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La profecía
No sé si son las balas o el frío, pero hay momentos en que apenas me cruzo con nadie. Sólo ha pasado una semana desde los atentados y, al menos por la noche, París permanece extrañamente en calma. Por si esto fuera poco, por la mañana mis amigos me recomiendan una expo. Está en el Louvre y, como la obra de Attali, se titula Une brève histoire de l’avenir [Breve historia del futuro]. Cuando llego a la pirámide, entro un poco desganado. No sólo es que las teorías mediáticas me den pereza, es que las medidas de seguridad se han extremado y, a las habituales colas para comprar los tickets, debo sumar el vigipirate del carajo. Por fin, la paciencia da sus frutos y, ya dentro, el ambiente me va subyugando.
Junto a la estudiada disposición de obras clásicas en diálogo con piezas de arte contemporáneo, comienzo a percibir una especie de ronroneo subterráneo. En seguida comprendo que se trata de la música que formas y textos componen a la manera de un gran relato. Como cuando escucho a Ligeti, esa música me maneja a su antojo, de modo que, al no estar avisado, tras el ronroneo paso a la inquietud y, de ésta, a los sobresaltos. Por lo que sé, la exposición tardó meses en montarse entre otras razones porque cuenta en Bruselas con otro gran apartado. Finalmente, la de Bélgica se inauguró el 11 de septiembre y la de París el 24, pero lo que sus organizadores no podían esperar es que parte de la profecía que querían anunciar se convirtiese enseguida en una maldita realidad.
Una serie de cuadros de Thomas Cole puestos a dialogar con un biombo oriental, resume la idea. Se titula El destino de los imperios y se compone de cinco lienzos pintados hacia 1830 en los que presenciamos la implacable transformación de un mismo paisaje con el paso de los años. El primero, «El estado salvaje», ilustra el mundo primitivo de los cazadores que habitan los bosques y persiguen alimañas con arcos y dardos. En el segundo se da paso a ese «Estado arcádico» de cultura joven, próspera y emergente que la literatura siempre ha envidiado. En el tercero, la «Grandeza del Imperio», valles y montañas se recubren de colosales palacios mientras miles de personajes celebran su poder con desinhibido estruendo. El cuarto retrata la «Destrucción» del mismo Imperio a manos de la corrupción, la superstición y los señores de la guerra. Por fin, en el titulado «Desolación», el mismo valle vuelve a ser conquistado por la naturaleza mientras de los antiguos palacios ya sólo restan columnas maltrechas. No cabe duda de que si esta serie juega un papel importante es porque condensa lo que la muestra nos cuenta y porque, como el libro de Attali que la inspira, insiste en el eterno retorno de las purificadoras catástrofes. Ahora bien, hoy los óleos de Cole ya sólo resultan pintorescos, y no es su empalagoso relato sino la lenta pero implacable introducción del presente en la exposición lo que, poco a poco, nos va alarmando.
Ya al comienzo nos topamos con la apuesta de Kris Martin, Mandi XXI, un gran panel negro de horarios de aeropuerto que se mueve sin parar pero sin lograr atrapar la hora de ningún despegue. Como la vida misma, lost in translation. Luego, gracias al material dispuesto junto a las maravillosas obras de Manders, Rondinone o Saraceno, nos vamos enterando de lo que ya sabemos, esto es, de que Occidente ha creado un enorme Imperio que ha tardado siglos en extenderse y en terminar de ser forjado. Ahora bien, que su poder sea enorme no significa que sea eterno o que sus gobiernos lo tengan tan claro. El arte expuesto sugiere su caducidad tanto directa como indirectamente. Directamente, a través de piezas como las de Thomas Cole o Joseph Beuys, del que se presenta un pequeño y estremecedor collage de 1977 con unas Torres Gemelas sobre las que escribió Cosme y Damián, dos mártires de origen árabe. E, indirectamente, a través de instalaciones sencillas como el fragmento de La Sombra que Auguste Rodin concibió para colocar en lo alto de sus Puertas del Infierno y que apareció destrozado entre los restos del atentado de Nueva York.
Nunca he oído hablar de la obrita de Beuys, pero la verdad es que llegado a este punto comienzo a sudar. Digamos que en ese momento tengo la certeza de que sí hay profetas y de que la mayoría de nosotros vivimos entre tinieblas. Según uno de ellos, el economista y escritor argelino Jacques Attali, antes del 2050 presenciaremos el advenimiento de cinco gigantescas olas que poco a poco irán destruyendo el mundo conocido. Aunque, a su juicio, con la última llegará el altruismo y nacerá una nueva sociedad capaz de vivir en paz y armonía, lo que me abruma de su apuesta es el modo en que parece acertar con las anteriores. La primera ola, la de la caída del Imperio estadounidense, ya habría tenido lugar, coincidiendo simbólicamente con la de las Torres Gemelas. La segunda ola, la provocada por un mundo de varias potencias en conflicto, estaría representada por la emergencia del Imperio chino. El tercer tsunami, el del Hiperimperio, remitiría al nuevo poder que las grandes empresas internacionales acumularían mientras tanto, un poder superior al de los países en conflicto. Al respecto, resulta desde luego llamativo que los hombres más ricos de la tierra lideren esas empresas sin fronteras reuniendo fortunas que superan el PIB de muchos países juntos. Por fin, la cuarta ola sería una respuesta total a semejante monstruosidad. Attali la llama el Hiperconflicto y la protagonizarían esos señores de la guerra que, disgustados con la dirección de las cosas, prometerían el paraíso eterno a cambio de la lucha sin cuartel contra el sistema establecido[i].
Las teorías de este nuevo Nostradamus campan a sus anchas por las paredes del Louvre junto a la pareja de mártires del artista alemán. Por eso y por el recuerdo de los últimos atentados, me invade la certeza de que hay profecías que se van cumpliendo. Porque, recordémoslo de nuevo, hablo de una exposición que primero se abrió al público en Bruselas el 11 de septiembre (fecha del aniversario del atentado de las Torres Gemelas) y, desde ese día, anuncia de mil formas lo que acaba de pasar en París y lo que ahora se teme que pueda pasar en Bélgica. No sólo es que se exhiban cuadros y se proyecten videos que remiten a ese infierno de sangre, muerte y pobreza que desde Occidente hemos ayudado a crear en Oriente. Es que, entre las obras incorporadas, encontramos diagramas como el de Mark Lombardi en los que se nos explican sin género de dudas las conexiones entre los gobiernos occidentales y los conflictos en Oriente Medio entre 1979 y 1990. De algún modo todos lo sabíamos. Esto tenía que pasar. De ahí que resulte hasta normal que los bárbaros de la «Destrucción» de Cole vuelvan ahora armados de un odio que ya nada podrá saciar.
Son casi las 17:30, hora de cierre. El aparato falla y una voz absolutamente siniestra solicita por megafonía que avisemos a los guardias de seguridad en caso de ver bolsos abandonados o cualquier clase de objetos extraños. Al salir del museo, me compro Le Monde. Es el ejemplar del día 21 y no sé si es lo habitual, pero acostumbrado como estoy a leer y escuchar toda clase de gritos de guerra en los medios españoles (acostumbrado como estoy al lento pero implacable desplazamiento de medios como El País hacia las posiciones belicosas de Bernard-Henri Levy, John Carlin, Michel Houellebecq o Niall Ferguson), me sorprende comprobar la casi unánime llamada a la calma de los periodistas e intelectuales del diario francés. En todo caso, lo que Attali afirma y la exposición sólo sugiere no encaja con ninguna de esas dos opciones. Aquí no se utilizan los estudios sobre la decadencia del Imperio romano de Gibbon o Ward-Perkins a modo de advertencia y para el rearme. Aquí las referencias al declive de los imperios sólo sirven para describir una caída que ya estaría ocurriendo. De hecho, como en el caso del ave Fénix, la destrucción de lo propio, y no sólo del Otro, se presenta como clave para regenerarse.
[i] V. Jacques Attali: Breve historia del futuro, trad. José Pedro Tosaus, Barcelona, Paidós, 2007.
La profecía
No sé si son las balas o el frío, pero hay momentos en que apenas me cruzo con nadie. Sólo ha pasado una semana desde los atentados y, al menos por la noche, París permanece extrañamente en calma. Por si esto fuera poco, por la mañana mis amigos me recomiendan una expo. Está en el Louvre y, como la obra de Attali, se titula Une brève histoire de l’avenir [Breve historia del futuro]. Cuando llego a la pirámide, entro un poco desganado. No sólo es que las teorías mediáticas me den pereza, es que las medidas de seguridad se han extremado y, a las habituales colas para comprar los tickets, debo sumar el vigipirate del carajo. Por fin, la paciencia da sus frutos y, ya dentro, el ambiente me va subyugando.
Junto a la estudiada disposición de obras clásicas en diálogo con piezas de arte contemporáneo, comienzo a percibir una especie de ronroneo subterráneo. En seguida comprendo que se trata de la música que formas y textos componen a la manera de un gran relato. Como cuando escucho a Ligeti, esa música me maneja a su antojo, de modo que, al no estar avisado, tras el ronroneo paso a la inquietud y, de ésta, a los sobresaltos. Por lo que sé, la exposición tardó meses en montarse entre otras razones porque cuenta en Bruselas con otro gran apartado. Finalmente, la de Bélgica se inauguró el 11 de septiembre y la de París el 24, pero lo que sus organizadores no podían esperar es que parte de la profecía que querían anunciar se convirtiese enseguida en una maldita realidad.
Una serie de cuadros de Thomas Cole puestos a dialogar con un biombo oriental, resume la idea. Se titula El destino de los imperios y se compone de cinco lienzos pintados hacia 1830 en los que presenciamos la implacable transformación de un mismo paisaje con el paso de los años. El primero, «El estado salvaje», ilustra el mundo primitivo de los cazadores que habitan los bosques y persiguen alimañas con arcos y dardos. En el segundo se da paso a ese «Estado arcádico» de cultura joven, próspera y emergente que la literatura siempre ha envidiado. En el tercero, la «Grandeza del Imperio», valles y montañas se recubren de colosales palacios mientras miles de personajes celebran su poder con desinhibido estruendo. El cuarto retrata la «Destrucción» del mismo Imperio a manos de la corrupción, la superstición y los señores de la guerra. Por fin, en el titulado «Desolación», el mismo valle vuelve a ser conquistado por la naturaleza mientras de los antiguos palacios ya sólo restan columnas maltrechas. No cabe duda de que si esta serie juega un papel importante es porque condensa lo que la muestra nos cuenta y porque, como el libro de Attali que la inspira, insiste en el eterno retorno de las purificadoras catástrofes. Ahora bien, hoy los óleos de Cole ya sólo resultan pintorescos, y no es su empalagoso relato sino la lenta pero implacable introducción del presente en la exposición lo que, poco a poco, nos va alarmando.
Ya al comienzo nos topamos con la apuesta de Kris Martin, Mandi XXI, un gran panel negro de horarios de aeropuerto que se mueve sin parar pero sin lograr atrapar la hora de ningún despegue. Como la vida misma, lost in translation. Luego, gracias al material dispuesto junto a las maravillosas obras de Manders, Rondinone o Saraceno, nos vamos enterando de lo que ya sabemos, esto es, de que Occidente ha creado un enorme Imperio que ha tardado siglos en extenderse y en terminar de ser forjado. Ahora bien, que su poder sea enorme no significa que sea eterno o que sus gobiernos lo tengan tan claro. El arte expuesto sugiere su caducidad tanto directa como indirectamente. Directamente, a través de piezas como las de Thomas Cole o Joseph Beuys, del que se presenta un pequeño y estremecedor collage de 1977 con unas Torres Gemelas sobre las que escribió Cosme y Damián, dos mártires de origen árabe. E, indirectamente, a través de instalaciones sencillas como el fragmento de La Sombra que Auguste Rodin concibió para colocar en lo alto de sus Puertas del Infierno y que apareció destrozado entre los restos del atentado de Nueva York.
Nunca he oído hablar de la obrita de Beuys, pero la verdad es que llegado a este punto comienzo a sudar. Digamos que en ese momento tengo la certeza de que sí hay profetas y de que la mayoría de nosotros vivimos entre tinieblas. Según uno de ellos, el economista y escritor argelino Jacques Attali, antes del 2050 presenciaremos el advenimiento de cinco gigantescas olas que poco a poco irán destruyendo el mundo conocido. Aunque, a su juicio, con la última llegará el altruismo y nacerá una nueva sociedad capaz de vivir en paz y armonía, lo que me abruma de su apuesta es el modo en que parece acertar con las anteriores. La primera ola, la de la caída del Imperio estadounidense, ya habría tenido lugar, coincidiendo simbólicamente con la de las Torres Gemelas. La segunda ola, la provocada por un mundo de varias potencias en conflicto, estaría representada por la emergencia del Imperio chino. El tercer tsunami, el del Hiperimperio, remitiría al nuevo poder que las grandes empresas internacionales acumularían mientras tanto, un poder superior al de los países en conflicto. Al respecto, resulta desde luego llamativo que los hombres más ricos de la tierra lideren esas empresas sin fronteras reuniendo fortunas que superan el PIB de muchos países juntos. Por fin, la cuarta ola sería una respuesta total a semejante monstruosidad. Attali la llama el Hiperconflicto y la protagonizarían esos señores de la guerra que, disgustados con la dirección de las cosas, prometerían el paraíso eterno a cambio de la lucha sin cuartel contra el sistema establecido[i].
Las teorías de este nuevo Nostradamus campan a sus anchas por las paredes del Louvre junto a la pareja de mártires del artista alemán. Por eso y por el recuerdo de los últimos atentados, me invade la certeza de que hay profecías que se van cumpliendo. Porque, recordémoslo de nuevo, hablo de una exposición que primero se abrió al público en Bruselas el 11 de septiembre (fecha del aniversario del atentado de las Torres Gemelas) y, desde ese día, anuncia de mil formas lo que acaba de pasar en París y lo que ahora se teme que pueda pasar en Bélgica. No sólo es que se exhiban cuadros y se proyecten videos que remiten a ese infierno de sangre, muerte y pobreza que desde Occidente hemos ayudado a crear en Oriente. Es que, entre las obras incorporadas, encontramos diagramas como el de Mark Lombardi en los que se nos explican sin género de dudas las conexiones entre los gobiernos occidentales y los conflictos en Oriente Medio entre 1979 y 1990. De algún modo todos lo sabíamos. Esto tenía que pasar. De ahí que resulte hasta normal que los bárbaros de la «Destrucción» de Cole vuelvan ahora armados de un odio que ya nada podrá saciar.
Son casi las 17:30, hora de cierre. El aparato falla y una voz absolutamente siniestra solicita por megafonía que avisemos a los guardias de seguridad en caso de ver bolsos abandonados o cualquier clase de objetos extraños. Al salir del museo, me compro Le Monde. Es el ejemplar del día 21 y no sé si es lo habitual, pero acostumbrado como estoy a leer y escuchar toda clase de gritos de guerra en los medios españoles (acostumbrado como estoy al lento pero implacable desplazamiento de medios como El País hacia las posiciones belicosas de Bernard-Henri Levy, John Carlin, Michel Houellebecq o Niall Ferguson), me sorprende comprobar la casi unánime llamada a la calma de los periodistas e intelectuales del diario francés. En todo caso, lo que Attali afirma y la exposición sólo sugiere no encaja con ninguna de esas dos opciones. Aquí no se utilizan los estudios sobre la decadencia del Imperio romano de Gibbon o Ward-Perkins a modo de advertencia y para el rearme. Aquí las referencias al declive de los imperios sólo sirven para describir una caída que ya estaría ocurriendo. De hecho, como en el caso del ave Fénix, la destrucción de lo propio, y no sólo del Otro, se presenta como clave para regenerarse.
[i] V. Jacques Attali: Breve historia del futuro, trad. José Pedro Tosaus, Barcelona, Paidós, 2007.