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El rostro humano doméstico

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El rostro humano posee múltiples dimensiones que se despliegan en sus diferentes relaciones con el entorno. Pueden aglutinarse en estas dos:

a) el rostro humano como espacio de dialéctica: el rostro quiere decir algo, quiere expresar algo, pero lo que está “ahí afuera”, más allá de él, se le opone (históricamente, ésta es la idea de rostro consustancial al teatro, a la biología en tanto que evolución, o a las conquistas sociales);

b) el rostro humano como espacio armónico: las expresiones del rostro se hallan necesariamente en consonancia con el mundo, que no se le opone sino que coadyuva para llegar a resultados de equilibrio (también esta idea se rastrea en múltiples lugares: de la armonía pitagórica a los modos de pensamiento orientalistas, de los sistemas de organización democrática a la pantalla de cualquier smartphone —pantalla que, indudablemente, es el resultado de hacer de la información un rostro asible, un rostro manipulable entre nuestras manos—).

Pero si de su convivencia con los modos de producción de bienes de consumo hablamos, el rostro humano se ve escindido en dos imágenes divergentes: rostro humano industrializado y rostro humano doméstico.

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A mediados del siglo xix, el rostro humano comenzó a desplazarse de la artesanía a la manufacturación, o, en otras palabras, de una producción basada en los oficios domésticos a una producción industrializada. Hacia 1860, la industrialización del rostro humano era ya un hecho. El resultado de esa transición fue la descentralización de los rostros humanos al desplazarse éstos de los centros rurales a las ciudades.

Hubo revoluciones significativas durante ese periodo, que afectaron en gran medida a la condición del rostro humano en términos de trabajo. La estandarización del tiempo (o el Tiempo Estándar Mundial) fue introducida en noviembre de 1883 por la industria del ferrocarril para sincronizar los relojes de las diferentes rutas de los rostros humanos. En segundo lugar, y durante el mismo año, Frederick W. Taylor dio a conocer su plan para sistematizar el trabajo asociado a la producción en masa; con ello se establece una nueva relación entre el rostro humano y la máquina, que tenderán a igualarse. Estos dos sucesos transformarían de manera drástica el concepto —y también la forma— del rostro humano: del rostro humano artesanal, más bien redondo, cuyo trabajo y negocio eran dictados por las estaciones y por los relojes que proporciona el clima, se pasa al rostro humano industrializado, lleno de puntas y vectorizado, y cuyo reloj se sincroniza para acoplarse a la jornada laboral.

“El rostro humano se ve escindido en dos imágenes divergentes: rostro humano industrializado y rostro humano doméstico

A medida que el papel del rostro humano se fue especializando en la producción industrial, la velocidad de producción aumentó exponencialmente, y también exponencialmente el rostro humano empezó a necesitar combustible extra a fin de mantener el rendimiento. Es entonces cuando aparece la necesidad del descanso: la “pausa” de veinte minutos para la comida en el trabajo, y con ello surge un nuevo mercado. Los rostros humanos industrializados necesitaban un lugar donde comer de manera rápida, a buen precio, y debían poder llegar a tal lugar a pie desde su puesto de trabajo. Así, del carro de caballos que a mediados del siglo xix distribuía alimentos de fábrica en fábrica —y por un método de perfeccionamiento que no excluye como programa el glamour de la automatización— se pasa a la actual máquina expendedora de bebidas y bollería industrial, el automat, de la que los rostros humanos industrializados pueden extraer a su antojo cuanta comida y refrescos deseen. Se trata de una optimización de las relaciones entre el rostro humano servidor y el rostro humano servido.

Pero entre aquel carro tirado por caballos y la máquina expendedora a la cual un programa de sonido hace hablar con voz humana hay un gran espacio intermedio de por lo menos cien años. Es en ese espacio intermedio en el que la industria condesciende a diversas peticiones hechas por los rostros humanos masculinos —antes asexuados a estos efectos—, como por ejemplo la incorporación de escupideras junto a cada taburete, o el simple hecho de servir cerveza en vez de refrescos. En los años veinte del siglo xx, el negocio de las comidas de las pausas de veinte minutos en el trabajo se da cuenta de que no atrae a suficiente masa de rostros humanos femeninos, los cuales comenzaban a ser fundamentales como fuerza de trabajo en cadena. Una vez efectuadas las encuestas —en las que el rostro humano industrializado se hace isomorfo a la estadística, adopta sus medidas, para no abandonarlas ya nunca más—, conocen el motivo: el rostro humano femenino de aquella época dice no sentirse cómodo sentado en un taburete. La industria incorpora mejoras a tal efecto, por ejemplo un reposapiés, un respaldo o simplemente un gancho donde colgar la chaqueta.

De modo que la Historia de la producción en cadena le debe mucho a unas cuantas botellas de cerveza, a unos pocos respaldos y escupideras y a unas barras de metal que hace las veces de reposapiés. Una inversión en apariencia barata.

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¿Pero qué ocurre con el rostro humano doméstico? Paralelamente a todo el proceso descrito, el rostro humano doméstico va adquiriendo formas, por pasivas, cada vez más abstractas. Separado de las funciones industrializadas, tan sólo le queda el recurso del consumo, actividad por definición ambigua, de siluetas romas, no especializada y cuya meta es la fetichización total de los objetos producidos por otros. Perdida la batalla de la producción y perdida la batalla del consumo selectivo, el rostro humano doméstico quiere hoy abrirse paso, intenta encontrar un lugar donde incardinarse, anhela algo, no sabemos qué forma tiene ese algo, pero sí sabemos que en última instancia se trata de un nuevo cuerpo, ni industrial ni artesanal, ni productor ni consumidor, ni reproductor ni estéril, sencillamente otro; crece en un constante estado de posibilidad. Como cuando tienes fiebre y vagas por la casa, que de pronto resulta distinta, potencialmente infinita y absolutamente lejana. Es en esa búsqueda en la que parecen centrarse hoy las artes y las narrativas interesantes, ya sean físicas o digitales.

Imagen: David Tudor, George Bolling y Bill Viola con lentes, Saisset Art Gallery, 1975 (fotos de John Driscoll).