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La ficción como arma política
Una respuesta a Javier Calvo
“Narciso en la Taberna” es un artículo publicado por Javier Calvo en El Estado Mental que se abre con una idea: la ficción literaria ha muerto, pero esta vez de verdad. Los editores lo saben, y ellos manejan el timón. Muchos agentes del mundo literario lo anuncian como apóstoles en los medios anglosajones. Y la nueva oleada de declaraciones contra la ficción se suma a una larga tradición de anunciamientos de su derrota. Pero ¿por qué ha muerto? Calvo cita algunas explicaciones de otros: porque las series le robaron el trabajo, y la literatura es lenta. Porque las imaginaciones no alcanzan la credibilidad que hoy demanda el lector. Porque la no ficción es más ética que la ficción, y más capaz de intervenir políticamente en nuestra sociedad cuando adopta forma de testimonio. Además, “la actual novela sin ficción es, principalmente, amiga del mercado […] se trata de un intento guiado por el mercado de satisfacer el deseo actual, en un mundo acelerado, de aprender y ser entretenido al mismo tiempo”. Y los autores que logran ofrecer libros capaces de aportar eso, lograrán prestigio y dinero.
Tras definir esta tendencia, e inducirnos a despreciarla, Calvo concluye sugiriendo que el auge de la no-ficción forma parte de una tendencia social determinante de nuestro tiempo: el narcisismo. Si nuestra generación dedica inmensas cantidades de tiempo, esfuerzo y dinero a narrarse a sí misma a través de las redes sociales, es natural que la ficción también sucumba a esa obsesión, y los escritores se consagren al reality en formato literario.
Como lector, me ha gustado que Javier Calvo refleje en su texto el hartazgo sobre un debate (ficción VS no ficción) que a ratos parece la única polémica sobre novela que la crítica periodística ha mantenido en los últimos años. Realmente, a mí, que no leo suplementos ni entrevistas a escritores, ni tengo ni idea de cómo va el mercado de los libros, me ha sorprendido que el autor sintiera la necesidad de pronunciarse al respecto. Y creo que si lo ha hecho es porque esta vez considera que, por fin, la profecía del fin de la ficción en el sistema literario se está cumpliendo, aunque en gran parte, sea como profecía autocumplida.
Al leer el artículo, también he tenido una rara sensación, como si Javier Calvo fuera un corresponsal que me envía su crónica desde un país extranjero. Calvo es un traductor muy importante en España, y conoce realmente bien el mercado editorial. Además, está naturalizado en la actualidad literaria anglosajona al mismo nivel que un escritor de esos lares. Para muchos ha demostrado credibilidad e independencia en sus intervenciones públicas, dos virtudes que hacen que, como corresponsal, para mí tenga mucho crédito.
Sin embargo, el país literario que yo habito es otro. Y me atrevo a decir que es el mismo que habita Javier Calvo, que, como corresponsal que es, no tiene por hogar el lugar desde el que reporta. Creo que nuestro país compartido no es de este mundo, y se mantiene en un plano ideal: es el que Alan Moore ha elevado casi a categoría de religión en sus historias, basado en una única ley sagrada: todo aquello que imaginamos, existe. Porque nuestro mundo mental es parte de la realidad. Nuestro país común, como no podía ser de otra manera, es el de la ficción.
Como lector, investigador casi privado de la literatura, novelista a ratos, como español de este viejo siglo XXI, emigrante y eterno precario, puedo decir que hace unos años el tsunami moral del que la defensa de la no ficción forma parte, también arrasó mi mundo. La política nos necesita, la realidad nos necesita, ¿cómo entregarse a frívolas evasiones a mundos imaginarios? En un momento en que España está tan jodida, y yo estoy tan jodido por España, ¿cómo voy a entregarme a la literatura? Casi hasta la no ficción me resultaba más inmoral, precisamente por sus ínfulas de moralidad, por creer que su literatura, por hablar de verdades, era activista. No, el activismo es otra cosa: es aburrido, feo, populachero, se hace en la calle y en centros sociales bastantes deprimentes, maneja temas y lenguajes profundamente antiestéticos, como son los de las leyes, reglamentos, actas, auditorías y políticas: la chicha del sistema. ¿Cómo pueden esos escritores testimoniales creer que una denuncia poética de la verdad puede cambiar nuestra sociedad, cuando el espectáculo mediático en el que vivimos inmersos ha convertido la “verdad” en el agujero más atormentado de nuestra confusión como país?
Pero han pasado años y cosas, y he dejado mi talibanismo. También he dejado el activismo. En esta fase, la política electoral no necesita a los ciudadanos. Como tantos españoles precarios o peor que precarios, empiezo a tener estrés post-traumático cada vez que veo la cara de mi presidente y de sus nuevos y viejos opositores. Simplemente, no puedo más con mi realidad. No puedo más con mi no ficción. Después de otro día de luchas cotidianas, sólo quiero aferrarme a La guía del autoestopista galáctico, a La montaña mágica, a Big Bang Theory, al Red Dead Redemption. Sólo quiero volver a mi país imaginario.
La paradoja es que de mi país imaginario también forman parte las obras catalogadas como de “no ficción”. En mi mesilla de noche descansan Notas sobre Gaza, de Sacco, Mejor que ficción, editado por Carrión, o Los combates cotidianos, cómic de autoficción de Manu Larcenet. Todo es para mí igual de evasivo; no me importa si el origen de la historia es real o ficticio, porque el tratamiento literario, narrativo SIEMPRE la convertirá en una ficción, y a más señas, en una entretenida y placentera a unos niveles casi obscenos, pues igual disfruto leyendo la matanza de palestinos en Gaza en el 56 que Sacco testimonia, que las conversaciones que las dos cabezas de Zaphod Beeblebrox, presidente de la galaxia y ladrón, tienen entre ellas en El restaurante del fin del mundo. Ficción, o autoficción, o literatura de no ficción: para mí (y para una montaña de filósofos posmodernos) todas son mentira por duplicado: por ser relatos, y por ser estéticas. Y todas, además, comparten esa cualidad fundamental que las convierte en mi nueva arma política favorita: son puertas a otro mundo, el mundo de las ideas y la imaginación.
La política no termina en la lucha electoral, pues cada acto de vida es un acto político. Luchamos para ganar libertad, pero con esa libertad luego hay que hacer algo. Y a mí no se no se me ocurre mayor acto de resistencia, de reivindicación de mi identidad, y realización personal que entregarme a la ficción y las ideas, y pasar la mayor cantidad de tiempo posible sumergido en el mundo subjetivo y estético creado la literatura y las artes. ¿Ficción, no ficción? Son categorías que solo tratan de poner puertas al campo de la experiencia subjetiva y sensitiva del arte, ese campo donde algunos logramos ser felices. ¿Y no es el objetivo máximo de la política sino procurar la felicidad del individuo? ¿Cómo entonces no va a ser un gigantesco acto político entregarse a ese acto de libertad que es evadirse a mundos creados, y dedicar tu tiempo a algo tan ajeno a cualquier función productiva, exigencia evolutiva, o materialismo histórico como es leer buena literatura? Y cuanto más se empeñe el mercado literario en reactivar el consumo haciendo de la no ficción un nuevo hype, más sentido tendrá consumir ficción como puro acto de libertad.
Aquí el artículo de Javier Calvo.
En portada: Bottled Up in Tokio, collage de Felipe Jesús Consalvos (entre 1920 y 1950).
La ficción como arma política
“Narciso en la Taberna” es un artículo publicado por Javier Calvo en El Estado Mental que se abre con una idea: la ficción literaria ha muerto, pero esta vez de verdad. Los editores lo saben, y ellos manejan el timón. Muchos agentes del mundo literario lo anuncian como apóstoles en los medios anglosajones. Y la nueva oleada de declaraciones contra la ficción se suma a una larga tradición de anunciamientos de su derrota. Pero ¿por qué ha muerto? Calvo cita algunas explicaciones de otros: porque las series le robaron el trabajo, y la literatura es lenta. Porque las imaginaciones no alcanzan la credibilidad que hoy demanda el lector. Porque la no ficción es más ética que la ficción, y más capaz de intervenir políticamente en nuestra sociedad cuando adopta forma de testimonio. Además, “la actual novela sin ficción es, principalmente, amiga del mercado […] se trata de un intento guiado por el mercado de satisfacer el deseo actual, en un mundo acelerado, de aprender y ser entretenido al mismo tiempo”. Y los autores que logran ofrecer libros capaces de aportar eso, lograrán prestigio y dinero.
Tras definir esta tendencia, e inducirnos a despreciarla, Calvo concluye sugiriendo que el auge de la no-ficción forma parte de una tendencia social determinante de nuestro tiempo: el narcisismo. Si nuestra generación dedica inmensas cantidades de tiempo, esfuerzo y dinero a narrarse a sí misma a través de las redes sociales, es natural que la ficción también sucumba a esa obsesión, y los escritores se consagren al reality en formato literario.
Como lector, me ha gustado que Javier Calvo refleje en su texto el hartazgo sobre un debate (ficción VS no ficción) que a ratos parece la única polémica sobre novela que la crítica periodística ha mantenido en los últimos años. Realmente, a mí, que no leo suplementos ni entrevistas a escritores, ni tengo ni idea de cómo va el mercado de los libros, me ha sorprendido que el autor sintiera la necesidad de pronunciarse al respecto. Y creo que si lo ha hecho es porque esta vez considera que, por fin, la profecía del fin de la ficción en el sistema literario se está cumpliendo, aunque en gran parte, sea como profecía autocumplida.
Al leer el artículo, también he tenido una rara sensación, como si Javier Calvo fuera un corresponsal que me envía su crónica desde un país extranjero. Calvo es un traductor muy importante en España, y conoce realmente bien el mercado editorial. Además, está naturalizado en la actualidad literaria anglosajona al mismo nivel que un escritor de esos lares. Para muchos ha demostrado credibilidad e independencia en sus intervenciones públicas, dos virtudes que hacen que, como corresponsal, para mí tenga mucho crédito.
Sin embargo, el país literario que yo habito es otro. Y me atrevo a decir que es el mismo que habita Javier Calvo, que, como corresponsal que es, no tiene por hogar el lugar desde el que reporta. Creo que nuestro país compartido no es de este mundo, y se mantiene en un plano ideal: es el que Alan Moore ha elevado casi a categoría de religión en sus historias, basado en una única ley sagrada: todo aquello que imaginamos, existe. Porque nuestro mundo mental es parte de la realidad. Nuestro país común, como no podía ser de otra manera, es el de la ficción.
Como lector, investigador casi privado de la literatura, novelista a ratos, como español de este viejo siglo XXI, emigrante y eterno precario, puedo decir que hace unos años el tsunami moral del que la defensa de la no ficción forma parte, también arrasó mi mundo. La política nos necesita, la realidad nos necesita, ¿cómo entregarse a frívolas evasiones a mundos imaginarios? En un momento en que España está tan jodida, y yo estoy tan jodido por España, ¿cómo voy a entregarme a la literatura? Casi hasta la no ficción me resultaba más inmoral, precisamente por sus ínfulas de moralidad, por creer que su literatura, por hablar de verdades, era activista. No, el activismo es otra cosa: es aburrido, feo, populachero, se hace en la calle y en centros sociales bastantes deprimentes, maneja temas y lenguajes profundamente antiestéticos, como son los de las leyes, reglamentos, actas, auditorías y políticas: la chicha del sistema. ¿Cómo pueden esos escritores testimoniales creer que una denuncia poética de la verdad puede cambiar nuestra sociedad, cuando el espectáculo mediático en el que vivimos inmersos ha convertido la “verdad” en el agujero más atormentado de nuestra confusión como país?
Pero han pasado años y cosas, y he dejado mi talibanismo. También he dejado el activismo. En esta fase, la política electoral no necesita a los ciudadanos. Como tantos españoles precarios o peor que precarios, empiezo a tener estrés post-traumático cada vez que veo la cara de mi presidente y de sus nuevos y viejos opositores. Simplemente, no puedo más con mi realidad. No puedo más con mi no ficción. Después de otro día de luchas cotidianas, sólo quiero aferrarme a La guía del autoestopista galáctico, a La montaña mágica, a Big Bang Theory, al Red Dead Redemption. Sólo quiero volver a mi país imaginario.
La paradoja es que de mi país imaginario también forman parte las obras catalogadas como de “no ficción”. En mi mesilla de noche descansan Notas sobre Gaza, de Sacco, Mejor que ficción, editado por Carrión, o Los combates cotidianos, cómic de autoficción de Manu Larcenet. Todo es para mí igual de evasivo; no me importa si el origen de la historia es real o ficticio, porque el tratamiento literario, narrativo SIEMPRE la convertirá en una ficción, y a más señas, en una entretenida y placentera a unos niveles casi obscenos, pues igual disfruto leyendo la matanza de palestinos en Gaza en el 56 que Sacco testimonia, que las conversaciones que las dos cabezas de Zaphod Beeblebrox, presidente de la galaxia y ladrón, tienen entre ellas en El restaurante del fin del mundo. Ficción, o autoficción, o literatura de no ficción: para mí (y para una montaña de filósofos posmodernos) todas son mentira por duplicado: por ser relatos, y por ser estéticas. Y todas, además, comparten esa cualidad fundamental que las convierte en mi nueva arma política favorita: son puertas a otro mundo, el mundo de las ideas y la imaginación.
La política no termina en la lucha electoral, pues cada acto de vida es un acto político. Luchamos para ganar libertad, pero con esa libertad luego hay que hacer algo. Y a mí no se no se me ocurre mayor acto de resistencia, de reivindicación de mi identidad, y realización personal que entregarme a la ficción y las ideas, y pasar la mayor cantidad de tiempo posible sumergido en el mundo subjetivo y estético creado la literatura y las artes. ¿Ficción, no ficción? Son categorías que solo tratan de poner puertas al campo de la experiencia subjetiva y sensitiva del arte, ese campo donde algunos logramos ser felices. ¿Y no es el objetivo máximo de la política sino procurar la felicidad del individuo? ¿Cómo entonces no va a ser un gigantesco acto político entregarse a ese acto de libertad que es evadirse a mundos creados, y dedicar tu tiempo a algo tan ajeno a cualquier función productiva, exigencia evolutiva, o materialismo histórico como es leer buena literatura? Y cuanto más se empeñe el mercado literario en reactivar el consumo haciendo de la no ficción un nuevo hype, más sentido tendrá consumir ficción como puro acto de libertad.
Aquí el artículo de Javier Calvo.
En portada: Bottled Up in Tokio, collage de Felipe Jesús Consalvos (entre 1920 y 1950).