Contenido
El tiro al palillo
Los ensayos de David García Casado
“Quizá ninguna experiencia directa pueda ser expresada sin perder gran parte de intensidad en la traducción del verbo y de su necesario trazo.”
Así lo escribe David García Casado en su libro Buscando invisibles (ESTE, 2015), en el que se compilan algunos de sus textos aparecidos en internet durante los últimos diez años. La falibilidad del lenguaje, la pérdida inherente a toda transmisión de información simbólica, es una de las constantes que aparecen en la lectura del libro, una de las ideas en torno a las cuales la escritura de García Casado se repliega a cada tanto. Al leerlo he vuelto a preguntarme qué sentido tiene el uso reiterado y concienzudo de una herramienta a sabiendas de su insuficiencia, de su imprecisión. Y entonces me he acordado de lo del tiro al palillo.
Durante mi infancia y primera juventud yo tenía buena puntería disparando en las garitas de las ferias. Todos se sorprendían ante esta cualidad; parecía impropio de mí. Con el tiempo llegué a desarrollar una teoría según la cual yo no tenía buena puntería, sino un tipo específico de mala puntería que corregía el proverbial trucaje de los rifles de feria. Y es que suele identificarse visibilidad y presencia, como postula Heidegger y nos recuerda David García Casado. Quien apunta al palillo desde el visor de una carabina trucada apunta a su imagen, no a su presencia, y es un mal uso –aunque preciso– de una herramienta defectuosa, el apuntar por error a la presencia invisible lo que termina por astillar el palillo, por desencadenar el acontecimiento. El lenguaje es en manos de García Casado una carabina defectuosa que suele romper palillos.
Para manejar el lenguaje de este modo es también necesario cierto temple, cierta disposición afectiva, siguiendo con Heidegger: La palabra es defectuosa–y encontramos cierto aberrado placer en ello. El propio autor lo confiesa desde la introducción:
“Casi deliberadamente hay una resistencia a encontrar el destino certero de un significado. La correspondencia exacta me da pavor ya que, por muy evidente que parezca, está en ultima instancia sujeta a una aplicación, una interpretación en definitiva”.
Una sensibilidad adecuada a la crítica de la representación, que abraza con afecto la deslocalización del sentido, su incertidumbre. Un ánimo melancólico:
“Nosotros, los melancólicos, sufriremos porque en realidad gozamos de esta debilidad que produce imágenes de pérdida y las proyecta sobre todos los futuros posibles”.
No en vano, Buscando invisibles está plagado de referencias a la memoria, la nostalgia, el sueño; momentos de la mente en los que lo subjetivo se expande y recrea, revisa la experiencia confiriéndole la significación que no pudo atribuirle en tiempo real, despliega las pulsiones, inventa “rutas de sentido” que quizá no toleren formulación lingüística alguna, pero que recordaremos como el camino que ha de hacer el brazo hasta el interruptor de la luz cuando despertamos en plena noche.
El sujeto y su proceso –conflictivo– de construcción es otro de los grandes asuntos del libro, que García Casado reivindica frente a su desatención en el arte y la cultura actuales. Un sujeto tan sólo perceptible en los intersticios, en los silencios de la comunicación, como un ruido residual:
“Es precisamente en el silencio donde esa voz entra en escena, inadvertidamente, como cuando escuchamos el murmullo de Glenn Gould colarse en los silencios entre las notas de su piano”.
Y también:
“Articulamos el tiempo cuando escuchamos el silencio y adivinamos la leve presión de soportar lo que está siendo percibido”.
La lucha de este sujeto consistiría en conquistar una experiencia del acontecimiento afín a su naturaleza, esto es: no mediatizada por las convenciones de la visualidad. Una realidad en cuya vivencia no cerremos agenciamientos –en palabras de Deleuze– en virtud de interpretaciones estereotipadas, a la que no opongamos la testaruda jerarquía del deseo inducido. El autor describe la relación entre sujeto y realidad con una brillante analogía:
“Se trata de estar no en el surco del vinilo sino en la aguja que hace sonar los tiempos. Estar en lo que se adapta a los microsaltos, a las derivas, a los altibajos del rotar inapelable de los acontecimientos”.
En este contexto, las categorías de artista y espectador prácticamente no han lugar. Las prescripciones de García Casado son las mismas para ambas partes, concebidas como sujetos de experiencia, figuras equidistantes en relación a la obra de arte. El artista ostenta, eso sí, la responsabilidad de la iniciativa. En ese aspecto el autor nos regala una frase lapidaria:
“Lo que un artista tiene que conseguir es hacer que la gente sienta sus propias emociones”.
En consecuencia, los artículos de crítica de arte reseñados en Buscando invisibles tienen un evidente sesgo vivencial. La obra de arte es un indicio, una excusa diseñada –en el mejor de los casos– para activar los mecanismos de elucubración del sujeto, para que este los utilice y dé continuidad en el tiempo:
“Toda forma de arte busca, de un modo más o menos directo, dar medios a un otro para la adopción de una nueva forma de ver, pensar, escuchar, que no se detenga en el objeto como fin, sino que continúe entre las cosas como procedimiento del ser, reproduciéndose en experiencia”.
Y aún más palmario:
“Son los usos conceptuales y emocionales de las obras lo que le dan sentido al arte. La mera contemplación es solo otra forma de turismo”.
Ahora bien: enarbolar estas concepciones sobre el lenguaje, el sujeto y la obra de arte constituyen una opción resistente, contraria a los “usos conceptuales y emocionales” hegemónicos, los lugares comunes de la cultura contemporánea. El escritor es consciente de que la legibilidad –o incluso la ilegibilidad, si es mostrada de manera suficientemente genérica– es condición indispensable para la inserción de cualquier signo en la amalgama consensuada que constituye lo real simbólico:
“Por esto jamás lo que deseamos ver —el rasgo particular de nuestro deseo— sucederá completamente, jamás nuestro delirio imaginario será aceptado como genuina moneda de intercambio lingüístico. En este trance de reconocimiento, de sumisión o de fe a lo <<real>>, perdemos para siempre nuestro tiempo de lo decible, un tiempo que no retorna jamás”.
El arte en su acepción institucional resultaría aquí una agencia cultural especialmente ejemplar, en cuyo funcionamiento descubrimos una flagrante “lógica de pertinencia estética” que dicta qué propuestas habrán de ser consideradas relevantes y significativas del Zeitgeist contemporáneo.
Como en toda crítica coherente de la cultura, aflora de las páginas de Buscando invisibles una idea de comunidad, un discurso al que me adhiero –y del que dudo– como si fuese el mío propio, quizás por reconocerme entre esos “eremitas de habitación” que David describe entre sus compañeros de generación. La comunidad aquí descrita encuentra su razón de ser en el implementar la diferencia, estableciendo como principio constituyente precisamente aquello que pretende “limarse” en cualquier formación colectiva que se pretenda funcional:
“Hablemos de comunidades, de creación de plataformas que, como extensiones de sí mismas, sean capaces de interconectar con otras promocionando sus diferencias, esas distintas ilusiones pertenecientes a localizaciones diversas, convirtiendo ese error, su verdadera asunción, en el motor del acontecimiento”.
Quizá sea este el aspecto del libro que pudiera generar más debate, sobre todo en la coyuntura actual en la que se están reconfigurando algunos hábitos de organización política de los usos sociales. ¿Es posible congraciar la comunidad deslocalizada que nos atrevemos a imaginar, el sistemático desvelamiento de la otredad, tal promoción del error como auténtico lugar común de la comunicación, con cualquier inferencia en lo público, donde el lugar común es condición sine qua non?
Significativamente, del mismo modo que surge una idea de comunidad, también se prefigura en algunos tramos del libro una suerte de no-modelo de sujeto, un héroe:
“Pero también hay individuos capaces de decir tanto en su forma de mirar, de vestir, de moverse… No necesitan escribir una palabra pero están haciendo literatura viva, quizá pidiendo a gritos entrar en el imaginario colectivo, que alguien los inmortalice en alguna historia, que los retrate de un modo más o menos perfecto. En cualquier caso ellos son los verdaderos autores de su ficción, del modo en que hacen la experiencia algo visible, y leíble (aunque no necesariamente legible)”.
El gesto cotidiano; el modo de vida como forma de arte o más bien, el talento para sostenerlo en el tiempo frente a los envites de un contexto sociocultural en el que no se contempla posibilidad de expresión efectiva de tales actitudes, a no ser que se las fije mediante la representación o el estereotipo:
“El artista invisible, aquel que trabaja en contra de la lógica de identificación, visibilidad, novedad y espectáculo sencillamente no tiene cabida en el sistema de producción actual”.
Fin del juego pues para los devaneos de la significación cultural. El autor aboga por una disolución del sujeto-artista en una experiencia a pie de calle, estéticamente plena, muy en sintonía con el des-artista de Allan Kaprow, a quien García Casado ha traducido[1]. Devenir “nadies de la cultura (…) que no necesitan de aceptaciones simbólicas, ni testimonios públicos, ni fe o maquillaje socio cultural de ningún tipo, sino tal vez el reconocimiento mudo de la transitoriedad de lo real”.
Los términos arte o cultura definen en la práctica tan sólo contextos institucionales, epígrafes gremiales que facilitan la inserción de ciertas actividades en el organigrama biopolítico. El abandono de tales contextos y epígrafes no implica necesariamente el abandono de toda actividad, sino un uso libérrimo de nuestro bagaje en la experiencia cotidiana, y una gentil despreocupación por su fijación en imaginario alguno. Lo que importa es la promoción de una experiencia intensa, la búsqueda arrebatada y programática de lo invisible.
En la lectura de Buscando invisibles se hace audible –con esa resonancia de las palabras leídas mentalmente– el rumor de una consciencia subjetiva, un rumor que página a página se va acrecentando, mientras nuestro propio sonido se une al del texto. Al cerrar el libro, puedo discernirlo mejor: me estaba preguntando si conservaré la puntería de antaño.
[1] KAPROW, Allan: La Educación del Des-artista. Ed. Árdora 2007. Trad. Armando Montesinos y David García Casado.
El libro Buscando invisibles, de David García Casado, se presenta esta tarde a las 19:30 en La Fábrica (Madrid).
En la imagen de portada, el padre del autor del artículo apunta con una escopeta en una feria; detalle de la fotografía que sirve de portada al libro, tomada en 35 mm por David García Casado en Beacon, NY; ilustración del interior del libro, obra de Victor Esther G, de su serie 'Road Works'.
El tiro al palillo
“Quizá ninguna experiencia directa pueda ser expresada sin perder gran parte de intensidad en la traducción del verbo y de su necesario trazo.”
Así lo escribe David García Casado en su libro Buscando invisibles (ESTE, 2015), en el que se compilan algunos de sus textos aparecidos en internet durante los últimos diez años. La falibilidad del lenguaje, la pérdida inherente a toda transmisión de información simbólica, es una de las constantes que aparecen en la lectura del libro, una de las ideas en torno a las cuales la escritura de García Casado se repliega a cada tanto. Al leerlo he vuelto a preguntarme qué sentido tiene el uso reiterado y concienzudo de una herramienta a sabiendas de su insuficiencia, de su imprecisión. Y entonces me he acordado de lo del tiro al palillo.
Durante mi infancia y primera juventud yo tenía buena puntería disparando en las garitas de las ferias. Todos se sorprendían ante esta cualidad; parecía impropio de mí. Con el tiempo llegué a desarrollar una teoría según la cual yo no tenía buena puntería, sino un tipo específico de mala puntería que corregía el proverbial trucaje de los rifles de feria. Y es que suele identificarse visibilidad y presencia, como postula Heidegger y nos recuerda David García Casado. Quien apunta al palillo desde el visor de una carabina trucada apunta a su imagen, no a su presencia, y es un mal uso –aunque preciso– de una herramienta defectuosa, el apuntar por error a la presencia invisible lo que termina por astillar el palillo, por desencadenar el acontecimiento. El lenguaje es en manos de García Casado una carabina defectuosa que suele romper palillos.
Para manejar el lenguaje de este modo es también necesario cierto temple, cierta disposición afectiva, siguiendo con Heidegger: La palabra es defectuosa–y encontramos cierto aberrado placer en ello. El propio autor lo confiesa desde la introducción:
“Casi deliberadamente hay una resistencia a encontrar el destino certero de un significado. La correspondencia exacta me da pavor ya que, por muy evidente que parezca, está en ultima instancia sujeta a una aplicación, una interpretación en definitiva”.
Una sensibilidad adecuada a la crítica de la representación, que abraza con afecto la deslocalización del sentido, su incertidumbre. Un ánimo melancólico:
“Nosotros, los melancólicos, sufriremos porque en realidad gozamos de esta debilidad que produce imágenes de pérdida y las proyecta sobre todos los futuros posibles”.
No en vano, Buscando invisibles está plagado de referencias a la memoria, la nostalgia, el sueño; momentos de la mente en los que lo subjetivo se expande y recrea, revisa la experiencia confiriéndole la significación que no pudo atribuirle en tiempo real, despliega las pulsiones, inventa “rutas de sentido” que quizá no toleren formulación lingüística alguna, pero que recordaremos como el camino que ha de hacer el brazo hasta el interruptor de la luz cuando despertamos en plena noche.
El sujeto y su proceso –conflictivo– de construcción es otro de los grandes asuntos del libro, que García Casado reivindica frente a su desatención en el arte y la cultura actuales. Un sujeto tan sólo perceptible en los intersticios, en los silencios de la comunicación, como un ruido residual:
“Es precisamente en el silencio donde esa voz entra en escena, inadvertidamente, como cuando escuchamos el murmullo de Glenn Gould colarse en los silencios entre las notas de su piano”.
Y también:
“Articulamos el tiempo cuando escuchamos el silencio y adivinamos la leve presión de soportar lo que está siendo percibido”.
La lucha de este sujeto consistiría en conquistar una experiencia del acontecimiento afín a su naturaleza, esto es: no mediatizada por las convenciones de la visualidad. Una realidad en cuya vivencia no cerremos agenciamientos –en palabras de Deleuze– en virtud de interpretaciones estereotipadas, a la que no opongamos la testaruda jerarquía del deseo inducido. El autor describe la relación entre sujeto y realidad con una brillante analogía:
“Se trata de estar no en el surco del vinilo sino en la aguja que hace sonar los tiempos. Estar en lo que se adapta a los microsaltos, a las derivas, a los altibajos del rotar inapelable de los acontecimientos”.
En este contexto, las categorías de artista y espectador prácticamente no han lugar. Las prescripciones de García Casado son las mismas para ambas partes, concebidas como sujetos de experiencia, figuras equidistantes en relación a la obra de arte. El artista ostenta, eso sí, la responsabilidad de la iniciativa. En ese aspecto el autor nos regala una frase lapidaria:
“Lo que un artista tiene que conseguir es hacer que la gente sienta sus propias emociones”.
En consecuencia, los artículos de crítica de arte reseñados en Buscando invisibles tienen un evidente sesgo vivencial. La obra de arte es un indicio, una excusa diseñada –en el mejor de los casos– para activar los mecanismos de elucubración del sujeto, para que este los utilice y dé continuidad en el tiempo:
“Toda forma de arte busca, de un modo más o menos directo, dar medios a un otro para la adopción de una nueva forma de ver, pensar, escuchar, que no se detenga en el objeto como fin, sino que continúe entre las cosas como procedimiento del ser, reproduciéndose en experiencia”.
Y aún más palmario:
“Son los usos conceptuales y emocionales de las obras lo que le dan sentido al arte. La mera contemplación es solo otra forma de turismo”.
Ahora bien: enarbolar estas concepciones sobre el lenguaje, el sujeto y la obra de arte constituyen una opción resistente, contraria a los “usos conceptuales y emocionales” hegemónicos, los lugares comunes de la cultura contemporánea. El escritor es consciente de que la legibilidad –o incluso la ilegibilidad, si es mostrada de manera suficientemente genérica– es condición indispensable para la inserción de cualquier signo en la amalgama consensuada que constituye lo real simbólico:
“Por esto jamás lo que deseamos ver —el rasgo particular de nuestro deseo— sucederá completamente, jamás nuestro delirio imaginario será aceptado como genuina moneda de intercambio lingüístico. En este trance de reconocimiento, de sumisión o de fe a lo <<real>>, perdemos para siempre nuestro tiempo de lo decible, un tiempo que no retorna jamás”.
El arte en su acepción institucional resultaría aquí una agencia cultural especialmente ejemplar, en cuyo funcionamiento descubrimos una flagrante “lógica de pertinencia estética” que dicta qué propuestas habrán de ser consideradas relevantes y significativas del Zeitgeist contemporáneo.
Como en toda crítica coherente de la cultura, aflora de las páginas de Buscando invisibles una idea de comunidad, un discurso al que me adhiero –y del que dudo– como si fuese el mío propio, quizás por reconocerme entre esos “eremitas de habitación” que David describe entre sus compañeros de generación. La comunidad aquí descrita encuentra su razón de ser en el implementar la diferencia, estableciendo como principio constituyente precisamente aquello que pretende “limarse” en cualquier formación colectiva que se pretenda funcional:
“Hablemos de comunidades, de creación de plataformas que, como extensiones de sí mismas, sean capaces de interconectar con otras promocionando sus diferencias, esas distintas ilusiones pertenecientes a localizaciones diversas, convirtiendo ese error, su verdadera asunción, en el motor del acontecimiento”.
Quizá sea este el aspecto del libro que pudiera generar más debate, sobre todo en la coyuntura actual en la que se están reconfigurando algunos hábitos de organización política de los usos sociales. ¿Es posible congraciar la comunidad deslocalizada que nos atrevemos a imaginar, el sistemático desvelamiento de la otredad, tal promoción del error como auténtico lugar común de la comunicación, con cualquier inferencia en lo público, donde el lugar común es condición sine qua non?
Significativamente, del mismo modo que surge una idea de comunidad, también se prefigura en algunos tramos del libro una suerte de no-modelo de sujeto, un héroe:
“Pero también hay individuos capaces de decir tanto en su forma de mirar, de vestir, de moverse… No necesitan escribir una palabra pero están haciendo literatura viva, quizá pidiendo a gritos entrar en el imaginario colectivo, que alguien los inmortalice en alguna historia, que los retrate de un modo más o menos perfecto. En cualquier caso ellos son los verdaderos autores de su ficción, del modo en que hacen la experiencia algo visible, y leíble (aunque no necesariamente legible)”.
El gesto cotidiano; el modo de vida como forma de arte o más bien, el talento para sostenerlo en el tiempo frente a los envites de un contexto sociocultural en el que no se contempla posibilidad de expresión efectiva de tales actitudes, a no ser que se las fije mediante la representación o el estereotipo:
“El artista invisible, aquel que trabaja en contra de la lógica de identificación, visibilidad, novedad y espectáculo sencillamente no tiene cabida en el sistema de producción actual”.
Fin del juego pues para los devaneos de la significación cultural. El autor aboga por una disolución del sujeto-artista en una experiencia a pie de calle, estéticamente plena, muy en sintonía con el des-artista de Allan Kaprow, a quien García Casado ha traducido[1]. Devenir “nadies de la cultura (…) que no necesitan de aceptaciones simbólicas, ni testimonios públicos, ni fe o maquillaje socio cultural de ningún tipo, sino tal vez el reconocimiento mudo de la transitoriedad de lo real”.
Los términos arte o cultura definen en la práctica tan sólo contextos institucionales, epígrafes gremiales que facilitan la inserción de ciertas actividades en el organigrama biopolítico. El abandono de tales contextos y epígrafes no implica necesariamente el abandono de toda actividad, sino un uso libérrimo de nuestro bagaje en la experiencia cotidiana, y una gentil despreocupación por su fijación en imaginario alguno. Lo que importa es la promoción de una experiencia intensa, la búsqueda arrebatada y programática de lo invisible.
En la lectura de Buscando invisibles se hace audible –con esa resonancia de las palabras leídas mentalmente– el rumor de una consciencia subjetiva, un rumor que página a página se va acrecentando, mientras nuestro propio sonido se une al del texto. Al cerrar el libro, puedo discernirlo mejor: me estaba preguntando si conservaré la puntería de antaño.
[1] KAPROW, Allan: La Educación del Des-artista. Ed. Árdora 2007. Trad. Armando Montesinos y David García Casado.
El libro Buscando invisibles, de David García Casado, se presenta esta tarde a las 19:30 en La Fábrica (Madrid).
En la imagen de portada, el padre del autor del artículo apunta con una escopeta en una feria; detalle de la fotografía que sirve de portada al libro, tomada en 35 mm por David García Casado en Beacon, NY; ilustración del interior del libro, obra de Victor Esther G, de su serie 'Road Works'.