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Las partículas elementales de Paolo Sorrentino
Ciertos artistas nos tendrían que enseñar su ADN para que supiésemos cómo han conseguido reflejar en sus obras el espíritu de un país, tal vez de épocas enteras de la historia. He dicho ADN y no cerebro porque hay quien juraría que demasiado listos no son, más bien están dispuestos a que la atmósfera de los tiempos que viven les impregne hasta tal punto que todo lo que surja de ellos la represente con la precisión de un mapa. Muy pocos artistas merecen esta suerte de prueba genética, uno es Rubens, otro es Bob Dylan y al final viene Paolo Sorrentino: el director italiano ganó en Berlín el Premio del Cine Europeo con su nueva película Youth (La juventud), a punto de estrenarse en España.
En lugar de estudiar los periodos históricos en los que han creado, podríamos admirar sus producciones pictóricas, musicales y cinematográficas con un resultado parecido y un considerable ahorro de tiempo: tendríamos que escuchar a Dylan en lugar de estudiar la época contestataria de 1968, y apreciar cómo el folk estadounidense, la tradición musical de ese país, se fundió con las energías desatadas por el movimiento anti-Vietnam y los nuevos horizontes de emancipación creados por la liberación sexual y el LSD; podríamos hacer lo mismo con Rubens, que Dylan tomó como modelo de inmortalidad en el arte, para entender las cortes europeas y su gusto por la abundancia y la armonía: observando Las tres Gracias en el Museo del Prado de Madrid sustituiríamos (sabiéndolas entender) decenios de estudios. Pero si queremos entender algo de Italia, es La gran belleza de Sorrentino lo que deberíamos ver.
El director italiano parece haber asimilado cualquier detalle sobre la civilización a la que pertenece, reproduciéndolo en sus películas con una fidelidad y una distancia dignas de Darwin en la redacción de su teoría sobre la evolución. En el caso de la película que lo consagró en 2014, La gran belleza, sería más propio hablar de decadencia, pero da lo mismo; el caso es que la diversión vacía, los privilegios del poder y la búsqueda de la poesía se unen para dar un retrato muy preciso, amplio y veraz: una demostración de ello es la división de opiniones que creó en el público, reflejando el actual conflicto que hay entre una casta poderosa que vive en la libertad más descarada y una ciudadanía que condena su conducta inmoral y prefiere pensar en la normalidad de otra forma (una forma que se parece a una lucha). A estos últimos Jep Gambardella, el protagonista absoluto del film, les pareció autocomplaciente y disipado, y le criticaron por los mismos motivos por los que sus admiradores le adoraron: para unos encarnaba el problema, para otros la difícil solución.
Aparecían allí políticos, artistas instantáneos, nobles decaídos (que se podían alquilar para una cena y daban un toque aristocrático al salón), periodistas y criminales: todos subidos en el carro de la dolce vita, de la cual Gambardella era el rey sol infeliz; deprimido por un imperio que había tardado años en conquistar y que ahora le aburría. Así como Hurricane (como cantó Dylan) trató de emanciparse a través del boxeo y acabó encarcelado por la policía por un delito que no cometió, Jep Gambardella quedaba encerrado en el mismo circuito que quería dominar. Un retrato perfecto de una sociedad enfermiza basada en el aburrimiento, sin ser el retrato mismo ni enfermizo ni aburrido (quizás ahí estaba el truco).
Ahora tenemos una nueva ventana que se abre para la comprensión: La juventud, con un un reparto donde figuran un genial Michael Caine (premiado por el jurado presidido por Win Wenders como mejor actor protagonista) “además de” Rachel Weisz, Paul Dano, Harvey Keitel y Jane Fonda. La nueva película de Sorrentino no va a polarizar tanto las opiniones como la anterior, tiene un corte más reflexivo y está centrada en dos leyendas del cine, Michael Caine y Harvey Keitel (las figuras míticas siempre apaciguan las polémicas): uno es músico y el otro director de cine. Transcurren sus vacaciones de verano en un exclusivo hotel de Suiza, donde pueden seguir todo tipo de tratamientos médicos para la próstata (su obsesión senil). Las confesiones de esos viejos canallas dan el tono a los acontecimientos, un tono que a mi juicio es exquisito. El tema principal de la película es el cambio de las opiniones y de la conducta correspondiente a través de los años, y está desarrollada tanto por los viejos protagonistas como por sus hijos (con los que nacerá algún desencuentro y que también evolucionarán con el paso de los 118 minutos de metraje): el anciano más indiferente (Caine) será empujado a volver a sus pasiones mientras que el que parecía más apasionado (Keitel)… Pero no quiero aprovecharme demasiado de haber visto ya la peli.
La juventud tiene una perfección más espuria que La gran belleza, pero mantiene el papel de la música como característica distintiva. No tiene una verdadera banda sonora, sino tramos de grabación con actuaciones en vivo que resultan participar en el film como lo hacen los actores. Sorrentino ya lo conseguió en sus obras anteriores: en El divo, el encorvado ex primer ministro italiano Andreotti participaba en la música que le seguía por las calles de Roma rompiendo el silencio de la madrugada; en Un sitio donde quedarse, David Byrne cantaba This Must Be the Place dando sentido a toda la narración y en La gran belleza la canción de Raffaella Carrà y Bob Sinclar, Far l’amore, sintetizaba como un icono las siguientes dos horas de largometraje.
Decía Bob Dylan que quería hacer canciones como si fueran cuadros de Rubens: quizás porque lo sublime pasa fácilmente de un arte a otro e ilumina el oscuro camino de quienes quieren alcanzarlo. Es la síntesis, la destilación después de la cual solo las partículas que deben precipitar lo hacen, dejando fuera los elementos circunstanciales y prescindibles: representa un mundo puro, el de las ideas, que acaba inevitablemente por coincidir con algún fragmento de las ideas que tenían los dioses cuando crearon el mundo: y por eso lo contienen. En La juventud aparecen los músicos Paloma Faith, Sumi Jo (soprano) y Marc Kozelek y es como tener a tres candidatos más al galardón de actor no protagonista.
En la ceremonia de Berlín no hubo el lujo de otras veces, pero sí un recuerdo para las víctimas de los atentados de París y al director ucraniano Oleg Sentosv, condenado a veinte años de cárcel en Rusia por terrorismo. El premio al mejor guión fue para la surrealista (y algo difícil, la verdad) Langosta, mientras que la película española La isla Mínima se llevó el premio del público. Mejor película y dirección fueron para La juventud de Sorrentino, una obra precisa y completa: como Las tres Gracias de Rubens.
Confiemos en ella para conocer algo más sobre la Juventud, la Vejez, la Belleza y las Emociones, al igual que escuchamos Blowin’ in the Wind para saber cómo fueron los años sesenta y vemos Jamón, jamón para tener una polvorosa idea de España. Ya no son representaciones de esos temas, sino piezas que los hacen más simples y complejos a la vez.
Las partículas elementales de Paolo Sorrentino
Ciertos artistas nos tendrían que enseñar su ADN para que supiésemos cómo han conseguido reflejar en sus obras el espíritu de un país, tal vez de épocas enteras de la historia. He dicho ADN y no cerebro porque hay quien juraría que demasiado listos no son, más bien están dispuestos a que la atmósfera de los tiempos que viven les impregne hasta tal punto que todo lo que surja de ellos la represente con la precisión de un mapa. Muy pocos artistas merecen esta suerte de prueba genética, uno es Rubens, otro es Bob Dylan y al final viene Paolo Sorrentino: el director italiano ganó en Berlín el Premio del Cine Europeo con su nueva película Youth (La juventud), a punto de estrenarse en España.
En lugar de estudiar los periodos históricos en los que han creado, podríamos admirar sus producciones pictóricas, musicales y cinematográficas con un resultado parecido y un considerable ahorro de tiempo: tendríamos que escuchar a Dylan en lugar de estudiar la época contestataria de 1968, y apreciar cómo el folk estadounidense, la tradición musical de ese país, se fundió con las energías desatadas por el movimiento anti-Vietnam y los nuevos horizontes de emancipación creados por la liberación sexual y el LSD; podríamos hacer lo mismo con Rubens, que Dylan tomó como modelo de inmortalidad en el arte, para entender las cortes europeas y su gusto por la abundancia y la armonía: observando Las tres Gracias en el Museo del Prado de Madrid sustituiríamos (sabiéndolas entender) decenios de estudios. Pero si queremos entender algo de Italia, es La gran belleza de Sorrentino lo que deberíamos ver.
El director italiano parece haber asimilado cualquier detalle sobre la civilización a la que pertenece, reproduciéndolo en sus películas con una fidelidad y una distancia dignas de Darwin en la redacción de su teoría sobre la evolución. En el caso de la película que lo consagró en 2014, La gran belleza, sería más propio hablar de decadencia, pero da lo mismo; el caso es que la diversión vacía, los privilegios del poder y la búsqueda de la poesía se unen para dar un retrato muy preciso, amplio y veraz: una demostración de ello es la división de opiniones que creó en el público, reflejando el actual conflicto que hay entre una casta poderosa que vive en la libertad más descarada y una ciudadanía que condena su conducta inmoral y prefiere pensar en la normalidad de otra forma (una forma que se parece a una lucha). A estos últimos Jep Gambardella, el protagonista absoluto del film, les pareció autocomplaciente y disipado, y le criticaron por los mismos motivos por los que sus admiradores le adoraron: para unos encarnaba el problema, para otros la difícil solución.
Aparecían allí políticos, artistas instantáneos, nobles decaídos (que se podían alquilar para una cena y daban un toque aristocrático al salón), periodistas y criminales: todos subidos en el carro de la dolce vita, de la cual Gambardella era el rey sol infeliz; deprimido por un imperio que había tardado años en conquistar y que ahora le aburría. Así como Hurricane (como cantó Dylan) trató de emanciparse a través del boxeo y acabó encarcelado por la policía por un delito que no cometió, Jep Gambardella quedaba encerrado en el mismo circuito que quería dominar. Un retrato perfecto de una sociedad enfermiza basada en el aburrimiento, sin ser el retrato mismo ni enfermizo ni aburrido (quizás ahí estaba el truco).
La juventud tiene una perfección más espuria que La gran belleza, pero mantiene el papel de la música como característica distintiva. No tiene una verdadera banda sonora, sino tramos de grabación con actuaciones en vivo que resultan participar en el film como lo hacen los actores. Sorrentino ya lo conseguió en sus obras anteriores: en El divo, el encorvado ex primer ministro italiano Andreotti participaba en la música que le seguía por las calles de Roma rompiendo el silencio de la madrugada; en Un sitio donde quedarse, David Byrne cantaba This Must Be the Place dando sentido a toda la narración y en La gran belleza la canción de Raffaella Carrà y Bob Sinclar, Far l’amore, sintetizaba como un icono las siguientes dos horas de largometraje.
En la ceremonia de Berlín no hubo el lujo de otras veces, pero sí un recuerdo para las víctimas de los atentados de París y al director ucraniano Oleg Sentosv, condenado a veinte años de cárcel en Rusia por terrorismo. El premio al mejor guión fue para la surrealista (y algo difícil, la verdad) Langosta, mientras que la película española La isla Mínima se llevó el premio del público. Mejor película y dirección fueron para La juventud de Sorrentino, una obra precisa y completa: como Las tres Gracias de Rubens.
Confiemos en ella para conocer algo más sobre la Juventud, la Vejez, la Belleza y las Emociones, al igual que escuchamos Blowin’ in the Wind para saber cómo fueron los años sesenta y vemos Jamón, jamón para tener una polvorosa idea de España. Ya no son representaciones de esos temas, sino piezas que los hacen más simples y complejos a la vez.