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El Racing White Molenbeek (O, regreso a Bruselas)

Historia de un amor adolescente allí donde hoy la policía busca falsos suicidas
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En la España del desarrollismo, la posibilidad de viajar por el mundo civilizado se limitaba a tu capacidad para la fantasía, que en mi caso disponía de tres alternativas: Eurovisión, desde luego, pero sobre todo las películas de James Bond y similares (de las Bahamas a los Alpes suizos, de Estambul a El Cairo, de Vladivostok a Tijuana) y, por supuesto, la Copa de la UEFA. Puesto que la Copa de Europa de fútbol la disputaban siempre equipos de las principales capitales europeas, donde apenas había misterio, en las pequeñas competiciones del continente uno tenía depositadas sus menguadas esperanzas de ver mundo. Yo esperaba ansioso el sorteo de las rondas preliminares y atacaba a continuación el atlas familiar para aclararme dónde quedaban Gante (y por qué le llamaban Genk), las regiones balcánicas o la Inglaterra interior, donde moraban ciudades tan extravagantes como Nottingham (cuna del célebre sheriff) o Ipswich, el equipo del estornudo, que decía Santiago Bernabéu.

Así me enamoré del fútbol húngaro: por la melodiosa prosodia de sus clubes. Imposible no amarlos: Honvéd, Ferencváros, Vasas y mi favorito, el Újpest Dózsa. Todos, de Budapest. Eran nombres a la altura del encanto que encerraban los apellidos de sus jugadores franquicia: Hidegkuti, Czibor, Kovacs (siempre había un Kovacs en los equipos húngaros) o Tóth (sí, siempre había también un Tóth). Aquellos nombres eran nombres maravillosos, nombres de espías, que sonaban a misterio en aquella España tan gris, tan en blanco y negro. Nombres evocadores que remitían a ciudades extrañas y apacibles, de majestuosos edificios y bulevares festoneados por arboledas infinitas por donde pasaban lentos y majestuosos tranvías. No me hacía falta viajar hasta Hungría: repasando alineaciones y cruces de octavos de final, una parte de mí habitaba en Budapest.

Por aquel tiempo entró en mi vida un equipo cuyo nombre todavía me emociona: el Racing White Molenbeek. Sólo sabía que era belga, de Bruselas o alrededores tal vez, la información suficiente para caer rendido ante la apabullante sucesión de emociones que proponía: la pintaza de sus futbolistas, que parecían The Who, la hermosa elástica que lucían, el impactante nombre (Racing White, Racing White, Racing White) machacando cada una de las neuronas disponibles para mis fantasías, rebotando contra la sede donde se alojaba el club: Molenbeek, Molenbeek, Molenbeek. Aquel equipo tenía poesía, amigos. No cualquier poesía, desde luego. Era una literatura poderosa, recia, con ese punto arrebatado a lo Van Gogh tan caro a los hijos de Flandes.

El Racing White entró en mi vida, según compruebo estos días, porque en aquella década encontró un peculiar camino hacia la púrpura a través precisamente de la Copa de la UEFA, cuya semifinal alcanzó en 1977. Cruzo las fechas: yo iba a cumplir entonces 15 añitos. Una edad propicia para el amor, en efecto. Así que confieso que me enamoré de aquel equipo sin necesidad de verle jugar por televisión, suceso que nunca ocurrió. Me pregunto cómo es posible que le reservara tamaña devoción y no sé qué contestarme. Sospecho que me conquistó a través de la letra pequeña del periódico deportivo Dicen…, al que estaba suscrito: supongo que así me enteraría de sus alineaciones, de los hermosos nombres que la componían (Lafont, Wellens, Bjerre: apellidos que harían feliz a Javier Marías) y del formidable aspecto que presentaban sus atletas, con su melena y sus patillas de hacha. Mi favorito era un tal Boskamp: delantero holandés, con aire de barrer todo el frente de ataque, sin hacer prisioneros. Luego fue entrenador: tanto en pantalón corto como en el banquillo parecía el tipo apropiado para compartir una cerveza. Más bien un barril: me cae bien sólo con ver sus fotos.

Tal y como apareció el Racing White Molenbeek ante mis alucinados ojos adolescentes se marchó: vertiginosamente. Luego peregrinó hacia los escalafones más bajos del fútbol belga, se diluyó en las categorías menores, lo devoró el fútbol moderno que apenas reserva espacio para la aventura romántica. Pero en algún rincón de mi región occipital ha seguido durante años crepitando ese nombre, del que nunca volví a saber nada. Hasta ahora: mientras la Policía por Molenbeek busca falsos suicidas (un tipo que se inmola llevándose por delante a una humanidad tiene poco de kamikaze: más bien resulta un criminal cuyos daños colaterales son él mismo), yo viajo hasta la Wikipedia para saber qué se hizo de mi antiguo amor. Mientras pronuncio en voz alta su nombre, me entero de que sus días de gloria contaron con un entrenador húngaro, húngaro como un Tóth: Alexander Horváth se llamaba, un improbable héroe de Le Carré. Y mientras releo las crónicas llegadas desde ese barrio bruselense, la conocida mezcla de ruido, furia e idiocia humana, me pregunto de paso qué se hizo de mí.