Contenido

Guerra y Civilización

Santiago Sierra en Madrid
Modo lectura
Santiago Sierra estrena en Madrid la exposición Veteranos, que forma parte de una serie iniciada hace un lustro en Alemania y que próximamente recalará en México.

¿Has estado en el ejército? ¿Has participado en un conflicto militar? Te buscamos para una acción artística. Pagamos diez euros la hora”. Es el escueto anuncio que encontré caminando por Vallecas pegado a la puerta de lo que aparenta ser un taller o un local comercial en desuso, en una calle con poco tráfico frecuentada por manteros, parados, gente sin techo y sin papeles que acuden al comedor social que hay enfrente. Un conglomerado racial y nacional que daría seguramente para más de uno de estos reclutamientos.

Aunque no existe ninguna indicación de ello, ni el degradado entorno permite sospecharlo, se trata de la galería Encarnación González, situada en la calle homónima, que saltó a los medios en 2013 por acoger unas Jornadas contra Franco promovidas “para el escarnio público del dictador” y en solidaridad con Eugenio Merino, que fue demandado por una escultura expuesta en ARCO. Esta galería, que es en realidad el taller-estudio de los artistas Rose Keizer y Reuben Moss expandido para otros fines, se ha convertido después en uno de los espacios favoritos de la vertiente más radical del arte contemporáneo.

La persona que busca excombatientes es Santiago Sierra, posiblemente el artista español de mayor proyección fuera de nuestras fronteras, capaz no sólo de ganar el Premio Nacional de las Artes sino también de rechazarlo en un gesto que suponía más bien una refutación airada de la habitual relación entre arte y poder político y del sentido de estos premios. Quizá por ello resulta menos sorprendente encontrarse con una exposición suya en una pequeña sala alternativa del castigado distrito de Vallecas, anunciada de forma artesanal.

Sierra ha sabido cultivar con coherencia la imagen de artista polémico y provocador en cada una de sus intervenciones, con una obra que no sólo está cargada de contenido político, sino que utiliza procedimientos que cuestionan y violentan el código de relaciones que domina la institución del arte y el sistema productivo en el que se inscribe. Más que el alcance o profundidad de su crítica, o que los recursos formales que utiliza para plantearla, lo que la hace revulsiva es esa forma de jugar con las condiciones de producción y de espectación del arte. Es en ese sentido que podemos hablar de él como de un auténtico “constructor de situaciones” que va más allá de lo moderno. Recordemos su intervención en la Bienal de Venecia de 2003, donde transformó el pabellón español en un manifiesto contra las fronteras al exigir a los visitantes la documentación acreditativa de su nacionalidad española (los “papeles”) para acceder al recinto.

Otras veces el elemento perturbador consiste en la introducción de individuos humanos remunerados por horas según criterios capitalistas eficientes para llevar a cabo acciones absurdas como sostener o transportar objetos, permanecer en la bodega de un barco o escribir sin interrupción la frase “El trabajo es la dictadura”. Esto suele producir un efecto moral de rechazo en el espectador, enfrentado crudamente a su condición de explotador a través de la mirada. Ésta fue la estrategia utilizada en esta ocasión, aparte de lo que entiendo una elección muy afortunada del espacio y del contexto.

La exposición-performance, pues se trata de un híbrido que juega nuevamente con los recursos de ambos géneros, tiene lugar el sábado 21 y el domingo 22 de marzo, ambos días nublados y macilentos. Un simple cartel de madera apostado en la acera anuncia el evento a los vecinos, que no parecen muy afectados. La entrada a la sala está controlada por una persona de la calle que sólo permite el acceso uno a uno. La puerta de hierro roza el suelo y se cierra con dificultad a tus espaldas.

El ambiente es totalmente distinto cuando quedas encerrado. El espacio es relativamente amplio, y su amplitud es remarcada por el vacío: no se ha añadido ningún elemento y reina en él un silencio aurático, como de ermita o monasterio. Curiosamente, el edificio albergó una iglesia hace muchos años, antes de convertirse en un taller textil. Todo parece dispuesto para desencadenar un momento de percepción en el sentido más clásico y burgués. Se escucha perfectamente el sonido de la lluvia fina contra las ventanas. Hay que atravesar un pasillo ancho de paredes blancas y deslucidas antes de acceder a la sala, en una de cuyas esquinas, inadvertido si no provocase extrañeza, hay un hombre contra la pared.

El hombre es veterano de una guerra fronteriza que enfrentó en 1981 a Perú y Ecuador. En realidad fue uno de los últimos capítulos de un conflicto centenario que data de la formación de los estados nacionales en América Latina tras la independencia, y que cada cierto tiempo ha tenido sus picos de enconamiento. El hombre está cara a la pared en actitud de expiación o de víctima, como si fuese un prisionero o un penitente. No puedes saber lo que pasa por su cabeza.

Y no sabes qué pensar, porque tú también estás allí, formando parte de ese momento que compartes con un desconocido, en un tipo de relación que aquí llamamos estética, pero que empieza a cargarse con otros motivos, algunos muy básicos e inconfesables. Nadie más mira ni graba a tus espaldas, por lo que puedes abandonarte a cierta sensación de respeto sabiendo que ese hombre pudo haber pasado por momentos muy jodidos, verse obligado a acabar con la vida de personas en situaciones extremas, pero quizá menos absurdas que ésta. O apiadarte de una persona que se encuentra a tu merced, y que la hegemonía cultural ha puesto en esa condición. Puedes sentir pena o indignación, con la certeza de que alguien juega contigo. De lo que no puedes librarte es del papel al que te has expuesto, el de un espectador que descubre que no hay ninguna inocencia en ello.

No sabes si es correcto saludar, pues podrías destruir el sentido de la obra. Temes acercarte un poco más. ¿Tiene derechos humanos un dispositivo estético, como el derecho a no ser violado? ¿Si cobra un sueldo, no, y si no lo cobra...? Sabes por qué él está allí, pero no encuentras tu lugar. Sientes los impulsos contradictorios de perdonarle sus crímenes y de pedirle perdón por sus sacrificios. De pronto no tienes claro que seas tan buen tío al ajustarte a los patrones perceptivos comunes, ni que tu sensibilidad sea tan elevada. Quizá lo apropiado fuese abandonar tu posición de dominio y compartir con el veterano el rincón de pensar.

No hay un tiempo determinado para las visitas, pero no deseas permanecer allí más del necesario. Hubiera sido interesante establecer un intervalo mínimo antes de volver a abrir las puertas para forzar al espectador a agotar la experiencia hasta la hez. Al final, sales con cierta sensación de haber escapado sin cubrir los objetivos.

Para describir la poética de Sierra se suele echar mano de términos como conceptualismo o minimalismo, pero eso no es decir mucho en una época donde el concepto es la base de toda representación. Y aunque ciertamente la economía de recursos alcanza un nivel extremo, toda la tradición del arte moderno se encuentra aquí sintetizada para ser sojuzgada y replanteada. Yo añadiría aún la presencia de trazas de un realismo crudo y claustrofóbico que impide toda mistificación. Como el propio Sierra señala “hay poco margen aquí para la ambigüedad o la imaginación del espectador”. No hay mucho que interpretar.

 

Imágenes: “Veteranos de la guerra de Paquisha y Perú cara a la pared”, cortesía del Estudio Santiago Sierra