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El fantasma de Corleone

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Una melancolía del homicidio es inmoral, pero nada impide anotar que el 13 de julio de 2016, con la muerte de Bernardo Provenzano por cáncer, desapareció una cierta forma de asesinato. Se trata del asesinato de mafia, tan sofisticado y perpetrado en el tiempo que las recientes barbaridades yihadistas palidecen en comparación. La vieja manera de tratar los cadáveres consistía en mutilarlos según la culpa que se atribuía al alma que albergaban: todo un detalle en estos tiempos de cuerpos abatidos sin distinción.

No se entendería la mafia sin el aislamiento siciliano, una condición que nace con la isla y que se refleja en un dialecto muy cerrado (el escritor Leonardo Sciascia recogió en el libro Occhio di capra proverbios y palabras que solo se usan en Sicilia, muchos de origen árabe) y la consecuente enemistad con el poder central del Estado. Hasta el general británico Harold Alexander, antes de ordenar el desembarque de las tropas aliadas entre Licata y Siracusa en 1943, en la operación Husky que quería arrebatar la península a los nazis, pidió ayuda al jefe de la mafia Lucky Luciano, que a través del afiliado Calogero Vizzini controlaba el territorio.

Es una condición que se suele reflejar en ámbitos más nobles como la música, la pintura y la literatura. Por cada expresión artística se pueden encontrar en Sicilia casos interesantes de reelaboración propia, aunque relacionados con las escuelas o tendencias italianas. El poder mafioso siempre ha sido el lado oscuro de esa condición identitaria que quedó perfectamente retratada en la frase que el príncipe de Salina, protagonista de El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, refiere al enviado del Senado que llega desde Turín (la primera capital del Estado italiano): "Los americanos vienen para cambiarnos, pero no lo conseguirán, porque los sicilianos nos creemos dioses."

Bernardo Provenzano fue el jefe absoluto de la mafia durante cuarenta años, y nadie como él ha representado, en la segunda mitad del siglo XX, el poder de una organización criminal que se siente legitimada a mandar en su territorio por una suerte de derecho natural; una legitimación que su propio nombre, Cosa Nostra (Cosa Nuestra), rinde a la perfección. Escondido en una alquería en la localidad de Montagna dei Cavalli (Montaña de los caballos), provincia de Corleone, encarnó magistralmente la presencia-ausencia de la mafia que mata escondiéndose, un ritual eterno de su autoridad invisible.

“La mafia no existe”, os contestaría cualquier mafioso interrogado al respecto, pues Provenzano tampoco existía para nadie que no fuera su familia, sus cómplices y los destinatarios de sus órdenes (escritas en pequeños trozos de papel redactados a máquina, una Olivetti, los famosos pizzini). Por eso, Provenzano encarnaba tan bien la organización que presidía, porque no había nada de lo que un mafioso tiene que tener que él no tuviera en abundancia: tapaderas, poder y un largo historial de homicidios. Su estampida empezó en el año 1963, cuando huyó al ser sospechoso de asesinar al también mafioso Francesco Paolo Streva; desde aquel momento fue llamado La primola rossa (La pimpinela escarlata). La policía basó su búsqueda sobre fotos que se remontaban a esa época, la última en la que Provenzano se dejó ver en su pueblo natal, Corleone. Aparece repeinado y vestido para la misa del domingo, según la costumbre de los campesinos; la mandíbula cuadriculada y la mirada de piedra hablan de un hombre fuerte, seguro de sí mismo. Más tarde se usaron programas informáticos para simular la vejez de un rostro tan joven, para dar algo que buscar a los hombres que seguían sus huellas, pero fue inútil: nadie dio con su paradero, y las pistas filtradas por los pocos que se atrevían a hablar resultaron falsas.

La captura se produjo gracias a un prudentísimo sistema de seguimiento. Los policías empezaron a fijarse en las bolsas de plástico azul que su mujer traía en la mano al salir de casa. Las llevaba a una tienda, desde la cual varios días después salían escondidas en el maletero de un coche. Los hombres de la policía empezaron a seguir ese coche, pero se tuvieron que parar varias veces: la mínima sospecha era suficiente para que el intermediario, encargado por la familia Provenzano de traer al jefe la ropa limpia, diera la vuelta atrás. En el último intento frustrado, por ejemplo, los agentes se habían escondido detrás de un árbol, pero para poner una cámara habían tenido que desplazar una ramas; algo tuvo que notar el fiel intermediario de Provenzano, ya subido en un segundo coche, un Golf blanco, puesto que cogió el camino de vuelta y preservó el misterio.

Si hay una raíz inconfundible en el pensamiento mafioso es la firme voluntad de no ceder el control a nadie que no sea de la familia o del círculo más íntimo de los hombres de honor, que son los que conocen los códigos de la isla: así que no es de extrañar que la Primola rossa haya vivido por cuatro décadas en simbiosis con la Sicilia profunda, y que su nombre pasara de boca en boca sin la menor prueba de su real existencia: era algo parecido a una leyenda, a un mito. Era como el temible Pan, podía desencadenar una tempestad o emitir una música encantadora según el momento. Dependiendo de sus intereses, Provenzano era extremadamente generoso, o mortalmente cruel.

Los mafiosos le apodaban U tratturi (El tractor), por la determinación que usaba contra sus enemigos. Fue acusado de cuarenta homicidios solo entre 1963 y 1978. Desde que se refugió en su cárcel particular, sin embargo, descubrió lo mejor de sí mismo, y los pentiti di mafia (mafiosos arrepentidos que colaboran con la justicia italiana) cuentan que discutía a menudo con Salvatore Riina, el otro jefe de la cúpula mafiosa que orquestó los sangrientos atentados contra el Estado en los años noventa.

Se usaron bombas para matar a los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, que habían dezmado los clanes gracias a un maxi-juicio en el tribunal de Palermo; y contra el Museo de los Uffizi de Florencia (1992). Don Binnu (el Binnu para el tractor, el Don por el respeto que se le debía) y Salvatore Riina discutían mucho, cuenta el arrepentido Antonio Calderone, “pero nunca se levantaban de la mesa antes de alcanzar un acuerdo”.

Provenzano quería tratar, Riina quería matar, y se mató, pero Zu Binnu (otro apodo debido a su edad avanzada) hubiera preferido una estrategia más razonada. Como el marqués de Sade, que en la cárcel de la Bastilla escribió su obra más bella (Justine) y Oscar Wilde, que en la de Reading escribió nada menos que el De Profundis, U tratturi había descubierto el camino de la sabiduría, o por lo menos su fascinación, y a través de sus pizzini trataba de calmar los litigios y de imponer la paz con mano de hierro. Cuando en 1996 su hijo ya estaba licenciado en lenguas modernas y enseñaba en una prestigiosa escuela de Alemania, U tratturi seguía ordenando asesinatos, pero escribía simplemente “Se haga la voluntad de Dios”. Si un viejo amigo le pedía una intervención para algún negocio, confesaba cándidamente, “Ya no conozco a nadie en ese sector”. Sus hombres de confianza ya estaban todos en la cárcel y la Iglesia, esa fortaleza del perdón para los crímenes de mafia de los cincuenta y sesenta, los había excomulgado por boca de Juan Pablo II. Una vida dedicada al crimen, sin embargo, había dado sus frutos, y la ilegalidad se había difundido en todo el país, con raíces más sólidas en los centros neurálgicos de Roma y Milán.

En Sicilia solo quedaba él, el jefe a la vieja usanza que recibió a los policías con una sonrisa. Les pidió que les dejaran llevar los medicamentos contra la próstata a la cárcel de Novara, donde fue sometido al 41 bis, un régimen carcelario de aislamiento absoluto. Pocos años antes se había operado en un hospital de Marsella bajo el nombre de Gaspare Troia y recibió hasta un rembolso por la Seguridad Social. La gestión fue llevada a cabo en las oficinas del Ayuntamiento de Villabate por Francesco Campanella, siervo de un poder en vía de extinción. El médico que probablemente operó a Zu Binnu, Attilio Manca, fue encontrado muerto en su casa de Viterbo el 11 de febrero de 2004.

“No sabéis lo que estáis haciendo”, espetó Bernardo Provenzano a Renato Cortese, el jefe de la policía que le capturó después de 43 años de persecución: una frase que pone la piel de gallina en boca de un criminal convertido a la meditación que intuyó la necesitad de encontrar algún tipo de acuerdo para imponer su armada ley de paz.

 

La foto de portada pertenece al archivo del atentado strage di Capaci (Palermo), del 23 de mayo de 1992, en el que entre otros falleció el magistrado antimafia Giovanni Falcone. La siguiente es el retrato de Bernardo Provenzano con el que la policía inició su búsqueda.