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La gran “V”

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Introducción

La vejez es en muchos aspectos bastante parecida al cáncer. Obituarios y biografías se refieren a esa palabrota como “una larga enfermedad” o “una dura batalla”. Las personas prefieren no hablar de ella porque aun pronunciar su nombre podría conjurarla, de la misma manera que se invoca a Lucifer. Incluso muchos miembros de la profesión médica suelen referirse a la larga enfermedad mencionada llamándola “un C” (“María tiene un C de pulmón”, por ejemplo). La llegada de la vejez es diferente.

Cuando esta llega nadie se asusta y pronto vuelve a su vida diaria, pues la edad no cae del cielo como un rayo, sobre cualquiera, de forma azarosa. Nadie habla de ella con eufemismos. Nadie la llama “la V”. Las víctimas de su irrupción  simplemente hacen de cuenta que no existe. Y sin embargo existe, en forma de variadas enfermedades, de duras batallas. Y llega con la misma inevitabilidad que un atardecer. De hecho, la vejez es el primer acto de la ópera del fin. El segundo es la decadencia y el tercero la caída. Episodios extensos, con muchos detalles, a la manera de Edward Gibbon.

Negar lo aleatorio es sano para el espíritu, permite alejar los temores constantes y continuar con la vida; negar lo inevitable, en cambio, es una idiotez. Y es ese muro de estupidez contra el que choca el nuevo viejo; no los ancianos sino los viejos recientes, hombres y mujeres abocados a no mirar la vejez a la cara. Es curiosa, y de cierto modo incomprensible por omnipresente, esta ceguera voluntaria. Por cierto, una figura legal en EEUU.

Pero el momento llega. Los cuarentones y cuarentonas —que continúan siendo jóvenes sólo en el primer mundo pues en el resto del mundo ya son considerados viejos— aparcarán patinetas, minifaldas, dejarán la bebida blanca y la coca, y se buscan un compañero a quien no quieran echar de la cama por la mañana. Y verán que eso era bueno, como en la Biblia.

Pero todos estos cambios transcurren en silencio, privadamente. No se informa al círculo no íntimo de que el cuerpo y la mente están demandado un nuevo paradigma. El entorno cercano tampoco pone esa información sobre la mesa. Y así surge una suerte de omertà en medio de la cual cambian las ropas, las ansias, las conversaciones. Esto lo sabemos todo ya, pero preferimos el código del silencio pues así se prolonga la sensación de inmortalidad juvenil.

Interludio estadístico

El World Factbook de la CIA —sí, ellos— suministra al público general un listado con la media etaria de todos los países del mundo. Veamos algunas de ellas:

Liechtenstein:     42,5 años

Brasil:                 31,0 años

Nicaragua:           24,5 años

Zambia:               16,5 años

Es decir, cuanto mayores los ingresos y el confort de una sociedad, más vieja se torna su población. Es decir, una persona de cuarenta años sigue siendo joven únicamente si vive en una sociedad desarrollada. De no ser ese el caso, a dicha persona se la considera un sexagenario, un abuelo. Es decir, muy a su pesar muchos adultos están despertando a “La gran V”. (Por cierto, España se sitúa, más o menos, entre Liechtenstein y Brasil).

Señales de este envejecimiento ya son visibles en nuestra cultura popular. Hasta no hace tanto, los ancianos (que en terminología post-zombi llamaremos no-muertos) interpretaban en nuestras ficciones papeles menores. Sobre ellos recaían muy de vez en cuando las miradas condescendientes de los protagonistas que aún se consideraban jóvenes, los no-viejos.  

Por supuesto esto siempre ha sido así en el teatro (ruso), en la ópera (algo menos) y en los libros (excepto si es uno de Bram Stoker). Mas no tanto en el cine pues, seamos sinceros: a) es el cine, y no las demás artes, el que moldea las respuestas instintivas de las masas, y b) a nadie le interesan los viejos, o mejor dicho, los ancianos, los no-muertos.  

A los que han dedicado sus últimos años a ver crecer los tomates en la huerta les parece extraño que alguien dedique horas a toquetear la pantallita del teléfono. Ellos, que perdieron  a sus padres, trabajaban en una fábrica y eran responsables de una familia antes de los treinta —nótese la palabra responsable— no pueden tomar en serio a un cuarentón con  patineta. (Una fábrica era, en la antigüedad, un sitio donde se fabricaban productos útiles. N. del T.)

Pero el cine y los que hacen cine han sido testigos de este cambio de percepción no tan paulatino. Los mismos ancianos que en ficciones pasadas eran mirados de soslayo por los no-viejos son los que ahora los miran a ellos desde las alturas de la decadencia. Y los que aún se creen jóvenes por fin están empezando a verse en el espejo por lo que son: quesos blandos sin estacionar.

Petit Cahiers du Cinèma

Si bien este no es un artículo sobre el cine, sino una cavilación sobre la aparición en este medio  de conflictos más y más presentes en la cultura actual, los filmes jugarán un papel importante. Tal como declara Bret Easton Ellis en su podcast, Hollywood es una industria que, salvo pocas y honrosas excepciones, fabrica comedias y dramas como churros, pasando del cine arte al cine ligero, y de allí al cine basura con una velocidad pasmosa.

Es en ese medio donde se refleja con más claridad lo que ocurre a nuestro alrededor.  En el cine de Serie V los ancianos nos muestran sin ambages cómo son los no-viejos. Resulta difícil no recordar en Grand Torino la escena en que los hijos del protagonista se reparten con angurria las pertenencias del no-muerto. Algo así como los tiburones que devoran el pez de Spencer Tracy en El viejo y el mar. Dos historias donde los jóvenes salen muy mal parados. 

Pero si los americanos prefieren enfocar la ancianidad desde el punto de vista de la comedia facilona en la que los septuagenarios boxean, saltan de aviones o se van a la guerra, Europa todavía se atreve. Este territorio oscuro, con su historia turbia, es un alma vieja. Es por eso por lo que resulta inevitable recordar el comienzo del filme de Lars von Trier, y aquella voz grave diciendo: …my voice will help you, and guide you still deeper into Europa… Y si Max von Sydow, el dueño de la voz, ha continuado  trabajando hasta la actualidad es porque representa el alma desconsolada del continente. Sus ojos han visto mucho, han visto tanto, y lamentablemente seguirán viendo más. De Europa han surgido las más valiosas miradas sobre la vejez, desde la vejez. Aquí una muestra:

En la producción británica 45 years el descubrimiento de un engaño sacudirá un matrimonio en apariencia feliz. ¿Cómo hará la protagonista para perdonar una traición cuando el final de su vida está tan cercano? ¿Cómo encajará haber vivido en la mentira? ¿Cómo acabar la vida con una nota tan trágica?

La danesa Key House MIrror trata de una mujer que cuida de su marido postrado. En la residencia para ancianos conoce a otro hombre y decide disfrutar lo que le queda de vida lanzándose a una historia de amor. Su hija, que apenas le presta atención, se da el lujo de escandalizarse.

La brutal Amour trata de la desintegración absoluta de dos seres humanos que han tenido la fortuna de amarse. Pero no se enfoca en el comienzo del fin sino en el fin mismo del fin, mientras el mundo exterior lo ignora. Una rosa en medio de la putrefacción. 

Un anciano desmemoriado es el personaje principal en una de las excepciones del payasesco cine de EEUU. En Remember, el protagoniza decide escapar del  geriátrico y saldar cuentas con el pasado, pues la vejez no exonera de los errores de la juventud.

Y, ya en un plano más lírico, La gran belleza del italiano Sorrentino. Un manotazo de ahogado a los últimos instantes de la madurez. Para muchos demasiado inspirada en Fellini, esta obra posa su mirada sobre el tramo de la vida sito entre el final de la ilusión y la desesperanza. 

Hasta ahora estas miradas desde la ancianidad nunca merecieron demasiada atención. Pero ahora son los no-muertos los que hablan y los jóvenes que tienen la fortuna de aparecer, son relegados al fondo de la imagen como decoración, como secundarios soberbios e ignorantes, testigos de vidas colmadas de matices que desconocen por completo.

Estos emergentes no son numerosos pero al menos son más frecuentes, y quizá marquen un  regreso al respeto por los ancianos de la aldea. Desde luego invitan a historias más atractivas, pues representan una aventura al último continente inexplorado de un planeta en constante aceleración negadora. Existencias que ninguna aplicación para el teléfono va a ayudarnos a comprender.

Vive, memor mortis

Porque quizá pronto llegue la parca, que no se acercará eróticamente a las carnes blancas de la doncella de los cuadros y los grabados, sino que se presentará en todo su negro esplendor. Probablemente en la ausencia de amigos, de opciones y de amor. Llegará por un pasillo estrecho y largo, en cuyo extremo más alejado ni siquiera habrá luz al otro lado de la puerta. Vidas que acaban con un choque frontal contra la muerte. Sin ternura y sin doncella.    

Porque ni siquiera la industria metafórica más poderosa del mundo, una maquinaria que ha arrastrado al mundo editorial al barro del producto, puede ya fingir que la vejez no llega. La gran V se nos muestra por doquier, en las calles, en las casas, en la vida. Y, aunque prefiramos ignorarla alzando otro muro más, ya está en nosotros.

Puede que nos enteremos de secretos imperdonables en los últimos días del afecto. Es más que probable  que nuestras mentes degeneren hasta convertirnos en extranjeros de nosotros mismos. Que mirando atrás caigamos en la cuenta de haber cometido pecados espantosos. Y, si la suerte está de nuestro lado, tal vez nos animemos a lo dionisíaco cuando aún podamos. Y todo desde la  madurez sentimental adquirida en vez de la decrepitud hospitalaria forzosa.  

Situaciones y circunstancias que ayer formaban parte de los dramas televisivos para una minoría acuciada por tragedias familiares. Pero que hoy son cada vez más materia de ficciones taquilleras. El drama nos queda cercano, como la sensación de un apocalipsis inminente, la tecnología aplastante o el crimen organizado en forma de gobierno. Nada de esto no es ajeno ya. Ninguna de estas percepciones del no-joven, puede mantenerse a raya a fuerza de negación. Tampoco La gran V.

 

Ilustraciones de Pat Wasi.