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Cuento de navidad

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Es probable que la idea de subjetividad reinante en la posmodernidad se parezca algo a un belén sin niño Jesús. Lo digo por algo que tuvo lugar en mi infancia. Unas navidades, al poco de llegar con mis padres a casa de mis abuelos, el niño Jesús desapareció del pesebre. En seguida, se desató una especie de histeria colectiva. La pieza era de coleccionista pero, dejando a un lado el asunto pecuniario, a mi abuelo aquello le parecía un atentado contra lo más sagrado. Recuerdo que hasta salieron al descansillo a preguntar si alguien sabía algo. Por supuesto, ningún vecino entendía lo que había pasado y mi abuela casi volvió sollozando. Como éramos muchos, supusimos que alguien se habría dejado la puerta abierta y que un ladrón se habría colado. Por la noche, con el consomé, la conversación también giró en torno al atentado. Luego, antes de irme a dormir, fui un rato a mirarlo. A decir verdad, el Nacimiento se veía muy extraño. Se notaba un gran vacío central, como si todo girase en torno a… nada. Mi abuela estaba de acuerdo e insistió en que, si el Niño no aparecía, ella lo desmantelaría.

Hacía años que aquella vieja historia se me había olvidado. Pero un día, frecuentando a Lacan, me encontré otra vez con el vacío central. En este caso se trataba del núcleo de la subjetividad, eso que pasaría a describir con la famosa S tachada. Ni que decir tiene que, en cuanto leí sobre el tema, entendí a la perfección el problema. Comenta Lacan que su idea del Sujeto como herida abierta procede de su estudio de nuestra más tierna infancia. En ella es cuando damos forma a nuestra identidad en espejo, es decir, a nuestra identidad por identificación con ese Otro materno, del que luego la Ley Paterna para siempre nos separa. De tan traumático divorcio procede la gran falta, y la gran falta explica la extraña forma de proceder de la especie humana: siempre deseando cosas que nunca por completo nos calman.

Meditando sobre todo eso me acordé del desenlace de mi pequeño drama navideño. Afortunadamente, mi abuela nunca desmanteló el belén pues, al día siguiente, el Niño volvió a aparecer. Y, lejos de considerarse un milagro, pude notar que mi abuelo seguía muy enfadado. Años más tarde, mis padres me contaron lo que había pasado. El ateo de mi padre se había divertido un rato y, si en el plano psicoanalítico fue la causa de mi subjetividad vacía, en casa de mis abuelos fue el artífice de aquel belén sin sustancia.

Por lo demás, a mí lo que me gustaba era el caganer.