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Poni de mi vida

Con mi primer sueldo me compré un poni. Cumplí mi sueño a lo Lisa Simpson con un animalito zaíno de trescientos quilos y crines rizadas. Todo había comenzado mucho antes, cuando montaba de niña en un picadero que parecía el set de los mercenarios de Stallone. Sajá, el legionario pío demediado; Sultán, el as de carreras sin dientes; Pitufina, ex miss roída de hongos; Moroco y Sarita, que se marcaban unas fugas que ni los Geos, la Polka y sus crías sarnosas… 

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Aquellos pencos, mi único santoral, eran el capricho de un señorito de pueblo que perseguía toreros y rescataba desechos así para que se los pusiera a punto un gitano medio santo de Asís mientras el tabaco le ponía los pulmones tan negros como la cara.

Tras la Comala equina de Gredos, y convertida en la peor jinete de la galaxia, llegué al pueblo de la desecada laguna de la Nava, en Tierra de Campos, donde, entre mosquitos king size que la añoran todavía, existe una fábrica de paté con picadero. Aclaro: compras patés y los caballos no forman parte de la merienda.

Allí estaba mi media naranja equina. Hermes. Igualito que ese Phooka del folklore irlandés que aparece bajo la forma de un poni amistoso para gastar bromas pesadas que sólo cesan previo soborno. Mi Phooka era el semental de una manada de asturcones regenerados para un experimento regional que fracasó. En España no gustan mucho los ponis. Pottokas, losinos y asturcones, razas íberas, no representan tan bien los atributos genitales de su propietario como cartujanos o pura sangre ingleses. Se les trata como a coches, y un seiscientos pinta menos que un Mercedes, claro. En definitiva, Hermes y familia eran un fiasco. Él, que había nacido libre en Asturias, piafaba y caracoleaba en aquella prisión con su vozarrón de chaparro. Quise halagarle, cautivada por esos ojos con bosque dentro, su cresta como truenos quemados y los colmillos extraños. No se dejaba tocar pero me miraba de reojo porque había dado en diana, es decir, en mi corazón.

La siguiente vez estaba solo, castrado y dedicado a pasear críos. De negro lustroso había pasado a chocolate oscuro. Estaba gordo y cojeaba. Su destino quedó sellado cuando el hijo mayor de los dueños quiso dominarle. Hermes hizo honor a su espíritu phooka y le descabalgó entre relinchos jocosos. Para chulo, él. Las mamás me dijeron que sólo valía para cecina de Villarramiel y los niños, que les robaba los phoskitos. Hermes aprovechó para escaparse dando “coces de vaca”: con las patas traseras bien juntas.

Tardaron dos días en traerlo de vuelta.

Yo no tenía un euro y mediaba un mayo podrido de lluvias que sacaba del limbo al fantasma de la Nava, donde se posaba una nube de garzas como dientes de león. Atravesaba periodismo en una facultad donde, para abrir boca, te ponían cierto vídeo comprometido de un famoso periodista. Aquello era el techo del prestigio en España, añadían. Así, vacunada contra el desánimo, logré prácticas en el Diario Palentino donde le cogí gusto a las redacciones decimonónicas, reuní un léxico interminable de palabrotas y aprendí que no hay día libre en periodismo o libre de él. Sintiéndome rica por los trescientos euros de la beca pensé que llegaba la hora de mi sueño y sudé hasta reunir los doscientos más que me pedían los del picadero. Asumí que “becari@”, más que un estado transitorio es un sambenito y, por fin, salí del banco con un billete de quinientos, el único que he visto en mi vida, creo, y Hermes, de ocho años, como todos los caballos que se venden (aprecien la ironía), se incorporó oficialmente a mi vida.

“Tu primera hipoteca a cuarenta años”, me felicitaron todos.

Fuimos a parar, él de pupilo y yo de mantenedora, a las garras de unos que, por listos, bien podrían llamarse “Los pájaros” y que, cuando la crisis empezó a descapullar la moda de fardar de corceles, se pasaron a negociar con los mataderos.

Hermes tomó medidas: tumbó a coces su pequeña cuadra donde tenía de vecino a un lusitano con las patas quebradas cuya misión era preñar yeguas antes de que se lo comieran los perros de caza porque salía más barato que uno sin roturas.

A estas alturas y en medio de la lucha por salir del becariado, entendí que era mejor fiarse de Hermes que de estos prendas, perfecta representación de que España es una monarquía absoluta de cuarenta millones. “Te lo digo yo”, era el lema de aquellos mendas. ¡Olé, salero! Luchaban por que no aprendiera ni supiera nada de mi propio bicho, encabronados por mis preguntas como sólo pueden los mesócratas carpetovetónicos. Cuando yo no estaba, Hermes se defendía solo. ¿Que le encerraban con una manada de potros rabiosos? Los acogotaba sobre una montaña de estiércol y luego escapaba a robar pan roto a la fabriquita contigua. Más de una vez llamó la guardia civil preguntando si era nuestro un pequeño cabrón negro. Siempre iba hacia los prados donde el calor azucara la hierba recién nacida.

Se alegraba de verme pero también demostraba rápido quién era el líder del dúo y, a veces, me las hacía pasar canutas. Entre sus habilidades está la de sentarse cuando quiere que te apees, meterte la cabeza entre las piernas por la espalda, perseguir a potras de un año que son sus favoritas, robar botellines de cerveza, dar cabezazos si considera que te pasas de lista y su treta favorita consiste en agachar la cabeza cuando va al trote largo contigo encima. Suerte que yo ya sabía que era el Phooka. “Los pájaros”, incapaces de llamarle Hermes, se referían a él como “Ernes” o el “Germen”.

—¡Qué valiente es el jodío! —comentaban. Lo que demuestra que los huevos siempre te llevarán a alguna parte aunque no los tengas… físicamente.

Phooka, el poni legendario del folclore irlandés. Fotografía de Ed Mooney.

Mientras Hermes lidiaba con sus “pájaros”, yo lo hacía con los registradores de la inutilidad del universo laboral que gozan destruyendo todo trabajo bien hecho. Esta raza se aplica al lema de que siempre debe haber un gilipollas en un lugar clave. Los míos pertenecían a la “maría” de la evaluación nacional: la cultura. Jefes que te acusaban de mirar porno cuando era su problema, chonis adictas al Corte Inglés enrolladas con el jefe que destruían tu trabajo cual penélopes invertidas, redactores expertos en mala sintaxis y lamidas de culo, enanos brujos que te maldecían en tu mesa de trabajo y polacos camioneros metidos a jefes de comunicación que abogaban por lo multidisciplinar mientras le ponían una vela a San Sebastián y te jodían por no hacer chapuzas y creer en el “todo vale, ya le echaré la culpa a otro”.

Necesitábamos un cambio de aires.

El ecuestro se fraguó cuando aguantar se convirtió en una mala costumbre y culminó en verano, ante un remolque donde Hermes subió tan pichi bajo la torva mirada de “Los pájaros”. El amigo que me hacía el favor me comentó, recién abandonados nuestros torturadores, el asunto de la “guía”. Explico: no se puede trasladar un caballo sin esta cartilla donde se especifica todo del animal. Primera noticia. Decidimos hacerla de camino al nuevo hogar. Al aparcar frente al edificio de registro de ganado me sorprendió que Hermes no dijera ni mu. No se le veían ni esas orejitas que parecen pitones, tan grande era el remolque. Pasé, tan ligera como Caperucita, y la borde que se enseñoreaba allí me interrogó de tal manera que comprendí que iba a caerme un puro. Corría la época de la caza de caballos ilegales. Sin mucha consciencia llamé al “Patriarca pájaro”. Al informarle de dónde estaba se puso como una fiera diciendo que no sabía de qué poni hablaba.

—En cuanto lo compre, lo registro—anuncié a la pánfila.

(Con siete años de retraso, pensé.)

La tipa, centrada en mandar mensajitos a algún ligue con su mega móvil pagado con dinero público, ni sospechaba que el bicho estaba bajo sus narices. Tampoco se enteró el control policial, en plena hora del bocadillo. Y Hermes, mudo.

—Sabe latín —decía mi amigo.

Y, con mi poni de contrabando, llegamos al Monte, un paraíso regentado por dos susurradores. Sí, como Robert Redford pero de verdad y sin cirugía estética. Por primera vez, Hermes se acojonó. Vio caballos libres, luz del sol y brisa que movía las hojas. Debió pensar que era demasiado bueno para creerlo. Después de años en su castillo de If, su emoción fue tan grande que se desmayó. Creí que le había dado un ataque. Lo raro fue que se dejase abrazar. Los caballos lo odian pues les recuerda al depredador primitivo colgado del cuello. Tampoco tienen sonido para el dolor. Sólo sudan y se les aceleran las pulsaciones. Lo sé porque Hermes ha sufrido de laminitis, una especie de gota equina. Imaginen a algún rey medieval poniéndose ciego de caza faisandé. Eso hacía Hermes con el grano, las perdices equinas. Tanto banquete le ha pasado factura aunque resiste como el rebelde total que es. Cuando llego, viene deprisa, nos achuchamos porque ha aprendido mi torpe lenguaje y, al ver que traigo el cabezal, se larga. Me siento honrada, maldito sea, cuando se queda quieto para que me suba… Hay cosas que nunca cambian, por más que se ponga en plan chuleta cuando vamos campo a través y aparece alguien; en especial le gusta perturbar ciclistas: lanza mordiscos al aire para que pedaleen deprisa.

Y ya está legalizado y con chip, no vaya a pirarse y acabe en Gales, origen de la otra mitad de su carga genética. En definitiva, podríamos decir que se ha situado. Yo laboro para que llegue mi turno mientras una amiga mía se empeña en despertar su sensibilidad musical. Hasta el momento sólo le gustan los gaiteros asturianos y los Dubliners, quizá porque Ronnie Drew tiene la misma voz arenosa. Su mejor amigo es el jefe de su paddock, llamado “El de los cuatro fantásticos”. Este compadre pelea por la supremacía y Hermes se aprovecha de los botines de comida. A más edad, mayor habilidad. Por lo demás, como fue domado con violencia, no termina de fiarse de las buenas maneras ni se deja seducir por la suavidad. Nunca ha vuelto a aceptar un bocado por más gracias que se le hagan. En realidad, ya hace años que monto a lo indio y he concluido que tampoco me gustan los bocados entre los dientes, muy útiles para que otros te manejen.

Mucha gente me pregunta si ya se ha muerto y cuando respondo que está tan campante insinúan que estaré deseando que reviente.

NO.

Su felicidad es mi vicio. Me ha pasado la costumbre de no conformarse nunca. Gracias a Hermes, pasé de la fantasía a la carne. Aposté por él como me gustaría que un editor hiciera con un libro diferente, a ser posible, mío. Me ha conducido a lo esencial a través de un relincho de bienvenida. Su compromiso me ha llevado a no temer a las dificultades, a apechugar con los deseos que se hacen realidad, del mismo modo que los registradores de la inutilidad me convencieron de que el inútil es un lobo para el útil, de que la única lucha posible —aparte de desconfiar de la utopía, estafa piramidal de este mundo sobreexpuesto— es negarse a ser obreros de la imagen en contra de la idea y su fondo. Abajo el retruécano narrativo, el espejismo vital, los libros que se fingen novelas y son posts alargados cual tenia intestinal. Siempre en el curso, nunca en la corriente. ¡Poni de mi vida, cuánta lucha!

Ada del Moral

Ada del Moral es periodista de vocación y novelista estructural. Admira la independencia y odia la falsa modestia. Trabaja con muertos rebeldes, escucha country, se relaja en los páramos y aprende de los animales. Se la puede seguir en El Estado Mental, Leer, Letras Libres y en el blog El rincón del Tilacino. También tiene suelta una novela: Noches de Casablanca, una historia republicana (Leer Testimonio, 2011).