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Indies, hipsters y gafapastas: ¿enemigos del pueblo?

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El mensaje estigmatizador del hipsterismo ha colonizado hasta el discurso de los líderes culturales de Podemos, una prueba más —la última, espero— de que nos hallamos ante el fenómeno editorial de la temporada. Habrá, qué remedio, que dedicarle unos minutos más de nuestro tiempo a Indies, hipsters y gafapastas, pues si no corremos el riesgo de quedarnos fuera de onda, y eso no puede ser.

Bromas aparte, justo es reconocer que el esfuerzo de Víctor Lenore habría dado para un buen artículo, provocativo, desmitificador, incluso necesario, si se hubiera publicado, eso sí, diez años antes. Ahora es un poco tarde y las 155 páginas de este ensayo que el mismo autor califica de panfleto suenan a revancha tardía, a risa alargada y a destiempo. Lenore define su libro en el subtítulo como Crónica de una dominación cultural, pero el cronos de la crónica es un tiempo pasado y narrar a posteriori las imposturas de los indies –o su endeble reactualización hipster, de la que poco o nada se sabe– es hacer leña del árbol caído. Ahora que lo cool es estar politizado es muy fácil señalar desde el nuevo pedestal la estatua destronada, pero en tiempo de república no sirve de mucho señalar que el rey estaba desnudo.

El tema de este ensayo queda explícito en la contraportada: “Los hipsters son la primera subcultura que, bajo la apariencia de rebeldía, defiende los valores impuestos por el capitalismo contemporáneo. Palabras como independencia, creatividad o innovación son la cara amable del espíritu individualista y competitivo que propone el sistema, y la presunta exquisitez de criterio de los hipsters ha creado un consumismo que no avergüenza, sino que genera orgullo. ¿Estamos ante la cultura favorita de la clase dominante? Cada vez quedan menos dudas.” Y lo que hace Lenore en el libro es acumular ejemplos que prueban esa tesis, haciendo desfilar por sus renglones a personajes como la reina Letizia escapándose a un concierto de Los Planetas; Fernández Mallo y Fernández Porta elaborando su nocilla afterpop; las Nancys Rubias y su petardeo alienante; Javier Calvo, quien al decir choni o cani no se da cuenta de que está haciendo suyo “un tópico fabricado desde arriba para denigrar a la clase trabajadora”; Nacho Vigalondo haciendo bromas políticamente incorrectas sobre el Holocausto; Alaska echando pestes del comunismo de Podemos y reivindicándose hija de Andy Warhol; los herméticos y “personales” Isaki Lacuesta, Jaime Rosales o Albert Serra haciendo un cine ensimismado de espaldas a las masas; Prince Pelayo y otros pijos redomados en el arte de distinguirse de la chusma; la editorial Blackie Books y sus sofisticadas portadas; esa pléyade (que incluye a Christina Rosenvinge o a Leonor Watling) de lánguidas chicas indies, misteriosas y melancólicas, que al distanciarse con su aura de especiales y alternativas poco ayudan a la lucha feminista de las mujeres comunes y corrientes;  y una recua de críticos culturetas (a los que no les pone nombre) capaces de dar barniz de respetabilidad existencialista al tontipop más cursi o a los indies más pintones como Le Mans, Penélope Trip o el Señor Chinarro, grupos que poco o nada tenían que decir más allá de defender “la reclusión en el refugio doméstico (especialidad de Le Mans y La Buena Vida) o proyectarse hacia el espacio sideral (recurso de Family o Los Planetas)”.

Si “el mundillo hipster español ofrece un extraño batido de anglofilia, clasismo, sexismo, esnobismo y racismo cultural” Lenore no pierde la oportunidad de aderezar su guiso con una larga enumeración de escogidos ejemplos anglosajones en los que queda patente una visión reductora y dicotómica del mundo cultural, donde una élite de blancos de clase media del primer mundo se dedican no sólo a distinguirse con sus gustos de la plebe sino a esquilmar y plagiar los logros creativos de terceros mundos.

Mucho de lo que dice Lenore resulta innegable, el grado de papanatismo y soberbia que  se alcanzaron en los noventa en el ámbito indie español –por no hablar de la endeblez de sus logros– van a ser difícilmente superables. Sin embargo, la argumentación se vuelve injusta en su reduccionismo y en los sobreentendidos en los que se apoya, por los que se cuela, con la misma altivez que critica a los hipsters, nuevos mecanismos de dominación cultural ante los que deberíamos estar en guardia, si es que de lo que se trata es de liberarnos de idioteces y de dejar de bailar al ritmo que nos marca la moda de turno.

Me gusta porque me gusta

Pierre Bordieu, uno de los autores que Lenore cita, define el gusto, como esa disposición socialmente adquirida “que funciona con la oscura necesidad del instinto” y que nos sirve para distinguirnos en el aprecio de unos objetos y en el desprecio de otros. Este “sentido de la distinción” establece un juego de pertenencias y exclusiones, de aceptación y de rechazo, en el que participamos como un acto más de reconocimiento que de conocimiento: nos gusta, por ejemplo, una determinada canción porque nos reconocemos en ella, porque en el supermercado de identidades contemporáneo nos permite ser de una manera y no de otras –todo gusto lleva consigo una batería de disgustos–; aunque esta importantísima elección no es del todo consciente –no se basa en un análisis de los rasgos distintivos que definen la canción–, sino que obedece a una identificación que creemos visceral. Me gusta porque me gusta, porque yo soy así, porque lo bueno es lo bueno y lo bueno marca la diferencia…

El caso es que nuestros gustos y disgustos personales, más allá de las razones metafísicas o esencialistas con las que queramos justificarlos, obedecen a programaciones sociales: aunque creamos que nuestro gusto es la suma de elecciones estéticas independientes están condicionados por la pertenencia a unas circunstancias históricas concretas. De ahí que analizando nuestros gustos, aquellas cosas que supuestamente elegimos libremente y que definen nuestra identidad, podemos saber mucho de nosotros mismos, de en qué medida nuestras preferencias y nuestro estilo de vida están determinados por la clase a la que pertenecemos. En las casi 800 páginas de La distinción. Criterio y bases sociales del gusto Pierre Bordieu abordó teórica y empíricamente, mediante numerosas encuestas, este asunto de la relación entre el gusto (sentido de la distinción) y la realidad social en la que se enmarca. El problema es que lo hizo a finales de los setenta y, aunque a grandes rasgos sus conclusiones siguen siendo válidas, en estos 35 años la realidad social ha cambiado lo suficiente como para descuadrar una traslación ingenua de sus planteamientos.

La clase trabajadora también tiene los oídos sucios

Me sorprende mucho, por ejemplo, la utilización que hace Lenore de términos como clase media o clase trabajadora, sin explicarlos previamente. Según él el indie es un fenómeno claramente vinculado a la clase media, pero ¿qué significa ser de clase media en un país como España? El gran engaño de las últimas décadas en este país consistió en hacer que las clases populares se pensasen como clase media, que mediante la democratización del consumo y el virus de la especulación inmobiliaria muchos pensaran que eran ricos cuando en realidad lo único que pasaba era que estaban endeudados. A su vez el triunfo mundial del capitalismo y sus valores individualistas hizo que la conciencia de clase se sustituyese por el afán de tener clase escogiendo entre una amplia gama de identidades posibles el estilo de vida con el que distinguirse. Así el camarero que en sus ratos libres pintaba bodegones o el teleoperador que cantaba en un grupo pop, ya no se pensaban como trabajadores sino como artistas. Y entre tantas identidades culturales –una de las cuales sin duda era la indie, pero no sólo–, cualquier intento de lucha social, de hacer causa común entre muchos, estaba destinado al fracaso. Y esta realidad fragmentada de las identidades contemporáneas, tan llenas de equívocos alienantes, no se pueden simplificar tratando de encajarlas sin más y a lo bruto en el esquema clásico de las clases sociales: las piezas no encajan bien y el análisis en lugar de facilitar la comprensión de lo complejo añade un nuevo malentendido que lo hace todo más complicado.

Lenore en su ánimo de descubrir la impostura y el clasismo de los culturetas se fija sólo en la subcultura hipster, como si la operación de distinción o, por usar otras palabras de Bordieu, “el ingenuo exhibicionismo del ‘consumo ostentativo’” que lleva aparejado todo “sistema de enclasamiento” –léase el gusto–, sólo funcionara en el caso de los indies y los gafapastas. Lo cual es, además de injusto y superficial, una manera indirecta de poner en valor acríticamente otras manifestaciones culturales disimulando ingenuamente las servidumbres que llevan aparejadas. Así a lo largo del texto se dice que los medios marginan las músicas de la clase trabajadora, tales como El Barrio o Camela, o “el hip hop de barrio, callejero y comprometido” –que sigue, por si alguien lo duda, existiendo, según Lenore, aunque no da más prueba de ello–; y el problema es que se queda ahí, en una regañina a los medios de comunicación por ignorar cuando no reírse de esas músicas, sin entrar en el análisis de la visión del mundo, del hombre y de la mujer, de los modelos de sociedad y de relaciones interpersonales (ah, el amor) que ahí se promocionan. Si el autor en lugar de disparar a bulto, o de hablar de oídas y sobre habladurías, se hubiera parado a escuchar las canciones de esos grupos y a dar cuenta de lo que dicen, no habría podido deslizar el sobreentendido de que esas músicas de la clase trabajadora son más auténticas, menos alienantes, más solidarias y menos individualistas –dejemos, para no hacer sangre, el sexismo a un lado– que las que salieron de la tribu del gran jefe indie.

Bombas, bombas, ¿Qué pasa?

Y lo mismo pasa con otras escenas muy populares como la del rock radical vasco, al que “también se condenó al ostracismo mediático”. Que fue “la única corriente donde los letristas hablaban de la lucha de clases” es cierto, pero decir sólo esto es perder la oportunidad de entender lo que pasaba en España y en el País Vasco en esos años, con la espinosa cuestión del terrorismo de fondo. El cancionero libertario de La Polla Records sigue siendo muy válido –con afiladas autocríticas, por ejemplo, al tonto afán de distinción y la anglofilia de los punks del momento que reflejan que el complejo de inferioridad patrio y la fascinación con lo de fuera no es solo patrimonio de los indies–, pero, si hablamos sobre las letras, no se puede decir lo mismo de Kortatu sin señalar su borrica exaltación de la lucha armada, su rumbosa manera de dotar de distinción épica al terrorista de turno.

Y qué decir de la afirmación de Lenore de que “el periodo de mayor experimentación de la música popular en España fue el Sonido Valencia, estigmatizado durante años con la etiqueta ‘ruta del bakalao’”. Que tratemos de ver más allá de la estigmatización de algunos fenómenos sociales no significa que nos abracemos acríticamente a ellos. Y pensar que el bakalao representa para Lenore la mayor experimentación de la música popular en España de las últimas tres décadas me deja sinceramente desconcertado; bastaría comparar el legado que han dejado otras corrientes como el hoy denostado pop de la movida, el rock urbano o la fusión del flamenco con otros ritmos para demostrar el despropósito de esa afirmación, o mejor, bastaría con preguntar a los que participaron de aquellos bailoteos de 72 horas de chimpum qué temas recuerdan del sonido valencia, a ver si son capaces de ir más allá de Chimo Bayo y sus difíciles elecciones entre el Exta si y el exta no, o su famoso alegato antimilitarista: Bombas, bombas, ¿qué pasa?

Pero la defensa del bakalao no es la única sorpresa musical que le espera al lector. ¿De verdad cree Lenore que Víctor Jara es comparable a Johnny Cash? ¿De verdad cree que el aprecio por el “mitificado artista country folk gringo” y el olvido del chileno responde a “un doble rasero donde se mezclan prejuicios políticos y raciales”? No se puede exigir que prestemos atención a fenómenos populares como Melendi y luego negar el valor de los muchos que prefieren a Cash frente a Jara. Eso en lo que respecta a la cuestión sociológica porque desde el punto de vista estético, estrictamente musical, el norteamericano, mal que nos pese, le da mil vueltas al chileno, no por cuestiones de supremacía imperial, sino simple y llanamente por su feliz relación con el ritmo, por la potencia y afinación de su voz, por la variedad melódica de sus temas y por el vuelo metafórico que alcanzan algunas de sus letras presentes en sus más de cincuenta álbumes de estudio (frente a los ocho del malogrado Víctor Jara).

La identificación del enemigo

También se habla de cine en este ensayo, y de literatura –sin complejo alguno se carga a Foster Wallace, apoyándose en un comentario de una entrevista completado con otro de Margaret Thatcher–, pero no vamos a seguir rebatiendo el rosario de ejemplos que da el autor de este exitoso ensayo. Parémonos a pensar, a modo de despedida, en lo importante, en por qué este ensayo se ha convertido en el éxito de la temporada.

Indies, hipsters y gafapastas sintoniza con la reciente politización e identifica un enemigo sobre el que descargar la responsabilidad de lo mal que han estado las cosas hasta ahora en el ámbito de la cultura. El hipster es un enemigo por insustancial más maleable aun que la sobada casta: qué cosa era un hipster nadie lo sabía a ciencia cierta hasta que Lenore levantó la perdiz, lo nombró heredero del indie moribundo y lo echó al ruedo ibérico para goce del respetable que disfruta en utilizar la cabeza para embestir. En esta jugada de simplificación tramposa del conflicto cultural se pierde la oportunidad de pensarnos complejamente a la luz ambivalente de nuestros gustos; porque de poco sirve al propósito de la liberación del común aplicar una lógica dicotómica de buenos y malos, esa política hooligan tan vieja y tan peligrosa que en el abuso de la brocha gorda no distingue y al condenar el elitismo sentencia a muerte la posibilidad del cabal refinamiento. Porque el verdadero enemigo en el ámbito de la cultura no es el hipster, ni el neoliberalismo, ni el individualismo ni cuantos palabros nos inventemos para sentirnos confortablemente en el bando de los buenos, el verdadero enemigo –¡ay, Perogrullo!– sigue siendo el de siempre, la ignorancia, y sólo mediante el cultivo de la atención, el cuidado inteligente del otro y el esmero en tratar de ser mejores de lo que somos podremos superar el embrutecimiento en el que nos hallamos.

En fin, por mucho éxito que tengan estas artimañas bendecidas por las buenas intenciones políticas de sus autores no dejan de ser un paso en falso que se desvelará como tal cuando todas esas apelaciones a la cultura popular y política se enfrenten –el algodón no engaña– a la labor de concretarlas en obras artísticas y en hechos políticos. Entonces podremos ver y comparar resultados, si es que para entonces, el runrún de la nueva dominación cultural –sus palabras fetiches, sus consignas rimbombantes y sus estribillos machacones– no nos ha vuelto definitivamente idiotas.