Contenido

No cambiaría nada

Modo lectura

En The Act of Killing –documental entre psicodélico y psicópata que hace que Werner Herzog parezca un director de Pixar— un ex miembro de los escuadrones de la muerte indonesios espeta: “Los crímenes de guerra los definen los vencedores. Soy un vencedor, así que yo tengo mi propia definición”. Y después desafía al entrevistador a juzgarlo en La Haya. Cuando surgen temas como este, la pregunta lógica es: ¿Esta persona haría algo diferente hoy o no cambiaría nada?

La respuesta es generalmente la segunda. ¿Pero no desearía poder retroceder el tiempo el soldado que derribó el avión de pasajeros de Malaysia Airlines? ¿A quién no le gustaría poder hacerlo por asuntos de menos importancia, como callar palabras indeseadas, cambiar tal o cual hecho, recalcular ese error de juicio? No es una pregunta retórica, es sincera. Imagínense matar a 300 personas inocentes con sólo presionar un botón y después tener que irse a dormir.

Tan lógico como preguntarles a los ingenieros del transbordador espacial Challenger, cuyos pedazos y cachos de astronautas quedaron desparramados por toda Florida, si no les gustaría  poder echar el último vistazo –que no echaron— para revisar la junta de goma que causó el desastre. Yo arriesgaría que sí, pero nunca se sabe. La NASA por lo pronto se negó a aceptar la responsabilidad, y probablemente hizo circular un memorándum interno como este: “La respuesta para la prensa será: ‘No teníamos la información necesaria en ese momento’”. Que es, naturalmente, la versión aeroespacial de No cambiaría nada.

Aun así, a lo largo de la historia, hay quienes sí han intentado reparar lo ocurrido. Reparar no significa que hayan aceptado que lo hecho, hecho está.  Sino más bien que lo hecho, hecho está, pero admitimos que estuvo mal; y en algunos casos, fatal. Dice una canción: “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia”. Y quizá el remordimiento y la cavilación sobre ciertos hechos también los escriban los que ganan. Lamentablemente, el sentimiento de culpa no lleva a nadie a La Haya. Hasta el día de hoy no existe el acusado de remordimiento. Una condena sólo se consigue con pruebas de culpabilidad, lo cual es bien diferente. Pero por algo se empieza.

Cuando las consecuencias de los actos son tan desastrosas que resultan imposibles de ocultar, uno querría creer que hasta el más refractario de los malvados debió enfrentarse a un segundo de reflexión. En algún momento sosegado de sus dictaduras, Gadafi, Saddam, Ceaucescu, y otros que terminaron apaleados y muertos por sus propios compatriotas, se habrán preguntado dónde fue que metieron la pata. Supongo que Mussolini, por ejemplo, se habrá puesto a pensar, aunque fuera fugazmente: “Joder, si iba todo tan bien. ¿Cómo es que la he cagado tanto?” Y si no se lo preguntó, le echamos una mano.

-Señor Mussolini, ¿en qué momento cree que la cagó?

-Hombre, por qué no se lo pregunta a Hitler.

-Porque el mundo lleva setenta años criticándolo. Por eso queríamos hablar con un dictador mediocre y sin verdadero poder, como usted.

-Hm…

-Díganos entonces, cuándo dio ese ‘traspié fundamental’.

-Pues, yo diría que en África.

-¿Se refiere a la guerra en África?  

-Así es. A Hitler le estaba yendo bien y nosotros también queríamos una porción del pastel. Nos fue mal. Y después, cuando invadimos Grecia, nos volvió a ir mal.

-¿Los alemanes tuvieron que socorrerlos?

-Así es.

-Y después de eso ya no volvieron a confiar en ustedes…

-No. A partir de entonces todo fue barranca abajo.

-¿Y acabó colgado cabeza abajo con su mujer?

-Hombre, no sea cruel.

-Disculpe. ¿Diría entonces que, si pudiera, haría las cosas de otra manera?

-Sí, naturalmente. Si tuviera la oportunidad cambiaría un par de cosillas.

Pero uno nunca se entera.

En 1970 Willy Brandt, canciller de la República Federal Alemana, es decir, el trozo de Alemania  bajo control norteamericano, viajó a Polonia. Ante dignatarios y periodistas, Brandt se arrodilló frente al monumento a los caídos en el Levantamiento del Gueto de Varsovia. ¿Por qué? Porque a su manera quiso cargar sobre sus hombros la culpa por las cientos de masacres llevadas a cabo por su país en suelo polaco. Y, simbólicamente, por otras tantas ejecutadas en Rusia y numerosos sitios más. (La lista es tan extensa que hubiera tenido a Willy arrodillándose más veces que James Brown.) En cualquier caso, casi seguro que en ese mismo momento histórico, en algún pueblito de Baviera, Karlheinz, Wilhelm y Horst, viejos camaradas de la SS,  chasqueaban sus lenguas y gruñían: “¿Por qué hace eso? La guerra es así”. Lo cual es la versión militar de No cambiaríamos nada.

En 1997 el piloto de la Fuerza Aérea argentina Adolfo Scilingo, que participó en los infames ‘vuelos de la muerte’, decidió auto inculparse, entregarse y declarar sobre esas operaciones y sus detalles. El militar arrepentido fue criticado por todos: por las organizaciones de derechos humanos por ser el paradigma del show del horror; por sus pares militares, por traidor; y por la sociedad en general porque descreía de sus remordimientos. En una entrevista televisiva le preguntaron:

-¿Si el sitio de los asesinos es la cárcel, podemos decir que ahora usted está en su sitio?

-Estoy donde debería estar –respondió Scilingo—. Pero no debería estar sólo yo sino un montón de gente más.

A lo que seguramente muchos de sus ex compañeros, mientras se tomaban unos whiskies en las  empresas de seguridad que hoy dirigen, habrán comentado: “Qué, boludo”. Un argentinismo universal que significa Nosotros no cambiaríamos nada.

Y para salir del ámbito militar, que a lo largo de los años tantas matanzas nos ha brindado, está el ejemplo de un civil: Iceman, el hombre de hielo. El asesino a sueldo de la mafia se había ganado el mote porque después de liquidar a sus ‘clientes’ los congelaba. Sólo después un año los abandonaba en un predio ajeno al crimen original para que fueran descongelándose sin prisas. Esto desconcertaba a los investigadores, que no conseguían conectar el cadáver ‘fresco’ con ningún crimen reciente. Durante las largas entrevistas filmadas en las que dio, Iceman no mostró jamás ni una pizca de arrepentimiento. Excepto cuando relató que cuando su esposa e hijos se enteraron de que había cometido más de cien asesinatos cortaron la relación con él para siempre. En ese único momento el asesino mostró su arrepentimiento absoluto. Iceman hubiera querido cambiar unas cuantas cosas, pero a nadie le importaba. 

Estos ejemplos son conocidos y en su momento aparecieron en todos los periódicos. Pero hay millones de casos que pasan desapercibidos: son causados por simples mortales, como él, como usted, como el que escribe. Pequeñas transgresiones, errores, olvidos con consecuencias penosas; ignoradas a escala macro, tremendas a escala micro. Pero son traspiés privados, y como tales no son asunto de nadie. Y como tales no requieren de una demostración de culpa pública. ¿Pero qué pasó con los personajes importantes que se salieron con la suya, como Albert Speer, Pol Pot o Augusto Pinochet? Pues ellos reescribieron sus respectivas historias y se marcharon silbando bajito.

En The Act of Killing lo más llamativo es que esos vencedores decidieron participar voluntariamente de una película –una película dentro de un documental— que rememora los crímenes de aquellos años. Y en ese entorno fílmico de actores-asesinos, los verdugos sin arrepentimiento acaban por hablar. Pero no sólo de efectos especiales y de maquillaje, sino de lo que hicieron, y si lo que hicieron estuvo bien o mal. Sus discusiones terminan con una suerte de acto psicomágico en el que uno de ellos admite que lleva años teniendo pesadillas al respecto, y rompe a llorar.

También están los impermeables, aquellos que sin llegar a mentir dejan lugar a demasiadas interpretaciones, con declaraciones al parecer redactadas por matemáticos y físicos: precisas como fórmulas, sintácticamente equivalentes a la antimateria. Cuando en 1998 estalló la escandalosa relación entre el presidente Bill Clinton y la pasante Mónica Lewinsky, los medios se relamieron, tendrían material para rato. Y los Republicanos se le echaron encima a Clinton como perros rabiosos, lo odiaban por Demócrata y por su carisma. Pronto llegaron las investigaciones, los comités, las grabaciones secretas, y apareció el FBI, que generalmente investiga crímenes más importantes que una mamada. Bajo tanta presión, Clinton se vio obligado a declarar en una conferencia de prensa. De la mano de su mujer, Hillary, enfrentó las cámaras y, después de parlotear un cuarto de hora sobre las reformas educativas –para balancear, suponemos—  dijo:  “Yo no tuve relaciones sexuales con esa mujer”. Todavía hoy se discute entre lingúistas cuál es la definición precisa de ‘relaciones sexuales’.    

Después están los que se disculpan sin hacerlo, como Obama. Hace unas semanas apenas, tras la reunión del G-7, Obama se dejó caer por Hiroshima (aunque quizá ese no sea el verbo apropiado). El premio Nobel de la Paz habló antes sus pares japoneses del llanto, de la paz y de futuro. Pero no pidió perdón. Una profesora del Dartmouth College lo explicó al Washington Post: "Nosotros nunca nos disculpamos", y añadió como para sonar totalmente democrática: "Estados Unidos, igual que otros países, simplemente no piden perdón". ¿Será que no se puede expresar el arrepentimiento en nombre de un Estado porque, pese a estar conformado por personas de carne y hueso, es un ente abstracto? El discurso de Obama fue la antimateria en acción.

Si los políticos desvelaran los errores cometidos, quizá otros políticos harían lo mismo y entonces todos podrían mirarse a la cara en igualdad de condiciones. Si los países, como grupos de seres humanos falibles, expresaran su arrepentimiento por haberse extralimitado en sus acciones, quizá otras naciones se mostrarían igual de pesarosas. Porque arrepentirse significa aprender, y aprender es una forma de ética. Pero existe una omertá respecto del error. Nadie quiere ver sobre el tapete su imperfección. No la ponemos sobre la mesa para que los otros la vean y expresen sus opiniones al respecto. Pero si realizáramos este acto, mucho del peso de nuestros errores se nos quitaría de encima. Quizá no romperíamos a llorar, pero sería un comienzo.

Si hubiera más seres imperfectos y valientes como Willy Brandt, sería más difícil barrer bajo los errores como si fueran polvo molesto. Está claro que nadie ha perdonado aún a los alemanes por sus barbaridades. Pero ellos tampoco se han perdonado a sí mismos. Quizá por eso hoy, cuando que la derecha xenófoba surge por toda Europa, Alemania, pese a todos sus defectos, es el único miembro de la Unión que se planta como una isla de humanidad. No está mal para un país que hace un par de generaciones vibraba con las marchas de camisas pardas y los desfiles de genocidas. El resto, en cambio, mira para otro lado, negando a sus extremismos,  sus acciones silenciadas y silenciosas, ocultando las traiciones a los principios que juraban defender, fortaleciendo el statu quo. Latinismo de la jerga política que quiere decir, cómo no: No cambiaremos nada.

Pero los simples mortales también debemos echarnos atrás y arrepentirnos de nuestras decisiones. Si bien muchos no lo hacemos. Por ejemplo Trevor Noah. El cómico sudafricano arrasa en EEUU y este mes es contratapa de la revista Vanity Fair –la americana, no la española.

El oficio de Noah es la comicidad y, como tal, es lógico que responda con ligerezas, bromas o alguna paradoja, pero cuando el entrevistador le pregunta si no le gustaría cambiar algo de sí mismo, el cómico responde: Si pudiera cambiar algo de mí mismo, sería la idea de que debería cambiar algo de mí mismo.

Su réplica da un poco de repelús pues implica que, así como es él, es perfecto. No sólo exitoso, elegante y listo, sino además perfecto. Tras completar airosamente el resto del cuestionario proustiano, se ve que no dedicó demasiado tiempo a reflexionar sobre su trayectoria, su experiencia o su vida. Quizá estas sean impecables, inmaculadas. Pero, como sabemos los que llevamos unos años en esta tierra, es difícil creer ni por un segundo que sea perfecta.

 

En portada,Willy Brandt retratado por Pat Wasi.