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Narciso en la taberna
La ficción ha muerto. Se trata de una variación obvia sobre un eslogan cíclico de los medios de comunicación. La novela ha muerto. El rock and roll ha muerto. Las armas de la publicidad dedicadas a las guerras de la crítica. Optimismo hegeliano. Dialéctica histórica, con sus justos vencedores. Una sociedad futura sin géneros literarios, en la que hayan sucumbido todas las demarcaciones. Esta vez, sin embargo, parece que las noticias de esa muerte no son tan exageradas. La ficción ha muerto. El mantra no solamente lo repiten radicales de la crítica, guerrilleros del campus. Se trata de un cambio climático. Los meteorólogos del consumo cultural comprueban sus instrumentos de medición y anotan los datos. Ciencia dura. Los negacionistas se equivocaban. El cambio climático es real.
Los editores lo saben, y ellos manejan el timón. Los escritores parecen saberlo también, aunque en este cambio climático no está del todo claro si los escritores son los elementos contaminantes o la lluvia ácida. The Guardian y The New York Times hacen sondeos entre los escritores. Geoff Dyer, apóstol de la nueva iglesia de la no-ficción, registra con fidelidad el signo de los tiempos: “durante una gran parte de mi vida como lector, las novelas me suministraban casi toda la nutrición y el sabor que yo necesitaba. Eran divertidas, me enseñaban psicología, conducta y ética. Y luego, gradualmente, cada vez más novelas dejaron de satisfacerme; o bien me daban cada vez menos de lo que yo necesitaba de ellas. La no ficción empezó a quedarse con más terreno y así fue como se aceleró el abandono de la ficción”. Otro mantra, esta vez del novelista inglés Will Self, en su reciente ensayo “La muerte de la novela (esta vez de verdad)”: “solamente porque estés paranoico no quiere decir que no vayan a por ti”.
Es posible que la Nueva Era no tenga un mesías, pero está muy lejos de ser un movimiento laico o ateo. Tiene apóstoles y héroes. Tiene soldados y mártires. Tiene sus voceros apocalípticos subidos en cajas de cartón. Antes que Dyer, en los años 90, el escritor alemán W. G. Sebald incluyó fotografías en blanco y negro para ilustrar sus novelas, donde la ficción ya empezaba a ser escrupulosamente sacada a empujones de su casa, metida en trenes y enviada a su muerte por gas. Una nueva ética se adivinaba en ese gesto. La memoria y el testimonio. La escritura como registro de una desaparición. Y la imaginación como el vicio que fomentaba esa desaparición. Cuando en 1973 Tom Wolfe decretó la muerte de la novela y su reemplazo darwiniano por el Nuevo Periodismo, al mismo tiempo se estaba produciendo la última Edad de Oro de la novela americana. Puede que el cambio climático se estuviera gestando, pero ciertamente no era visible.
La diatriba de Wolfe se entiende mejor dentro de las Guerras de la Novela. Esos conflictos dialécticos internos que daban vida al género. Procesos definitivamente no tanáticos. Vistas hoy en día, las Guerras de la Novela son un ciclo mítico fabuloso. Héroes barbudos en buhardillas sin estufa. Manifiestos escritos en servilletas. Las trincheras de la representación. La entrada de la Historia y la crónica social engendró el realismo literario del XIX. El colapso de la cronología y la conciencia moderna generó el modernismo. Máscaras animistas y palabras incomprensibles para la tribu. Vinieron después los neorrealismos de posguerra, los Angry Young Men, jóvenes socialistas de la clase media degollando a burgueses en el altar del eterno retorno. Y la novela, siempre recibiendo una transfusión o un trasplante en el último momento. Capote y Mailer escribieron sus novelas sin ficción desde esas trincheras de la representación. El destierro del artificio, de la ilusión, es un módulo de subversión. Se repite durante la historia. Son golpecitos en el hombro de un alumno díscolo, la novela, que se distrae constantemente en clase y necesita que le llamen la atención para volver a la realidad. Al presente. A lo que importa. Y para que olvide sus fantasías.
Pero entonces, ¿qué es distinto en el cambio climático actual, si es que hay algo distinto? Si la ficción está muriendo, ¿cómo y por qué está muriendo? Y lo que es más importante, ¿por qué esa muerte parece ser un alivio para tantos? El alivio de un niño a quien le cancelan la engorrosa visita a su tía-abuela. A quien le cancelan un examen por falsa amenaza de bomba. Pero esta cancelación parece ir en contra del sentido común. Si la novela es la caja de trucos cervantina, la broma infinita, el contenedor sin fondo del que nada queda fuera, ¿por qué entonces desterrar la cosa que precisamente le dio su razón de ser en el inicio? La invención entendida como el pecado original de la literatura. El nuevo catecismo brota en forma de grafitis pintados en las tapias y las esquinas. Su lema es: “Basado en hechos reales”. Herodoto, Calímaco y Catulo enmascarados en un callejón, tendiéndole una emboscada al viejo Homero y asesinándolo a puñaladas.
En su célebre manifiesto en forma de collage, Hambre de realidad, el crítico David Shields se proclama a sí mismo el Pablo de Tarso de la Nueva Era. Su hastío furibundo hacia los personajes y tramas inventados reclama una nueva iconoclastia. “Hay que dar pasos para asegurarnos de que nuestros textos sagrados queden del lado de los hechos y de que las escrituras no terminen en el callejón sin salida de la ficción”, nos dice. Y en otro pasaje: “Los creadores de personajes, en el sentido tradicional, ya no consiguen ofrecernos nada más que marionetas en las que ellos mismos ya no creen”. Pronto, promete su libro, seremos libres de esos cansinos artificios. Su cansancio es real, sin duda. Es el cansancio de millones de lectores. Es la fatiga y el escepticismo de miles de editores. Hambre de realidad no es ni mucho menos la única diatriba contra la invención literaria que puede leerse hoy en día. David Hare, poco después de dirigir la adaptación teatral de “El año del pensamiento mágico” de Joan Didion, otra apóstol temprana de la nueva religión, dijo públicamente: “Las dos palabras más deprimentes que tiene el idioma inglés son: ficción literaria”.
El ensayo de Shields, sin embargo, encierra una paradoja más curiosa. Nunca un panfleto cultural polemista estuvo tan alineado con el signo de los tiempos. El gesto radical coincide con la acción institucional. El manifiesto supuestamente subversivo se ensaña con una forma literaria que ya ha sido herida de muerte. El accionista millonario del gran grupo editorial forma pareja de dardos con el crítico bohemio.
El cansancio de nuestra cultura hacia la novela tiene un componente físico cada vez más importante. Es un cansancio que genera irritación. El cansancio que nos provoca la lentitud. “Libros para gente que considera que la televisión es demasiado lenta”, se llama un capítulo del libro de Shields. La ficción literaria es lenta y pesada. Tenía sentido como entretenimiento en épocas pasadas, nos dicen sus detractores, cuando todavía no existían las series de televisión. Y lo que es peor, la ficción literaria no es lo bastante inmediata porque se erige en mediadora entre el lenguaje y la realidad. Es una intérprete de la realidad que ya no queremos. Nuestro cultura está formada por bloques y fragmentos de realidad mucho más breves e inmediatos. Actualizaciones de estado. Crónicas periodísticas. Retransmisiones en directo. Opiniones. Millones de opiniones todos los minutos. Testimonios. El testimonio como forma suprema de la no mediación. El testimonio es mejor sin ficción porque es más directo.
La idea de que el testimonio es la forma suprema de representación es central en el catecismo de la Nueva Era. Sin embargo, no es un precepto que estuviera presente en escuelas anteriores de narrativa documental. Truman Capote se sacó a sí mismo por la puerta de atrás de A sangre fría. En Arrastrarse hacia Belén, la conciencia de Joan Didion dentro del texto es una membrana neurasténica, fina y flexible, un correlato de nuestro horror como lectores. Es importante especificar que la actual novela sin ficción no se distingue formalmente de sus antecedentes históricos. En busca del tiempo perdido y el Viaje al final de la noche. Yonqui de Burroughs, En la carretera y Miedo y asco en las Vegas. El amante de Duras y Fiesta de Hemingway. La memoria y la ficción ya se habían combinado de todas las formas imaginables. La novela sin ficción ya fue explorada en todos sus grados. La concupiscencia entre formas ya no tiene lugar en las trincheras de la representación. Con Las tribulaciones del joven Werther, Goethe clavó un cuchillo sensacionalista en el corazón de la novelística de su tiempo. Eliminar la ficción fue una operación subversiva entonces, igual que en otras épocas. La autoficción contemporánea, sin embargo, repite los modos de la metaficción y de la novela autobiográfica de toda la vida. La diferencia está en otra parte. Quienes afirman hoy que la ficción ha muerto no están proclamando un credo estético. La suya es una soflama ética.
La actual novela sin ficción es, principalmente, amiga del mercado. Antony Beevor, ganador del premio Samuel Johnson y de prácticamente todos los premios internacionales de no ficción, dice: “La mezcla de hechos históricos con ficción se ha usado bajo múltiples formas desde que empezó la narrativa. Sin embargo, el híbrido actual tiene una génesis distinta, y lo incluyen diversos factores. Se trata de un intento guiado por el mercado de satisfacer el deseo actual, en un mundo acelerado, de aprender y ser entretenido al mismo tiempo. En cualquier caso, parece que estamos experimentando una necesidad de autenticidad incluso en las obras de ficción”.
El autor que opta por abandonar la ficción recibe su recompensa casi de inmediato. El escritor francés Emmanuel Carrère, sin ir más lejos, abandonó la escritura de novelas con ficción después del éxito internacional espectacular de su libro El adversario, en el año 2000. Le esperaban la grandeza y los adelantos millonarios. A diferencia de Capote, Carrère no se saca a sí mismo por la puerta de atrás. Su yo no es el yo transparente o ausente del Nuevo Periodismo. Él ocupa el centro del relato. La misma estrategia se repite en docenas de títulos sin ficción. Y el correlato del exhibicionista es el pornófilo. Consideremos En mil pedazos de James Frey, Richard Yates de Tao Lin, Mi lucha de Karl Ove Knausgård. Obras legitimadas con el sello de “basado en hechos reales”. En todas es central el sensacionalismo de unas vidas supuestamente extremas. Las drogas, el sexo con menores, el alcohol. Su variante apta para todos los públicos es el testimonio del drama familiar. La familia disfuncional, el trauma de infancia, la muerte en la familia. Lo íntimo transformado en espectáculo. El lector se acerca al espectador de pornografía, al stalker morboso, anónimo en su dormitorio. El yo exhibicionista hace alarde de su falta de filtros. El mismo yo exhibicionista de las redes sociales, de los reality shows, de los blogs y las webcams. De vidas ajenas de Carrère se lee igual que uno contempla videos caseros de tiroteos y desastres naturales. Turismo de catástrofes. La revelación impúdica.
Las trincheras de la representación se han vaciado porque el mismo concepto de representación ha sido subvertido. Su lugar lo ha ocupado la representatividad. En el capitalismo avanzado, el derecho a publicar la experiencia del yo es universal e inalienable. Se impone a todas las demás consideraciones. La manifestación de la experiencia del yo, de su grupo étnico, de su grupo de género, es el fin de la obra. En su opúsculo Todos deberíamos ser feministas, Chimamanda Ngozi Adichie hace hincapié en los aplausos que la lectura del texto recibió cuando fue leído públicamente en el contexto de las conferencias TED. Se trata de un hincapié innecesario. Todos deberíamos ser feministas ha sido traducido en el mundo entero y ha vendido cientos de miles de copias. De la infrarrepresentación a la sobreexposición. El aplauso es unánime. El opúsculo tiene una versión en YouTube para quien no quiera leer sus 40 páginas. Una versión todavía más inmediata. El yo de la autora aparece en todas y cada una de sus frases. Es un monumento perfecto a lo testimonial, sin patógenos que lo contaminen.
En su novela gráfica sin ficción de 2006 Fun Home, Alison Bechdel combina dos de los temas favoritos del mercado: la familia disfuncional y la identidad homosexual. En la misma época, el escritor británico Alan Moore publicaba íntegramente dos de sus obras más ambiciosas, Promethea y Lost Girls. Los dos libros de Moore no solamente son épicos por sus dimensiones y su ambición literaria. También tratan del poder de la mujer y de la redefinición de su rol en el mundo posmoderno. Fun Home es un gigantesco bestseller internacional y un show de Broadway multitudinario. Los libros de Moore permanecen en el subsuelo. Están contaminados por la ficción de principio a fin. Tampoco ofrecen ningún testimonio. El autor no se pasea por sus páginas contando sus experiencia. Y lo peor de todo, son libros sobre la experiencia femenina escritos por un hombre. La escritura sobre el Otro es tabú. Una imposibilidad epistémica. En la cárcel del yo, la experiencia ajena es irrepresentable. Atenta contra la idea misma de representación.
El cambio climático, las cuchilladas a Homero o la puerta trasera del libro por la que el autor se escapa son metáforas que me parecen útiles para describir el fenómeno que me ocupa. Sin embargo, sigue haciendo falta una metáfora central. Un mito vertebrador. Narciso sería una opción viable, una figura de la tradición con apartamento de propiedad en el imaginario moderno. ¿Cuál es la ausencia que precipita la catástrofe de Narciso? Es la falta de imaginación. Narciso es prisionero de su reflejo. No puede imaginarse a sí mismo, ni tampoco nada más, salvo a partir de ese reflejo inmediato, que ocupa todo su mundo mental. En literatura, la imaginación cada vez más se ve empujada a los subgéneros “populares”. A la fantasía, a la ciencia ficción. Al simple entretenimiento. Los lectores serios buscan otras cosas. Hoy en día, William Blake sería considerado todavía más un lunático que en su propia época. Su eclosión imaginativa es un galimatías. Puede que para una conciencia de otra época, su Jerusalén sea el gran poema épico sobre la Inglaterra moderna. Hoy en día, sin embargo, su obra se consideraría irrelevante. No hay inmediatez. No hay nombres ni lugares reconocibles. No hay testimonio ni información. Todo es mitopoiesis e invención de mundos. Topónimos y patronímicos extraños. Jerusalén es todo, de principio a fin, ficción.
El Narciso contemporáneo no es ninguna figura trágica. No solamente no se ahoga, sino que emerge triunfante. Es un héroe de la afirmación constante de uno mismo. Quizás, para entender mejor su suerte, convenga no imaginarlo en la orilla de un lago, en tiempos más bucólicos. Quizás convenga imaginarlo en un lugar público, en una taberna por ejemplo, donde la gente pueda oírlo hablar de sí mismo y aplaudirlo. Y donde haya más como él. Cientos de narcisos. Miles de narcisos, cientos de miles. En una taberna virtual, cada uno con su webcam, con sus actualizaciones de estado y sus canales de YouTube. Un mundo donde la engorrosa codificación de la realidad ha desaparecido y todos podamos contar, a tiempo real y en igualdad de condiciones, nuestra experiencia sin filtrar.
Narciso en la taberna
La ficción ha muerto. Se trata de una variación obvia sobre un eslogan cíclico de los medios de comunicación. La novela ha muerto. El rock and roll ha muerto. Las armas de la publicidad dedicadas a las guerras de la crítica. Optimismo hegeliano. Dialéctica histórica, con sus justos vencedores. Una sociedad futura sin géneros literarios, en la que hayan sucumbido todas las demarcaciones. Esta vez, sin embargo, parece que las noticias de esa muerte no son tan exageradas. La ficción ha muerto. El mantra no solamente lo repiten radicales de la crítica, guerrilleros del campus. Se trata de un cambio climático. Los meteorólogos del consumo cultural comprueban sus instrumentos de medición y anotan los datos. Ciencia dura. Los negacionistas se equivocaban. El cambio climático es real.
Los editores lo saben, y ellos manejan el timón. Los escritores parecen saberlo también, aunque en este cambio climático no está del todo claro si los escritores son los elementos contaminantes o la lluvia ácida. The Guardian y The New York Times hacen sondeos entre los escritores. Geoff Dyer, apóstol de la nueva iglesia de la no-ficción, registra con fidelidad el signo de los tiempos: “durante una gran parte de mi vida como lector, las novelas me suministraban casi toda la nutrición y el sabor que yo necesitaba. Eran divertidas, me enseñaban psicología, conducta y ética. Y luego, gradualmente, cada vez más novelas dejaron de satisfacerme; o bien me daban cada vez menos de lo que yo necesitaba de ellas. La no ficción empezó a quedarse con más terreno y así fue como se aceleró el abandono de la ficción”. Otro mantra, esta vez del novelista inglés Will Self, en su reciente ensayo “La muerte de la novela (esta vez de verdad)”: “solamente porque estés paranoico no quiere decir que no vayan a por ti”.
Es posible que la Nueva Era no tenga un mesías, pero está muy lejos de ser un movimiento laico o ateo. Tiene apóstoles y héroes. Tiene soldados y mártires. Tiene sus voceros apocalípticos subidos en cajas de cartón. Antes que Dyer, en los años 90, el escritor alemán W. G. Sebald incluyó fotografías en blanco y negro para ilustrar sus novelas, donde la ficción ya empezaba a ser escrupulosamente sacada a empujones de su casa, metida en trenes y enviada a su muerte por gas. Una nueva ética se adivinaba en ese gesto. La memoria y el testimonio. La escritura como registro de una desaparición. Y la imaginación como el vicio que fomentaba esa desaparición. Cuando en 1973 Tom Wolfe decretó la muerte de la novela y su reemplazo darwiniano por el Nuevo Periodismo, al mismo tiempo se estaba produciendo la última Edad de Oro de la novela americana. Puede que el cambio climático se estuviera gestando, pero ciertamente no era visible.
La diatriba de Wolfe se entiende mejor dentro de las Guerras de la Novela. Esos conflictos dialécticos internos que daban vida al género. Procesos definitivamente no tanáticos. Vistas hoy en día, las Guerras de la Novela son un ciclo mítico fabuloso. Héroes barbudos en buhardillas sin estufa. Manifiestos escritos en servilletas. Las trincheras de la representación. La entrada de la Historia y la crónica social engendró el realismo literario del XIX. El colapso de la cronología y la conciencia moderna generó el modernismo. Máscaras animistas y palabras incomprensibles para la tribu. Vinieron después los neorrealismos de posguerra, los Angry Young Men, jóvenes socialistas de la clase media degollando a burgueses en el altar del eterno retorno. Y la novela, siempre recibiendo una transfusión o un trasplante en el último momento. Capote y Mailer escribieron sus novelas sin ficción desde esas trincheras de la representación. El destierro del artificio, de la ilusión, es un módulo de subversión. Se repite durante la historia. Son golpecitos en el hombro de un alumno díscolo, la novela, que se distrae constantemente en clase y necesita que le llamen la atención para volver a la realidad. Al presente. A lo que importa. Y para que olvide sus fantasías.
Pero entonces, ¿qué es distinto en el cambio climático actual, si es que hay algo distinto? Si la ficción está muriendo, ¿cómo y por qué está muriendo? Y lo que es más importante, ¿por qué esa muerte parece ser un alivio para tantos? El alivio de un niño a quien le cancelan la engorrosa visita a su tía-abuela. A quien le cancelan un examen por falsa amenaza de bomba. Pero esta cancelación parece ir en contra del sentido común. Si la novela es la caja de trucos cervantina, la broma infinita, el contenedor sin fondo del que nada queda fuera, ¿por qué entonces desterrar la cosa que precisamente le dio su razón de ser en el inicio? La invención entendida como el pecado original de la literatura. El nuevo catecismo brota en forma de grafitis pintados en las tapias y las esquinas. Su lema es: “Basado en hechos reales”. Herodoto, Calímaco y Catulo enmascarados en un callejón, tendiéndole una emboscada al viejo Homero y asesinándolo a puñaladas.
En su célebre manifiesto en forma de collage, Hambre de realidad, el crítico David Shields se proclama a sí mismo el Pablo de Tarso de la Nueva Era. Su hastío furibundo hacia los personajes y tramas inventados reclama una nueva iconoclastia. “Hay que dar pasos para asegurarnos de que nuestros textos sagrados queden del lado de los hechos y de que las escrituras no terminen en el callejón sin salida de la ficción”, nos dice. Y en otro pasaje: “Los creadores de personajes, en el sentido tradicional, ya no consiguen ofrecernos nada más que marionetas en las que ellos mismos ya no creen”. Pronto, promete su libro, seremos libres de esos cansinos artificios. Su cansancio es real, sin duda. Es el cansancio de millones de lectores. Es la fatiga y el escepticismo de miles de editores. Hambre de realidad no es ni mucho menos la única diatriba contra la invención literaria que puede leerse hoy en día. David Hare, poco después de dirigir la adaptación teatral de “El año del pensamiento mágico” de Joan Didion, otra apóstol temprana de la nueva religión, dijo públicamente: “Las dos palabras más deprimentes que tiene el idioma inglés son: ficción literaria”.
El ensayo de Shields, sin embargo, encierra una paradoja más curiosa. Nunca un panfleto cultural polemista estuvo tan alineado con el signo de los tiempos. El gesto radical coincide con la acción institucional. El manifiesto supuestamente subversivo se ensaña con una forma literaria que ya ha sido herida de muerte. El accionista millonario del gran grupo editorial forma pareja de dardos con el crítico bohemio.
El cansancio de nuestra cultura hacia la novela tiene un componente físico cada vez más importante. Es un cansancio que genera irritación. El cansancio que nos provoca la lentitud. “Libros para gente que considera que la televisión es demasiado lenta”, se llama un capítulo del libro de Shields. La ficción literaria es lenta y pesada. Tenía sentido como entretenimiento en épocas pasadas, nos dicen sus detractores, cuando todavía no existían las series de televisión. Y lo que es peor, la ficción literaria no es lo bastante inmediata porque se erige en mediadora entre el lenguaje y la realidad. Es una intérprete de la realidad que ya no queremos. Nuestro cultura está formada por bloques y fragmentos de realidad mucho más breves e inmediatos. Actualizaciones de estado. Crónicas periodísticas. Retransmisiones en directo. Opiniones. Millones de opiniones todos los minutos. Testimonios. El testimonio como forma suprema de la no mediación. El testimonio es mejor sin ficción porque es más directo.
La idea de que el testimonio es la forma suprema de representación es central en el catecismo de la Nueva Era. Sin embargo, no es un precepto que estuviera presente en escuelas anteriores de narrativa documental. Truman Capote se sacó a sí mismo por la puerta de atrás de A sangre fría. En Arrastrarse hacia Belén, la conciencia de Joan Didion dentro del texto es una membrana neurasténica, fina y flexible, un correlato de nuestro horror como lectores. Es importante especificar que la actual novela sin ficción no se distingue formalmente de sus antecedentes históricos. En busca del tiempo perdido y el Viaje al final de la noche. Yonqui de Burroughs, En la carretera y Miedo y asco en las Vegas. El amante de Duras y Fiesta de Hemingway. La memoria y la ficción ya se habían combinado de todas las formas imaginables. La novela sin ficción ya fue explorada en todos sus grados. La concupiscencia entre formas ya no tiene lugar en las trincheras de la representación. Con Las tribulaciones del joven Werther, Goethe clavó un cuchillo sensacionalista en el corazón de la novelística de su tiempo. Eliminar la ficción fue una operación subversiva entonces, igual que en otras épocas. La autoficción contemporánea, sin embargo, repite los modos de la metaficción y de la novela autobiográfica de toda la vida. La diferencia está en otra parte. Quienes afirman hoy que la ficción ha muerto no están proclamando un credo estético. La suya es una soflama ética.
La actual novela sin ficción es, principalmente, amiga del mercado. Antony Beevor, ganador del premio Samuel Johnson y de prácticamente todos los premios internacionales de no ficción, dice: “La mezcla de hechos históricos con ficción se ha usado bajo múltiples formas desde que empezó la narrativa. Sin embargo, el híbrido actual tiene una génesis distinta, y lo incluyen diversos factores. Se trata de un intento guiado por el mercado de satisfacer el deseo actual, en un mundo acelerado, de aprender y ser entretenido al mismo tiempo. En cualquier caso, parece que estamos experimentando una necesidad de autenticidad incluso en las obras de ficción”.
El autor que opta por abandonar la ficción recibe su recompensa casi de inmediato. El escritor francés Emmanuel Carrère, sin ir más lejos, abandonó la escritura de novelas con ficción después del éxito internacional espectacular de su libro El adversario, en el año 2000. Le esperaban la grandeza y los adelantos millonarios. A diferencia de Capote, Carrère no se saca a sí mismo por la puerta de atrás. Su yo no es el yo transparente o ausente del Nuevo Periodismo. Él ocupa el centro del relato. La misma estrategia se repite en docenas de títulos sin ficción. Y el correlato del exhibicionista es el pornófilo. Consideremos En mil pedazos de James Frey, Richard Yates de Tao Lin, Mi lucha de Karl Ove Knausgård. Obras legitimadas con el sello de “basado en hechos reales”. En todas es central el sensacionalismo de unas vidas supuestamente extremas. Las drogas, el sexo con menores, el alcohol. Su variante apta para todos los públicos es el testimonio del drama familiar. La familia disfuncional, el trauma de infancia, la muerte en la familia. Lo íntimo transformado en espectáculo. El lector se acerca al espectador de pornografía, al stalker morboso, anónimo en su dormitorio. El yo exhibicionista hace alarde de su falta de filtros. El mismo yo exhibicionista de las redes sociales, de los reality shows, de los blogs y las webcams. De vidas ajenas de Carrère se lee igual que uno contempla videos caseros de tiroteos y desastres naturales. Turismo de catástrofes. La revelación impúdica.
Las trincheras de la representación se han vaciado porque el mismo concepto de representación ha sido subvertido. Su lugar lo ha ocupado la representatividad. En el capitalismo avanzado, el derecho a publicar la experiencia del yo es universal e inalienable. Se impone a todas las demás consideraciones. La manifestación de la experiencia del yo, de su grupo étnico, de su grupo de género, es el fin de la obra. En su opúsculo Todos deberíamos ser feministas, Chimamanda Ngozi Adichie hace hincapié en los aplausos que la lectura del texto recibió cuando fue leído públicamente en el contexto de las conferencias TED. Se trata de un hincapié innecesario. Todos deberíamos ser feministas ha sido traducido en el mundo entero y ha vendido cientos de miles de copias. De la infrarrepresentación a la sobreexposición. El aplauso es unánime. El opúsculo tiene una versión en YouTube para quien no quiera leer sus 40 páginas. Una versión todavía más inmediata. El yo de la autora aparece en todas y cada una de sus frases. Es un monumento perfecto a lo testimonial, sin patógenos que lo contaminen.
En su novela gráfica sin ficción de 2006 Fun Home, Alison Bechdel combina dos de los temas favoritos del mercado: la familia disfuncional y la identidad homosexual. En la misma época, el escritor británico Alan Moore publicaba íntegramente dos de sus obras más ambiciosas, Promethea y Lost Girls. Los dos libros de Moore no solamente son épicos por sus dimensiones y su ambición literaria. También tratan del poder de la mujer y de la redefinición de su rol en el mundo posmoderno. Fun Home es un gigantesco bestseller internacional y un show de Broadway multitudinario. Los libros de Moore permanecen en el subsuelo. Están contaminados por la ficción de principio a fin. Tampoco ofrecen ningún testimonio. El autor no se pasea por sus páginas contando sus experiencia. Y lo peor de todo, son libros sobre la experiencia femenina escritos por un hombre. La escritura sobre el Otro es tabú. Una imposibilidad epistémica. En la cárcel del yo, la experiencia ajena es irrepresentable. Atenta contra la idea misma de representación.
El cambio climático, las cuchilladas a Homero o la puerta trasera del libro por la que el autor se escapa son metáforas que me parecen útiles para describir el fenómeno que me ocupa. Sin embargo, sigue haciendo falta una metáfora central. Un mito vertebrador. Narciso sería una opción viable, una figura de la tradición con apartamento de propiedad en el imaginario moderno. ¿Cuál es la ausencia que precipita la catástrofe de Narciso? Es la falta de imaginación. Narciso es prisionero de su reflejo. No puede imaginarse a sí mismo, ni tampoco nada más, salvo a partir de ese reflejo inmediato, que ocupa todo su mundo mental. En literatura, la imaginación cada vez más se ve empujada a los subgéneros “populares”. A la fantasía, a la ciencia ficción. Al simple entretenimiento. Los lectores serios buscan otras cosas. Hoy en día, William Blake sería considerado todavía más un lunático que en su propia época. Su eclosión imaginativa es un galimatías. Puede que para una conciencia de otra época, su Jerusalén sea el gran poema épico sobre la Inglaterra moderna. Hoy en día, sin embargo, su obra se consideraría irrelevante. No hay inmediatez. No hay nombres ni lugares reconocibles. No hay testimonio ni información. Todo es mitopoiesis e invención de mundos. Topónimos y patronímicos extraños. Jerusalén es todo, de principio a fin, ficción.
El Narciso contemporáneo no es ninguna figura trágica. No solamente no se ahoga, sino que emerge triunfante. Es un héroe de la afirmación constante de uno mismo. Quizás, para entender mejor su suerte, convenga no imaginarlo en la orilla de un lago, en tiempos más bucólicos. Quizás convenga imaginarlo en un lugar público, en una taberna por ejemplo, donde la gente pueda oírlo hablar de sí mismo y aplaudirlo. Y donde haya más como él. Cientos de narcisos. Miles de narcisos, cientos de miles. En una taberna virtual, cada uno con su webcam, con sus actualizaciones de estado y sus canales de YouTube. Un mundo donde la engorrosa codificación de la realidad ha desaparecido y todos podamos contar, a tiempo real y en igualdad de condiciones, nuestra experiencia sin filtrar.