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Juan José Lahuerta: Fósiles inquietantes
Quedamos con Juan José Lahuerta (Barcelona, 1954) para charlar sobre su último libro, Antoni Gaudí. Fuego y cenizas, publicado este mismo año en la editorial Tenov. Arquitecto y historiador del arte, ha publicado libros como Destrucción de Barcelona (2005) y Estudios antiguos (2010), ha comisariado las exposiciones "Arte Moderno y revistas españolas" (Madrid, Bilbao, 1996) y "Universo Gaudí" (Barcelona, Madrid, 2002), entre otras. También ha sido asesor del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia (2004-2005) y senior curator del Museu Picasso de Barcelona (2010-2011). Hasta este pasado mes de julio fue jefe de colecciones del MNAC, puesto que ha dejado para volver a dar clases de Historia del arte y Arquitectura en la Escola Tècnica Superior d'Arquitectura de Barcelona.
Revisando tus artículos primerizos en la revista Carrer de la Ciutat, publicada entre los años 1977 y 1981, sorprende constatar que ya en ese momento escribes sobre Adolf Loos o Le Corbusier, arquitectos que han seguido captando tu interés hasta la actualidad. Se trata de un ejercicio de coherencia bastante impresionante.
Esa revista la hicimos unos cuantos compañeros –y hasta algunos amigos- en un despacho de la universidad, con una máquina de escribir y una fotocopiadora. Yo apenas tenía 22 o 23 años, estaba acabando la carrera. Los temas de los que nos ocupábamos no eran menores: de lo que se trataba, justamente, era de mostrar la cara oculta o la otra cara de cosas que se suponia que ya eran conocidas.
¿Lo hicisteis por una carencia de instrumentos para la crítica en Barcelona?
No exactamente. La verdad es que cuando salió Carrer de la Ciutat aquí se publicaban muchas revistas: Cuadernos de Arquitectura y Urbanismo, con números magnificos sobre el pla Cerdà, o el Gatepac, o entregas críticas sobre el turismo, ya entonces... El Colegio de Aparejadores tenia la revista CAU, que publicó cosas memorables contra la Barcelona de Porcioles. También salía 2C Construcción de la Ciudad, que era la revista de los rossianos barceloneses, o Arquitecturas Bis, que reunía a los miembros ilustres de lo que se daba en llamar “escuela de Barcelona”, además de otras revistas más “comerciales”, pero en ocasiones no menos interesantes, como Jano u On Diseño... y unas cuantas más.
¿Y cómo se posicionaba vuestra revista ante esta extensa oferta?
En aquella época a eso lo llamaban “critica radical”, aunque todo tenía muchas ramificaciones y no era nada sistemático. En Arquitecturas Bis se publicó una nota saludando el nacimiento de una nueva revista pero adviritiendo a los lectores que Carrer de la Ciutat era la publicación de los comunistas de la Escuela de Arquitectura. Nos identificábamos –y nos identificaban– con el grupo de Venecia, sobre todo con Manfredo Tafuri.
En una entrevista reciente mantenida con José Díaz Cuyás y publicada en Desacuerdos 8 comentas que Tafuri fue tu maestro. Conocí a una persona que también era estudiante en esa misma época y me comento que decidió no ser arquitecto después de leer al crítico italiano.
Es posible, pero no creo que en aquellos tiempos plantearse o no ejercer de arquitecto tuviese que ser necesariamente una decisión meditada: podía perfectamente ocurrir, como me pasó a mí. Cuando acabé la carrera llegué a hacer algunos proyectos, pero después solo me centré en la Historia o, por decirlo aún mejor, en la universidad, que era el lugar que de verdad nos agitaba: la tarima, la palabra... Lo que la lectura de Tafuri provocaba era un desvelamiento de un mito, el de la promesa de liberacion con el que la ideología de las vanguardias se ha impuesto al mundo –y aquí estamos, sufriendo las consecuencias. Para los estudiantes que empezaban la carrera la lectura de aquellos textos era determinante porque permitía explicar que la arquitectura no es una creación abstracta, sino que está inmersa en un sistema de división del trabajo y de lucha de clases: de hecho, decir “arquitectura” es absurdo: aquí lo que cuenta es la figura del arquitecto como intelectual inmerso en un determinado sistema de producción. Además a mitad de los setenta había una gran crisis económica, y sabíamos muy bien que cuando acabásemos la carrera no tendríamos trabajo. Eso derivaba en un compromiso con la universidad muy grande, en un convencimiento de que desde el ámbito académico, vuelto del revés, sí que se podia hacer algo.
¿Por lo tanto el hecho de que hayas permanecido siempre como profesor ha sido una decisión ideológica?
Ya te digo que no soy consciente de “decisiones” de ese tipo, pero sí que sería capaz de hablar del día a día, que es otra cosa. Cuando comencé a leer los libros de Tafuri él escribía sobre Renacimiento, Manierismo... en fin, categorías equívocas de cuyas ambigüedades y contradicciones era capaz de sacar petróleo. Luego publicó Teorías e Historia de la arquitectura, un libro difícil que explicaba la historia de la arquitectura como historia de la afirmación intelectual del arquitecto y de su constante “agonía” frente al poder -nada distinto a lo que ocurre necesariamente con cualquier “vanguardia”-, una visión radicalmente opuesta a la tradicional historia operativa, escrita por sus propios protagonistas. En sus últimos trabajos regresó a la arquitectura del Renacimiento, no sólo desplegando una gran erudición que le servía para asaltar con autoridad los terrenos ocupados por la Academia, sino tamibén con una visión aún más compleja, llena de infinitos matices. Tratar el “pasado” como él lo hacia era hablar del presente. Hay historiadores que prefieren rescatar supuestos artistas olvidados o que han estado al margen de la Historia oficial del arte. Una de las cosas que aprendí de Tafuri fue a dedicarme a los artistas y los arquitectos que, por decirlo así, forman la primera línea de las historias oficiales. Lo que hay que hacer es desmontar las lecturas ortodoxas, en sus puntos más fuertes, en sus máximas figuras. Lo que más me interesa es esta especie de socavamiento del poder que provoca la significación de lo insignificante y viceversa.
En tu caso este ejercicio de trazar una visión a contrapelo de la modernidad te ha llevado a centrarte en Gaudí y Dalí, dos figuras ya de por sí complejas y un tanto anacrónicas en su época.
Gaudí no es anacrónico –es un “personaje” de su momento, como otro cualquiera–, lo que lo convierte o no en anacrónico son las interpretaciones que se hacen de él. Al fin y al cabo, y sin paradoja, todo anacronismo pertece a su época. Si pensamos en las cronologías imaginarias con las que la historia se construye encontraremos siempre a Gaudí como a alguien muy anterior a Picasso, por ejemplo: Gaudí es un arquitecto Art Nouveau, es decir, póstumo, decadente, mientras que Picasso es el carácter destructivo que acabando con todo lo inventa todo de nuevo, pero la verdad es que en 1907, exactamente al mismo tiempo que Gaudí está construyendo la Casa Milà, Picasso está pintando las Demoiselles. Esas dos obras son sincrónicas, y pensar en eso es lo que nos ayudará a entenderlas. Lo anacrónico es inventarse esta supuesta evolución que lleva hacia un fin o tiene un objetivo, una idea de avance y emancipación que no puede sino generar frustación, porque ya está dada. Dalí, por su lado, sabía muy bien como utilizar esa especie de virus que se llama anacronismo, igual que lo sabían otros surrealistas como Louis Aragon, capaces de hacer surgir el pasado en el presente del mismo modo que los paIentólogos desentierran huesos fosilizados y los colocan, no en el pleistoceno, sino delante de nuestras narices, en nuestro plato a la hora de comer. La paleontología interpreta el pasado a través de los fósiles, pero los fósiles están aquí, en el presente, que es lo que de verdad cuenta. Yo llegué a Gaudí porque Francesco Dal Co me pidió que escribiera una monografia para Electa, Antoni Gaudí. Arquitectura, ideología y política (1993), y Dalí me interesó a partir de ese mismo momento porque era casi el único que había sido capaz de tratar a Gaudí como un paleontólogo.
O sea que Dalí te interesa desde Gaudí.
O al revés porque Gaudí es el fósil que Dalí desentierra para colocarlo entre nosotros, radicalmente y de un modo consciente: un revenant, un maldito hijo pródigo petrificado. Cuando Dalí escribe sobre Gaudí en el artículo "De la beauté terrifiante et comestible de l'architecture Modern Style" publicado el año 1933 en Minotaure, una revista muy lujosa que pretendía convertir en oro todo lo que tocaba, sólo hacía seis años que Gaudí había muerto, y en esa época su obra era denostada por la gente de “buen gusto” de Barcelona, que se habría quedado más tranquila derribando sus edificios y sustituyéndolos por otros modernos e higiénicos, con la excepción, eso sí, de la Sagrada Familia, un templo expiatorio del que en efecto podía obtenerse mucho rédito ideológico –y, como bien se ha visto, no sólo ideológico. Y lo mismo ocurría en París y en otros centros del “lirismo contemporáneo”, de las vanguardias domesticadas. Zervos, reseñando Cahiers d’Art la primera monografía sobre Gaudí publicada en Barcelona en 1928, decía que su obra era una ofensa para su ciudad, un ultraje. Dalí, pues, lo recupera desde ese “tiempo perdido” que es el presente, ni más ni menos. Esto es lo que descoyunta todas las articulaciones de una explicación homogénea y lineal, de precursores y rupturistas, de buenos y sus malos.
En un artículo sobre la situación de la crítica de arte en España, Juan Antonio Ramírez te distinguió como el “mejor representante de esa escuela iconológico-paranoica de historia del arte que se ha desarrollado en España, un fenómeno que parece haber resultado del cruce, aparentemente imposible, entre el rigor y la erudición académica con las matrices epistemológicas de Salvador Dalí”. También aclaraba que esta escuela estaba formada únicamente por dos miembros, tu y Ángel González. En una entrevista reciente explicas que González fue tu único interlocutor de verdad.
Noto muchísimo en falta a Ángel. Antes de conocerlo leí, entre otras cosas un poco más académicas, “Niagara Falls”, un texto que publicó en el catálogo de una exposición sobre –resumiendo mucho- figuración madrileña. Me pareció magnífico y poco después aproveché una ocasión en que vino a Barcelona para saludarle y proponerle que estuviera en el tribunal de mi tesis doctoral. Nos fuimos de copas y nos hicimos amigos. Debió ser en 1983.
Una de las cosas que os unía era el interés por el análisis del detalle, de las pequeñas cosas. Ambos habéis recelado de abstracciones o generalizaciones.
Cuando escribo me dejo llevar por el lenguaje, por la escritura… me ayuda a pensar. Hacerlo así me permite no caer en las trampas de las visiones generales que son las que simplifican. Esta actitud tiene que ver con mi materialismo: me gusta la vida, las cosas concretas, y con lo que investigo no pretendo construir poder: eso es básico, el poder es algo de lo que hay que huir. No hay autoridad en mi escritura, sino un (des)propósito que parte de las cosas, de sus nudos y enredos. Remontando los efectos puedo llegar a las causas, pero no por ello dejo de desviarme en todas las encrucijadas. Eso es lo que hace que las causas sean siempre inesperadas: que nunca estén al principio. Prefiero centrarme en los hechos minímos porque luego se demuestra que nunca lo son. Es como la piedrecita en el zapato del gigante. No construye poder a su alrededor, ni crea un poder alternativo: sólo molesta, duele, llaga. No hay que hacerse ilusiones, pero si ves ese hilo que, a poco que tires de él, te permitirá deshacer la camisa con la que se viste el poderoso, no esperes, tira.
Este interés por la cosa concreta también te ha llevado a recelar de la idea de imagen.
Desconfío de la idea de imagen como elemento virtual, sin soporte, que parece haberse impuesto definitivamente. Acabo de leer Christian Materiality de Caroline Walker Bynum. Se trata de un estudio sobre religiosidad medieval en el que la autora habla del valor absolutamente material, físico, de las obras de arte –aunque mejor sería decir de devoción– medievales. Son “imágenes”, o “figuras”, en las que, sin embargo, lo simbolizado literalmente se encarna. Estaban hechas para ser tocadas con las manos, para ser besadas, abrazadas, para ser gastadas… o para ser desruidas a hachazos, para ser quemadas o castigadas, arrojándolas al mar atadas a una piedra, por ejemplo: ¿qué mejor prueba de la gravedad? El poder no estaba en la imagen, sino en la presencia material…
Es algo que también detectaron los iconoclastas barceloneses durante la Setmana Tràgica, ¿no? En tu libro Gaudí. Fuego y cenizas, del que hablaremos más adelante, comentas que para ellos los edificios y imágenes religiosas no eran la expresión de un poder sino que lo tenían, tenían poder. Volviendo a lo que comentas, no puedo evitar contraponer las imágenes limpias, sin carne, del Google Images con tu búsqueda de postales, fotos, revistas o libros en los mercadillos. Pesquisas que han sido indispensables para escribir algunos de tus libros, como Photography or Life. Popular Mies, en el que trazas una investigación de la recepción de la obra del arquitecto alemán a través de su reproducción en revistas populares.
Sí, claro, me gusta buscar en las librerías de viejo, en los mercadillos… así se forma mi propia librería, que está llena de las casualidades que provocan las afinidades electivas y que, por tanto, probablemente sólo me sirve a mí.
¿Y en esta biblioteca hay algún libro que te haya influido de un modo especial? Ángel González habló de El ojo y el espíritu, de Maurice Merleau- Ponty y antes lo has hecho de Teorías e Historia de la arquitectura de Tafuri, ¿hay alguno más?
He dicho “librería”, no “biblioteca”, que tiene un sentido universal que la librería privada no tiene. Justamente por eso no creo que exista un libro que me haya influido más que otros, del mismo modo que no hay “tres cosas que me llevaría a una isla desierta”, etc. etc. Está claro que el libro de Tafuri determinó de algún modo mi manera de ver y tuvo muchas consecuencias en el trabajo que he hecho posteriormente, pero eso es lo que los estudios tienen que provocar en la formación de los jóvenes, ¿no? Yo no creo en los libros que “iluminan”. Las apariciones, las epifanías, están ligadas al poder y a todos sus fanatismos. Los Reyes Magos, Pablo de Tarso, Lourdes… los surrealistas descubriendo siempre a los grandes artistas que tienen que cambiar el mundo gracias a una visión repentina a través de un escaparate… No me gustan esas cosas.
¿Ni siquiera al visitar por primera vez las obras de Gaudí?
Yo nací en Barcelona y, por tanto, no recuerdo la primera vez que vi sus obras: forman parte cotidiana de mis recuerdos de infancia, como la juguetería que había en la esquina, que me fascinaba mucho más que esas obras, desde luego. De niño jugaba en la plaza de la Sagrada Familia y aprendí a ir en bicicleta en el Park Güell. Pero ya te he dicho que esta idea de deslumbramiento, de aparición que divide la vida –o, al menos, un pedacito de ella– en un antes y un después, pertenece a las fantasías de poder. Pablo cayó del caballo camino de Damasco, pero yo no me fío: prefiero a los que pican piedra que a los que se caen del caballo. Parece que cualquier deslumbramiento basta y sobra para dotar de sentido a toda una vida, así, sin más, pero en cambio encontrar un significado profundo en las cosas insignificantes es otro asunto. Tiene que ver con el trabajo del arqueólogo tal como Freud lo describía de un modo muy inquietante: es lo interminable, es ir descubriendo fragmentos sabiendo que nunca se completará el rompecabezas, que siempre habrá qué hacer. En algún lugar Beckett decía que no hay nada que hacer, pero que hay que hacerlo.
Con apenas 30 años abriste CRC, una galería de arquitectura con Antonio Pizza, donde expusisteis planos y dibujos de Alejandro de la Sota, Giorgio Grassi, Josep Maria Sostres, Antoni Bonet Castellana o Viaplana y Piñón, entre otros. Más adelante también escribiste artículos sobre las obras de Miralles y Pinós, de Juan Navarro Baldeweg... Es como si por un tiempo hubieras querido ser el crítico que va de la mano del arquitecto, que describe sus pasos a medida que va construyendo... en cambio eso te dejó de interesar.
Nunca quise ser y nunca fui un crítico operativo, y ni siquiera he ejercido nunca de crítico en el sentido lato del que escribe crónicas, pero hablar del trabajo de Viaplana y Piñón –por ejemplo– en aquel momento era una necesidad. Una obra como la Plaça dels Països Catalans exigía algún tipo de explicación, y la prueba es que se ha convertido en un lugar maldito, maltratado por los mismos que la construyeron, que han preferido su ruina que su brillo. Pero en cualquier caso es cierto que no me interesan las “actualidades”. Me interesa mucho más como puede incomodar al presente hablar del pasado. Trabajar con restos y en estratos inesperados. Es lo que hablábamos del fósil. Esa es mi manera de hablar sólo del presente –de estar.
Esto tiene que ver con lo que comentas en la entrevista con Cuyás: “Me da la impresión de que lo que ocurre ahora en el mundo del arte se puede explicar mejor hablando de Cham, de Manet o Duchamp que haciéndolo de cualquier artista actual”.
Lo que digo es que hay que hacer que estas obras surjan aquí y ahora para inquietar el presente. Esos artistas son el espejo en el que mirarse, pero no porque fueran grandes artistas –que también–, sino porque la historia los ha convertido en monstruos. No están en una estancia olvidada en el pasado a la que podemos ir de visita sin que nada nos ocurra. Todo lo contrario: están aqui y todavia son la pieza con la que este mundo se construye y se destruye. Y estoy hablando de arte y multitudes, de exposiciones blockbuster, de esas infinitas colas de “visitantes” con las que babea el poder. Pues expliquémonos esas cosas. No es la historia, es el presente.
El pasado mes de julio anunciaste que dejabas el cargo de Conservador Jefe del MNAC tras tres años para retomar tus clases en la Universidad. ¿Qué sucedió?
Este asunto da para otra entrevista... En todo caso he tenido tiempo de hacer algunas cosas, como la reforma de la presentación de las colecciones de arte moderno, un espacio de 4.000 metros cuadrados con más de mil obras que van desde 1860 a lo años cincuenta del siglo XX. Significa una visión museológica y museográfica diferente a la que había, lo cual implica una visión distinta de la propia historia del arte, algo que hemos intentado que tenga continuidad, se matice y se precise con un programa de exposiciones temporales ligado a las colecciones y al museo.
En la reordenación de la colección de arte moderno intentaste romper con la idea noucentista del buen gusto.
Sí, el “buen gusto” de una historia canónica construida sobre una fantasía de clase.
Una colección con pocas obras de las vanguardias...
El museo que desde los años 80 del siglo XIX empezó a construir la burguesia barcelonesa es conservador, como no podía ser de otro modo, pero una colección conservadora no deja de explicar muy bien tanto la historia del arte, como el papel del arte en la historia, como el papel del artista en una sociedad que espera sus producciones simbólicas –por no hablar de lo que se puede disfrutar con la simple contemplación de las obras de arte. Quienes creen que en el MNAC podría haber habido una colección de vanguardia con un poco de cubismo por aquí, unas cuantas pinturas surrealistas por allá, algún holandés abstracto y algún constructivista ruso, como ocurre en muchos museos americanos, no están sólo demostrando su ignorancia de lo que de verdad, en sus capas profundas, es la modernidad, sino, peor aún, están proyectando sus propias frustaciones, sus complejos de campanario, sobre un museo del que no entienden nada –y lo malo es que eso es lo que creen quienes nos han administrado y nos administran. En el MNAC, como en la gran mayoría de los grandes museos europeos –quiero decir, los museos ligados a sus ciudades, a las sociedades de las que han surgido, a su propio humus– no hay ni puede haber, salvo como excepción, esas obras de vanguardia con las que todo se explica instantáneamente. Al contrario, lo que hay es una densidad de obras “desconocidas”, modernas por conservadoras y conservadoras por modernas –o sea, modernas por antonomasia. Una densidad infinitamente más compleja, infinitamente más in-ex-pli-ca-ble que la de las vanguardias transformadas en el passe-partout de gestores y políticos ignorantes y reaccionarios, siempre dispuestos a cortar cintas inaugurales. Los museos americanos a los que me refería han comprado sus obras en función de la historia que ellos mismos establecían paso a paso, a medida, y –claro– con mucho dinero; los grandes museos de las ciudades europeas se han construido gracias al aluvión de la historia, sin ganga: eso es lo que de verdad vale la pena, y ahí sólo está la posibilidad de resistencia. En este sentido las colecciones del MNAC son extraordinarias –y extraordinariamente incómodas. Siguiendo a Flaubert yo hablaría aquí de la incomodidad de las cómodas.
Hablemos ahora de Mudito, una editorial que fundaste y llevas dirigiendo desde el año 2004. Además de libros fundamentales en tu bibliografía como Destrucción de Barcelona has publicado a muchos otros autores. De hecho a través de los títulos de esta colección se puede trazar un mapa de algunos de tus afectos y intereses: Ángel González, Francesco Dal Co, Georges Didi-Huberman, Maria Vela... Piranesi, Krakauer, Carl Einstein… además de algunos artístas contemporáneos: Pedro G. Romero, Perejaume.
Ni que decir tiene que son dos artistas muy distintos, pero con una caracteristica común: escriben sobre lo que hacen y, aún mejor, escriben como hacen. Pedro G. Romero habla del arte o de sus circunstancias desde el punto de vista de la iconoclastia, por ejemplo, y lo hace desde una posición local, lo cual me interesa profundamente: no es “un artista”, sino “este artista” aquí y ahora, en “esta” historia, y no en “la” historia. Perejaume, que se siente pintor, plantea de un modo muy crudo qué es –o, mejor, qué ha dejado de ser– la pintura, lo cual le ha llevado desde el principio, a la exaltación de lo local: él ha hablado mucho de lo ultra-local, de “l’avantguarda pairal”, etc., y eso, como que se lo ha tomado en serio, lo ha ido convirtiendo en un artista más y más perturbador. Es un artista al que el mismo establishment que aparentemente tanto lo mimó le dice ahora: esto no me lo esperaba de ti.
El año 1992 publicaste Antoni Gaudí (1852-1926) Architettura, ideologia e politica en la editorial Electa, traducido el año siguiente al español, y este año ha aparecido Gaudí. Fuego y cenizas, en la editorial Tenov. Los dos libros desvelan un personaje complejo, que iba mucho más allá de la idea preconcebida que se tenía y se tiene de él, y en ambos aprecio tu labor por socabar el mito que comentabas hace un momento. ¿Qué relación tienen ambas publicaciones entre sí?
Gaudí. Fuego y cenizas es un libro complementario y puntualiza algunas cosas del libro de Electa. Al fin y al cabo han pasado más de veinte años. Dicho esto, creo que el libro de Electa aún tiene sentido: no le quito ni le añado nada. Lo que ofrezco en el nuevo libro son episodios que habían quedado como una sombra en el primero: aquí hablo más de la Semana Trágica, o de las interpretaciones retroactivas que el surrealismo ha hecho de Gaudí, por ejemplo… entre otras cosas.
También hay una primera versión de estos textos en tu libro Humaredas.
Sí, pero los he corregido un poco y sobre todo se han publicado con un aparato gráfico más extenso, lo cual es muy importante. Me gusta que mis libros estén muy ilustrados: es un modo de insistir en que hablo de cosas concretas, no de abstracciones.
Hace poco leí sobre tu interés por crear libros simétricos o capítulos con similar número de palabras. ¿Cuales son las tensiones internas en este libro?
Antes te comentaba que, para mí, investigar es como tirar de un hilo suelto, pero el resultado, por provisional que sea, tiene que estar perfectamente cerrado –o definitivamente inacabado, como decía Duchamp. Gaudí. Fuego y cenizas comienza reflexionando sobre lo que el Gaudí más joven pensaba –y escribía– acerca del problema del ornamento, para confrontarlo con esa desornamentación tan radical en los hechos como ambigua en las consecuencias que resulta de las destrucciones iconoclastas de la Semana Trágica. Se trata de reflexionar sobre el poder del ornamento y de la imagen, sobre la necesidad de su destrucción si lo que se pretende es construir un mundo distinto, y sobre la inevitabilidad de su restauración, más violenta aún que la destrucción anterior. También hablo de los nuevos poderes de la imagen en un sistema banalizado, de masas, dominado por las multitudes transformadas en espectáculo de sí mismas, como ocurre en las Exposiciones Universales o en la propia casa Batlló, lugares de realización de las fantasías de la mercancía. Y también, en fin, hablo del retorno del ornamento cómo fósil a través del surrealismo y de Dalí en particular. El libro forma un bucle: muy pertinente si hablas de ornamento, ¿no?
Recorramos ese bucle. En el primer capítulo ya desmontas uno de los grandes mitos alrededor del arquitecto, el del gran artesano. Retratas a alguien fascinado por la técnica...
Que pueda hablarse de Gaudí en términos de producción –o de producto de la producción– puede resultar inesperado. Él sabía muy bien que ya no era posible trabajar con buenos artesanos y que los artistas eran demasiado caros y caprichosos. Lo que propone es que hay que aprovechar los medios que la industria de la construcción moderna ofrece. Las que siempre han sido interpretadas como grandes obras de artesanía, como por ejemplo la reja de la casa Vicens, son “montajes” que cualquiera podría armar obedeciendo simplemente a la invención –al diseño– del arquitecto. La reja en cuestión está compuesta por una retícula de perfiles industriales a los que se les suelda una hoja de palmito de fundición, es decir, que no ha sido modelada sino producida a partir del vaciado de una hoja de esta planta recogida en el mismo emplazamiento de la casa. Gaudí no cree en utopías medievalistas al estilo de Ruskin, y es muy diferente de sus contemporáneos barceloneses, como Domènech i Montaner o Puig i Cadafalch, para quienes la ornamentación es una naturaleza con vida propia. En Gaudí, en cambio, el ornamento, al menos al inicio, surge de las posibilidades de la construcción y del proyecto del arquitecto, no de las hablidades del artesano.
En el segundo capítulo te centras en una descripción de la casa Batlló como realización de la fantasía burguesa.
Como te decía antes la Casa Batlló se construyó en la época de esos grandes espectáculos para las multitudes que fueron las Exposiciones Universales. En ellas siempre había cuevas artificiales, grutas con lagos subterráneos, viajes al fondo del mar y al centro de la tierra, como en las contemporáneas novelas de Julio Verne. La Casa Batlló es exactamente eso: la caverna en la que la vida se regenera, el refugio del primer hombre en medio de la ciudad del pecado. En sus escritos de juventud sobre la cuestión del ornamento Gaudí distinguía, como te he dicho, entre materiales y sistemas de producción; en la Casa Batlló, en cambio, sean las sillas de madera reblandecida, sean los muros de piedra licuificada, sean los techos en torbellino, todo se presenta como una materia única, una especie de magma original y genérico, en el que el material concreto se hunde y desaparece sin forma, en el que todo se funde. Gaudí emprende al revés el viaje de la evolución de las especies, en la cual, sin duda, no creía: de la ciudad a la cueva submarina, donde todo vuelve a ser larva. El regreso hacia la salvación es el último castigo. Digan lo que digan, la Casa Batlló no tiene nada de alegre, como no es alegre el Nautilus ni la cueva de La isla misteriosa.
A continuación hablas de la Semana Trágica utilizando un artículo de Francesc Pujols en el que compara los incendios de 1909 con las obras llameantes de los arquitectos modernistas, en un proceso de destrucción y construcción de la ciudad. Más adelante, en 1927, Pujols identifica este fuego con la Sagrada Familia. Escribe que Cataluña estaba destinada a sacrificar la religión católica dedicándole catedrales, y utiliza una metáfora bastante perturbadora: "es el caso de los que, criando cerdos para la matanza, les dan todo lo que pueden para cebarlos y hacerlos llegar al peso que tienen que tener cuando llegue el día de sacrificarlos”. Cataluña, pues engorda al catolicismo dándole a comer el estilo "confuso, barroco y monstruoso" del gigantesco templo de Gaudí, para luego devorarlo integramente y alimentarse de él”.
A Pujols se lo menciona aquí y allá, siempre, es cierto, con algo de condescendencia, pero, ¿quien lo lee? Si lo haces te encuentras con esas cosas. El párrafo que comentas es clave para entender la interpretación que Dalí hará de Gaudí. Debió de leerlo cuando fue publicado, en 1927, y luego, en París, ante los artículos de Bataille en Documents, debió de sentir una sensación muy extraña de déjà-vu: un déjà-vu absolutamente incongruente, totalmente inverosímil. El método paranoico-crítico actúa aquí en forma de estereoscopio inesperado.
Esa visión tan descarnada de Gaudí coincide con uno de los conceptos que más me interesó de tu primer libro sobre el arquitecto: lo material como residuo de lo espiritual, como sacrificio, algo que se aprecia en el uso de los materiales de deshecho en el Palau Güell o de piedras sin desbastar en la cripta Güell. Hasta el mismo Joan Maragall salió contrariado de una visita al Park Güell con el arquitecto al observar cierto deleite en el uso mórbido de la materia.
Gaudí se comercializa y vende en el negocio turístico-sentimental como un arquitecto de colores vivos, mediterráneo, fantasioso, representante de la alegria de vivir, etc. etc., pero en realidad es todo lo contrario. Maragall decía en una carta a un amigo que Gaudí en la materia veía el castigo del trabajo, el pecado, pero eso no era lo más llamativo: lo peor era que se deleitaba en ello. Yo intento explicar a Gaudí con las claves de su época, nada más.
Cierras el libro describiendo el ejercicio que hace Dalí por recuperar las formas del Modernismo, como se aprecia en El gran masturbador, donde aparece un rostro que parece sacado de un bibelot de esa época...
Dalí no hace sino sacar a la luz mortecina del surrealismo los fósiles de los que antes hablábamos: sus excavaciones tienen lugar en los vergonzantes desvanes de las casas burguesas.
Unas formas de un pasado reciente que el pintor hace regresar como un sueño.
Como una pesadilla....
Gaudí se ha convertido en algo monstruoso para la ciudad, irradia una energía extraña, una influencia mayor ahora que hace unos años.
Gaudí ya era una curiosidad en vida, pero en estas últimas décadas en las que Barcelona se ha convertido en un fenómeno turístico, Gaudí es la clave.
¿Y tu libro la contraclave?
Mmmm... ¿Qué significa un pobre libro ante los millones de turistas que vienen cada año a la ciudad?
En portada, retrato de Juan José Lahuerta.
De arriba abajo, portadas de las revistas CAU, Jano y Carrer de la Ciutat; artículo de Salvador Dalí «De la beauté terrifiante et comestible de l'architecture Modern'Style» en la revista Minotaure n. 3-4, diciembre de 1933; portada de Gaudí. Fuego y cenizas (Editorial Tenov, Barcelona, 2016); Busto femenino con espejo (c. 1902) de Lambert Escaler Milà, Lambert © Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona; vista general y detalles de la parte anterior y posterior de la casa Vicens y su reja © Pere Vivas / Triangle Postals; portada de La Actualidad del 28 de agosto de 1909; postal de la Sagrada Familia con fotografía de Lucien Roisin de 1926.
Juan José Lahuerta: Fósiles inquietantes
Quedamos con Juan José Lahuerta (Barcelona, 1954) para charlar sobre su último libro, Antoni Gaudí. Fuego y cenizas, publicado este mismo año en la editorial Tenov. Arquitecto y historiador del arte, ha publicado libros como Destrucción de Barcelona (2005) y Estudios antiguos (2010), ha comisariado las exposiciones "Arte Moderno y revistas españolas" (Madrid, Bilbao, 1996) y "Universo Gaudí" (Barcelona, Madrid, 2002), entre otras. También ha sido asesor del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia (2004-2005) y senior curator del Museu Picasso de Barcelona (2010-2011). Hasta este pasado mes de julio fue jefe de colecciones del MNAC, puesto que ha dejado para volver a dar clases de Historia del arte y Arquitectura en la Escola Tècnica Superior d'Arquitectura de Barcelona.