grupo de amigos que ocupan una vivienda, un huerto autogestionario o una huelga salvaje. Lo importante es que las comunas se comuniquen entre sí, que desarrollen redes de apoyo mutuo y debatan en común, pues en la comunidad local se reproducen y proyectan las problemáticas globales.
“El revolucionario, para ser efectivo y no convertirse en un estereotipo que alimente el sistema, debe saber combinar sin separarlas sus dimensiones intelectual, activística y organizativa, para no convertirse en un académico, en una vanguardia, en un cuadro.” Pese a todo, el encuentro discurre con cierto formalismo, sin exceder los cauces habituales de la presentación de un libro. Se echan de menos ejemplos concretos, experiencias vivas, afectos más directos que nos permitan conjurarnos esta misma noche. Resumir un libro en una hora no aporta nada a quienes lo han leído ni incita a tomarse la molestia.
Probablemente fallaba el formato del encuentro, la traducción simultánea que resta agudeza y frescura a la comunicación, la distancia quizá involuntaria en la que los ponentes se establecieron. Alguno se preguntó a qué amigos se dirigían, pues su crítica de las distintas expresiones de antagonismo más y menos tradicionales no dejaba nada en pie. Sobre la cuestión revolucionaria y sus límites se pronunciaron de forma evasiva, dando a entender que la “gente” no pinta nada en estos procesos que ellos, en cambio, sí saben leer e interpretar. También eludieron entrar a considerar el estado de la cuestión en España, donde todavía están calientes los resultados obtenidos por las candidaturas ciudadanas en las elecciones municipales.
“Sería una falta de respeto”, pretextaron, añadiendo que todo puede sumar, aunque la toma de las instituciones puede suponer poca cosa si partimos de la base de que el poder no reside en ellas, y que los márgenes de actuación políticos serán siempre muy estrechos. En el fondo, “votar no es bueno ni malo, es nada”. Es cierto que si hubiesen pretendido resultar provocadores no hubiesen dejado aquí de ser coherentes.