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La Reina de los lobos
El pasado abril perdí a mi abuela. Las personas de la generación que pasó tres guerras –las dos Guerra Mundiales y la Civil–, una posguerra y una dictadura de propina se resisten a irse. Su único credo es la vida y la pelean. Los meses en que su siglo le hizo mella, fueron un tártaro de hospitales y decadencia. Mi conclusión: se es muy cobarde con los viejos. Y, ante ese espanto, tan natural, que es el proceso de morir sólo vale estar ahí hasta el último aliento, y desear que, cuando nos toque, estemos también respetuosamente acompañados.
Esto no es cuento sino una historia real.
Ya ha sido liberada, envuelta en seda azul y rosas de té. Ha estallado esta carne torturada y mía, después de un siglo sobre la tierra. Era la madre de mi madre y vino al mundo cuando la primera Gran Guerra aún se libraba, vástago de una raída estirpe hidalga donde los varones llevaban nombres de flores y ellas, de milagros. Eran cuatro hermanos que dejaron atrás el fardo de fortunas perdidas y un abolengo encarnado en un abuelo vestido de terciopelo rojo que recorría a caballo la hacienda. Cada uno disfrutaba de un pecado capital y de una virtud absoluta. Mi abuela, la pequeña, la más bonita, se crió vigorosa y dorada en la Castilla del agua jugando entre ruinas con carburos que le dejaban las manos negras, y en la compañía de turbios tíos solterones. Su favorito, un abogado inhabilitado por tomar parte en la falsificación de un testamento ológrafo, había montado una línea de autobuses donde su sobrina fue princesa de los veranos y llegó a señorita con comprensión hacia los criminales y reverencia hacia los asesinatos, como si cada víctima fuese el Cristo de esa cruz en la cual no creía demasiado. La Guerra Civil la pilló de luto por su padre, un bendito machacado por el reuma tan común a los molineros que la enseñó a secar setas y a pescar truchas al vuelo como su nodriza a hipnotizar conejos de campo. Los nazis heridos, amontonados en aquella tierra soñolienta de horizonte infinito, gustaban de aquella aria castellana que despreciaba a los italianos por “sandungueros”.
Ningún soldado extranjero pudo pescarla, antes le echó el guante un gallarón de la tierra que jugaba a la pelota vasca y al mus. Era íntimo de su hermano mayor, guapo al estilo de Bogart, había hecho la mili en África y estaba a la cola de una familia de veintiún hermanos asolada por la gripe del dieciocho que barrió, junto al padre y sus primogénitos, la prosperidad. Aquel hombre entendió a aquella muchacha de risa demente y ojos rubios mientras ardía una casa con un líder obrero dentro conocido por vestir de encarnado a sus niñas cada primero de mayo, día del trabajo. Si la Guerra y el luto pasaron como una molestia, en plena era triunfal contrató para que educara a sus hijas a un viejo maestro republicano, antiguo pastorcillo de su abuelo y viudo de una víctima de los falangistas.
Su vida siempre osciló entre trabajar para la prosperidad de los suyos y los estíos en el viñedo Las loberas y el buen trigo, que ganó su marido en una noche de suerte. Ella, al llegar, arrojaba los zapatos al aire y se subía a los almendros, antiguos manes de las huertas donde trepamos juntas hasta que cumplió los ochenta y nueve. Mi propia carne está hecha de garrapiñadas y dulce de los membrilleros plantados por su mano. De ese mosto áspero y auténtico. Tuvo hijas que la conservaron joven en su empeño de darles el ajuar que no tuvo y más educación. También juró que pagarían por ello. Era la furia. Lo daba todo y te ronchaba los hígados. Caminaba de noche con sus demonios, haciendo voces, poseída por sus muertos. Luego se despertaba como una de sus rosas de fuego. Sólo creía en la tierra, en todo lo que empuja. Y, si los barbechos eran el paraíso, cada casa muerta la esperanza de la resurrección. Tenía un gusto innato, nacido quizás de su belleza que nunca se agotó, para arreglar lo descompuesto, oler la enfermedad y desterrar a la muerte. Una vez, a su sobrino pequeño, al sentirlo muy frío, lo llevó, en un galope loco, hasta el médico, a tiempo de salvarle de la polio. A su tío Julio, que se fue a pescar la sífilis al París de las vanguardias, le cosía guantes de seda y le arreglaba con estaño las patillas de las gafas para que nadie viera sus garras y sus ojos blancos, secuelas de la enfermedad. Él le mandaba su tílburi y ella traqueteaba por el salvaje camino hasta la quinta del pecador, hijo de la encorvada tía Cipriana que, a fuerza de dar, se había quedado sin nada, salvo dos hijos imposibles y nueras voraces como plagas. A mi madre, de niña, le aterraban el parecido entre las dos mujeres. La viejecilla cuadrumana poco tenía que ver con su sobrina. Sin embargo, mi abuela la recordaba hermosa y, cuando quisieron arrojarla a la fosa común, acogió sus restos en su pequeño panteón y se empeñó en el bienestar de sus dos hijos, Julio el sifilítico y Arturo, a quien llevaba golosinas y perrillas al manicomio junto al Canal.
Más tarde, también se ocuparía de su madre, de criar a sus nietos mayores y de su propio marido. Cuando nací, aún tenía la fuerza de una legión romana. Fui su “moña de trapos” que se preguntaba si no sería una hechicera y las lenguas de cordero que cocinaba, basiliscos. Todos sus manjares eran la última cena y la primera comida. Nunca se aburría porque encontrarse bien ya le bastaba. Durante sus crisis mentales tejía, trajinaba, arrancaba hierbas con la risa brillante por esos dientes con los que más tarde se agrediría para liberarse del abismo o precipitarse a él. Sólo creía en las reliquias de sus hijas –ahora llevo un anillo de oro con un colmillo de leche de mi madre que ella engarzó–. Su única religión era el monte, ya sin los corazones verdes de las cepas y todavía con los viejos almendros, los acerolos primitivos, los ciruelos agraces, sus ácidas tullas y la rosaleda picada por granizos a deshora. Un verano apareció una perra loba, parda y astuta. Tenía los ojos dorados con la misma chispa de locura que la señora del lugar. Caminaban con la misma elegancia, tenían tonos parecidos, igual ferocidad para los extraños, una furiosa lealtad para los suyos.
“Serás la reina de los lobos”, le dije a mi abuela, deseando que aceptara a aquel guapo animal. Y, durante los años que pasaron juntas, fueron un solo ser en dos especies diferentes. Cuando la loba desapareció, mi Reina se quedó más sola, admirando a nuestra amiga que nos ahorró su final de una manera menos terrible que el hortelano de Las loberas quien, para “no molestar”, se arrojó desde el quinto piso del hospital donde le trataban de un cáncer. Mi Reina ya empezaba a estar en primera fila frente a la Parca y seguía sin temer a nada. De esta larga época tengo presente los trenes que cogimos. Su rabia. Cuando se operó de la cadera. El nacimiento precioso de cada Navidad. Sus guisos. Esos cantares de letanía. Su felicidad al vernos, su tristeza al partir o dejarla. Lo poco que me importaban sus salvajadas. Su abrigo de visón con playeras. Su resistencia y valentía, aquella vez que, por una caída, perdió la cabeza y soñaba que le caían encima casas de algodón. Me desesperaba que no fuera capaz de dar detalles de su pasado porque aquel no existía para ella. Pienso en los años que le cedí, gustosa, mi cuarto de Madrid y los sustos que me daba al venir a agradecérmelo por la noche, como si hiciera falta. Me enfurezco cuando aquellas brujas del Casino de su tierra dejaron de ajuntarla “por haberse hecho mayor” y me alegra pensar que espicharon antes. Al final, siempre estaba con nosotros. Y no era fácil. Una reina de cuento gótico castellano siempre es feroz, la madre de todos los lobos que llevamos dentro. Disfruto al recordarla con mis tías abuelas, poderosas mujeres a quienes añoro. Rememoro aquel septiembre horrible cuando la presión nos obligó a llevarla a una residencia y cómo, tras dos días sin dormir, practicamos un geri-secuestro con la ayuda de aquella chavala tan maja que repetía: “Aquí nadie mejora”. Tampoco olvido a la directora, una rubia con una voz que se ajustaba como un condón y sostenía que “perder la cabeza era bueno para la felicidad” y gritaba al irnos: “¡Si se marchan, pierden el dinero!”.
Le alquilamos un piso en nuestra comunidad, en medio de una guerra de silencios y “morros”. Estaba viviendo demasiado. Parecía eterna su carga. Qué espanto aquel arrancarse la carne y la conciencia por etapas. Luchó contra la decadencia, bipolar, grosera y exquisita, tan dual como el dios Jano. Bien. Esa Reina antigua y dura es mi materia.
Apareció la primera escara. Aguantó curas espantosas con las uñas ancladas en nosotras, siempre majestuosa y, a veces, repugnante. Nuestra hasta los tuétanos. –“Su continuación” nos llamaba–. Empezó a destrozar revistas como antes tejió cortinas y paños. Dejó de comer y las extremidades se le pusieron azules.
“No soy, no soy”, decía. Los geriatras dijeron que “se acababa la pila” y que “no asumirlo nos desquiciaba”.
El acto final fue destrozarse la mano a mordiscos en respuesta a una infección urinaria cuyo dolor ya no podía expresar con palabras. En el hospital no podían creer aquel cuadro de autoagresión. La recé para que no terminara allí, loca y furiosa. Era la loba en el cepo de la vida y la muerte que se roía con sus dientes de estrella clásica.
Contra todo pronóstico, salió adelante, ya muy mermada. Tuvimos que deshacer la casa en un tiempo record e ingresarla en un moridero aseado donde, al llamar, te dice un hilo musical: “Su bienestar, tu satisfacción. Tú los disfrutas, nosotros los cuidamos”. Gracias a que el abundante servicio se adaptaba a sus exigencias, encajó bien e incluso nos reprochó que no le hubiéramos contado que “éramos ricos”.
La realidad siempre tiene dos filos.
Estos centros se dividen en niveles. Su nuevo hogar fue la planta primera, la enfermería. No hedía a pañal, orines y medicina sino a una vainilla encubridora. Predominaban los tonos pasteles del mundo feliz de pega y hasta las flores falsas estaban perfumadas. El jardín y la cafetería resultaban agradables. Las instalaciones eran buenas. El personal majo y marciano, propio de tales lugares. Se cometió un error de protocolo que le produjo llagas en sus finos tobillos que ya no curaron. Con una persona en tal estado el cuidador y los profesionales deben estar encima cada minuto. Los familiares responsables van detrás de que se muela más el puré, salen un guiso o echen espesante al zumo o al agua, de que no se olviden –porque se olvidan– del audífono sin el que el paciente se aísla del todo, del cojín entre las piernas para evitar roces, de la pastilla de turno a la hora convenida, de un gesto que anuncia una angustia terrible.
Vivimos en una sociedad envejecida llena de ancianos con necesidades especiales e individuales que ni imaginas sino estás en el ajo. Es un negocio suculento a puerta cerrada. Se puede durar mucho si lo permites y casi hacer realidad aquel fake de los pollos que sobrevivían sin cabeza ni extremidades. Es el ritmo moderno, quizás. Ahora mola lo de tener disminuidos en las multinacionales porque queda bien y se merecen una oportunidad y que otros vean que se la damos. Sin embargo, los viejos son momio aparcado en centros. Sobre estos seres dolientes e indefensos se ha montado una industria próspera en el llamado primer mundo. No me refiero a la gente apta, claro, sino a los dependientes totales. La mayoría son mujeres. Se parecen mucho a primera vista porque la vejez terminal despersonaliza tanto como un campo de concentración. Se debe pasar mucho tiempo para reconocer a las personas más allá de la ruina. Nunca olvidaré a los compañer@s de mi abuela. A la comedora de cerezas a quien nadie iba a ver y siempre andaba jalando un fruto imaginario, a la murmuradora con los ojos cerrados atada a la silla, al hombrecillo que aullaba sin parar “ay, ay, ay, madre mía” y del que decían que “era feliz”, al otro que se desvestía de continuo y se insinuaba a las visitas, a la cervicoartrítica que se creía en su casa y se quejaba de que se le colaba gente, a la viejita de ricitos grises que repetía: “Copia, copia, copia” al tiempo que se machacaba una rodilla con el puño cerrado, a la escupidora que perdió al marido y ni se dio cuenta, a la que llevaba con Alhzeimer desde los 58 y tenía 79, a la que se ahorcó con las sábanas de fuerza; a Mohamed, el argelino exiliado, reducido a la nada su inteligencia y coquetería y que sólo sonreía al escuchar árabe; a aquella otra que chillaba hasta que su marido empezaba a meterle mano, momento en el cual emitía un gorgoteo de placer; al antiguo cantante que no soltaba su bolsa de coleostomía, temeroso de que se la robaran y a los encamados atados a sondas nasogástricas y con copla española junto a la almohada. Todas aquellas “viejas de ambos sexos” que diría Chesterton se han quedado conmigo, junto a mi Reina de manos atadas y pies vendados, con su encantadora sonrisa de sorda, su preciosa cabeza, su nítida piel, sí, pero ya harta de arrastrarse.
En esta sociedad se ha desarrollado una industria de residencias, ropa y complementos. Medicamentos para alargar la vida, camas anti-escaras, todo tipo de cremas... pero muy poca información sobre la salud y cuidado de los viejos quienes, al igual que los niños, sufren enfermedades específicas. La gripe o una infección urinaria pueden derivar en cuadros de autoagresión como los de mi abuela, precedidos de pequeños avisos como rasgar el papel. Y hay muchas familias que necesitan de las ayudas de la Ley de Dependencia que no llegan a tiempo. Mi abuela se fue, cierto, justo en el mes donde se le acababa la pasta, tan previsora siempre y sin dejar de ser ella misma. La quemaron con los dientes firmes en las encías y sus raíces están en mí, endurecidas por el fuego.
Qué cobarde se es con los ancianos. Ojalá aquellas otras pobres criaturas que traté, una síntesis de lo que habita en lugares así, se libren pronto de ese hilo de vida indigna. Suerte que a la Reina de los lobos le ahorramos, por lo menos, la larga agonía que su corazón le hubiera deparado. Ahora esa belleza con un tornillo suelto y un turbión de fuerza antigua, ya libre de su carne, se ha instalado en nosotros y, por gracia de su último aliento, somos invencibles.
Imágenes:
1. Mujer ante la salida del sol de Caspar David Fiedrich
2. Las loberas con los almendros en flor en primavera, por Ada del Moral
La Reina de los lobos
Ya ha sido liberada, envuelta en seda azul y rosas de té. Ha estallado esta carne torturada y mía, después de un siglo sobre la tierra. Era la madre de mi madre y vino al mundo cuando la primera Gran Guerra aún se libraba, vástago de una raída estirpe hidalga donde los varones llevaban nombres de flores y ellas, de milagros. Eran cuatro hermanos que dejaron atrás el fardo de fortunas perdidas y un abolengo encarnado en un abuelo vestido de terciopelo rojo que recorría a caballo la hacienda. Cada uno disfrutaba de un pecado capital y de una virtud absoluta. Mi abuela, la pequeña, la más bonita, se crió vigorosa y dorada en la Castilla del agua jugando entre ruinas con carburos que le dejaban las manos negras, y en la compañía de turbios tíos solterones. Su favorito, un abogado inhabilitado por tomar parte en la falsificación de un testamento ológrafo, había montado una línea de autobuses donde su sobrina fue princesa de los veranos y llegó a señorita con comprensión hacia los criminales y reverencia hacia los asesinatos, como si cada víctima fuese el Cristo de esa cruz en la cual no creía demasiado. La Guerra Civil la pilló de luto por su padre, un bendito machacado por el reuma tan común a los molineros que la enseñó a secar setas y a pescar truchas al vuelo como su nodriza a hipnotizar conejos de campo. Los nazis heridos, amontonados en aquella tierra soñolienta de horizonte infinito, gustaban de aquella aria castellana que despreciaba a los italianos por “sandungueros”.
Ningún soldado extranjero pudo pescarla, antes le echó el guante un gallarón de la tierra que jugaba a la pelota vasca y al mus. Era íntimo de su hermano mayor, guapo al estilo de Bogart, había hecho la mili en África y estaba a la cola de una familia de veintiún hermanos asolada por la gripe del dieciocho que barrió, junto al padre y sus primogénitos, la prosperidad. Aquel hombre entendió a aquella muchacha de risa demente y ojos rubios mientras ardía una casa con un líder obrero dentro conocido por vestir de encarnado a sus niñas cada primero de mayo, día del trabajo. Si la Guerra y el luto pasaron como una molestia, en plena era triunfal contrató para que educara a sus hijas a un viejo maestro republicano, antiguo pastorcillo de su abuelo y viudo de una víctima de los falangistas.
Su vida siempre osciló entre trabajar para la prosperidad de los suyos y los estíos en el viñedo Las loberas y el buen trigo, que ganó su marido en una noche de suerte. Ella, al llegar, arrojaba los zapatos al aire y se subía a los almendros, antiguos manes de las huertas donde trepamos juntas hasta que cumplió los ochenta y nueve. Mi propia carne está hecha de garrapiñadas y dulce de los membrilleros plantados por su mano. De ese mosto áspero y auténtico. Tuvo hijas que la conservaron joven en su empeño de darles el ajuar que no tuvo y más educación. También juró que pagarían por ello. Era la furia. Lo daba todo y te ronchaba los hígados. Caminaba de noche con sus demonios, haciendo voces, poseída por sus muertos. Luego se despertaba como una de sus rosas de fuego. Sólo creía en la tierra, en todo lo que empuja. Y, si los barbechos eran el paraíso, cada casa muerta la esperanza de la resurrección. Tenía un gusto innato, nacido quizás de su belleza que nunca se agotó, para arreglar lo descompuesto, oler la enfermedad y desterrar a la muerte. Una vez, a su sobrino pequeño, al sentirlo muy frío, lo llevó, en un galope loco, hasta el médico, a tiempo de salvarle de la polio. A su tío Julio, que se fue a pescar la sífilis al París de las vanguardias, le cosía guantes de seda y le arreglaba con estaño las patillas de las gafas para que nadie viera sus garras y sus ojos blancos, secuelas de la enfermedad. Él le mandaba su tílburi y ella traqueteaba por el salvaje camino hasta la quinta del pecador, hijo de la encorvada tía Cipriana que, a fuerza de dar, se había quedado sin nada, salvo dos hijos imposibles y nueras voraces como plagas. A mi madre, de niña, le aterraban el parecido entre las dos mujeres. La viejecilla cuadrumana poco tenía que ver con su sobrina. Sin embargo, mi abuela la recordaba hermosa y, cuando quisieron arrojarla a la fosa común, acogió sus restos en su pequeño panteón y se empeñó en el bienestar de sus dos hijos, Julio el sifilítico y Arturo, a quien llevaba golosinas y perrillas al manicomio junto al Canal.
Más tarde, también se ocuparía de su madre, de criar a sus nietos mayores y de su propio marido. Cuando nací, aún tenía la fuerza de una legión romana. Fui su “moña de trapos” que se preguntaba si no sería una hechicera y las lenguas de cordero que cocinaba, basiliscos. Todos sus manjares eran la última cena y la primera comida. Nunca se aburría porque encontrarse bien ya le bastaba. Durante sus crisis mentales tejía, trajinaba, arrancaba hierbas con la risa brillante por esos dientes con los que más tarde se agrediría para liberarse del abismo o precipitarse a él. Sólo creía en las reliquias de sus hijas –ahora llevo un anillo de oro con un colmillo de leche de mi madre que ella engarzó–. Su única religión era el monte, ya sin los corazones verdes de las cepas y todavía con los viejos almendros, los acerolos primitivos, los ciruelos agraces, sus ácidas tullas y la rosaleda picada por granizos a deshora. Un verano apareció una perra loba, parda y astuta. Tenía los ojos dorados con la misma chispa de locura que la señora del lugar. Caminaban con la misma elegancia, tenían tonos parecidos, igual ferocidad para los extraños, una furiosa lealtad para los suyos.
“Serás la reina de los lobos”, le dije a mi abuela, deseando que aceptara a aquel guapo animal. Y, durante los años que pasaron juntas, fueron un solo ser en dos especies diferentes. Cuando la loba desapareció, mi Reina se quedó más sola, admirando a nuestra amiga que nos ahorró su final de una manera menos terrible que el hortelano de Las loberas quien, para “no molestar”, se arrojó desde el quinto piso del hospital donde le trataban de un cáncer. Mi Reina ya empezaba a estar en primera fila frente a la Parca y seguía sin temer a nada. De esta larga época tengo presente los trenes que cogimos. Su rabia. Cuando se operó de la cadera. El nacimiento precioso de cada Navidad. Sus guisos. Esos cantares de letanía. Su felicidad al vernos, su tristeza al partir o dejarla. Lo poco que me importaban sus salvajadas. Su abrigo de visón con playeras. Su resistencia y valentía, aquella vez que, por una caída, perdió la cabeza y soñaba que le caían encima casas de algodón. Me desesperaba que no fuera capaz de dar detalles de su pasado porque aquel no existía para ella. Pienso en los años que le cedí, gustosa, mi cuarto de Madrid y los sustos que me daba al venir a agradecérmelo por la noche, como si hiciera falta. Me enfurezco cuando aquellas brujas del Casino de su tierra dejaron de ajuntarla “por haberse hecho mayor” y me alegra pensar que espicharon antes. Al final, siempre estaba con nosotros. Y no era fácil. Una reina de cuento gótico castellano siempre es feroz, la madre de todos los lobos que llevamos dentro. Disfruto al recordarla con mis tías abuelas, poderosas mujeres a quienes añoro. Rememoro aquel septiembre horrible cuando la presión nos obligó a llevarla a una residencia y cómo, tras dos días sin dormir, practicamos un geri-secuestro con la ayuda de aquella chavala tan maja que repetía: “Aquí nadie mejora”. Tampoco olvido a la directora, una rubia con una voz que se ajustaba como un condón y sostenía que “perder la cabeza era bueno para la felicidad” y gritaba al irnos: “¡Si se marchan, pierden el dinero!”.
Le alquilamos un piso en nuestra comunidad, en medio de una guerra de silencios y “morros”. Estaba viviendo demasiado. Parecía eterna su carga. Qué espanto aquel arrancarse la carne y la conciencia por etapas. Luchó contra la decadencia, bipolar, grosera y exquisita, tan dual como el dios Jano. Bien. Esa Reina antigua y dura es mi materia.
Apareció la primera escara. Aguantó curas espantosas con las uñas ancladas en nosotras, siempre majestuosa y, a veces, repugnante. Nuestra hasta los tuétanos. –“Su continuación” nos llamaba–. Empezó a destrozar revistas como antes tejió cortinas y paños. Dejó de comer y las extremidades se le pusieron azules.
“No soy, no soy”, decía. Los geriatras dijeron que “se acababa la pila” y que “no asumirlo nos desquiciaba”.
El acto final fue destrozarse la mano a mordiscos en respuesta a una infección urinaria cuyo dolor ya no podía expresar con palabras. En el hospital no podían creer aquel cuadro de autoagresión. La recé para que no terminara allí, loca y furiosa. Era la loba en el cepo de la vida y la muerte que se roía con sus dientes de estrella clásica.
Contra todo pronóstico, salió adelante, ya muy mermada. Tuvimos que deshacer la casa en un tiempo record e ingresarla en un moridero aseado donde, al llamar, te dice un hilo musical: “Su bienestar, tu satisfacción. Tú los disfrutas, nosotros los cuidamos”. Gracias a que el abundante servicio se adaptaba a sus exigencias, encajó bien e incluso nos reprochó que no le hubiéramos contado que “éramos ricos”.
La realidad siempre tiene dos filos.
Estos centros se dividen en niveles. Su nuevo hogar fue la planta primera, la enfermería. No hedía a pañal, orines y medicina sino a una vainilla encubridora. Predominaban los tonos pasteles del mundo feliz de pega y hasta las flores falsas estaban perfumadas. El jardín y la cafetería resultaban agradables. Las instalaciones eran buenas. El personal majo y marciano, propio de tales lugares. Se cometió un error de protocolo que le produjo llagas en sus finos tobillos que ya no curaron. Con una persona en tal estado el cuidador y los profesionales deben estar encima cada minuto. Los familiares responsables van detrás de que se muela más el puré, salen un guiso o echen espesante al zumo o al agua, de que no se olviden –porque se olvidan– del audífono sin el que el paciente se aísla del todo, del cojín entre las piernas para evitar roces, de la pastilla de turno a la hora convenida, de un gesto que anuncia una angustia terrible.
Vivimos en una sociedad envejecida llena de ancianos con necesidades especiales e individuales que ni imaginas sino estás en el ajo. Es un negocio suculento a puerta cerrada. Se puede durar mucho si lo permites y casi hacer realidad aquel fake de los pollos que sobrevivían sin cabeza ni extremidades. Es el ritmo moderno, quizás. Ahora mola lo de tener disminuidos en las multinacionales porque queda bien y se merecen una oportunidad y que otros vean que se la damos. Sin embargo, los viejos son momio aparcado en centros. Sobre estos seres dolientes e indefensos se ha montado una industria próspera en el llamado primer mundo. No me refiero a la gente apta, claro, sino a los dependientes totales. La mayoría son mujeres. Se parecen mucho a primera vista porque la vejez terminal despersonaliza tanto como un campo de concentración. Se debe pasar mucho tiempo para reconocer a las personas más allá de la ruina. Nunca olvidaré a los compañer@s de mi abuela. A la comedora de cerezas a quien nadie iba a ver y siempre andaba jalando un fruto imaginario, a la murmuradora con los ojos cerrados atada a la silla, al hombrecillo que aullaba sin parar “ay, ay, ay, madre mía” y del que decían que “era feliz”, al otro que se desvestía de continuo y se insinuaba a las visitas, a la cervicoartrítica que se creía en su casa y se quejaba de que se le colaba gente, a la viejita de ricitos grises que repetía: “Copia, copia, copia” al tiempo que se machacaba una rodilla con el puño cerrado, a la escupidora que perdió al marido y ni se dio cuenta, a la que llevaba con Alhzeimer desde los 58 y tenía 79, a la que se ahorcó con las sábanas de fuerza; a Mohamed, el argelino exiliado, reducido a la nada su inteligencia y coquetería y que sólo sonreía al escuchar árabe; a aquella otra que chillaba hasta que su marido empezaba a meterle mano, momento en el cual emitía un gorgoteo de placer; al antiguo cantante que no soltaba su bolsa de coleostomía, temeroso de que se la robaran y a los encamados atados a sondas nasogástricas y con copla española junto a la almohada. Todas aquellas “viejas de ambos sexos” que diría Chesterton se han quedado conmigo, junto a mi Reina de manos atadas y pies vendados, con su encantadora sonrisa de sorda, su preciosa cabeza, su nítida piel, sí, pero ya harta de arrastrarse.
En esta sociedad se ha desarrollado una industria de residencias, ropa y complementos. Medicamentos para alargar la vida, camas anti-escaras, todo tipo de cremas... pero muy poca información sobre la salud y cuidado de los viejos quienes, al igual que los niños, sufren enfermedades específicas. La gripe o una infección urinaria pueden derivar en cuadros de autoagresión como los de mi abuela, precedidos de pequeños avisos como rasgar el papel. Y hay muchas familias que necesitan de las ayudas de la Ley de Dependencia que no llegan a tiempo. Mi abuela se fue, cierto, justo en el mes donde se le acababa la pasta, tan previsora siempre y sin dejar de ser ella misma. La quemaron con los dientes firmes en las encías y sus raíces están en mí, endurecidas por el fuego.
Qué cobarde se es con los ancianos. Ojalá aquellas otras pobres criaturas que traté, una síntesis de lo que habita en lugares así, se libren pronto de ese hilo de vida indigna. Suerte que a la Reina de los lobos le ahorramos, por lo menos, la larga agonía que su corazón le hubiera deparado. Ahora esa belleza con un tornillo suelto y un turbión de fuerza antigua, ya libre de su carne, se ha instalado en nosotros y, por gracia de su último aliento, somos invencibles.
Imágenes:
1. Mujer ante la salida del sol de Caspar David Fiedrich
2. Las loberas con los almendros en flor en primavera, por Ada del Moral