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El payaso de turno
Una reflexión sobre la risa, la opresión y la sátira
“Precisamente en el Seminario XVI Lacan cita un párrafo de El capital (tercera parte, capítulo V: “El trabajo y su valorización”), donde Marx explica su concepto de plusvalía a partir del relato de una escena donde un empresario intenta convencer a un obrero acerca de las bondades del sistema capitalista. Mientras argumenta que así como él pone la plata el obrero aporta su fuerza de trabajo, el hombre de negocios es asaltado por un rapto de irrefrenable risa: cuestión que Lacan aprovecha para homologar la plusvalía con lo que eligió llamar el “plus de gozar”: ese exceso de satisfacción libidinal absolutamente singular que, sin embargo, el sujeto obtiene en forma oscura y silenciosa a través del lazo social.”
Apunte extraído del artículo “Marx, la risa y la crisis” de Sergio Zabalza para Página/12
“El pelirrojo alto y el otro chico, el encorvado, me dan el último golpe. Se iban de repente. Tras las risas, se ponían enseguida a hablar de otra cosa. Frases de la vida diaria, insípidas, y comprobarlo me hería: contaba yo menos en su vida de lo que ellos en la mía. Yo les dedicaba todos mis pensamientos y mis angustias, y lo hacía en cuanto me despertaba. Esa capacidad suya para olvidarse tan deprisa de mí me afectaba.”
Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis
“La risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne. Es la distracción del campesino, la licencia del borracho. Incluso la iglesia, en su sabiduría, ha permitido el momento de la fiesta, del carnaval, de la feria, esa polución diurna que permite descargar los humores y evita que se ceda a otros deseos y a otras ambiciones (…) La risa distrae, por algunos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios.”
Umberto Eco, El nombre de la rosa
Todos parecemos considerar la risa una suerte de singularidad humana que nos libra y libera de la animalidad, la barbarie y la tiranía. La risa puede tener algo de espontáneo e ingenuo, algo de contagioso y comunitario, algo de goce libidinal…, y el humor y la sátira, desde el carnaval a las caricaturas políticas, algo de irreverente y políticamente subversivo. Si recordáis el argumento detectivesco de El nombre de la rosa, del recientemente fallecido Eco, las misteriosas muertes de los monjes se producían en una biblioteca: el veneno que los mataba estaba incrustado en las páginas de un manuscrito legendario, la segunda parte de la Poética de Aristóteles, obra que supuestamente se perdió durante la Edad Media y que era un tratado estético sobre la risa, centrado fundamentalmente en la comedia y la poesía yámbica, precedente esta última de la sátira latina. El manuscrito exegético que comenta esta segunda parte de la Poética aristotélica y que ha motivado la creencia en la existencia real de la obra desaparecida es el Tractatus Coislinianus, actualmente en la Bibliothèque Nationale de París, documento bizantino del siglo X que esboza una teoría de la comedia de forma paralela a la descripción de la tragedia de la Poética: la comedia provoca la risa y el placer, y por lo tanto produce una catarsis. En su novela de tintes distópicos medievalistas, Eco contraponía la risa al miedo y afirmaba que la búsqueda ortodoxa de la Verdad podía devenir en tiranía y totalitarismo.
Actualmente y en nuestra zona geográfica, el concepto “libertad de expresión”, dada una serie de acontecimientos ocurridos tanto aquí como en otros países cercanos, parece hacer una defensa clara (y desde mi punto de vista legítima, aunque también contradictoria, dependiendo del caso al que se aplique y del medio que la reivindique) de la risa, el humor y la sátira. No podemos hacer una lectura literal del humor porque, como ya dijo (supuestamente) Aristóteles, la disposición a la risa puede ser una fuerza positiva de enorme valor cognoscitivo cuando, a través de enigmas ingeniosos y metáforas sorprendentes, y aunque nos muestre las cosas distintas de lo que son, como si mintiese, nos obliga de hecho a desenmarañar mejor la realidad…
Hace algunas semanas devoré uno de los sleeper hits de la pasada temporada: Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis. Se trata del relato verídico de la terrible infancia y adolescencia del propio autor (que antes de cambiarse el nombre a Édouard Louis se llamaba Eddy Bellegueule), un chico afeminado al que tanto su familia como sus compañeros de colegio o los vecinos de su pueblo de Picardía le hacen la vida imposible a base de insultos, escarnios, chistes, escupitajos y muchas risotadas. La obra, plagada de estilo directo en cursiva (que trata de reproducir la forma de hablar de la clase proletaria a la que pertenece el autor y su núcleo familiar y social), que a veces recuerda en su exageración sardónica algunos pasajes de la magistral Auto de fe, de Elias Canetti, es un testimonio, claramente literaturizado[1], sobre la homofobia, la violencia y la brutalidad con que el grupo social (la risa y el humor mediantes) se ceba con los diferentes, con los raros, con los queer. ¿Hasta qué punto la catarsis de la risa puede ser opresiva sobre algunos? ¿Se debe censurar, limitar o, al menos, menospreciar cierto tipo de humor? ¿O por el contrario todo humor dispone de un mecanismo intrínsecamente libertario que inoculiza su potencial perjuicio?
Yo, que llevo tiempo instalado en el sarcasmo, a veces a mi pesar, acepto las bondades del humor pero también sus perniciosas consecuencias y su no siempre bondadoso origen. El humor marica, por ejemplo, tan emparentado con el humor judío, tiene algo que ver con la condición melancólica del que siente recelo hacia un mundo que le es hostil y frente al que debe defenderse. Humores que han creado grandes obras artísticas pero que, para la vida diaria, tienen un componente masoquista enormemente desestabilizador. También me resulta molesto el cinismo capitalista, que ejercen con frecuencia televisiones, publicistas, artistas y agitadores culturales, y que pretende hacernos pasar por válidos comportamientos y actitudes nada éticas, bendecidas, eso sí, por una sacrosanta y malentendida “frivolidad”, muy en sintonía con el espíritu espurio de los tiempos. Lo mismo me ocurre con ese humor cazurro tan en boga, casi omnipresente por ejemplo en la entrevista televisada o radiofónica, cuya finalidad es tratar de boicotear sistemáticamente lo que el entrevistado pueda decir de interés y con seriedad. Un humor que humilla al entrevistado y endiosa al payaso de turno que, a modo de poli malo, suele formar parte proporcional, en el mejor de los casos, del tándem de entrevistadores.
Me resulta curioso que muchos de los adalides de la “libertad de expresión”, los acérrimos del #jesuisCharlie, por ejemplo, sean personas totalmente privilegiadas que nunca se han visto afectadas por eso que Brigitte Vasallo denomina “humor opresivo”, un humor en absoluto libertario que reinstaura el sistema hegemónico de opresión y que, a diferencia del humor políticamente subversivo, va de arriba abajo y de dentro a fuera. Esto es, un humor que nunca somete al sujeto que lo ejerce a su propia crítica y que suele cebarse con las personas ya oprimidas, desde posiciones siempre ventajosas: las mujeres, los negros, los musulmanes, los maricas, las lesbianas, los transexuales, los canis, los ninis, los enfermos, los que sufren la violencia terrorista de cualquier tipo, los niños de los refugiados que se ahogan en el Mediterráneo, los inocentes. Se trata de un humor de vectores confusos que a veces se ejerce en horizontal sobre otras personas igual de oprimidas que nosotros, pero que vemos desde la distancia geográfica, de género, sexual, etc., lo que nos hace suponer sobre ellas una falsa sensación de superioridad y poder.
La sátira, el humor y la risa deben sostenerse sobre una cierta ética del otro. Como todos los demás aspectos de una vida, por otra parte. A mí en particular, nunca me ha gustado la, por lo general, falta de implicación personal de los chistes. Demasiado complacientes. Demasiado condescendientes. Demasiado asépticos con el narrador. Con la risa conviene seguir la consigna de Simone Weil, que posiblemente Nietzsche detestaría, por mojigatería cristiana: “Hay que desarraigarse. Cortar el árbol, hacer una cruz y llevarla todos los días”.
[1] Descubro, entre sorprendido y aliviado, que el autor se ha visto envuelto en cierta polémica en los medios galos por haber querido pasar su novela por confesional o testimonial cuando hay mucho de vengativa exageración literaria en ella. Al parecer, la madre del autor irrumpió en un acto de presentación de la novela en París y le espetó: “¿Por qué nos has querido ridiculizar ante Francia, cuando siempre te hemos tratado con amor y respeto?”. Esta cuestión sobre los límites de la ficción literaria, su lectura literal por parte del público o de los retratados por el autor y su utilización como realidad (“basado en hechos reales”) por parte de la industria podría dar lugar a otro artículo con la cita de Flaubert: “Madame Bovary c’est moi”.
El payaso de turno
“Precisamente en el Seminario XVI Lacan cita un párrafo de El capital (tercera parte, capítulo V: “El trabajo y su valorización”), donde Marx explica su concepto de plusvalía a partir del relato de una escena donde un empresario intenta convencer a un obrero acerca de las bondades del sistema capitalista. Mientras argumenta que así como él pone la plata el obrero aporta su fuerza de trabajo, el hombre de negocios es asaltado por un rapto de irrefrenable risa: cuestión que Lacan aprovecha para homologar la plusvalía con lo que eligió llamar el “plus de gozar”: ese exceso de satisfacción libidinal absolutamente singular que, sin embargo, el sujeto obtiene en forma oscura y silenciosa a través del lazo social.”
Apunte extraído del artículo “Marx, la risa y la crisis” de Sergio Zabalza para Página/12
“El pelirrojo alto y el otro chico, el encorvado, me dan el último golpe. Se iban de repente. Tras las risas, se ponían enseguida a hablar de otra cosa. Frases de la vida diaria, insípidas, y comprobarlo me hería: contaba yo menos en su vida de lo que ellos en la mía. Yo les dedicaba todos mis pensamientos y mis angustias, y lo hacía en cuanto me despertaba. Esa capacidad suya para olvidarse tan deprisa de mí me afectaba.”
Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis
“La risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne. Es la distracción del campesino, la licencia del borracho. Incluso la iglesia, en su sabiduría, ha permitido el momento de la fiesta, del carnaval, de la feria, esa polución diurna que permite descargar los humores y evita que se ceda a otros deseos y a otras ambiciones (…) La risa distrae, por algunos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios.”
Umberto Eco, El nombre de la rosa
Todos parecemos considerar la risa una suerte de singularidad humana que nos libra y libera de la animalidad, la barbarie y la tiranía. La risa puede tener algo de espontáneo e ingenuo, algo de contagioso y comunitario, algo de goce libidinal…, y el humor y la sátira, desde el carnaval a las caricaturas políticas, algo de irreverente y políticamente subversivo. Si recordáis el argumento detectivesco de El nombre de la rosa, del recientemente fallecido Eco, las misteriosas muertes de los monjes se producían en una biblioteca: el veneno que los mataba estaba incrustado en las páginas de un manuscrito legendario, la segunda parte de la Poética de Aristóteles, obra que supuestamente se perdió durante la Edad Media y que era un tratado estético sobre la risa, centrado fundamentalmente en la comedia y la poesía yámbica, precedente esta última de la sátira latina. El manuscrito exegético que comenta esta segunda parte de la Poética aristotélica y que ha motivado la creencia en la existencia real de la obra desaparecida es el Tractatus Coislinianus, actualmente en la Bibliothèque Nationale de París, documento bizantino del siglo X que esboza una teoría de la comedia de forma paralela a la descripción de la tragedia de la Poética: la comedia provoca la risa y el placer, y por lo tanto produce una catarsis. En su novela de tintes distópicos medievalistas, Eco contraponía la risa al miedo y afirmaba que la búsqueda ortodoxa de la Verdad podía devenir en tiranía y totalitarismo.
Actualmente y en nuestra zona geográfica, el concepto “libertad de expresión”, dada una serie de acontecimientos ocurridos tanto aquí como en otros países cercanos, parece hacer una defensa clara (y desde mi punto de vista legítima, aunque también contradictoria, dependiendo del caso al que se aplique y del medio que la reivindique) de la risa, el humor y la sátira. No podemos hacer una lectura literal del humor porque, como ya dijo (supuestamente) Aristóteles, la disposición a la risa puede ser una fuerza positiva de enorme valor cognoscitivo cuando, a través de enigmas ingeniosos y metáforas sorprendentes, y aunque nos muestre las cosas distintas de lo que son, como si mintiese, nos obliga de hecho a desenmarañar mejor la realidad…
Hace algunas semanas devoré uno de los sleeper hits de la pasada temporada: Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis. Se trata del relato verídico de la terrible infancia y adolescencia del propio autor (que antes de cambiarse el nombre a Édouard Louis se llamaba Eddy Bellegueule), un chico afeminado al que tanto su familia como sus compañeros de colegio o los vecinos de su pueblo de Picardía le hacen la vida imposible a base de insultos, escarnios, chistes, escupitajos y muchas risotadas. La obra, plagada de estilo directo en cursiva (que trata de reproducir la forma de hablar de la clase proletaria a la que pertenece el autor y su núcleo familiar y social), que a veces recuerda en su exageración sardónica algunos pasajes de la magistral Auto de fe, de Elias Canetti, es un testimonio, claramente literaturizado[1], sobre la homofobia, la violencia y la brutalidad con que el grupo social (la risa y el humor mediantes) se ceba con los diferentes, con los raros, con los queer. ¿Hasta qué punto la catarsis de la risa puede ser opresiva sobre algunos? ¿Se debe censurar, limitar o, al menos, menospreciar cierto tipo de humor? ¿O por el contrario todo humor dispone de un mecanismo intrínsecamente libertario que inoculiza su potencial perjuicio?
Yo, que llevo tiempo instalado en el sarcasmo, a veces a mi pesar, acepto las bondades del humor pero también sus perniciosas consecuencias y su no siempre bondadoso origen. El humor marica, por ejemplo, tan emparentado con el humor judío, tiene algo que ver con la condición melancólica del que siente recelo hacia un mundo que le es hostil y frente al que debe defenderse. Humores que han creado grandes obras artísticas pero que, para la vida diaria, tienen un componente masoquista enormemente desestabilizador. También me resulta molesto el cinismo capitalista, que ejercen con frecuencia televisiones, publicistas, artistas y agitadores culturales, y que pretende hacernos pasar por válidos comportamientos y actitudes nada éticas, bendecidas, eso sí, por una sacrosanta y malentendida “frivolidad”, muy en sintonía con el espíritu espurio de los tiempos. Lo mismo me ocurre con ese humor cazurro tan en boga, casi omnipresente por ejemplo en la entrevista televisada o radiofónica, cuya finalidad es tratar de boicotear sistemáticamente lo que el entrevistado pueda decir de interés y con seriedad. Un humor que humilla al entrevistado y endiosa al payaso de turno que, a modo de poli malo, suele formar parte proporcional, en el mejor de los casos, del tándem de entrevistadores.
Me resulta curioso que muchos de los adalides de la “libertad de expresión”, los acérrimos del #jesuisCharlie, por ejemplo, sean personas totalmente privilegiadas que nunca se han visto afectadas por eso que Brigitte Vasallo denomina “humor opresivo”, un humor en absoluto libertario que reinstaura el sistema hegemónico de opresión y que, a diferencia del humor políticamente subversivo, va de arriba abajo y de dentro a fuera. Esto es, un humor que nunca somete al sujeto que lo ejerce a su propia crítica y que suele cebarse con las personas ya oprimidas, desde posiciones siempre ventajosas: las mujeres, los negros, los musulmanes, los maricas, las lesbianas, los transexuales, los canis, los ninis, los enfermos, los que sufren la violencia terrorista de cualquier tipo, los niños de los refugiados que se ahogan en el Mediterráneo, los inocentes. Se trata de un humor de vectores confusos que a veces se ejerce en horizontal sobre otras personas igual de oprimidas que nosotros, pero que vemos desde la distancia geográfica, de género, sexual, etc., lo que nos hace suponer sobre ellas una falsa sensación de superioridad y poder.
La sátira, el humor y la risa deben sostenerse sobre una cierta ética del otro. Como todos los demás aspectos de una vida, por otra parte. A mí en particular, nunca me ha gustado la, por lo general, falta de implicación personal de los chistes. Demasiado complacientes. Demasiado condescendientes. Demasiado asépticos con el narrador. Con la risa conviene seguir la consigna de Simone Weil, que posiblemente Nietzsche detestaría, por mojigatería cristiana: “Hay que desarraigarse. Cortar el árbol, hacer una cruz y llevarla todos los días”.
[1] Descubro, entre sorprendido y aliviado, que el autor se ha visto envuelto en cierta polémica en los medios galos por haber querido pasar su novela por confesional o testimonial cuando hay mucho de vengativa exageración literaria en ella. Al parecer, la madre del autor irrumpió en un acto de presentación de la novela en París y le espetó: “¿Por qué nos has querido ridiculizar ante Francia, cuando siempre te hemos tratado con amor y respeto?”. Esta cuestión sobre los límites de la ficción literaria, su lectura literal por parte del público o de los retratados por el autor y su utilización como realidad (“basado en hechos reales”) por parte de la industria podría dar lugar a otro artículo con la cita de Flaubert: “Madame Bovary c’est moi”.