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La deconstrucción en arquitectura. Historia de un malentendido

Sobre ‘Les arts de l’espace. Écrits et interventions sur l’architecture’
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“Contrairement à l'apparence, ‘déconstruction’ n’est pas une métaphore architecturale.”
Jacques Derrida

INTRODUCCIÓN

La recopilación de artículos, cartas, conferencias y entrevistas de Jacques Derrida relacionados con la arquitectura que Ginette Michaud y Joana Masó han publicado recientemente en Editions de la Différence es una excusa perfecta para investigar la confluencia entre los ámbitos de la filosofía y la arquitectura que se produjo en la década de los ochenta, sobre todo a partir de la relación entre el filósofo y Peter Eisenman, pero también por los contactos del primero con otros arquitectos como Bernard Tschumi o Daniel Libeskind. El libro puede servir para trazar un recorrido por la fortuna del término deconstrucción, un concepto filosófico que con el paso de los años cristalizó en un estilo formal, provocando no pocos equívocos y malentendidos entre el significado inicial de la palabra y su aplicación posterior para describir estructuras inestables, peinados oblicuos, ropa deshilachada o recetas de cocina espumosas. La pregunta que subyace en el libro es si la filosofía puede servir como modelo para construir algo habitable o debe permanecer en el ámbito de la teoría, cuestionándose “desde fuera” la idea de lugar sin incidir directamente en él. Lo cierto, en todo caso, es que Derrida ejerció una influencia en una serie de arquitectos que intentaron traducir la intensidad de su lectura en algo tridimensional (un tipo de influencias, las de la filosofía en el ámbito de la arquitectura, que se ha repetido a lo largo de la Historia, como recordó Erwin Panofsky en Arquitectura gótica y pensamiento escolástico al poner en relación a Tomás de Aquino con los constructores de los monasterios benedictinos franceses a finales del siglo XII).

La crisis de la cultura moderna, el triunfo científico y el fracaso del mayo del 68 generó una actitud escéptica respecto a grandes mitos como el marxismo, y una parte de los filósofos cambiaron la revolución política por la lingüística. Así surgió el post-estructuralismo, con pensadores como Kristeva, Barthes, Deleuze, Lacan, Foucault o el propio Derrida. El filósofo comenzó a usar la palabra deconstrucción en los años 60 para describir una práctica de lectura, desmontaje y reescritura de textos de la tradición occidental con el objetivo de replantear su sentido y poner en crisis las estructuras binarias del discurso metafísico occidental (habla y escritura, naturaleza y cultura, forma y contenido…). Esta práctica tuvo una rápida influencia en Estados Unidos, dónde el filósofo era muy conocido desde la conferencia que dio en la Universidad Johns Hopkins el año 1966 titulada “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, uno de los primeros ataques al estructuralismo francés.

Esta época coincidió con un momento en el que la arquitectura también vivía un replanteamiento de su sentido por el agotamiento de la función ideológica de la arquitectura moderna y el escepticismo ante su objetivo progresista fundacional. El historiador italiano Manfredo Tafuri, marxista y seguidor de la Escuela de Frankfurt, criticó la subordinación de los arquitectos a determinantes económicos y su alejamiento de los procesos sociales, lo que le llevó a trazar una historia crítica de la profesión para insuflarle un espíritu revolucionario. Uno de sus focos de interés fue los Five Architects, un grupo de arquitectos estadounidenses que intentaban aplicar en sus proyectos soluciones formales heredadas de la arquitectura racionalista. Su miembro más destacado fue Peter Eisenman, que inició su trabajo a finales de los años 60 proyectando una serie de casas. La búsqueda de una sintaxis arquitectónica le animó a alimentarse del campo de la lingüística, específicamente de la idea de estructura profunda del lenguaje investigada por Chomsky. Intentó reducir cada una de las casas a un ejercicio de descomposición del cubo mediante su rotación, traslación o división de puntos, líneas y planos, unos ejercicios en los que elementos programáticos como cocinas, chimeneas, escaleras o baños quedaban atrapados en los intersticios de la trama abstracta, y que recuerdan las obras que Sol LeWitt realizó durante esa misma época. La búsqueda de una autonomía del lenguaje arquitectónico provocó su indiferencia hacia el lugar del emplazamiento de cada proyecto así como hacia su función comunicativa (en ese momento defendida por Robert Venturi). El año 1978 Eisenman proyectó la House X, según él, su último proyecto “estructuralista”, ya que a partir de entonces su arquitectura comenzó a sufrir un proceso de fracturación interna y de dislocación progresiva influenciado por sus lecturas de Derrida y Nietzsche.

En sus posteriores proyectos, Eisenman intentó detectar las convenciones del lenguaje arquitectónico, como los opuestos binarios entre estructura y decoración, o abstracción y figuración, así como la misma idea de función: “yo no quiero usar la historia dialécticamente, sino como el lugar para un topos potencialmente nuevo, digamos, el nuevo lugar. Lo bueno reside en lo malo, y lo malo en lo bueno. Esto es lo que yo creo que quiere decir Derrida. La historia puede ser utilizada para averiguar qué es lo que se está reprimiendo. Yo uso la abstracción para encontrar lo que reprime —la abstracción reprime la figuración— y por ello es por lo que comienza a aparecer la figuración en mis proyectos”. En trabajos posteriores como el del Cannaregio (1978) en Venecia, Wexner Center for the Arts (1983-1989) en Columbus, o el Checkpoint Charlie (1983) en Berlín apareció un nuevo interés por proyectar a nivel de suelo, manipulando trazos de antiguos planos de cada lugar con la retícula de Mercator o con proyectos anteriores no construidos, en una conjunción de rejillas que se contraponían sin jerarquías. En un tono un tanto mesiánico, Eisenman explicó que tras lo ocurrido el 1945 la ciencia moderna tenía el potencial de extinguir toda la civilización. Este hecho rompió la triada clásica de pasado, presente y futuro, al poner en jaque este último. Esto provocó que el tiempo se hubiera revuelto y que en sus proyectos intentara mezclar la memoria del lugar con la inmanencia, la ruina o la ficción. En 1982 afirmaba que “ya no me intereso por la semiología. Lo que me interesa es la expresión poética, y creo que son cuestiones muy diferentes. Como tampoco me intereso por la filosofía, sino más bien por la ficción. Creo que la ficción es en realidad mucho más filosófica que la filosofía (…) se pueden alinear frases arquitectónicas que sean correctas desde el punto de vista de la sintaxis, pero eso no quiere decir que contengan poesía”. Para Rafael Moneo, el proyecto en el que Eisenman trató de aplicar al pie de la letra la deconstrucción, tal como se entiende el término en la crítica literaria, fue Romeo and Juliet en Verona (1985). En él, el arquitecto ofreció un “texto arquitectónico” con la intención de ”construir” la historia de estos dos personajes en el mismo lugar donde supuestamente tuvo lugar, los castillos de sus respectivas familias. El arquitecto realizó tres proyectos simultáneos por cada una de las tres versiones de la historia (la del supuesto suceso real, la versión de Shakespeare y la operística) y los superpuso en el emplazamiento mediante el scaling, es decir, jugando con las escalas originales de cada proyecto y de los referentes arquitectónicos del emplazamiento. Al producirse esta ampliación y reducción de la escala de la trazas urbanísticas, el ser humano dejaba de ser la medida del proyecto, lo que suponía un rechazo a la metafísica de la presencia en el diseño arquitectónico.

Este tipo de proyectos acrecentaron la distancia entre Eisenman y Manfredo Tafuri, que desconfiaba del post-estructuralismo por verlo como un producto burgués sin una intención política realmente transformadora. De hecho, en esta época, el crítico italiano dejó de interesarse por la arquitectura contemporánea al entenderla como un ámbito agotado. Eisenman comentó que “nunca consideró la obra desde un punto de vista político”, y esta declaración es importante porque ejemplifica la indiferencia del arquitecto hacia cualquier planteamiento ideológico, lo que en el futuro supondría el talón de Aquiles de la deconstrucción.

PARQUE DE LA VILLETTE

Como se intuye en la entrevista mantenida entre Derrida y Eva Meyer el año 1984, el documento más antiguo recopilado en Les arts de l’espace. Écrits et interventions sur l’architecture, el filósofo no era ajeno a la influencia que estaba comenzando a ejercer en una serie de arquitectos que no tardarían en ponerse en contacto con él para futuras colaboraciones. La primera, y quizás la más emocionante, es la propuesta del arquitecto Bernard Tschumi que, tras ganar el polémico concurso del Parque de la Villette en París el año 1983, pidió a Derrida y a Eisenman que diseñaran conjuntamente una zona del parque. En su descripción del proyecto, que hay quien lo comparó con el de Cannaregio de Eisenman, Tschumi citó a Blanchot, Foucault y Lacan, y explicó que “la locura sirve como constante referencia en todo el parque, ya que está presente para ilustrar un hecho característico de finales del siglo veinte: las disyunciones y dislocaciones entre uso, forma y valores sociales”. El proyecto abarcaba 55 hectáreas de terreno, lo que lo convertía en uno de los parques más grandes de la ciudad. Para que el plan urbanístico no se desdibujara ideó una serie de líneas/caminos y 26 construcciones denominadas por el propio arquitecto “folies”, edificios pensados ​​por la forma antes que por la función. De hecho muchas de ellas no tenían originariamente ningún uso asignado, convirtiéndose con el tiempo en almacenes, restaurantes u oficinas del parque. La propuesta de colaboración realizada a Derrida y Eisenman tuvo lugar el año 1985 y en ella se les invitaba a proyectar un jardín que únicamente debía contener agua y minerales, sin vegetación. La intención de crear en el emplazamiento un palimpsesto de estructuras y estratos (a la manera del Romeo and Juliet explicado anteriormente) llevó al filósofo y al arquitecto a utilizar los planos de los antiguos mataderos ubicados en el lugar, el proyecto de Eisenman en el Cannaregio y las folies de Tschumi, cambiados de escala y superpuestos con diferentes relieves, a la manera de un laberinto. Por último, Eisenman quiso evitar que la participación de Derrida fuera únicamente discursiva y le pidió que planteara un objeto para el jardín. En una carta escrita el 30 de mayo de 1986, Derrida le envió un dibujo y su interpretación. El punto de partida era una reflexión sobre la práctica arquitectónica a partir de la noción de Khôra que aparece en el Timeo de Platón. En él se describe una estructura binaria del universo dividida por el mundo de las ideas y de lo sensible, del molde y de las copias. En el pasaje más enigmático de este texto, el filósofo griego admite que hay un tercer elemento: el lugar donde lo ideal toma forma. Este lugar es denominado Khôra y, si bien es irrepresentable puesto que no es idea ni materia, en el texto se describe como un tamiz que mezcla los cuatro elementos, criba lo sustancial de lo insustancial y disemina las ideas. Siguiendo esta explicación, Derrida propuso un ejercicio de traslación de un concepto filosófico abstracto a lo real: incluir un “filtro filosófico” en el jardín, un objeto dorado que “se parecería a una trama, a un cedazo o a una rejilla y a un instrumento musical de cuerda”. Este elemento pasó a formar parte del proyecto, que Eisenman tituló Chora L Works, nombre que no sólo remite al pasaje del Timeo, sino que también tenía resonancias con el trabajo coral, con la idea de coreografía, de algo vocal, y al mismo tiempo con el coral, lo petrificado.

DECONSTRUCTIVIST ARCHITECTURE

El año 1988 el MoMA acogió la exposición Deconstructivist Architecture, comisariada por Philip Johnson y Mark Wigley (si bien en una entrevista John Hejduk aclara que la iniciativa partió de Eisenman). Además de las obras de Eisenman o del proyecto de la Villette de Tschumi, se incluyeron otros de Frank O. Gehry, Libeskind, Rem Koolhaas, Zaha Hadid y Coop Himmelb(l)au. De un modo un tanto sorprendente, en el texto introductorio del catálogo de la muestra Wigley aclaró que la denominación de arquitectura deconstructivista “no deriva de la modalidad filosófica llamada deconstrucción, emerge de la tradición arquitectónica”. El término procedía del constructivismo ruso: “se llaman deconstructivistas porque si bien arrancan del constructivismo, constituyen una desviación radical de él”. A pesar de esta explicación, la muestra no sólo no dejó de estar asociada al filósofo francés, sino que además popularizó esta alianza. En una crítica aparecida el mismo año en el primer número de la revista Arquitectura Viva, Luis Fernández-Galiano mostraba su escepticismo por esta adscripción, pues “colocarlos a todos bajo la advocación de un Derrida que prácticamente ninguno ha leído obedece más bien a la fascinación con la insólita popularidad el post-estructuralismo en las universidades norteamericanas que a una operación crítica e intelectual de gran calado”. Resulta paradójico que en el momento de mayor visibilidad de esa confluencia ente arquitectura y filosofía se produjera también su distanciamiento. En las entrevistas de la época, Eisenman mostraba reparos en utilizar el término deconstrucción “porque es demasiado metafórico y literal para la arquitectura” y confesaba que “probablemente he leído mal el trabajo de Derrida, pero leer mal es finalmente una manera de crear, y es a través de una mala lectura como llego a vivir en la realidad y que podía trabajar con él”. Lo cierto es que, como veremos más adelante, la deconstrucción se acabaría convirtiendo en un término estilístico mas que teórico o ideológico y su uso sirvió de legitimación o coartada intelectual a un ejercicio que acabaría siendo puramente formalista. En Les arts de l’espace. Écrits et interventions sur l’architecture también se describe la perplejidad de Derrida por la utilización del vocablo para definir una corriente arquitectónica. En la recopilación hay un incremento de textos del filósofo relacionados con la arquitectura a partir de 1988, la mayoría de ellos artículos o entrevistas que buscan aclarar su implicación en la corriente deconstructivista aunque también aparecen nuevas preocupaciones y relaciones, como la mantenida con Libeskind a partir del proyecto del museo judío de Berlín o el interés de Derrida por el urbanismo, a partir de una reflexión sobre Praga.

POPULARIZACIÓN

Además de la posible adscripción de una serie de arquitectos contemporáneos con el constructivismo ruso, lo que la exposición en el MoMA hizo visible fue la creciente influencia del uso del ordenador en los proyectos arquitectónicos. Si uno hojea el catálogo de la muestra advierte que muchas de las propuestas que recopila no tenían una vocación constructiva real, como de hecho había sucedido con el movimiento vanguardista del que se presuponían deudores. Sin embargo, el perfeccionamiento del cálculo informático y de la industria de la construcción haría posible poco después la edificación de ese tipo de proyectos, inimaginable apenas unos años antes (del dibujo utópico al render construible). Eisenman fue uno de los primeros arquitectos en advertir las cualidades del ordenador como instrumento para la manipulación de tramas y cuadrículas y, al mismo tiempo, como mecanismo de distanciamiento, capaz de generar resultados casi-automáticos. Frank O. Ghery, por su parte, aprovechará nuevos programas como el CAD/CAM o Catia (inicialmente creados en el seno de la industria automovilística y aeronáutica) para dar rienda suelta a su libertad escultórica. El llamado giro digital permitió calcular columnas inclinadas, estructuras asimétricas, paredes alabeadas o el recubrimiento irregular de los edificios, mediante piezas únicas y no repetitivas. Los arquitectos utilizaron nociones como pensamiento débil o pérdida de sentido global para plantear formas fragmentarias, disgregadas, desestructuradas, intentando plasmar físicamente el estado de ánimo de la época, pero sin una intención renovadora. Se pusieron en duda las estructuras sólidas, pero sin atacar la raíz, es decir, las instituciones políticas, sociales, culturales, pedagógicas o económicas que estos edificios albergaban en su interior. De este modo, con la evolución tecnológica, el denominado estilo deconstructivista se fue alejando de su origen y por el camino perdió cualquier tipo de planteamiento teórico reflexivo. Seguro que lo que acabo de describir no resulta extraño para los que estén familiarizados con el devenir de la arquitectura en España. De hecho, aquí tuvo lugar uno de los primeros accidentes derivados de estos nuevos planteamientos estructurales con el derrumbe el año 1993 del Palacio de Deportes de Huesca diseñado por Enric Miralles y que en su momento fue definido como “el Challenger de la deconstrucción”, abriendo el debate de la fortuna constructiva de este tipo de proyectos, polémica que quedó atenuada con la inauguración del Guggenheim de Bilbao de Ghery tres años después. Controvertida también fue la construcción del Pabellón Puente que Zaha Hadid diseñó para la Expo Internacional de Zaragoza el año 2008 o la pantanosa e inconclusa Ciudad de la Cultura de Galicia en Santiago de Compostela proyectada por el mismo Eisenman, ejemplos todos ellos del interés por las instituciones publicas de dotar a cada capital de provincia de edificios espectaculares que anunciaran su supuesta entrada en el siglo XXI. En una entrevista publicada el año 2011, Eisenman criticó este proceso, denunciando la proliferación de edificios icónicos pero vacíos, diseñados con una clara intención publicitaria. En un post publicado un año después, José Ramón Hernández Correa desarrolló esta idea al intentar describir infructuosamente las cualidades de un proyecto de Zaha Hadid que acaba de descubrir en internet. Tras mostrarse incapaz de saber si se trata de un complejo de viviendas o oficinas, un hotel o un centro comercial, su artículo atacaba su estética de Photoshop y el supuesto alarde técnico de la obra: “máquinas poderosas que rompen en facetas triangulares cualquier superficie alabeada y que calculan cremonas a lo bestia. Nada menos, vale, pero tampoco nada más”. La práctica arquitectónica colapsó en esta deriva formal, haciendo difícil cualquier trabajo crítico alrededor de ella, por su misma gratuidad, como si de hecho ya no se tratara de arquitectura y ésta tuviera que buscarse en otro lugar. Como ya advirtió en su momento Ignasi de Sola-Morales, “la acción sin reflexión es simplemente la ejecución de la ideología establecida”.

Por último, y como ejemplo del cortocircuito entre el origen del término deconstrucción y su aplicación formal, tenemos la obra del ingeniero español Javier Manterola, el más destacado de su generación, que define algunas de sus obras como deconstructivistas. No es casualidad que este estilo acabara calando fuertemente en el ámbito de la ingeniería, aunque lo hiciera únicamente en su vertiente constructiva. En una entrevista publicada el 2004, el ingeniero confiesa que “he fracasado del todo con Derrida, al que conozco por sus seguidores americanos y cuyo planteamiento intelectual me atrae extraordinariamente”. Manterola intenta ir a la fuente de su estilo pero no puede porque, como relata Les arts de l’espace, esa fuente es confusa y muchas veces fruto de un malentendido.

 
1 y 2. Cubierta del libro Les arts de l’espace. Écrits et interventions sur l’architecture; dibujo de Jacques Derrida incluido en una carta enviada a Peter Eisenman durante el proceso de ideación de Choral Works.
3 y 4. House III; dibujo incluido en Romeo and Juliet, ambos de Peter Eisenman.
5 y 6. Esquema del Parque de la Villette, de Bernard Tschumi; maqueta de Choral Works, de Jacques Derrida y Peter Eisenman.
7. Vista de la exposición Deconstructivist Architecture.
8. Ciudad de la Cultura de Galicia en Santiago de Compostela, de Peter Eisenman.