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Hombres que fuman

En una esquina del cuadrilátero, Aaron Sorkin. Culto, erudito, quintaesencia de lo neoyorquino. Genuino representante de la intelligentsia de la costa Este. O, como le diría Toby a Josh en una relevante escena de El ala oeste de la Casa Blanca, “nos están llamando judíos”. No importa si Sorkin es judío o no: lo parece. Sería el hermano más inteligente de Woody Allen si no se tomara tan en serio.

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En la otra esquina, David Chase. Ejem, primer chiste: David Chase no se llama David Chase. Se llama David DeCesare, que no es precisamente lo mismo. Puro New Jersey: miembro de la estirpe de los blue collar, clase obrera con posibles, sentido del humor gamberro, sabio manejo de los naipes de la cultura popular. Arquitecto de Los Soprano, inunda su criatura de referencias al mainstream dominante desde los años 70 hasta nuestra era, que comparte con aquella década algunos iconos. El hermano más listo de John Landis si Landis no se hubiera extraviado en algún recodo de la peligrosa ruta entre el National Lampoon’s y el Thriller de Jacko.

Sorkin y Chase, separados por el río Hudson, unidos por un voluminoso historial clínico: un rico catálogo de adicciones en el caso de Sorkin, una endémica propensión a la depresión si repasamos la biografía de Chase. Tesis de este artículo: la televisión es un estado mental. En medio del imaginario ring donde combaten ambos héroes, poblado de fantasmas comunes, los dos se persiguen, acechan sombras, dan manotazos al aire. Dos tipos en las antípodas de la tradicional industria del entretenimiento se lanzan guiños desde sus respectivos artefactos televisivos mediante sutiles ardides que sirven para edificar un glorioso edificio, confortable. Donde vale la pena vivir. Donde la ironía no sólo es lícita, sino imprescindible, donde el talento es un requisito que se presupone, donde la mordacidad es un arma cargada de compasión: cada personaje de El ala oeste y Los Soprano, hasta los más odiosos, son tridimensionales. El resultado de este pugilato virtual, de los puñetazos y las fintas que Sorkin y Chase ejecutan en ese universo paralelo, sería la casa común de la tele, si la tesis de este artículo no resultara demasiado… Hum. ¿Demasiado marciana?

La defensa llama a declarar a Hesh Rabkin, memorable secundario (bueno, no tan secundario) entre los mafiosos de Nueva Jersey. ¿Quién es el amigo Hesh? El trasunto de ficción de un gánster que en realidad existió: Morrys Levy, judío como Hesh, disquero como él, explotador de músicos negros como él. Rabkin representa en Los Soprano el contrapunto intelectual al impulsivo Tony. La mano que le guía por los complejos mundos de la Mafia, propone alianzas, sopesa alternativas a cada maniobra: un consigliere en la estipe de lo que significaba Robert Duvall para Marlon El Padrino Brando. Chase dibuja un Tom Hagen sinuoso, menos servil pero más temeroso de su amo. En fin: Rabkin sube al estrado a declarar y confirma que sí, que, en efecto, en un capítulo de El ala oeste… aparece ejerciendo de sí mismo. Es decir, el actor Jerry Adler representará en las entrañas de la Casa Blanca el papel de reaparecido padre de Toby Ziegler (lo han adivinado: judíos ambos, padre e hijo), que brota ante nuestros asombrados ojos convertido en… mafioso judío. Brillante, ¿no? Un papel prescindible, al que Sorkin tal vez recurre para impresionar a David Chase (en plan: sí, lo he pillado, Dave) y para conseguir en una secuencia memorable lo que conseguimos todos los padres: avergonzar a nuestros hijos.

El jurado se mueve inquieto. Primer punto para la defensa, que deberá esforzarse para convencer a los 12 piadosos miembros del tribunal de que su tesis viaja en la dirección correcta. Porque el siguiente movimiento requiere memoria cinematográfica, mentalidad flexible, una audaz interpretación de la vida: el equipaje pertinente para habitar en el mundo Sorkin-Chase. Viajemos en el tiempo, a mediados de los años 70. El cine norteamericano reclama nuevos sacerdotes: es una época para descreídos, superado el verano del amor y el primer parte de bajas de Woodstock y sus epígonos. Suena la hora del cine político. Así como el New Deal de Roosevelt se hizo carne de celuloide con el rostro de James Stewart festoneando la filmografía de Frank Capra, los años del Watergate demandan una cuota más generosa de cinismo. Los héroes serán bienintencionados, cierto, como el protagonista de Qué bello es vivir, pero llegarán desde muy lejos: han visto más mundo, han sido heridos en duelos librados contra enemigos muy sutiles. El cine político de los 70 alcanza con Todos los hombres del presidente su Everest: alrededor de la legendaria cinta construiremos a continuación el alegato que sigue en defensa de nuestra tesis. Posible titular: Todas las series son iguales.

Veamos. Los peones del Washington Post en aquel duelo contra Nixon que puede (que debe) leerse como la epopeya de toda una generación que descubrió entonces los trajes de pana, las corbatas de felpa y la melenita a capas, fueron Woodward y Bernstein. Cierto: pero en la sala de máquinas operaba el gran Ben Bradlee, editor de editores, que en el cine adoptó la elegante faz de Jason Robards, alto directivo de un periódico capaz de pasar del smoking a las camisas de franela sin perder su aire distinguido. Un dandy que engendró (en compañía de su pareja: la inmarcesible Lauren Bacall) a un actor llamado Sam, cuyo nombre apenas dirá nada a nadie: no escapó nunca de la serie B… salvo en El ala oeste… Bueno, tampoco voló demasiado alto entre el reparto que acompañaba al presidente Bartlet, donde ejercía de… bingo: periodista. Periodista como su padre en ficción, aquel Jason Robards a quien hemos dejado dirigiendo el Post de mentirijillas. ¿Casualidad, puro azar, un nuevo guiño que nos dirige Sorkin?

Dejemos que opine David Chase, quien empuja la nave de Los Soprano hacia la temporada final entre conflictos generacionales, infidelidades conyugales, adulterios empresariales y una turbamulta de secundarios que fluyen por la pantalla como deambulan por la vida. Van y vienen, nos seducen un rato y luego nos abandonan, dejan un reguero de migas que no conducen a ningún sitio, despistan al espectador y lo mantienen imantado a un argumento que ya sólo tiene una salida: la pura huida del protagonista al encuentro consigo mismo. “Por fin sabré quién soy”, dicen que dijo Borges en la hora final. Bueno, Tony Soprano está a punto de saberlo. Herido de bala, flirtea con la señora de la guadaña desde su habitación en un hospital de donde finalmente sale más o menos indemne. Una atropellada convalecencia en compañía de otros habitantes del corredor de la muerte, entre quienes descuella un actor de carácter, a quien hemos visto en mil películas, cuyo nombre desconocemos pero no así su planta: un elegante anciano, con pinta de general sudista, bigote deshilachado y rostro huesudo propio de quien lo ha visto todo y lo que ha visto no le ha gustado. Con ustedes, el gran Hal Holbrook, más conocido como el hombre que fuma. El hombre que fumaba en la plaza de aparcamiento más famosa de la historia: la plaza 32D del garaje situado en Rosslynn, barrio de Arlington, suburbio de Washington. Sí, hemos regresado a Todos los hombres del presidente porque Holbrook nos lleva hasta allí, a través de los poderosos meandros que traza la memoria, mientras le vemos charlar con el amigo Tony, vestidos ambos con esos ridículos camisones de hospital. Lo cual es bastante más de lo que sabíamos de Holbrook cuando aparecía en la peli del Watergate: entonces era pura sombra, sombra nada más, el rastro del humo incandescente viajando hacia el techo del garaje, una voz en efecto tan profunda como su garganta. La voz del confidente más célebre de la historia de la imaginería política, que en Los Soprano es una voz todavía más sabia, una voz quejumbrosa: en el juego de metáforas y pistas falsas que propone Chase en la sexta temporada de su monumental invento, Holbrook ejerce de coro griego, contra el que rebotan las grandes preguntas que se hace el protagonista de la serie. La clave de arco de nuestra tesis: podemos saltar de Sorkin a Chase, de El ala oeste… a Los Soprano, sin rozar ninguna casilla. Basta con regresar a Todos los hombres del presidente y reparar en esta broma: Holbrook, el hombre que fumaba, se dispone a visitar el más allá víctima de… enfisema pulmonar.

¿Prueba superada? ¿Combate nulo? Que dicte sentencia el improbable lector, pero que antes anote un último testimonio de la defensa, que cita a Nancy Marchand para apuntalar su tesis: la Yocasta de Tony Soprano, a quien vimos hace un par de glaciaciones como todopoderosa jefa del imaginario periódico cuya redacción pilotaba Lou Grant: una versión catódica de Katherine Graham, editora del Post en los tiempos del Watergate. Las pruebas se acumulan en el estrado mientras Sorkin y Chase se abrazan en el centro del ring. Cada uno de ellos levanta la mano del otro, en señal de conformidad con la derrota. El árbitro acude a separarlos. Lo reconocemos de inmediato: es el apuesto Sydney Pollack, con sus gafas de pasta y su aire de abatimiento tan caro a sus incondicionales. Pollack, otro destilado del cine político de los 70, quien surge en la sexta temporada de Los Soprano ejerciendo de actor, una de sus facetas menos transitadas: Pollack como falso médico, cuya aparición agita el tenebroso final de la serie y confirma que el dios de la tele no juega a los dados, porque interpreta en un inquietante capítulo a un oncólogo… apenas unos meses antes de fallecer de cáncer. En la realidad: la misma realidad donde preparaba su última película, que nunca vio la luz, una cinta en torno a los desmanes de las presidenciales del 2004, con Bush Jr. revoleteando en Florida alrededor de las apasionantes papeletas mariposa. Cine político y oncología: el círculo se cierra.

Los hombres que fuman se despiden de ustedes.

Jorge Alacid

Jorge Alacid es periodista. Coordinador de ediciones del diario La Rioja y de larioja.com, es también autor de los blogs Logroño en sus bares y Carta a Sagasta.